CAPITULO III EL FIN DE LA BANDA

Se sustituyeron por otros los que habían muerto y la banda continuó sus operaciones por la Baja California, llevando a cabo continuas razzias en Méjico y varios asaltos a las diligencias que iban de San Francisco a El Paso, por Los Angeles, Yuma y Tucson.

En un asalto entre San Francisco y Los Angeles tropezaron con Walter Brant. Era un francés de Alsacia con aspecto puramente germánico. Sin embargo, el carácter era francés. Viajaba en la diligencia como único pasajero y su equipaje era tan mísero que de no ser por un envío de oro que desde Sacramento se hacía a Los Angeles, la banda se hubiera considerado estafada en el esfuerzo realizado por detener a la diligencia, ya que el guarda armado, con una puntería endiablada, hizo morder el polvo a Julio y a Morsa, metiéndole al primero una bala en el cuello y al otro una en la cabeza. Glover consiguió llegar por el lado izquierdo y de dos disparos acabó con el guarda y con el conductor, que tampoco estaba dispuesto a ceder de buen grado el botín.

Walter Brant estaba a punto de constituir un problema para los bandidos que parte de ellos propuso resolver con un par de balazos. El alsaciano les escuchó sin inmutarse, con el monóculo clavado en el ojo derecho y los pulgares metidos en las sisas del chaleco.

- ¿Qué deciden- preguntó, por fin.

- Le dejaremos aquí -replicó Glover-. Camine un rato y llegará a San Lucas.

- ¿Por qué no llegamos a un acuerdo mejor? -propuso el francés.

- ¿A cuál? -preguntó Glover.

- Yo me uno a ustedes y todos saldremos beneficiados.

- ¿En qué? -preguntó Glover.

- He pertenecido al Ejército -dijo Brant-. Fui expulsado por mi torpeza.

- ¿Perdió una batalla? -rió Glover.

- Eso no tiene importancia. Alguien tiene que perder la batalla que otro gana. Lo mío fue mucho más estúpido. No supe justificar unos gastos y mis jefes opinaron que yo era un ladrón. Me degradaron delante de la tropa y me echaron.

- ¿Tenían razón?

- Completa razón. No les guardo ningún rencor. Sé perder y sé reconocer mis errores. Como supusieron que yo había gastado los once mil francos en una mujer, me evitaron el disgusto de tener que devolverlos. Con ese dinero estudié contabilidad. Luego trabajé en una importante industria de acero. Mis jefes tuvieron la seguridad de que los veinticinco mil francos que faltaban habían pasado a mis manos y no a las de uno de ellos; pero esta vez no pudieron probar nada contra mí y salí del paso con un despido. Entonces embarqué hacia los Estados Unidos. Y aquí estoy.

- No ha tenido éxito, ¿verdad?

- Ni pizca. He optado por la acción directa. El asalto a mano armada. Ustedes han perdido dos hombres. Conmigo pueden sustituir a los dos. Tiro mejor que nadie y monto a caballo como un centauro.

Glover sacó su revólver. No lo había recargado aún. Quedaban un par de balas en él. Se lo ofreció a Brant y propuso:

- Haga una demostración de cómo dispara.

- ¿Puedo escoger el blanco?

- Sí.

- Necesitaré algunos datos acerca del revólver. ¿Hacia qué lado desvía?

- A veinte metros, unos veinte centímetros a la izquierda y otros tantos alto.

- Gracias.

Brant amartilló el revólver y esperó unos momentos. Dos buitres; volaban pausadamente a unos cincuenta metros de donde estaban los bandidos y a unos quince o veinte sobre el suelo. El francés levantó de pronto el revólver y, en rápida sucesión, disparó dos veces. Las dos aves de rapiña cayeron como plomos. Cuando las trajeron, cada una tenía un balazo en la cabeza.

- El Ejército francés perdió un buen tirador -dijo Glover-. Puede acompañarnos.

Brant no dio las gracias. Devolvió el revólver a Glover y se quedó con el de Morse. También montó en el caballo de éste, y Glover, que le había observado, notó en seguida que Brant no había exagerado su capacidad como jinete.

- No me gusta -dijo «Cahuenga.»

- ¿Te gusta alguno de los nuestros? -preguntó Glover.

- Tú.

