Capítulo 2

A la mañana siguiente, Jim ya no recordaba lo ocurrido el día anterior. Estaba demasiado preocupado por el encuentro entre el Wendon y el Ramsden, encuentro que debía tener lugar aquella misma tarde. El Wendon era un equipo muy popular en la población, y más de cuatro mil incondicionales se amontonaron en el campo, enfrentándose con casi otros tantos seguidores del Ramsden.

La recepción que los jugadores dispensaron a Hammond distaba mucho de ser calurosa. La mayoría apenas le saludaron con una leve inclinación de cabeza. Tan sólo Jack Bennet lo hizo cordialmente.

—Los del Ramsden presumen de que nos harán papilla —dijo sonriendo—. Hay que demostrarles que somos demasiado duros para eso, Jim. He apostado con su portero que por lo menos le meterás tres goles.

—Es una apuesta un poco aventurada; pero haré lo posible para que no la pierda —sonrió el joven.

—Pues yo apuesto que no mete ni un solo tanto —refunfuñó, con maligna sonrisa, Steel.

Jim hizo como que no había oído la grosería. Un momento después los dos equipos salían al campo. El Ramsden era un club muy acreditado, cuyos jugadores se distinguían por su impetuosidad, tal vez un poco salvaje, pero de indudable eficacia. Una semana antes, en su campo, derrotaron al Wendon por tres tantos a uno, y llegaban dispuestos a repetir la hazaña.

Durante los veinte primeros minutos del encuentro pareció que, efectivamente, iban a cumplirse sus deseos. Su medio centro marcó un gol magnífico, en tanto que a Hammond no le era posible conducir hacia adelante su línea. El ala izquierda jugaba con magnífica armonía, pero Raymond Steel, que actuaba de extremo derecha, desaprovechaba todas las ocasiones de centrar a Jim. Y cuando por fin lo hacía, su centro era torpe, lento.

Una y otra vez Jim Hammond le dio juego; pero, disgustado al ver la voluntaria torpeza del jugador, dejó de preocuparse de él y se entregó de lleno a su ala izquierda.

—¿Por qué no juegas debidamente, Steel? —preguntó Childs, el capitán del equipo, durante el descanso—. Si en la segunda parte sigues haciendo el boicot a Hammond, perderás tu puesto.

Raymond Steel dirigió una disgustada mirada a su adversario. Después formuló una vaga excusa y metióse en la ducha. Cuando el equipo marchó hacia el campo, él se quedó un momento atrás, arreglándose una de las botas. Cuando al fin salió al terreno de juego, iluminaba su rostro una curiosa y malévola sonrisa, que extrañó profundamente a Hammond.

No hubo quien resistiera al Wendon en la segunda parte. Apenas tirado el puntapié inicial, Jim avanzó recto como una flecha y, sin ayuda de nadie, con un chut que fue más un cañonazo, consiguió el empate, en medio de estruendosas ovaciones.

Cinco minutos más tarde marcó un segundo gol y al cabo de otros diez lograba el tercero. Al señalar el árbitro el final del encuentro, el Wendon F. C. había logrado una magnífica victoria por cinco tantos a uno. Los espectadores aplaudieron durante varios minutos a Hammond, verdadero héroe del encuentro.

Jack Bennet estaba radiante de entusiasmo. A él se debía que Hammond hubiera entrado a formar parte del club, y el triunfo era, en parte, suyo también.

Raymond Steel, con las manos en los bolsillos, no parecía en absoluto disgustado por el éxito de su rival.

Jim no perdió un momento en quitarse el sudado equipo. Estaba deseando llegar a su casa para tomar un baño bien caliente, pues en los vestuarios del Wendon no había esa clase de comodidades.

—¿Dónde está mi cronómetro? —preguntó de pronto el defensa derecha, rebuscando en sus bolsillos.

—Es curioso, mi reloj también parece haber desaparecido —dijo el portero.

—Pues a mí me faltan dos billetes de cinco libras —anunció Raymond Steel.

Un murmullo llenó el vestuario. Los jugadores mirábanse asombrados unos a otros.

—¿Estáis bromeando? —preguntó el capitán del equipo—. ¿Es verdad que habéis perdido vuestros relojes?

—Y yo diez libras —intervino Steel—.

Por más que no me extraña que haya un ladrón entre nosotros.

Hammond enrojeció violentamente al notar la significativa mirada que le dirigía Steel. Varios ojos más se volvieron hacia él.

—Este es un asunto muy grave —dijo Childs—. Nadie ha entrado en el vestuario, excepto vosotros; por lo tanto, el ladrón ha de estar aquí. Creo que vale más no mezclar a la Policía en esto; pero, no obstante, debemos hacer algo.

—Que nos registren a todos —sugirió Steel—. Por mi parte, no tengo el menor inconveniente.

—Ni yo.

—Ni yo —afirmaron a coro los demás jugadores.

Jack Bennet fue registrando los bolsillos de los jugadores. Por extraña coincidencia, Hammond fue el último. Ya le había registrado Bennet, quien se apartaba de él con una sonrisa de alivio, cuando Steel avanzó, indicando:

—Se ha olvidado usted del maletín de nuestro delantero centro.

