Capítulo primero
Clem Bauner salió del Alhambra y desde el porche contempló la Calle Mayor de Green Springs. Era un espectáculo inconfundible y que ya había visto otras veces en otros lugares. La carretera convertida en calle cuando junto a ella se alzaban las suficientes casas. Estas, con alguna ventana iluminada, proyectando un rectángulo de luz sobre el polvo que olía a estiércol. En días normales, a aquella hora la calle aún estaba llena de gente que charlaba de sus problemas, todos iguales, mas para cada uno importantísimos y distintos. Ahora estaba vacía. Llena de miedo. Era esto lo único que circulaba, invisible, llamando con afiladas garras a cada puerta, susurrando amenazas.
Bauner había pasado infinitas noches en la amplia y abierta pradera, propiedad del viento y de los lejanos aullidos de los coyotes. Hablase sabido, en algunas ocasiones, el único ser viviente en cincuenta kilómetros a la redonda. No obstante, aquella sensación de soledad era inferior a la que ahora experimentaba. Era la diferencia entre la soledad del campo o de la montaña y la de un cementerio. Eso parecía la Calle Mayor de Green Springs: un cementerio. Y cada casa un mausoleo con sus cadáveres dentro. Alguien se lo había dicho una vez: «Hay algo peor que estar muerto: el no atreverse a estar vivo.» Los habitantes de Green Springs eran de ésos. No se atrevían a estar vivos. Encerrados en sus casas, esperaban que los demás decidieran la suerte que debían correr. Sentíanse incapaces de coger su propia suerte y salir a defenderla.
Descendió por la calzada y comenzó a andar por su centro, hacia la oficina del comisario. A veces se producía un cambio de luz que brotaba de alguna ventana. Alguien hablase asomado un instante para comprobar quién era el audaz que se atrevía a pasear.
Cuando Bauner llegó a un centenar de metros de la oficina del comisario, una burlona voz advirtió desde las sombras, a su derecha:
—Boas noites, amigo. ¿Dónde va usted tan despacio? ¿Acaso no quiere que le oigan?
—Al contrario —respondió Bauner—. Voy despacio para que tengan tiempo de verme bien antes de disparar precipitadamente, señor Silveira.
—¡Vaya! Veo que me ha conocido sin verme. Eso quiere decir que me ha visto en alguna circunstancia más clara que ahora. ¿Me olió?
—No. Le conocí por el acento. Sabía que estaba usted aquí. Me lo dijeron en el Alhambra. Soy Clem Bauner. Su amigo Guzmán me conoce.
—¿Qué le trae por aquí, señor Bauner?
—Soy el nuevo comisario federal. Me esperaban desde hace días.
—¡Y llegó de noche! —Silveira soltó una carcajada—. Es usted amigo de dar sorpresas y de presentarse, precisamente, cuando nadie le aguarda. Eso no está bien. Si hubiera llegado a su debido tiempo quizá se hubieran evitado algunas cosas que han ocurrido. —El portugués carraspeó, añadiendo—: Si se llama Bauner debe de haber sido comisario o sheriff de Redondo, Tejas, ¿no?
—Fui representante de la ley allí. Y ahora lo soy de Green Springs. Y, si la fama no es embustera, éste es un pueblo donde no resulta prudente permanecer en medio de la calle, como en estos momentos yo estoy haciendo. ¿Puedo seguir adelante? ¿O tiene miedo...?
—Acérquese, señor Bauner, o dígame lo que hacía cuando me llamó cobarde.
—Estaba sonriendo —replicó Bauner—. Y no quise llamarle cobarde. Estoy algo nervioso y confundí las palabras. Quise decir que no soy peligroso para usted.
—Si sonrió... la cosa no es grave; sin embargo, no me llame nunca cobarde a oscuras. No es que la palabra guste más de día, sino que entonces veo si el que habla sonríe o no. De noche no se ven las caras y... —Silveira se interrumpió con risa—. Acérquese, amigo Bauner; pero no deje las manos demasiado cerca de los revólveres. Hasta que Guzmán le identifique, no me sentiré muy seguro acerca de su personalidad. Soy desconfiado por naturaleza. Por lo tanto, acérquese y no deje de sonreír. Puesto a desconfiar, desconfío mucho más de la gente seria que de la risueña.