- No se puede escoger a la gente por su simpatía personal -dijo el jefe-. Son lo peor de lo peor. Están de acuerdo con el uso que se tiene que hacer de ellos.

Se marcharon, dejando sus muertos y los otros en medio de la carretera. Brant comentó:

- Creí que prenderían fuego a la diligencia.

- Ni eso, ni matar los caballos -contestó Glover-. La «Compañía de Diligencias Butterfield» es amiga nuestra. No queremos arruinarla. Si lo hiciéramos, perderíamos a nuestro mejor proveedor.

Brant se portó valientemente en otros dos asaltos y cuando Glover planeó el robo del Banco de Escondido, el alsaciano salvó la situación. Un escuadrón de caballería había llegado al pueblo una hora antes del asalto al Banco y cuando los de Glover se retiraban con un magnífico botín de cuarenta y dos mil dólares, seguros de que nadie podía perseguirlos, se hallaron con la escalofriante sorpresa de que iban en pos de ellos veinte soldados de caballería y un capitán.

Sólo «Cahuenga» no se sorprendió. Esperaba que ocurriese algo y, como Brant le era antipático, se quiso convencer, aunque sin razones para ello, de que la culpa era del alsaciano.

Glover se irguió en los estribos y examinó a sus perseguidores.

- ¡Soldados! ¿De dónde diablos deben de haber salido?

- A treinta kilómetros de Escondido hay un puesto militar -dijo Brant-. Ya lo advertí antes del asalto.

- ¿Cómo lo sabía? -preguntó Glover.

- Mapas. En ellos se indica todo. Los soldados del fuerte van a Escondido a buscar víveres y diversiones.

- Son demasiados -dijo Glover-. Huiremos hacia el Este.

- Aconsejo el Sur -dijo Brant-. Por el Este permaneceríamos durante todo el rato en el territorio que tiene que guardar el fuerte de donde proceden los soldados. Yendo hacia el Sur nos metemos en el territorio de otro puesto militar.

- ¿Nos hemos de colocar entre dos fuegos? -preguntó Glover.

- No. Ellos no querrán complicarse la vida metiéndose donde manda otro jefe. Dejarán que nos marchemos y que le amarguemos la existencia a ese otro jefe.

Glover comprendió lo acertado de la sugerencia de Brant y galopó con los suyos hacia el Sur. Los soldados iban ganando terreno y Brant propuso:

- Tres de nosotros pueden desmontar en lo alto de la loma y fingir que nos vamos a hacer fuertes.

- ¿Y qué? -preguntó Glover.

- Ellos harán lo que se acostumbra a nacer en estos casos. Desmontarán, tomarán posiciones y evitarán bajas. Es sólo cuestión de unos disparos y reanudar la marcha. Sé cómo reaccionan los oficiales. Lo he sido.

Glover accedió y Brant, con otros dos de la banda, se quedó en la loma, mientras el resto de la partida ge alejaba al galope.

Con los rifles y a quinientos metros, Brant abrió fuego contra la tropa, apuntando bajo, para que se vieran los impactos en el polvo.

Al momento el capitán levantó la mano, hizo extender a sus hombres, desmontó y, parapetados tras los caballos, comenzaron a disparar sobre la loma, de donde ya habían huido Brant y los suyos, reuniéndose al cabo de veinte minutos con la banda, que ya estaba cruzando los limites del territorio asignado al otro puesto militar.

Desde aquel momento Brant comenzó a acentuar su ascendiente sobre los demás bandidos. Cuidó especialmente de no chocar con Glover. Cuanto Henry decía era apoyado por Brant; pero éste lo hacía con extraña habilidad, sugiriendo siempre posibilidades y soluciones que luego, en la práctica, parecían mejores que las adoptadas por Glover.

El choque se produjo al cabo de un año de estar Brant en la partida. Actuaban entonces en las cercanías de San Diego y Brant propuso:

- Creo que deberíamos dejar el trabajo tal como lo realizamos ahora.

Lo dijo despacio, pero con firmeza. Glover notó el tono y miró fijamente a Brant.

- ¿Qué quieres decir?

- Que actuamos torpemente. Lo arriesgamos todo y no ganamos casi nada.

- Hemos ganado mucho.

- Nadie vendería su vida por un millón de dólares. Nosotros la estamos perdiendo por muchísimo menos.

