CAPITULO VI EL VIAJE
Abajo esperaba el carruaje particular de los Echagüe, conducido por Matías Alberes. El joven indio a quien habían arrancado la lengua sus enemigos de la misma tribu, estaba sentado en el pescante. Cerca del coche guardado o, mejor dicho, protegido por Peasley y sus soldados, estaba «Cahuenga.»
- Ya puedes subir -dijo César al muchacho-. ¿Has viajado alguna vez en diligencia de esta clase?
- Las he detenido muchas veces -replicó «Cahuenga.»
- ¡Vaya angelito! -suspiró Leonor-. Va a ser difícil quitarte toda la basura que tienes encima.
- ¿Qué basura? - preguntó «Cahuenga.»
- Es una manera de decir las cosas. No te preocupes. Sube.
- Usted primero, señora.
- ¿Quién te ha enseñado cortesía? -preguntó Leonor.
- ¿Qué es cortesía? -preguntó «Cahuenga.»
- Esto: ser atento con las damas.
- Nadie. No sabía que fuese atento con nadie. Es natural que si los tres hemos de subir a la diligencia, usted sea la primera, su marido el segundo y yo el último
- ¿Por qué es natural? -preguntó César cuando ya estuvieron los tres dentro del vehículo y se hubieron despedido de Peasley, que les dejó diez soldados como escolta militar hasta Los Angeles.
- No lo sé; pero sé que lo es. Hay muchas cosas que suceden y no me extraña que sucedan; pero no sabría explicar por qué ocurren.
- ¡Razonas bien. Si acercas la mano al fuego te quemas. Lo sabes. Sabes que el fuego quema y que para tenerlo encendido hace falta madera o carbón. Pero no sabes de qué está hecho el fuego.
- No lo sé.
- Yo tampoco.
- ¿Y sabes por qué se deja pasar delante a las señoras?
- Me parece que tampoco lo sé.
«Cahuenga» quedóse meditando y, al cabo de un rato, comentó:
- Hace un año estábamos todos los de la banda en una taberna de Las Miguitas y, cuando menos lo esperábamos, nos encontramos con que el sheriff y una partida de tiradores nos habían rodeado la casa. ¿Sabe lo que hicimos?
- No. ¿Qué hicisteis? ¿Salir volando?
- No. Henry dijo que los de fuera no dispararían sobre las mujeres. Como en la taberna había muchas, las hicimos salir delante de nosotros y ellos no se atrevieron a disparar.
- A lo mejor, instintivamente, las utilizamos todos como escudo.
- Yo odio a las mujeres…
- ¡Ah! Eres muy amable… -dijo Leonor.
- ¡A usted, no, señora! Usted está casada. A las casadas no las odio.
- ¿Por qué odias a las solteras?
- Porque sólo piensan en casarse.
- Es natural -dijo Leonor-. Todas deseamos casarnos.
«Cahuenga» la miró de reojo.
- ¿Qué salen ganando al casarse?
- ¡Por Dios! -sonrió Leonor-. Eres muy joven. Es una ley natural.
- «Sonrisas» estuvo casado…
- ¿Quién es «Sonrisas»? -preguntó César-. ¿Un perro? ¿Uno de la banda?
- De la banda. El se casó muy joven y decía que mientras fue novio de su mujer, ella le hacía pasteles y le guisaba comida buena. Siempre le hacía estar con ella en la cocina. Cuando se casaron ella le dijo que en tres años de verla guisar había tenido tiempo de sobra para aprender a hacerlo todo. Y le hizo guisar, freír, barrer y lavar. Ella se pasaba el día tendida en la cama y no salía nunca a la calle.
- ¿Cómo se libró «Sonrisas» de esa esclavitud?
- Puso veneno en la comida y mató a su mujer. Luego la enterró en el sótano. Luego se marchó.
- Te voy a pedir un favor, muchacho…
- Me llamo «Cahuenga.»
- Ya lo sé. Tendremos que buscar otro nombre.
- Me gusta y no tengo por qué cambiarlo.
- Es muy hermoso; pero pertenece a cierto forajido reclamado por la Justicia. Si lo utilizas demasiado, te pasarás la vida en la cárcel. Más vale que empleemos otro. Ya lo escogerás tú mismo. El que más te guste. Pues bien, el favor que te voy a pedir es el de que no menciones a esa clase de amigos delante de mi padre. Es muy bueno y no se asombra casi de nada; pero creo que si le hablaras de «Sonrisas» se sorprendería un poco. Es muy viejo.
- Ya entiendo -dijo «Cahuenga»-. Debo fingir.
- No es necesario que finjas-dijo Leonor-. Basta con que te olvides de la clase de gente con quien has vivido hasta ahora.
- Glover era bueno.
- Ya sabes que opino lo mismo que tú -dijo César- Pero los demás no eran tan buenos. ¿O si lo eran?
- El peor de todos era Brant. El los arrastró. ¡A ése si que le odio! ¡Algún día le mataré!
Leonor iba a protestar; pero su marido la contuvo con un gesto.
- Glover te quería mucho, ¿verdad?
- Si.
- Tú le hiciste una vez un gran favor.
- ¿Quién se lo ha dicho?
- Sólo tú y él lo sabíais. Si tú no has dicho nada a nadie…
«Cahuenga» quedó cabizbajo y pensativo.