—Puedes mirarlo tú mismo, si lo deseas —replicó despectivo Hammond, haciendo un esfuerzo para no cruzar el rostro del hijo del ex alcalde.

Bennet hizo un superficial registro del maletín de Jim y ya se disponía a cerrarlo cuando su mirada se vio atraída por un papel de un blanco amarillento. Tiró de él y dos billetes de cinco libras aparecieron ante las asombradas miradas de los once jugadores. Un momento después, de un ángulo del maletín, salían a la luz el reloj y el cronómetro perdidos.

—¿Qué decía yo? —preguntó triunfalmente Steel—. No se me negará que había un ladrón entre nosotros. Ventajas de la democracia, que permite juntarse con los caballeros a algunos que no lo son.

—Bien, Hammond, ¿qué tienes que decir a esto? —preguntó Childs, el capitán del equipo.

Jim dirigió una mirada a su alrededor. Vio que todos le condenaban antes de oírle, y con voz pausada replicó:

—Podría decir mucho. Ante todo, me parece que es estúpido cometer un robo en esta forma. Si yo hubiera querido apoderarme de esos relojes y ese dinero, me habría librado muy bien de hacerlo en las circunstancias presentes, y mucho menos habría guardado en mi maletín los objetos robados. Además, no he sido yo el último en salir de aquí, sino otro señor cuya padre será muy honrado, pero de quien él, por lo visto, no ha heredado nada.

Los jugadores se miraron. Comprendieron contra quién iban dirigidas las palabras del delantero centro, pero todos ellos eran hijos de gente acomodada y estaban más al lado de Steel que del jugador que tenía que ganar su vida trabajando en una tienda de ultramarinos. La posibilidad de que Raymond fuese autor del robo con objeto de comprometer a su enemigo la rechazaban por completo.

Hammond comprendió que le condenaban, sobre todo a causa de la diferencia social. Sonrió amargamente y, volviéndose hacia el capitán, dijo con frialdad:

—Bien, comprendo la sentencia. Podéis hacer conmigo lo que queráis. Quizá algún día pueda demostrar a todo el mundo que Raymond Steel es un canalla.

El aludido hizo intención de lanzarse sobre su contrario, pero sus compañeros no tuvieron que hacer grandes esfuerzos para contenerle. Sin duda, los puños de Jim le seguían imponiendo respeto.

—Creo que lo mejor que puedes hacer, Hammond —dijo el capitán—, es recoger tus bártulos y marcharte para siempre de aquí. Date por feliz por salir tan bien librado.

—¿Por qué no llamas a la Policía? —preguntó con indignación Steel—. La cárcel es el lugar que se merece ese ladrón.

Jim contrajo los puños, pero, dominándose, dirigióse lentamente hacia la puerta. Fuera encontró esperándole a su único amigo, un foxterrier, producto de innumerables mezclas, que saltó entusiasmado al ver a su amo.

—Hola, «Bigotes» —murmuró Jim—. Alguien a quien conozco muy bien me ha jugado una mala pasada. Los otros me han condenado sin querer oírme. Este equipo pretende estar formado por caballeros, y ninguno de sus componentes tiene la menor idea de lo que esa palabra quiere decir.

«Bigotes» movió todo el cuerpo, desde el hocico hasta la punta de la cola, con lo cual quería afirmar que estaba por completo de acuerdo con su amo.

Jim no salió de su casa hasta la mañana siguiente. En modo alguno suponía la sorpresa que le iban a dar en la tienda donde prestaba sus servicios.

Míster Jeremiah, su patrono, esperábale muy serio en la puerta. Apenas contestó al saludo del joven.

—Un momento, señor Hammond —dijo cuando éste se disponía a quitarse la chaqueta—. No se cambie de ropa. Como usted ya sabe, los negocios no marchan muy bien, y, sintiéndolo mucho, me veo precisado a prescindir de sus servicios. Aquí tiene el jornal de una semana. Espero que encontrará pronto otro empleo.

Jim quedóse mirando con incredulidad al tendero. ¿Que los negocios iban mal? El día anterior el balance había arrojado un beneficio de cincuenta libras en una semana. Recogió el dinero que le alargaba Jeremiah y, saludando fríamente, abandonó la tienda. Sentía un nudo en la garganta al comprender cuan inútil era intentar la menor protesta. Sus compañeros le creían un ladrón, y, no satisfechos con expulsarle del club, le cerraban todas las puertas, pues se daba perfecta cuenta de la inutilidad de buscar empleo en la población, donde todos, a aquellas horas, debían de conocer el delito de que se le acusaba.

Los siguientes quince días fueron los peores de la existencia del joven. Buscó sin descanso una colocación donde poder ganarse la vida, sin que en ningún sitio quisieran admitirle. La mancha que pesaba sobre él era demasiado grande.

La única persona que seguía confiando en él y creyéndole honrado era su patrona.

—No se preocupe si no puede pagarme la pensión —le dijo un día—. Como usted sabe, no soy rica; pero, de todas maneras, en mi casa nunca le faltará un pedazo de pan. Y quien dice un pedazo de pan, dice también un poco de carne y… lo demás.

