Capítulo III

Gardiner tenía otra visita esperando en la destrozada sala del piano. Uno de sus vaqueros le advirtió:

—Como parecen una colección de tipos duros, les he dejado entrar. Dijeron que eran amigos suyos y no me dieron la sensación de ser enemigos. Si quiere examinarlos antes de entrar... —El vaquero sonrió con mucha boca y pocos dientes—. Están las paredes tan llenas de boquetes que es como mirar a través de un colador.

Señalaba uno de los tabiques. A través de unos agujeros, Gardiner vio a varios de los seis hombres que le esperaban. Reconoció en seguida a Marbill y a Vázquez... Un sobresalto le brincó desde el estómago hasta la garganta.

El pasado se iba concentrando en aquella casa.

—¿Son amigos? —preguntó el vaquero, temiendo haber obrado mal al dejar entrar en el rancho a gentes no gratas a su jefe.

—Sí..., son amigos de antes —murmuró el ganadero.

Caminó muy despacio hacia la puerta de entrada al salón. El aire aún olía a pólvora quemada. Bajo sus pies crujían los pedazos de estuco desprendidos de las paredes. ¡Marbill! ¡Vázquez, el mejicano para quien todas las mujeres eran maravillosas! También estaban allí Robin Dumon y Berman. Y aquel más delgado, a quien había visto sólo de espaldas, debía de ser Carmelo, el chiquillo que se quedó fuera, cuidando de los caballos mientras él y los otros entraban en el rancho de Guzmán. ¿A qué habrían venido?

Al oírle entrar se volvieron todos hacia él. Marbill sonrió amablemente. Era un buen muchacho. El más educado de todos. Vázquez rió también con los ojos cargados de chispas. Fue el que habló en seguida. Los demás estaban un poco incómodos. Cinco años sin reunirse les habían hecho olvidar la antigua camaradería. Además Gardiner era una persona importante, y sentíanse como intrusos. Sólo Vázquez conservaba su insolencia.

—¿Cómo le va al amigo Lerner? —preguntó—: ¿O debo decir Pat Gardiner?

—Lo que no debes decir, Vázquez, es amigo —replicó Gardiner—. No lo fui nunca, ni tú lo fuiste para mí... ¿A qué has venido?

El hombre no se dio por insultado. Asimilaba las ofensas y daba la impresión de que ni siquiera las oía; pero cuando llegaba el momento las sacaba de su corazón para enseñárselas al que se las había dirigido, probando su buena memoria. Vázquez sólo tenía dignidad cuando era el más fuerte.

—Estás muy bien instalado —dijo—. Es una pena que os dediquéis a tirar al blanco en una habitación tan linda como ésta. La habéis dejado hecha una desgracia.

—Pregunto a qué habéis venido —repitió Gardiner.

Ahora miró a Marbill.

—Nos citaron —contestó el otro—. Hace días cada uno de nosotros recibió un aviso para que acudiera aquí.

—¿Un aviso de quién?

—Del Jefe —sonrió Vázquez—. Únicamente el Jefe nos da, aún, órdenes.

Gardiner miró interrogador a Marbill. Este asintió con un movimiento de cabeza.

—Avisó a varios de nosotros. Nos dijo que Hibbs había muerto en Nogales después de verte en Green Springs. ¿Es cierto?

—Sí —murmuró Pat—. Quiso que lo tomase a mi cargo para vivir el resto de sus días sin hacer nada convertido en un peligro constante. Le... le di algún dinero y... le pedí que se marchase. Por lo visto, luego, en Nogales, tropezó con Guzmán.

—Debiste haberle dado más dinero —dijo Vázquez, con su malévola sonrisa—. Con más platita, hubiera podido ir más lejos y no se hubiese detenido en Nogales para que Guzmán le despenara.