Bauner avanzaba hacia su interlocutor, con la molesta sensación de que seis balas del 45 esperaban turno para meterse en su pecho.
—Deténgase —dijo Silveira, casi junto a él—. Perdone estas precauciones; me las recetó el médico para alargarme la vida.
—Debía de ser un buen médico —observó Bauner.
—Vuélvase y deje que le quite el revólver. Sólo por un momento. Se lo devolveré luego.
—¿También es un consejo de su médico? —preguntó Clem, levantando las manos y volviéndose para que el portugués le quitara el Colt.
—Ésa es una medida de prudencia que he desarrollado por mí mismo.
Bauner notó el alivio del peso del arma y preguntó si ya podía bajar las manos.
—No le ordené que las levantara —observó Silveira.
—Es verdad. Lo hice por mi cuenta. También tengo un médico que me da consejos para prolongar mi vida. Ese de tener las manos en alto cuando alguien me apunta con un revólver, es uno de los mejores y más saludables consejos que he recibido y practicado. ¿Qué más debo hacer?
—Eche a andar hasta la puerta de la casa y deténgase allí. Llame con los nudillos y, cuando Guzmán se lo pregunte, diga quién es.
Bauner obedeció, llegando a la puerta y llamando como le habían indicado. Un momento después encontróse frente a Guzmán. El español sorprendióse al ver al comisario. No obstante, al hablar, lo hizo serenamente, sin emoción:
—Hola, Bauner. ¿Qué le trae por aquí?
—¿Me deja entrar? Su amigo Silveira me quitó el revólver. Aunque quisiera, no podría ser peligroso.
Guzmán se hizo a un lado.
—Pase usted, Bauner —dijo.
El comisario entró en la oficina. La recorrió con una rápida ojeada y dirigió un corto saludo a Chick Polard, que estaba sentado en una silla, en equilibrio sobre las patas traseras y con el respaldo rozando la pared. Todo en Chick Polard acusaba nerviosismo. Al fijarse en la estrella de Bauner, sonrió:
—¿Es usted el comisario que anunciaron? —preguntó, dejando que la silla recobrase su posición normal.
—Clem Bauner. Usted debe de ser Polard, ¿verdad?
Chick asintió. Levantándose, dijo:
—Me alegro de que haya llegado. Esto se está poniendo demasiado difícil para mí.
Guzmán cerró la puerta y, lentamente, se acercó a la mesa escritorio, sentándose apenas en el borde de ella. Bauner se había vuelto hacia él y le miraba como estudiando sus reflexiones.
—Creo que mi presencia no le alegra, Guzmán.
—Viene acompañada de tristes recuerdos. Pero no se preocupe. Vivo siempre con ellos. Hemos tardado en encontrarnos de nuevo. ¿Ha seguido en Redondo desde entonces?
—No —contestó Bauner, sacando una cartera y, de ella, un documento oficial que tendió a Polard—. He corrido bastante mundo desde entonces. Lo que pasó allí me afectó mucho. Tuve la sensación de no haber sabido estar a la altura de las circunstancias.
—Probablemente, no —asintió Guzmán—. Pero la culpa no fue totalmente suya. Hubo otros que tampoco supieron portarse como era debido.
Abrióse la puerta y entró Silveira. Sin disimulos confesó:
—Me trae la curiosidad. Fuera no fago nada y, en cambio, aquí pasan cosas que me interesan. No creo que los de Gardiner intenten atacarnos esta noite. ¿Puedo devolverle o revólver a tu amigo?
—Sí —contestó Guzmán, moviendo la cabeza—. Él es la ley en Green Springs. ¿No es verdad, Chick?
—Sí, señor Guzmán —contestó el comisario, devolviendo a Bauner el nombramiento que éste le había entregado—. El señor Bauner es el comisario federal de esta región.