Jim le dio, conmovido, las gracias y cogió una carta que la buena mujer acababa de entregarle. El matasellos era de Richford, ciudad donde Jim no tenía ningún pariente ni conocido. Tampoco había escrito allí en respuesta a ningún anuncio. El membrete del sobre era el de un conocido abogado. La carta decía:

«Muy señor mío. Le ruego se sirva visitarme a la mayor brevedad posible para tratar de un asunto referente a, las últimas disposiciones de sir Henry Cullum (que en paz descanse).

En espera de su grata visita, quedo de usted muy atto. y s. s.»

Jossiah Bigone.»

Con los ojos muy abiertos por el asombro, Jim releyó varias veces el papel, sin lograr sacar nada en limpio. ¿Qué significaba aquello?' ¿Quién era sir Henry Cullum? Sin duda debía de tratarse de un error. Pero no; no podía ser un error, puesto que su nombre y apellidos estaban claramente escritos en el sobre y en la cabecera de la carta.

Hammond tomó su almuerzo y, como nada tenía que hacer, se dijo que lo mejor era machacar el hierro mientras estaba caliente. Se puso su mejor traje y una camisa limpia, llamó a «Bigotes» y, cogiendo unos emparedados que su patrona le preparó, se dispuso a trasladarse a pie a Richford, distante unos quince kilómetros.

A las dos de la tarde llegaba a la vista de la población. Sentóse bajo un árbol, comió con buen apetito y, media hora después, reanudó la marcha, entrando en los arrabales, formados por deliciosas villas rodeadas de floridos jardincitos. En uno de ellos, un magnífico gato de Angora tomaba plácidamente el sol en lo alto de una valla. «Bigotes» era un perro normal, y por eso odiaba (sin saber por qué, pero a muerte) a todos los gatos. Aquel magnífico ejemplar de la raza felina atrajo enseguida su atención y, de un salto, precipitóse sobre él. El animal lanzó varios bufidos y echó a correr, seguido del indignado «Bigotes». Es difícil predecir cuánto hubiera durado la carrera si Hammond no hubiese silbado a su perro, que, obediente, regresó juntó a él. Pero en aquel instante un chiquillo de unos diez años, por lo visto dueño del gato, cargado de piedras y de malas intenciones, acudió en socorro de su bicho.

—Ese cochino perro perseguía a mi gato —dijo a modo de explicación, mientras lanzaba una piedra, que cayó sobre el lomo del perro, haciéndole emitir un gruñido.

Hammond, que adoraba a su perro y que no sentía ninguna simpatía por el niñito, pasó de las palabras a los hechos y, de una bofetada, terminó con las ansias de pelea del chiquillo. Apenas se hubo apagado el ruido del cachete cuando una joven a quien la indignación hacía más guapa, precipitóse sobre Jim y empezó, a golpearle la cara y el pecho, al mismo tiempo que decía:

—¡Canalla! ¡Sinvergüenza! ¿Le parece bien pegar a un niño?

—Pero, señorita… —protesto Jim, conteniendo a la hermosa fierecilla y dirigiéndole una mirada de admiración—. ¿Qué le ocurre?

—¡Si hubiera un policía por aquí, le haría detener a usted! Hay que acabar con los hombres que abusan de su fuerza y golpean a los niños.

—Pero… señorita—repitió Jim—. Si total ha sido un cachete sin importancia. Además, el niño se lo merecía.

—Mi hermanito es…

—¡Ah! ¿Es su hermano? Pues lamento no poderla felicitar por la joya que tiene por hermanito. Le ha tirado una piedra a mi perro y…

—Su perro se quería comer a nuestro gato, Rosalind —intervino el muchacho.

—Ya lo sé. He visto cómo azuzaba a su asqueroso perro.

—¿Que yo azuzaba a mi perro? Perdone, pero está usted viendo visiones, señorita.

—¿Me negará que su perro perseguía a nuestro gato? —preguntó, furiosa, la joven.

—Lo ilógico sería que un ratón persiguiera a un gato, o que un gato ladrara a un perro; pero que un perro persiga a un gato ha sido siempre, y seguirá siéndolo, un hecho natural y lógico.

—¿Y porque es lógico que un perro persiga a un gato tiene usted que pegar a mi hermano? Valdría más que se las tuviera con alguien de su mismo tamaño.

Jim apenas podía ocultar la admiración que le producía la joven. Esta temblaba, indignada. Al fin, moviendo la cobriza cabellera e hiriendo el suelo con el pie, dirigió una despectiva mirada a su antagonista y, llamando a su hermano, prosiguió:

—Vamos, Tomás; ese bárbaro podría volver a hacerte daño. Tiene aspecto de ser capaz de ello y de mucho más.

Un momento después la joven y su hermano desaparecieron dentro de la casa. Jim, seguido de «Bigotes», se alejaba hacia el centro de la ciudad.

—¡Qué temperamento! —exclamó al cabo de un rato—. Sin embargo, es tan bonita que puede perdonársele.