—Lo cierto es que mataron a Hibbs y con él son ya siete los que han muerto a manos del español —continuó Marbill—. El Jefe nos pidió que viniéramos porque estaba seguro de que Hibbs había dado tu nombre y dirección a Guzmán, ya que tú fuiste el último de nosotros a quien Frank vio y el único cuya residencia conocía. Por lo que hemos sabido, una vez más el Jefe estuvo en lo cierto. Guzmán vino a matarte.

—Sí. Me envió el alfiler de oro. Luego estuvo aquí. No comprendo cómo pude salir con vida... Me ayudó mi prometida.

—Siempre he dicho que las mujeres son muy útiles en una situación apurada —dijo Vázquez—. Una vez, en la Florida, cuando la guerra, íbamos otros dos y yo con la mujer de un coronel confederado. Nos habían ordenado que la dejásemos a salvo; pero nos descubrió una patrulla yanqui y nos hizo correr muchísimo. Por fin llegamos a un río casi lleno de cocodrilos. No había manera de pasar al otro lado. Cogimos a la señora y la pobre se nos cayó en medio del agua. Mientras se entretenían en írsela comiendo, los animalitos no se fijaron en nosotros. Cruzamos la corriente y seguimos huyendo. Los yanquis llegaron y, como no tenían a mano ninguna esposa de coronel confederado que echar a los cocodrilos, no pudieron cruzar...

—No es momento de chirigotas —respondió Marbill—. El Jefe quiere que todos juntos nos enfrentemos definitivamente con Guzmán. Tiene razón cuando dice que, siguiendo como hasta ahora, sólo conseguiremos que nos mate de uno en uno, de la forma más sencilla para él. En cambio, unidos, podemos ganar la partida.

—¿Está también aquí el Jefe? —preguntó Gardiner.

—Nos aseguró que estaría y se pondría al habla con nosotros en cuanto fuese conveniente. El primer contacto debíamos establecerlo contigo.

—Faltan bastantes —observó, distraído, Gardiner.

—Pelton, Irwin y Fuller están cerca del pueblo. Tienen que hacer algo que les ha encargado el Jefe. El quiere acabar aquí con César Guzmán. Debemos ayudarle, porque sólo con la muerte de ese hombre viviremos tranquilos. Esa tensión es superior a las fuerzas de uno. ¿Te acuerdas de Paul Faron?

Gardiner se acordaba de Paul. Era muy nervioso. Se sobresaltaba por cualquier motivo.

—¿Qué ha sido de él? —preguntó.

—Se ahorcó —dijo Marbill—. No podía resistir la tensión nerviosa en que estaba viviendo desde que supo que Guzmán había empezado a repartir alfileres de oro. Cada vez que en la calle oía pasos tras él, se ponía a chillar, creyendo que eran los pasos de Guzmán, que se acercaban para la venganza. Hasta que un día decidió terminar.

—Estaba loco —dijo Vázquez—. Se mató por miedo a que le mataran.

—Más de una vez he pensado yo que ésa era una solución —dijo Berman—. La muerte no me asusta tanto como el esperarla de un momento a otro. La incertidumbre es lo peor.

Gardiner asintió. Conocía aquella horrible tensión de empezar a vivir cada día sin saber si se llegaría a la noche.

—Ahora tenemos a Guzmán en Green Springs —dijo—. Está en nuestras manos. Somos los más fuertes y le venceremos. Dentro de unas horas será atacado por sesenta hombres. Los ganaderos nos hemos unido contra él.

—¿Saben los ganaderos lo que sucedió en Redondo? —preguntó Marbill.

—No se ha hablado de ello —contestó Gardiner—. Todos hemos cometido nuestros pecados. Ellos tampoco son santos...

Les puso al corriente de lo que habían acordado. Volvía a sentirse optimista. Con la ayuda de los ganaderos y la de sus amigos de Redondo, la desproporción en contra de Guzmán se hacía abrumadora. Luego les invitó a licor: sólo Carmelo no quiso beber. Era un adolescente.

—¿Cuántos años tienes ahora? —le preguntó.

—Diecisiete.