- Nadie está obligado a quedarse en la partida. Quienes tengan miedo pueden marcharse. Esto no es una casa con puertas. Todo está abierto.

Brant se afirmó maquinalmente el monóculo y luego, moviendo el ojo, dejó caer el brillante cristal sobre la palma de su mano derecha. Mirándolo, siguió:

- En las asociaciones como ésta existen reglas y normas a las cuales todos obedecen y se atienen. No puedo yo decir: «Amigos, venid conmigo, porque yo os daré algo que no puede daros Henry Glover.» Por eso quisiera convencerte de la bondad de mi plan.

- Oigámoslo.

- Malgastamos nuestras energías en un trabajo poco productivo. Hay pocos Bancos en California. Hay poco transporte de oro. En cambio, hay ganadería en abundancia y están llegando muchos barcos a cargar pieles

- El robo de ganado no me gusta -dijo Glover-. ¿Era a eso a lo que te referías?

- En parte, sí. El robo que yo propongo es rápido. Nos ponemos de acuerdo con algunos capitanes mercantes de Boston, que traen emigrantes y se marchan de vacío por falta de mercancías que permitan hacer buen negocio. Robamos unos miles de cabezas de ganado, las sacrificamos y vendemos sus pieles. Hasta veinticinco dólares por piel nos pueden pagar. Todo requiere cierta organización. Una fachada para disimular.

- ¿Eso es todo? -preguntó, despectivo, Glover.

- Hay más. California se está volviendo peligrosa. Hay muchos bandidos.

Las palabras de Brant provocaron estruendosas carcajadas. Glover comprendió aquellas risas. Eran un desahogo de los nervios. El miedo les hacía reír así.

- Sigue, Brant, ¿Qué más?

- La gente está ansiosa de protección. No tiene bastante con el «Coyote,» que es el único que hace algo por los pobres. La Ley no hace nada. Una legión de protectores de California, podría ser muy útil. Perseguiríamos bandidos y cobraríamos a la gente su tranquilidad. ¿Quiénes no se sentirían muy felices pagando cinco, o diez, o mil dólares mensuales a cambio de la seguridad de que nadie les robará nada? Y como nadie puede esperar una serie ininterrumpida de triunfos, de cuando en cuando se daría algún buen golpe para recordar a la gente la conveniencia de pagar.

El proyecto era bueno. Glover se daba cuenta de ello podía mejorarse y pulirse, adaptándolo a las necesidades de cada sitio; pero la idea era de Brant y él no podía aceptarla ni hacerla suya. A lo más que podía llegar era a aceptarla quedando a las órdenes de Brant.

- Me parece una idea bastante buena -dijo-. Puedes ir a ponerla en práctica. No te faltarán compañeros en tu empresa. Te deseo mucha suerte.

- Si me marcho lo haré llevándome a casi toda tu partida, Glover.

- ¿Crees que te van a seguir sin mi permiso?

- No he pensado pedir permiso a nadie. Si quieres unirte a nosotros, Glover, puedes hacerlo. De ahora en adelante yo soy el jefe. Y te advierto que he dejado mis armas en mi caballo. Disparo mejor que tú y no quiero ventajas. Podemos pelear a puñetazos o a cuchillo.

Glover se incorporó, desciñóse el revólver y se quitó la chaquetilla de ante.

La pelea iba a ser a puñetazos.

«Cahuenga» revivió mentalmente la lucha entre Gabino y Glover. Estaba seguro de que su amigo no podía perder.

Apenas se inició la pelea, todos comprendieron que era distinta a cuantas se habían reñido hasta entonces. Brant se había quitado hasta la camisa y peleaba con pantalón y desnudo de cintura arriba. Se movía ridículamente, como si bailara; pero nunca estaba donde llegaban los puños de Glover. Sus golpes eran menos potentes que los de su adversario; pero todos llegaban a su destino. Al cabo de un par de minutos, Glover, jadeando, gritó:

- ¡Deja de bailar como una mujer y pelea como un hombre!

Brant se limitó a sonreír. Glover se lanzó contra él y no encontró a nadie. Brant había desaparecido. Estaba a la derecha. Luego estuvo a la izquierda, y una vez en que Glover pareció que le iba a coger, se agachó y su puño derecho llegó hasta el hígado de Glover, cuyas piernas flojearon. Estuvo a punto de caer, y esto pareció imposible a todos. El puñetazo no había sido fuerte. ¡O no lo había parecido!