—¿Cuándo le nombraron para el cargo? —preguntó Guzmán.
—Hace bastantes días. El nombramiento lleva fecha de hace diez. Pero no pude venir antes. Por cierto, señor Guzmán, que hace dos meses me encargaron que le buscase.
—¿Por cuenta de la Justicia? —inquirió Silveira.
Bauner dijo que no con la cabeza.
—Era por algo de sus tierras en Redondo. Un grupo de bancos desea comprarlas.
Guzmán se encogió de hombros.
—Debe de ser una broma —dijo—. Poco deben de valer unas tierras que desde hace cinco años nadie ha cuidado. No creo que los bancos tengan que unirse para adquirirlas. Habrá haciendas mucho mejores que la mía.
—No lo crea —contestó Bauner—. Es posible que haya fincas con mejor aspecto que la de usted; mas dudo que exista otra más rica.
—Puedo indicar varias docenas de terrenos donde se puede criar más ganado que en los míos.
—No los quieren para criar ganado, señor Guzmán —explicó Bauner—. Los necesitan para sacar petróleo.
Guzmán arqueó una ceja.
—¿Petróleo? —preguntó con la mirada irónicamente fija en el otro—. ¿Cómo lo saben?
—Parece ser que hicieron unos sondeos y lo encontraron. Creían que las tierras eran libres. Luego averiguaron que el banco paga los impuestos y que nadie puede ocuparlas sin el consentimiento de usted. El banco autorizó los sondeos; pero no puede permitir la explotación de los pozos que se han alzado. La Standard Oil ofrece pagarle a usted el cincuenta por ciento de lo que valga el petróleo extraído. Los gastos de extracción y los que se hicieron antes, hasta dar con el aceite, corren de su cuenta y no se descuentan del valor del petróleo. No crea que esos gastos son pequeños.
—¿Qué aconseja el banco?
—Que conceda usted esos permisos. Ellos tendrán un interventor en la hacienda, para que no se oculte ni una gota del líquido. Si usted no hubiera dejado las cosas tan ordenadas al marcharse, la Standard Oil hubiese ocupado su rancho, basándose en que era terreno abandonado. Hay muchos que olvidan pagar oportunamente los impuestos y permiten que se acumulen. Creen que luego los pueden pagar. Por lo general así se hace; pero en el caso de que las tierras interesen a otra persona, ésa puede, basándose en la falta de pago de los impuestos, hacer que se consideren abandonadas por sus propietarios. Entonces es fácil adquirirlas por el precio que se pagó por ellas la última vez que se vendieron.
—Conocía ese detalle y por eso dejé el suficiente dinero en el banco para que nunca se perdieran por no pagar los impuestos —dijo Guzmán—. No sabía que por allí hubiese petróleo.
Bauner sonrió, diciendo:
—Es una buena noticia, ¿verdad?
—Puede que lo sea —admitió, indiferente, Guzmán.
Volvióse hacia Silveira y preguntó:
—¿Qué harías en mi lugar?
Fingiendo una exagerada seriedad, el portugués respondió:
—En tu lugar, yo diría: «Amigo Silveira: te regalo mis tierras. Desde hoy son tuyas y puedes hacer con ellas lo que quieras.»
—No cabe duda de que eres inteligente, Silveira. Gracias por tu buen consejo: te regalo mis tierras. Desde hoy son tuyas y puedes hacer con ellas lo que quieras.
—Gracias, Guzmán. Siempre te he considerado generoso. ¿Darán mucho dinero esos pozos, señor Bauner?
—Por lo menos mil dólares diarios cada uno de ellos.
—Repito las gracias, Guzmán.
—De nada —sonrió tristemente el español—. Celebro que te quedes con ellos.
—No he dicho que me quede con ellos —protestó Silveira—. Es demasiado dinero. En estos lugares no es fácil gastar dos mil o tres mil dólares diarios.
—Puedes irte a otro sitio —indicó Guzmán—. En el Este será más fácil gastar ese dinero o más.
