CAPITULO V LA CRUZ DE PIEDRA

Diego Luis Heredia, como los demás, quedó con el organismo revuelto por la difícil ejecución del bandolero. Pocos de los que asistieron a ella cenaron aquella noche. Nadie se acordó del muchacho que había sido detenido con Glover y tal vez nadie se hubiera querido acordar de él si al día siguiente César de Echagüe no hubiera hecho una de las suyas al acompañar con el muchacho el cuerpo de Glover hasta el viejo cementerio de San Diego, donde estaban enterrados casi todos sus fundadores. El cadáver había sido descolgado del árbol una hora después de su ejecución y colocado en la mejor caja que existía en la empresa de pompas fúnebres. Era un ataúd que se había hecho hacer Phineas Pfifer, el pañero. A última hora, Pfifer trató de obtenerlo por veinte dólares menos de lo que había acordado con el de la funeraria.

- Al fin y al cabo no lo necesito ahora -dijo-. Yo le dije que lo fuera haciendo a ratos perdidos, sin prisa. Yo no tenía ninguna prisa. Una simple precaución para el día de mañana. Usted tenía poco trabajo y yo le dije: «Amigo Solomón, ahora que no tiene usted trabajo vaya haciendo mi ataúd.» Usted dijo que lo haría a ratos perdidos y ahora quiere que sea a ratos ganados. ¡No! Cuando quiera usted ciento treinta dólares por él, pase por mi tienda con el ataúd y le daré el dinero.

Solomón tenía un genio endiablado.

- ¡Ladrón! -gritó-. El día que reviente y vaya a mis manos le haré arrepentirse de haberse muerto en San Diego. ¡Lo disecaré como a una perdiz! Le llenaré de paja para que en vez de los gusanos se lo coman los burros.

Phineas Pfifer estaba seguro de conseguir el ataúd al precio que a él le interesaba. Era el único de San Diego capaz de pagar tan alto precio por un ataúd tan lujoso. Y era también el único capaz de tener valor para encargarse la caja varios años antes de su muerte. Sólo él podía hallar un morboso placer contemplando el ataúd en que algún día sería enterrado. Incluso pensaba utilizarlo para guardar ropa.

A quienes se asombraron de su capricho, les replicó:

- ¿No sabéis la mayoría de vosotros el traje que llevaréis cuando os entierren? El de las fiestas, ¿no? Lo veis en el armario todos los días y os lo ponéis todos los domingos. Pues lo mismo ocurre con el ataúd. Sólo que vosotros no gózareis de él en vida y yo si gozaré.

Solomón juraba que no.

- ¡Antes que dejárselo por el precio que quiere, lo quemo! Haré que me entierren en él.

Solomón medía treinta centímetros más que Pfifer; pero no importaba.

- Cuando me haya muerto, que me corten los pies a la altura necesaria y que me los metan en el bolsillo. ¡No será para ese maldito Pfifer!

Phineas Pfifer sonreía y esperaba. Llegó el verano. Moría muy poca gente. Solomón estaba apurado de dinero. Tarde o temprano acudiría a Pfifer con el ataúd. Y cuando pensaba esto, Pfifer se reía y se frotaba gustoso las manos. Pensaba en el ataúd, tallado como un mueble barroco, oscuro, brillante, oliendo a madera buena.

- ¿No necesitas dinero? -preguntaba de cuando en cuando al pasar frente a la funeraria.

Solomón salía a maldecirle.

- ¡No! -gritaba-. Y cuando lo necesite mataré a unos cuantos ciudadanos de tercera categoría y viviré de sus entierros; pero a ti no te lo vendo. ¡Si es preciso, me volveré carcoma y me lo comeré!

Más adelante, Solomón aprendió a inquietar a Pfifer.

- Voy a sortearlo -dijo-. Venderé mil números a un cuarto de dólar cada uno y lo sortearé como si fuese una lotería. El que lo gane tendrá el mejor ataúd de San Diego.

Estuvo a punto de hacerlo; pero se enteró de que Pfifer, por debajo mano, pensaba adquirir todos los números y fingir luego que sólo había comprado uno. Así podría burlarse de Solomón y decir que había conseguido el ataúd por un cuarto de dólar en vez de ciento treinta o ciento cincuenta.

Antes que dejar a Pfifer la oportunidad de decir que había comprado barato lo que en realidad le habría costado mucho más caro, Solomón renunció a la lotería.

Llegó el invierno; pero fue tan benigno y las defunciones fueron tan escasas que Solomón se vio al borde de la muerte por falta de alimentos.

Cuando colgaron a Glover, Solomón calculó que ganaría cinco dólares, si llegaba a tanto. A veces un entierro de aquellos no le dejaba ni dos dólares.

César de Echagüe le visitó poco después del linchamiento y pidió:

- Quiero que entierre a ese pobre hombre. Encarguese de todo.