«Cahuenga» ya no se hizo más ilusiones. Un extraño sentido le prevenía de que estaba asistiendo al fin del reinado de Glover.

Brant siguió danzando frente a su adversario. Sus puños siguieron pegando donde él quería que pegasen La cara de Glover empezó a cambiar de aspecto. Fue quedando amoratada. Al fin una ceja se partió y un hilo de sangre bajó por el ojo y la mejilla derecha. La grieta se hizo mayor. La herida se fue ampliando a medida que el puño de Brant, con desesperante precisión, fue pegando una y otra vez sobre aquel punto. La sangre ya era un chorro continuo.

«Cahuenga» ya no sabía qué esperar. Entre aquellos hombres había aprendido que en peleas como aquélla no se concede cuartel. Se lucha hasta la muerte o hasta que uno de los dos cae sin sentido. Entonces el otro puede hacer lo que quiera. Matarlo o dejarlo vivir.

A Glover no le dejarían vivir.

«Cahuenga» tenía su revólver y nadie le impediría utilizarlo. Pero tal vez Glover pudiera rehacerse y ganar. Era más joven que Brant. Era más valiente…

De pronto el puño de Glover alcanzó la mandíbula de Brant y todo cambió. Fue un golpe de suerte, desde luego. Brant se había confiado. O tal vez sus piernas se resentían ya del cansancio de aquel continuo danzar. Quedó un instante con los pies planos y firmes contra el suelo. Esperando la oportunidad de llegar con sus puños a la mandíbula de Glover y olvidando que el ojo izquierdo de éste aún podía ver.

Fue una centelleante reacción. ¡Pam! ¡Pam! Primero el puño derecho y, en seguida, guiado por su compañero, el izquierdo subió al remate.

Brant dejó caer los puños y quedó plantado sobre sus pies, con la mirada perdida y la expresión vaga. Durante un par de segundos estuvo a merced de Glover, que hubiera podido ganar su pelea si todo su ser no hubiese estado bajo los efectos del largo castigo a que el alsaciano le había sometido.

- ¡Pega, pega! -gritó «Cahuenga›-. ¡Es tuyo!

Glover estaba ciego. No veía a su enemigo. Tanteó el aire y, con sólo que hubiera rozado a Brant con la yema de un dedo, su instinto hubiera sabido encontrarle con los puños; pero buscaba en otra parte, y Brant logró recobrar un poco de sentido. Vio a Glover, respiró fatigosamente, tomó fuerzas y, a distancia, sin arriesgarse más, reanudó su destructor bombardeo. Un golpe tras otro. Todos bien medidos y dirigidos. Por sí solo ninguno de ellos era capaz de derribar a Glover; pero juntos, sumados uno al otro, acabaron con el jefe de la banda que a los once minutos de pelea cayó como una camisa mojada y quedó tendido de espaldas, respirando ruidosamente, con un quejido gutural, largo e interminable.

«Cahuenga» recordaba lo que habían hecho con Gabino. Brant tenía la palabra; pero si daba orden de colgar a Glover, no viviría para verlo. Le mataría, aunque luego los otros le matasen a él.

Walter Brant sabía lo que era capaz de hacer el muchacho. Una de sus cualidades era la de saber cómo reaccionan los hombres honrados y los canallas. Para él todos eran iguales. No prefería a ninguno. No admiraba a «Cahuenga» por su fidelidad a Glover. Ni le odiaba por ello.

- Cuida de tu amigo y dile que si le veo delante de mi le mataré a tiros. Vamos.

Los otros se extrañaron.

- ¿No le haces ahorcar?

- No.

- El no hubiera tenido tantas contemplaciones contigo.

- Yo uso la cabeza. Vamos. Es tarde.

«Cahuenga» tenía en la mano su revólver y estaba decidido a utilizarlo. Los bandidos comprendieron, también, que arriesgaban una vida o dos sí trataban de matar a Glover. «Cahuenga» había llegado a ser un peligroso y veloz tirador. Y ya había demostrado que era capaz de matar a un hombre.

Uno tras otro, montaron a caballo y se fueron, dejando a Glover sin sentido, vigilado por «Cahuenga.»