Capítulo 9

ROSALIND WAYNE estaba desconcertada por el súbito cambio operado en el partido. Diez minutos antes el equipo local llevaba sobre sus contrarios una ventaja de dos tantos, y ahora veíase superado por un gol.

—¿Cree qué perderemos? —preguntó la muchacha, en voz baja, a Kyne.

El entrenador se encogió de hombros y contestó con cierta amargura:

—Esperemos lo mejor. Un partido no se pierde hasta que el enemigo lo gana.

Once minutos más tarde los equipos regresaban al campo.

El balón se puso en juego. Todo parecía demostrar que el Britania iba a aumentar su tanteo. Un magnífico e impetuoso avance de su exterior derecha sólo pudo ser cortado por Ruffel cuando el otro estaba casi encima de la meta. Kelly recogió el balón y lo pasó, de un centro de cabeza, a Jim, que partió como una centella. La emoción era tremenda mientras la pelota iba de Jim a Lennox, y de éste a Noakes, quien, fingiendo que iba a chutar, la pasó a Hammond. El muchacho sólo tenía que batir al portero, y ya se preparaba para chutar cuando fue zancadilleado por uno de los defensas del Britania.

—¡Penalty!

Un rugido ensordecedor conmovió el campo. El árbitro señaló el punto desde donde debía tirarse el castigo. El portero del Britania frotóse, inquieto, las manos y el defensa causante de la falta sonrió, esperanzado. El gol era inevitable, y, en cambio, siempre quedaba la esperanza de que el penalty fuera parado.

Jim no perdió un segundo. Coincidiendo con el silbido del árbitro, chutó hacia la meta, enviando el balón contra la red.

De nuevo estaban empatados los dos equipos y el entusiasmo de los aficionados no tuvo límites.

—Empiezo a creer que ganaremos —dijo sonriente Kyne—. ¡Adelante, muchachos: duro con ellos, que son vuestros!

Rosalind descubrió sus verdaderos sentimientos dando saltos de entusiasmo y aplicando a Jim Hammond los más cariñosos calificativos ¡Hasta le envió algún que otro beso! Al notar la divertida expresión de Kyne, sentóse muy confusa y trató de iniciar una charla cualquiera con su hermano, que estaba demasiado entusiasmado para hacerle caso.

El empate pareció dar ánimos a ambos equipos y el juego adquirió una maravillosa rapidez, sin que ninguno quisiera entretenerse en fueras de banda ni otras faltas. Todos jugaban limpio, pues todos deseaban salir del empate. Los del Britania atacaban como locos, y como locos eran rechazados por los del Richford que, a su vez, veíanse detenidos en sus avances por la eficaz defensa enemiga.

¡Sólo faltaban cinco minutos!

¡Cuatro!

Por la frecuencia con que el árbitro miraba el reloj comprendía Hammond que el partido se estaba acabando.

Un tiro libre, por manos contra el Britania, hizo que se pusieran en marcha Lennox y Bird. El primero centró casi desde el área de juego enemiga, pero uno de los defensas del Britania despejó de cabeza y la pelota fue a parar a los pies de Gordon. El medio centro del Richford vio correr hacia él a un torbellino de figuras que le tapaban toda la meta. Por ello apresuróse a enviar lejos de sí la pelota, sin saber con certeza a quién centraba.

Jim Hammond estaba de espaldas a la puerta contraria. Vio llegar la pelota y, como no podía perder un momento, chutó de bolea. El esférico penetró en la meta ante la estupefacción del portero, que no esperaba aquel chut.

Los aplausos y gritos de los entusiastas del Richford continuaron varios minutos después de haberse terminado el encuentro y cuando ya los jugadores se habían retirado.

Por primera vez en seis semanas, el Richford, P. C. había resuelto un partido con una victoria de cuatro tantos a tres, y, además, contra los «leaders» de la Liga. Nadie negó que el triunfo se debía exclusivamente a la eficaz y brillantísima actuación de Jim Hammond. Hasta la misma Rosalind estuco conforme con ello.