Solomón le mostró sus más sencillos ataúdes. El hacendado movió negativamente la cabeza.

- Quiero una casa mejor. En realidad quiero un buen entierro.

Miró el ataúd destinado a Pfifer y, sonriendo, dijo:

- Por ejemplo, ese de ciento cincuenta dólares. ¿Va incluido todo el entierro?

Solomón le miró como si presenciara un milagro.

- ¿De veras quiere usted este ataúd?

- ¿No está en venta?

- ¡Ya lo creo! Mire usted, señor. Yo sé quién es usted. Usted es el hijo de don César de Echagüe, de Los Angeles, ¿verdad?

- Sí.

- Usted es rico y puede pagar ciento cincuenta dólares por el ataúd. Pero no importa, déme lo que quiera por él. Lo demás son veinticinco dólares por todas las pompas y otros veinticinco por la sepultura, a no ser que desee algo especial.

- No. Sólo quiero una sepultura en el cementerio de la misión y una cruz de piedra o de mármol…

- Piedra es más fácil de obtener. Sobre todo si la quiere rápida.

- Pues piedra; pero quiero que en ella graben estas palabras: «De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso.»

- ¿Las palabras de Cristo al buen ladrón?

César asintió con la cabeza.

- Si no necesitara tanto el dinero, le juro que no le cobraba ni un centavo -dijo Solomón.

- No sería justo. Yo lo gasto sin sacrificio. Tome, doscientos cincuenta dólares, y procure que todo esté listo para mañana a las doce del mediodía. Pero ante todo vaya a buscar el cuerpo.

Solomón colocó el ataúd sobre una mesa de madera cubierta con un paño negro y, acariciándolo, murmuró:

- Estabas destinado a servir de refugio a un ladrón; pero has ganado con el cambio.

- Por lo menos le doy una alegría a alguien -dijo César.

- Mucho mayor de lo que usted imagina. Yo soy capaz de regalar el género y lo he hecho más de una vez, cuando he visto ciertos cuadros de miseria. Pero que un maldito ladrón cargado de dinero, como ese Pfifer, quiera abusar de mí… ¡antes me muero que ceder!

La noticia no pudo tener mejor heraldo que Solomón. Antes de media mañana lo sabía todo San Diego y a la hora del entierro, cuando pasaron César y «Cahuenga» tras el coche fúnebre, conducido por Solomón, todos los ojos de San Diego se asomaron a ver aquella genialidad del heredero de los Echagüe.

- ¿Por qué lo hará? -se preguntaron todos.

Fray Justo del Corazón de María ofició la ceremonia religiosa.

- ¡Por un ladrón! -clamaron varias voces cuando supieron lo que había hecho el franciscano.

- Cristo tuvo a dos a su lado a la hora de morir -replicó el fraile-. Y sé lo suficiente del que ha muerto para tener la seguridad de que llegó a la Gloria mucho antes de lo que llegarán la mayoría de los habitantes de San Diego.

- ¡No lo dirá por nosotros!

- Suponemos que no, ¿verdad, fray Justo?

- Pues suponen mal -respondió el franciscano.

Había sido soldado en su juventud y a veces se le notaba.

La inscripción en la cruz colmó el asombro de las gentes del pueblo. Todas se consideraron insultadas y fueron en comisión a visitar al joven Echagüe, que se disponía a regresar a Los Angeles.

- Tienes visita, César -le dijo Leonor-. Y no me parece que vengan a darte un diploma.

César salió al salón del hotel a recibir a' quienes deseaban hablarle. Olisqueó ruidosamente, como si notara mal olor, y al ver a Heredia dijo, con irónica sonrisa:

- ¡Aja! Ya decía yo que… Bien, señores, ustedes dirán.

- ¿Qué decías? -gritó Heredia-. No estamos dispuestos a seguir tolerando groserías tuyas.

- Ya me marcho. Pronto os veréis libres de mí y yo de vosotros. Si no tenéis nada más que decir…

- ¡Has enterrado a Glover…!

- ¿Os he ofendido? -preguntó César, con desarmadora sonrisa de niño bueno cogido en falta-. ¡Perdón! Nunca imaginé que os interesara tenerlo expuesto a la vista del público.

- No es eso. Lo has hecho todo como si hubieramos cometido un crimen…

- ¿Y no lo habéis cometido?

- Merecía lo que tuvo.

- Puede que sí. Pero fue un crimen. ¿Queréis algo más?

- Sí. El muchacho que iba con él.

- ¿También le queréis linchar?

- No, señor Echagüe -intervino el que había actuado de juez-. Será enviado a una prisión especial para delincuentes jóvenes.

- ¿Quién lo ha decidido?

- Nosotros. ¿No nos cree capacitados para ello?

