Capítulo 6

A la mañana siguiente Jim se vio sorprendido, a su llegada a la oficina, con la presencia de dos hombres que entraban una mesa y una máquina de escribir.

—¿Qué es esto? —preguntó.

La contestación se la dio Rosalind, que entró tras él acompañada de su hermanito, el apedreador de perros.

—Es una mesa para mi hermano —dijo con helado acento.

—¿Para su hermano? ¿Es que esto es una oficina o un cuarto de jugar los niños?

La mirada de Rosalind parecía salir de sus ojos después de haber pasado por todos los hielos del Polo Norte.

—Mi hermano vendrá aquí a ayudarme. Escribirá, mis cartas y hará lo que yo le ordene. ¿Lo entiende usted, señor Hammond? Sólo lo que yo le ordene. Su sueldo lo pagaré de mi bolsillo.

—¡Oh! —Jim no supo decir nada más, tanto era su desconcierto.

Recordó la carta que deseaba escribir a Gross, y, por un momento, pensó pedir al hermano de Rosalind, quien ya parecía haber olvidado su antigua animadversión y le sonreía amablemente desde su mesa, que le copiase a máquina la misiva; pero las palabras de Rosalind Wayne habían sido categóricas. El chico sólo trabajaría para ella.

En aquel momento, Kyne entró en el despacho.

—¿Molesto? —preguntó.

—De ninguna manera, pase usted —invitó Jim.

—¿Qué hay de Gross? —preguntó—. Tengo entendido que el muy sinvergüenza ha vuelto a las andadas. Me ha dicho Dan que no quiere entrenarse y que, por lo visto, no piensa jugar el próximo sábado contra el Britania.

—Pues si no juega ese día no jugará más con nosotros. No podemos seguir a merced de un estúpido. Acabaría por destruir toda la disciplina del equipo. Dan dice que su enfermedad es fingida, y yo estoy convencido de que es así.

—Pues el asunto no puede ser más serio —murmuró el entrenador—. Cuando está en forma, Gross es el alma del equipo. Nuestro delantero centro reserva tiene una pierna medio rota, y Gross sabe que no hay nadie que pueda sustituirle.

—Pues hay que encontrar ese alguien. ¿Conoce algún delantero centro del que podamos disponer?

—Ninguno. Si Gross no se decide a jugar tendremos que darle su puesto a cualquier reserva, y ya podemos considerarnos derrotados el próximo sábado. El Britania nos barrerá.

Jim permaneció callado unos segundos y al fin exclamó:

—¡Parece mentira que no se me haya ocurrido antes! Si Gross no quiere jugar, yo ocuparé su puesto.

—¿Cómo? ¿Que ocupará usted su puesto como delantero centro? —Kyne miró fijamente a Jim y al fin murmuró—: No sabía que fuese usted jugador de fútbol, pero, de todas maneras, creo que es capaz de hacerlo tan bien como Gross.

—¿Por qué lo cree?

—Debe de ser por la decisión con que ha hablado.

—Gracias por su confianza en mí. Durante muchos años he jugado en varios equipos de aficionados ¿Conoce el Wendon Fútbol Club?

—¡Claro! ¿Será acaso usted el Hammond que hace unas semanas marcó tres goles…?

—El mismo —asintió modestamente Hammond—. No digo que sea tan buen delantero centro como Gross cuando está en forma; pero, de todas maneras, lo que me falte en capacidad, me sobra en deseos de vencer.

—Pero no está usted inscrito en el equipo.

—Supongo que eso puede arreglarse enseguida ¿no?

—Sí, claro. En un minuto está arreglado.

Kyne corrió a su despacho y regresó un momento después con una ficha de inscripción.

—Desde luego tendrá usted que firmar como «amateur.»

Jim asintió. Al cabo de un rato, el Richford Fútbol Club contaba entre sus filas con un nuevo delantero centro.

Poco después Hammond salía del edificio para ir al banco a registrar su firma. Al pasar por delante de un café creyó ver dentro de él un rostro conocido. Acercóse a la puerta de cristales, y, con asombro, vio a Gross y a Stevenson hablando muy animadamente. Aprovechó un instante en que entraban unos clientes, penetró tras ellos y fue a acomodarse tras una columna, a pocos metros de los dos hombres.

—Estoy harto de entrenarme —decía Gross—. He plantado a ese Hammond y no volveré por el club mientras no lo hayan echado.

Stevenson rascóse indiferentemente una oreja.

—Sí —prosiguió Gross—. Ese Hammond me las ha de pagar. Cuando volvamos a enfrentarnos le demostraré que conmigo no se juega. Ya estuve a punto de noquearle y debido a un golpe sucio me tumbó, pero la próxima vez…

—No eres tú el único que tiene cuentas pendientes con Hammond —le interrumpió Stevenson—. A mí también me las ha de pagar, y creo que juntos podemos hacerle más daño que separados.

—Cuando quiera que se lo traiga hecho un fardo no tiene más que decírmelo —fanfarroneó Gross—. Si se me saca de mis casillas soy hombre terrible.

—Bien, bien —sonrió Jan Stevenson—. Toma otro whisky. Y no seas loco. Vale más que no te hagas expulsar del equipo. Estando dentro de él podrás trabajar mejor en contra de nuestro enemigo. Antes de un mes, yendo unidos, podemos hacer que Hammond tenga que salir de Richford.

—La señorita Wayne nos ayudará. Siente una gran antipatía por ese tipo. —Stevenson mostró cierta satisfacción al oír esto—. En cambio, a mí me aprecia mucho. —Jan miró disgustado a su amigo—. Estoy casi seguro de que está enamorada de mí.

—Mejor para nosotros —dijo Jan—. Conviene hacer que el Richford pierda unos cuantos partidos y eso nadie mejor que tú puede conseguirlo. Como delantero centro…

Le interrumpió una sombra que se inclinó sobre él y cogiéndole la magnífica corbata se la arrancó violentamente. Un segundo después, el contenido de los dos vasos de whisky iba a parar a los respectivos rostros de Jan Stevenson y Gross, mientras un vozarrón decía:

—La próxima vez que se sienten a conspirar, miren antes cerca de quién están sentados. Desde luego, Gross, le aconsejó, en bien de su salud, que no se deje ver por el club. Corren malos aires por allí.

Y Jim Hammond salió riendo del bar, dejando tras él a los dos hombres más sorprendidos del mundo.