- ¿Cuándo se lo dijo? -preguntó.
- Cuando le di el cigarro.
- ¿Era de eso de lo que hablaban?
- Sí. Me pidió que cuidara de ti.
- ¿Y le dijo que yo le había salvado la vida?
- Sí.
César temía ir demasiado lejos con su listeza y con sus conclusiones, pero no era así. Estaba acertando en todo.
- No pudo decirle mucho. Hablaron sólo un momento.
- Sí. Me dijo que cuidase de ti y que nunca me arrepentiría de haberlo hecho.
- Yo juego limpio siempre. Pero Henry nunca me preguntó nada. No sabía nada de mi ni de Sam.
- Creo que no debía de saber nada, porque no me habló de Sam. ¿Quién es?
- Le mataron de un tiro. Yo le vi morir. Sam era bueno; pero me mimaba demasiado. Hacía todo lo que yo quería que hiciese. Parecía un criado.
- ¿Por qué iba a ser un criado?
- Lo era -dijo «Cahuenga» con mucha seguridad.
- ¿De tus padres?
- Sí… sí. Claro… De mis padres.
- ¿Por qué no usas sus nombres y apellidos?
- No los sé. Murieron antes de que yo naciera,
- ¿Los dos?
- Sí. Cuando yo llegué… ellos ya no estaban. A mi padre nunca lo he echado de menos, porque ya tuve a Sam. Pero a mi madre sí… A veces he pensado que me gustaría tener madre. Sam me decía que yo no debía haber nacido, porque, no teniendo una madre que esperase mi llegada, mi aparición en el mundo fue un problema para todos. Tuvieron que comprar una vaca.
- ¿Querías a la vaca?
- No. Odio a las vacas.
- ¿Quién mató a Sam?
- Los hombres de Glover.
- Pero él no lo mató.
- Tal vez sí.
- ¿Y eras amigo suyo a pesar de que había matado a Sam? -preguntó Leonor.
- A Sam no le quería siempre. A veces le odiaba, porque sabía muchas cosas y no me las quería contar. Siempre decía lo mismo: «En la carta te lo contarán.»
- ¿En qué carta?
- En una -contestó «Cahuenga»-. Sam quedó muerto y Henry cayó sin sentido cerca de los carros. Le hirió Gabina. Dijo Henry que si hubiera habido un árbol cerca de donde atacaron la caravana, a él lo hubieran colgado en seguida; pero que, no teniendo cerca el árbol, lo dejaron para el otro día. Entonces yo le salvé. Corté las cuerdas que le ataban y nos fuimos juntas.
- ¿Estás seguro de que Glover no te llevó a la fuerza?
- ¡Claro que no! Era yo quien no quería quedarme Sam me decía que al llegar a Los Angeles todo iba a cambiar.
- ¿En qué sentido?
- No lo sé.
Mentía. César estaba convencido de que sabía mucho más; pero no insistió en las preguntas. Sólo rogó de nuevo;
- Te suplico que delante de mi padre no hables de los bandidos entre quienes has vivido hasta ahora. Le harías sufrir y no lo merece.
- ¿Es bueno?
- Muy bueno.
- ¿Es verdad que hay padres buenos?
- Muchos. Todos los que yo conozco lo son.
«Cahuenga» rumió aquella afirmación.
- El mío era malo -dijo al fin-. Muy malo. Por eso le mataron.
- ¿Te lo dijo Sam?
- Sí. Dijo que había destruido la vida de mi madre y la felicidad de toda una honrada familia.
- ¿Qué familia? -No lo sé.
- La verdad es que el famoso Sam hablaba demasiado para no decir nada -comentó Leonor-. No he tenido el gusto de conocerlo; pero le odio con toda mi alma. - ¿Por qué le odia? -preguntó «Cahuenga.» -No es que le odie de verdad. Es que me pone frené tica saber tantas cosas a medias. No hay mujer que pueda resistir semejante situación. O no saber nada o saberlo todo. ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? ¿Quiénes son tus padres? ¿Qué fue de ellos? ¿Y tu familia?, ¿y tu nombre y tus apellidos? y ¿por qué no quisiste llegar a Los Angeles?, ¿y por qué te fuiste con el bandido que mató a Sam?… ¿No comprendes que son demasiadas cosas sabidas para no saberlas del todo?
- Yo quisiera no saber nada -dijo «Cahuenga»-. Sé muy poco y me sobra todo lo que sé.
- Perdóname, hijo -pidió Leonor, acariciando las mejillas de «Cahuenga»-. Me he puesto demasiado nerviosa.
El muchacho la miraba arrobado, como si viera a una santa, a una Virgen, a…
Leonor lo comprendió. ¡Qué extraña mezcla en aquel adolescente que en unas cosas era peor que un viejo y en otras era un niño de siete años!
- Creo que he atravesado toda la basura, César -le dijo a su marido.
- ¿Qué dice? -preguntó «Cahuenga.»
- Es algo que hablamos hace años mi marido y yo -dijo Leonor-. Tú no lo comprenderías. Es… como un símil, una imagen poética. Como un refrán. No lo entiendes, ¿verdad?
El muchacho movió la cabeza. No lo entendía; pero seguía mirando a Leonor como si ella pudiera ser la madre que imaginaba no haber tenido nunca.