- Sí. Les creo capaces de todas las salvajadas del mundo; pero he consultado con un buen abogado y estoy dispuesto a llevar este asunto a todos los tribunales de la nación. Dentro de la Ley se puede viajar muy lejos. Por el camino de este proceso van a quedar muchas ambiciones volcadas en la cuneta.

Si César de Echagüe les hubiera amenazado con defender pistola en mano al muchacho, todos se hubieran reído. Sabían que era incapaz de arriesgar un pelo por la salvación de nadie; pero en cambio sabían que era sobradamente capaz de armar un cisco judicial cuyos ecos resonasen en todo el país. Lo que fuera de «Cahuenga» no valía el peligro de perderlo todo en una sola jugada.

- Si el chico se vuelve ladrón otra vez, usted será el responsable -dijo el juez.

César bostezó exageradamente.

- Si tienen que ir a comer o a cenar no se entretengan -dijo-. He tenido un gran placer con su visita. Espero que si van a Los Angeles no dejen de ir a verme.

Se marcharon refunfuñando y César volvió a sus maletas. Leonor, que ya había terminado de arreglar las suyas, le preguntó, desde el sillón en que estaba acurrucada como un gato:

- ¿Estás seguro de que obras cuerdamente?

- ¿Llevando al muchacho con nosotros?

- Sí.

- No sé. Probablemente no; pero, en la duda, prefiero hacer la prueba. Así para otra vez seré más sensato.

- Ese chiquillo se ha criado como una cabra salvaje.

- Y las cabras tiran al monte, ¿no?

- Eso dicen.

- ¿Qué podemos perder?

- La vajilla de plata.

- Te compraré otra más bonita.

- No bromees, César. Ese muchacho me preocupa. ¿Quiénes fueron sus padres?

- Un puma y un búfalo. Y fue criado por una loba, como Rómulo y Remo.

- No quieres atenderme y eso me hace suponer que sabes más de lo que dices.

- Supongo más de lo que digo.

- ¿Qué supones?

- ¡Uy! No lo puedo decir. No es nada interesante, Puede que sea una sórdida historia de egoísmos y ambiciones. Tengo un hilito y espero sacar un buen ovillo; pero tardaré mucho tiempo en tener todo el hilo entre las manos. El mismo «Cahuenga» nos proporcionará los datos para encontrar ese ovillo, Pero si yo te ligo lo que sospecho, tú dejarás entrever lo que pienso el muchacho se cerrará como una ostra y no dejará asomar ni una hebra de ese hilo. Conviene que pase tiempo en casa y que pierda ese recelo continuo en que vive. Es tímido, y para convencerse de que no lo es puede llegar a ser cruel. Al mismo tiempo hay en él rasgos muy extraños.

- En algunos momentos tiene un aspecto tan ruin que me escalofría -dijo Leonor.

- De acuerdo. Es de los que se ofrecen a la hora de matar al perro sarnoso o de ahogar a los ratones que han caído en la ratonera durante la noche. Puede que disfrute pinchando gusanos en los anzuelos de los pescadores, pero hay algo más. Muy lejos, escondido en los pliegues más lejanos de su personalidad, hay nobleza, generosidad y todo un carácter. Pero encima de esas buenas cualidades, los hombres y la vida han ido apilando toda clase de basuras. Hay que apartarlas con cuidado, poco a poco, hasta llegar a su parte buena.

- Desde luego, la gente se va a sorprender un poco de tu comportamiento, César. En ti no resultará lógico eso de recoger a un huérfano sin padres conocidos, salvado casi de la horca…

- Es que nadie lo va a creer, Leonor -interrumpió César, inclinándose sobre su mujer-. Todos supondrán que la idea ha sido tuya.

- ¡Vaya! Sólo falta eso. Que yo me lleve la fama y tú cardes la lana.

- Si me lo preguntan diré que ha sido cosa mía; pero nadie me va a creer. - ¿Y en todo esto qué pinta el «Coyote»? - ¿Quién es el «Coyote»? Nunca he oído hablar de él.

- ¡Qué raro! Eres el único californiano que no le conoce ni de oídas.

- ¿Desde que Heredia me dijo que ha hablado con el «Coyote» y que son carne y uña, he perdido la seguridad en mi mismo.

- ¡Bah! ¡Pobre Heredia! Un saco de vanidades y de tonterías. ¿Sabías que hubo un tiempo en que me cortejó?

- ¿Te habló mal de mí?

- Dijo pestes.

- ¡El muy canalla! Está buscando que le reforme las orejas.

- No le hagas caso. Es inofensivo. Ladra; pero fié muerde. Me impresionaron sus versos a los gloriosos californianos. Pero luego me acordé de una de tus bromas. Una de esas cosas que dices que le han ocurrido a un imaginario amigo.