—No. El Este no me gusta. Estoy bien aquí. No quiero cambiar de residencia —Silveira suspiró profundamente, movió la cabeza y terminó—: Te devuelvo tus tierras. No me convienen.
Bauner se echó a reír, diciendo:
—Ha sido una broma muy divertida. De momento tomé en serio lo de que le regalaba a su amigo el rancho, señor Guzmán.
Éste movió la cabeza.
—Hablaba en serio, Bauner. Y Silveira lo sabía.
—¿Y sabiendo que era una oferta formal la ha rechazado? —preguntó Bauner a Silveira.
—Me molestan los excesos. Tener demasiado dinero es tan malo como tener poco.
—Pues... la verdad... para rechazar esa fortuna hay que estar loco...
—Cuando me llame loco, sonría, Bauner —advirtió Silveira—. Esa estrella de comisario federal que lleva sobre el corazón no me parece capaz de detener una bala.
—Perdone —rogó Bauner—. Ha sido una observación involuntaria. No puedo comprender que se rechace, así como así, una suma tan importante.
—Usted debe de estar metalizado, comisario —advirtió el portugués—. El dinero sirve para adquirir lo que se desea. Eu tengo todo lo que necesito. Si tuviese más, no sabría cómo gastarlo. Me vería obligado a inventar nuevos sistemas de vida que, probablemente, me gustarían menos que los actuales. Acabaría añorando lo de ahora.
Bauner encogióse de hombros.
—No lo entiendo —dijo—. Tampoco entiendo al señor Guzmán.
Chick Polard preguntó tímidamente:
—¿Se hace usted cargo del mando, señor Bauner?
—Desde luego —contestó el nuevo comisario—. A eso he venido.
—¿No me necesitará? —inquirió, entre alegre e inquieto, Polard.
—Supongo que habrá trabajo para los dos —contestó Clem—. No es preciso que pierda usted su ocupación.
—Le estoy muy reconocido, señor Bauner —dijo Chick—; me gusta conservar el puesto de comisario auxiliar; pero, si no le importa... de momento le agradecería que me concediese unas vacaciones...
—¿Para qué necesita unas vacaciones? —preguntó el comisario, desconcertado.
—Para meterse en casa hasta que haya pasado la tempestad —rió Silveira.
—No soy un héroe —protestó Polard—: La situación se ha puesto muy difícil para mí.
—Esto podría significar la pérdida de su empleo —advirtió Bauner.
—Si pierdo la vida también me quedo sin él —observó, con mucha lógica, Polard.
—Puede irse —dijo Guzmán—. Le prometo que le conservarán el puesto. Tenga, para que pase unas agradables vacaciones.
Chick Polard contempló incrédulamente el billete de mil dólares que el español le acababa de entregar. Nunca había visto ninguno de aquel calibre y no estaba muy seguro de que no fuese una broma.
—No es falso —aseguró Silveira.
Polard se volvió hacia César:
—¿Por qué me lo da? —preguntó.
—No es más que un día de trabajo de uno de esos pozos de petróleo que ahora tengo —contestó Guzmán—. Puedo hacer el regalo sin arruinarme.
Polard inclinó la cabeza, musitando:
—Gracias. Yo no nací para héroe.
Bauner no estaba satisfecho con aquel cambio en sus proyectos.
—¿Cuándo se piensa marchar de... vacaciones? —preguntó, recalcando la última palabra.
—En cuanto se haga de día —respondió Polard. Tenía meditada la respuesta desde mucho antes de que se le hiciese la pregunta.
—¿Por qué tanta prisa?
Chick señaló hacia la sección donde estaban las celdas.
—Cuando se haga de día vendrán a poner en libertad a esos que están ahí. Habrá que impedirlo, ¿no?
—Claro —replicó Clem.
—Hace tiempo hubo un comisario que detuvo a un vaquero de los ranchos próximos. Se le acusaba de haber disparado sobre un hombre y haberle matado. Lo hizo estando borracho. El comisario quiso que lo juzgara uno de los jueces que recorren su circuito, administrando justicia. El día antes de que llegase el juez, se unieron los vaqueros de todas las haciendas y vinieron a poner en libertad a su amigo. El comisario intentó impedirlo y quedó aplastado. Fue como si hubiese pasado sobre él una manada de bueyes. No quiero estar aquí cuando llegue la manada.