—Creí que tenías más —dijo Gardiner—. Eres muy joven aún. Tú no interviniste en lo de aquella noche, ¿verdad?

Carmelo se encogió de hombros.

—Vi cosas —murmuró—. Estaba allí y sé que el señor Guzmán no se detendrá en hacer excepciones. Nos matará a todos, porque todos tuvimos nuestra parte de culpa en la muerte de su esposa. Éramos una pandilla de ladrones. Merecemos lo que nos pasa.

Gardiner inclinó la cabeza.

—Éramos algo peor que ladrones —murmuró—. Éramos capaces de todo, menos de trabajar honradamente. Queríamos extraerle todos sus goces a la vida. Goces gratuitos. Aunque no la matamos, tuvimos culpa en su muerte. Sin embargo, no creo que tú tengas nada que temer de Guzmán. Habla con él...

Esto le hizo recordar que había prometido a Cristina hablar personalmente con el español. ¿Qué podría decirle? ¿Debía renunciar a sus compañeros? ¿Salvarse él a costa de los demás? No le gustaba la idea de convertirse en traidor. Mas, ¿lo sería realmente? ¿Podía jurar que sus antiguos compañeros no le traicionarían muy a gusto a cambio de que Guzmán les perdonase? Todos deseaban vivir. Este era su anhelo mayor. Su único anhelo real. Vivir como fuese y a costa de quien fuera.

También existía otra solución Marbill había hablado de que el Jefe estaba allí. Si Pat, él, conseguía localizarlo tendría en sus manos un buen rescate que ofrecer por su vida.

De pronto pensó que siendo tantos los elementos reunidos contra Guzmán, no tenía que preocuparse por el español: no podría hacer nada. Eran demasiados contra él. Lo arrollarían. Lo destruirían. Tenía que ser así. Sesenta vaqueros; sus cómplices en el asalto al rancho; los que estaban en el pueblo, preparando algo contra los Dos Hombres Buenos. Eran muchos contra muy pocos. Y, sin embargo, Gardiner no estaba seguro. Era tan grande el prestigio de Guzmán, le parecía tan peligroso Silveira, el hombre de la sonrisa amable y la voz suave como una caricia. Dos contra más de sesenta y, no obstante, Pat dudaba de quién resultaría ganador. Podía ser Guzmán. Y si al final vencía el español... No, no era mala idea la de acudir a la cita y hablar con él.

Imaginó lo que le diría: «Lo que a usted le interesa, señor Guzmán, es encontrar al hombre que asesinó con sus propias manos a Gloria, ¿verdad?» Guzmán respondería afirmativamente sí; eso es lo que más deseaba: vengar el asesinato. «Pues bien; yo, como le he dicho a Cristina, lo presencié todo. Vi al hombre que estranguló a su mujer. Soy el único que conoce la identidad del criminal. Si muero sin revelarla, jamás podrá usted descubrirle. Concédame la vida y, a cambio, le digo quién fue y dónde está. ¿Acepta?»

Y Guzmán aceptaría.

Estuvo a punto de sonreír, satisfecho de sí mismo. Empezaba a ver cerca la salvación. Debía contenerse y disimular. No convenía que sus amigos supieran lo que se le estaba ocurriendo. Marbill era bastante... leal y si sospechaba sus propósitos, avisaría al Jefe.

—No te preocupes demasiado, Carmelo —dijo al muchacho, que seguía ante él—. No te pasará nada. No morirás violentamente. Yo te ayudaré.

—¿Y a ti quién te va a ayudar, manito? —rió, junto a él, Vázquez—. No confíes demasiado en lo que puedan hacer tus amigos los ganaderos. También Guzmán fue ganadero. Son perros de la misma clase y no se van a morder mucho entre sí. Conseguirán que dejen en libertad a tus hombres, y nada más. Salvado el prestigio, lo que Guzmán haga luego contigo les tendrá sin cuidado.

Vázquez volvió a reír y Gardiner sintió frío en la nuca.

Ignoraba que esta posibilidad había sido prevista por el Jefe.