- ¿De qué se trata? No recuerdo…

- Termina de cerrar tu maleta. Te lo iré contando. Heredia es un majadero; pero sus versos eran de primera calidad. Y eran suyos. No pienses que los copiaba de Lope de Vega o de Calderón. Suyos del todo. Si se hubiera quedado en Méjico, hubiese llegado a ministro por sus versos.

- Bueno, Leonor, ¿y qué diablos fue eso que yo dije?

- Un amigo tuyo no había probado nunca la miel. ¿Recuerdas?

- No tengo ningún amigo que no la haya probado.

- Puede que entonces tuvieras a ese. Un día le regalaste un pote de loza lleno de miel. Tu amigo la probó y la encontró exquisita. La siguió probando y tomando y la encontró cada vez más buena. Al fin acabó con ella y pensó: Si lo de dentro era tan bueno, ¿cómo será lo de fuera?

- ¿Y se comió el pote?

- Eso mismo. Ya lo recuerdas, ¿no?

- Si. Era un amigo sin dientes. Se los había tragado con el pote. El poeta es, muchas veces, el grifo por donde sale el vino. No se le debe confundir con una vaca, que al fin y al cabo da lo que nace de ella, aunque sólo leche. Las bellas ideas de Heredia no salen de su cerebro. Dios sabe de dónde proceden.

- Es un misterio. No cabe duda. Pero me impresiónó, y si al frotarlo no hubiera soltado en seguida serrín, quizá me hubiera enamorado de él. Tú no parecías gran cosa, César. Hubo que rascarte un poco para que saliese lo que no era serrín.

- Vamos. Ya oigo el coche y los caballos del coronel Peasley.

Iba a salir del cuarto cuando llamaron a la puerta y entró Fearing.

- ¡Oh, señor Echagüe! ¿Qué tal?

- Le veo tan risueño, señor Kenneth, que apostaría cien dólares a que viene a pedirme un favor.

- Los ganaría -rió el senador-. Quería pedirle que me dejase ir con ustedes hasta Los Angeles.

César bajó la vista.

- Temo que se lo tome como una ofensa… Pero… en realidad no quiero ofenderle. La verdad es que me fastidiaría mucho que usted nos acompañara. Pero no lo tome como un insulto.

- ¡Caballero! ¿Cómo quiere que tome sus palabras?

- Como la sincera expresión de un hombre que no sabe decir que no sin decir NO. Hay gente que sabe decir que no diciendo que sí; pero yo soy muy torpe.

- Nunca me ha parecido usted torpe a la hora de envolver en palabras bien sonantes sus comentarios u opiniones.

- Es verdad Ahora recuerdo por qué me molestaría mucho que usted nos acompañara. Nuestro cochero, padece la fiebre del heno.

- ¿En invierno?

- Durante todo el año. Le sientan mal los senadores. En cuanto se acerca uno a él está perdido. Se pone a estornudar y los estornudos le duran un mes y veintidós días. Usted sólo tendría que soportarlos durante un par de días o tres; pero yo le tendría que estar diciendo-«¡Jesús!» durante muchísimo tiempo sin parar. Lo siento.

- Le prometo no olvidar esta humillación. Algún día usted necesitará de mí y, entonces, le sabré devolver el insulto.

- Lo siento. No es usted comprensivo. Me coloca en una situación violenta y encima resulta que se enfada.

- Creí que le pedía algo sin importancia…

- Usted creía eso; pero se ofende como si la cosa tuviera mucha importancia.

- Bueno… Es que si me niega…

- Un momento, senador Fearing: Usted ha creído que me pedía una cosa sin importancia. Por ejemplo… una mota de polvo. Usted me ha venido a decir: «Señor Echagüe, ¿puede darme una mota de polvo?» Y yo le he contestado: «¡Cuánto lo siento, senador! Acabo de cepillarme todas las motas de polvo.» Y usted, en vez de irse riendo, se ha enfadado. ¿Se enfadaría si le negara una mota de polvo?

- Por favor, no hablemos más…

- ¡Si, señor! Quiero aclarar las cosas. Usted dice que ha venido a pedirme algo que no tiene importancia. Yo le he dicho que no. Y, apenas lo he dicho, la cosa ha adquirido la mar de importancia. ¡No, no! Eso es jugar con trampas, senador. O tiene importancia o no la tiene: Sí la tiene y usted no se la daba, es que me quería timar…

- Tiene usted razón. No he dicho nada. No tengo ganas de discutir con usted.

Se marchó resoplando y Leonor, que lo había oído todo desde el interior de la habitación, preguntó a su marido:

- ¿Qué papel desempeña el señor Fearing en tu comedia?

- Es el traidor. El de los bigotes horizontales y la risa de lobo.

- Me parece que empiezo a sumar uno y uno.

- Ya tienes dos. No sigas. El coche nos aguarda.