—Pues tendrá que estar —dijo Bauner—. Necesito informes acerca de la gente del pueblo y de los ranchos. He de saber quiénes son los más pendencieros y los más pacíficos.
—Eso es sencillo —respondió, en seguida, Polard—. Todos los pendencieros están en los ranchos. Toda la gente de paz, en el pueblo. Si necesita más informes vaya a pedírmelos a mi casa.
—¡Déjele marchar! —aconsejó Silveira—. El mismo admitió que no ha nacido para león. Si le obliga a quedarse con nosotros se expone a que, al salir huyendo, no encuentre la puerta y abra un boquete en la pared del tamaño de su cuerpo.
—Es que necesito ayuda —indicó Bauner—. No puedo trabajar completamente solo.
—De momento le ayudaremos nosotros, si no se entromete en mis asuntos —dijo Guzmán—. No he venido a imponer la ley ni el orden en Green Springs, sino a cumplir una parte de mi venganza. Por ahora... casualmente, la ley y yo seguimos el mismo camino. Cuando esos caminos se separen, no trate de conseguir que yo siga el suyo, Bauner. Hasta entonces cuente con nosotros.
—Gracias —aceptó el comisario—. Siempre es mejor una ayuda condicionada, como la que ustedes me ofrecen, que seguir completamente solo. ¿Por qué detuvieron a los hombres que están ahí dentro?
—Pretendían cazar conejos en el pueblo —sonrió Silveira.
Bauner también sonrió.
—Es una buena justificación, mas no podrá retener a esos hombres mucho tiempo sólo porque vinieron a cazar conejos dentro de los límites del casco urbano de Green Springs.
—En Green Springs no hay un juez, ¿verdad? —preguntó Guzmán.
Bauner movió la cabeza.
—Ninguna de estas localidades es lo bastante importante para sostener un juez —dijo—. Suele formarse un amplio circuito de pueblos en similares circunstancias que es visitado periódicamente por un funcionario ambulante. En determinado día del mes, llega, resuelve los asuntos pendientes y cuando termina se marcha a otro pueblo a cumplir allí sus obligaciones. De esta forma un solo juez atiende hasta veinte pueblos —volviéndose hacia Polard, Bauner inquirió—: ¿Qué juez corresponde a Green Springs?
—La Ley en la Cuenca del Cedros —explicó Polard.
La sonrisa de Bauner se acentuó.
—¿El juez Klein? —preguntó luego. Chick dijo que sí con la cabeza, agregando:
—Tiene que llegar un día de éstos.
El nuevo comisario se volvió hacia Guzmán y Silveira.
—¿Le conocen? —preguntó.
Los dos movieron negativamente la cabeza.
—Es un tipo formidable —siguió Bauner—. De lo más pintoresco. Durante la guerra fue coronel de los confederados. Luego consiguió que le nombrasen juez de una región. Es incapaz de someterse a ninguna disciplina ni a ningún horario de trabajo. Lo ideal, para él, es uno de esos cargos que le permiten vagar de un lado a otro. Aunque sólo sea por oírle juzgar a esos hombres, los retendré aquí hasta que llegue.
—Eso es lo que no permitirán los ganaderos —advirtió Polard—. Querrán que sus vaqueros sean puestos en libertad en seguida.
—Tendrán que esperar a que llegue el juez Klein —decidió Bauner. Dirigiéndose a Guzmán y Silveira añadió:
—No es lo mismo un comisario solo, por mucho que valga, que un comisario acompañado de dos ayudantes como ustedes... o, mejor dicho, de dos amigos. Abra la puerta de la sección de celdas, Polard.
El tímido comisario obedeció en seguida. Cuando Bauner entró en el pasillo a que daban las celdas ocupadas por los vaqueros de Pat Gardiner, Silveira llevó a Guzmán hacia la calle. Cerrando la puerta y con la mirada fija en el desierto de Green Springs, preguntó:
—¿Qué clase de persona es Clem Bauner?
—En Redondo era un buen comisario —contestó Guzmán—. Falló al no poder evitar que la gente linchara a dos de los culpables del asesinato de Gloria. Los había detenido; pero alguien comenzó a decir que debía hacerse un escarmiento sin esperar a que llegara el juez. Asaltaron la cárcel, sacaron a los dos hombres y los colgaron. Bauner no se atrevió a disparar sobre las gentes linchadoras. No quiso matar o herir a gentes honradas por defender a un par de asesinos. Hasta cierto punto tuvo razón. Lo malo fue que los dos presos murieron antes de poder decir quiénes habían sido sus cómplices. Después del suceso, Bauner dimitió.
—¿No averiguó quiénes eran los otros que intervinieron en el asesinato?
—Consiguió los nombres de dos de ellos y me los proporcionó. Los busqué y, por ellos, di con los siguientes. A Bauner le debo el principio de mi venganza.
—No pareciste muy feliz al verle.
—Nada que me recuerde el pasado puede hacerme dichoso.
Silveira silbó suavemente una canción vaquera. Su mirada estaba fija hacia oriente. Ni un atisbo de madrugada. Aún quedaba mucha noche por delante. En el pueblo no se veía ya ninguna luz.
—¿Sabes lo que estoy pensando? —preguntó, de pronto, el portugués.
—¿Qué? —preguntó Guzmán.
—Parece como si todas las pasiones, todos los pensamientos y toda la vida se hubiese detenido en torno a nosotros. Sólo tú y yo pensamos y vivimos. Sin embargo... no puede ser así. Habrá muchas gentes incapaces de conciliar el sueño. Algunas ni siquiera se habrán acostado.
—Probablemente —admitió, distraído, Guzmán.
—Esa idea es más fácil de comprender en una ciudad. ¿Has vivido en ciudades importantes?
—De niño... En España —murmuró Guzmán—. Luego siempre he estado en sitios como éste... poco más o menos. ¿Y tú?
—Yo sí. He vivido de niño en Lisboa. Luego en San Pablo, en el Brasil. Allí, a veces, iba por la calle, casi de madrugada, preocupado por alguno de tantos problemas como nos ofrece la vida, y pensaba que en todo San Pablo yo era el único cerebro despierto y preocupado. No se oía a nadie. No se veía a nadie. De pronto, veía brillar una luz en una habitación de la casa junto a la cual pasaba. ¿A qué se debía que aquella luz estuviese encendida? ¿Un enfermo grave? ¿Una mujer esperando la vuelta del marido? ¿Una madre velando el sueño de su hijo? Mi problema se hacía pequeño en comparación con aquellos otros problemas... eso me irritaba. Una noche, al pasar junto a un edificio, me detuve a contemplar un balcón de la planta baja. Estaba abierto y por él se escapaba la luz de varias lámparas. Sentado de cara al balcón, frente a una mesa escritorio, un hombre escribía de cuando en cuando algunas palabras en un papel. Luego reflexionaba y volvía a escribir. Parecía preocupado. Sentí compasión de él, de su tontería. Debía de ser un poeta o un novelista que perdía la noche para que, tiempo después, unas cuantas señoritas cursis leyeran sus versos y se emocionaran. Al día siguiente supe que aquel hombre se había suicidado, dejando una larga carta en la que explicaba al juez que se mataba por tales y cuales motivos. Eso me enseñó, de una vez para siempre, que en todo momento, en la vida, hay otros problemas además de los nuestros. Me gustaría saber qué estará haciendo ahora tu amigo Gardiner. ¿Dormirá? ¿Habrá huido?
—No creo que lo haya hecho —replicó Guzmán—. Su poder y su fuerza están aquí. Si escapa queda más indefenso que permaneciendo en el rancho. No tiene más remedio que seguir en Green Springs y sacar a sus hombres de la cárcel. Sin embargo... también me gustaría saber lo que está haciendo.