Capítulo VIII Una tarea para Kathryn Sneesby
La escritora se despertó con la seguridad de que no estaba sola en su cuarto. Sin moverse, aguzó el oído para captar algún rumor que confirmara su impresión. No oyó nada. Sin embargo, acentuóse su seguridad de que alguien había entrado. Era esa impresión que se tiene cuando se entra a oscuras en un cuarto en el cual se ha entrado muchas veces y cuyo mobiliario se conoce. Si hay un mueble de más o falta alguno, el instinto nos lo indica inmediatamente. Se nota el vacío o se advierte que el espacio libre hasta entonces se encuentra ocupado por una presencia sólida.
- ¿Quién está aquí?
Kathryn creyó que hacía la pregunta en tono bajo, y al oír su voz, demasiado alta, se sobresaltó, aunque no tanto como al oír una voz de hombre que respondía:
- Un amigo, señorita. No tema.
Kathryn guardaba debajo de la almohada la cartera con su dinero y un revólver. Empuñando éste pidió con voz que trató de hacer normal, pero que le sonó muy extraña:
- Encienda la luz. Junto a la lámpara hay cerillas.
Sonaron tres pasos que hicieron gemir el entarimado, oyóse en la oscuridad el entrechocar de las grandes cerillas sulfúricas dentro de la caja de cartón y luego el rascar de una de aquellas cerillas y el estallido que producía al encenderse.
Kathryn vio la espalda de un hombre vestido a la mejicana y cuya silueta recortaba primero la luz de la cerilla y luego el resplandor de la lámpara.
Cuando El Coyote se volvió hacia ella vio a la escritora sentada en la cama empuñando con temblorosa mano un revólver, el mismo con que aquella tarde había dominado a Taller.
- No hace falta el arma, señorita -sonrió El Coyote.
- ¿Y… hace falta el antifaz? -preguntó la escritora.
- A mí, sí.
- ¿Es usted El Coyote?
- Podría contestarle que lo soy para servirla, señorita; pero no es así. Soy yo quien necesita de usted. Y ahora guarde su revólver. Le tiembla demasiado la mano para que lo pudiese utilizar eficazmente, aunque tal fuera su deseo.
- No me tiembla de miedo -explicó Kathryn-. Es la emoción de verle. No esperaba llegar a tener frente a mí al Coyote.
En aquel momento la escritora bajó la vista hacia el revólver y se dio cuenta de lo demasiado que dejaba al descubierto su camisón de dormir. Escondió el revólver bajo la almohada y cubrióse con la colcha.
- De momento pensé que era usted don Pedro -dijo, riendo nerviosamente. En seguida temió que El Coyote interpretara mal sus palabras y agregó-: No es que le esperara; pero… como los españoles tienen fama de no detenerse ante una puerta cerrada…
- ¿O un balcón abierto? -rió El Coyote.
- ¿Qué quiere insinuar? -preguntó severamente Kathryn.
- Nada, señorita. El encontrar el balcón abierto fue para mí una bendición. Me evitó tener que hacer ruido. ¿Aprecia usted a don Pedro?
- Le salvé hoy la vida…
- Lo sé. Ahora se trata de salvársela de nuevo… Está herido. Muy gravemente.
- ¡Oh! -la escritora palideció-. ¡Pobre! ¿Por qué le quieren matar?
- En el Oeste los motivos para la muerte de un hombre pueden ser infinitos. Para quien ha vivido en el Este, todos esos motivos resultan escandalosos por su poca base. Hay quien mata a un hombre porque ese hombre tiene el cabello rojo y a él le molesta ese color de cabello. Otros matan a los mejicanos y a los indios porque son morenos. Se ha matado a un hombre porque en el momento de beber ha preferido el whisky de Boston al de Kentucky. Yo vi matar a un infeliz que iba vestido de un modo que en California se juzgó afeminado. A don Pedro le han querido matar porque esta tarde mató a dos tipos de aquí. Una simple venganza. La más justa de las causas de asesinato. Cualquier tribunal que juzgara a los agresores de don Pedro los reconocería culpables.
- ¿Puedo hacer algo por él?
- Es usted la única persona que puede ayudarle y salvarle. Si don Pedro se encontrase en condiciones de viajar a caballo, lo llevaría a Tucson; pero el viaje en el estado en que se encuentra sería la muerte para él. Hay que dejarlo aquí.
- ¿En esta habitación?
- No. En un ranchito que yo he elegido; pero no confío en que sus habitantes accedan a quedarse cuidándole. Tienen miedo. Temen que los Siete Diablos, o sea esos siete hombres malos que se han hecho los dueños del valle y montañas de Casa Chica, los asesinen o destruyan sus campos y ganado. Yo no podré estar a todas horas cuidándole, y si le dejo solo diez minutos seguidos, le matarán.
- Yo cuidaré de él -decidió, enérgicamente, Kathryn Sneesby-. Soy lo bastante valiente para matar al que trate de causar algún daño a don Pedro. ¿Cómo le han herido?
- Le vieron paseando a caballo por un lugar descubierto, con lo cual don Pedro cometió una grave indiscreción, y le dispararon con un rifle de gran calibre. La bala le atravesó el pecho, y sólo gracias a que él llevaba un gran reloj de acero, que desvió la bala, ésta no le deshizo el corazón. Pero la herida es gravísima, y para complicar más las cosas, al desplomarse del caballo quedó enganchado en el estribo del animal, siendo arrastrado por éste. Afortunadamente no perdió del todo el conocimiento y se cubrió la cara con los brazos.
- Salga del cuarto, señor Coyote, o vuélvase de espaldas y me vestiré.
- La aguardaré en la calle -replicó el enmascarado-. No salga por la puerta, sino por el balcón. He traído una cuerda. ¿Se atreve a bajar por ella?
- Me atrevo a todo -replicó la escritora. Y agregó, como si hablase para ella, pero en voz alta-: Si me siguen ocurriendo cosas así mi novela será emocionantísima. -Dirigiéndose al Coyote, preguntó-: ¿Me llevo el equipaje o lo dejo aquí?
- Es preferible que se lo lleve. Lo necesitará.
Fue hacia la luz y la apagó de un soplo, explicando a la alarmada Kathryn:
- Es peligroso salir por un balcón iluminado. No quiero que disparen certeramente otro rifle. Cuando yo llegue abajo vuelva a encender la lámpara, pero al ir a reunirse conmigo apáguela.
- Mis caballos están… -empezó la escritora.
- Abajo -interrumpió El Coyote-. Los he sacado de la cuadra. Tenía la seguridad de que no abandonaría usted a un amigo.
El Coyote se deslizó como una sombra fuera del cuarto, salvó el balcón de madera y agarrándose con las enguantadas manos a la cuerda que había atado a la baranda bajó por ella velozmente.
Tan velozmente se dejó resbalar por la cuerda que al llegar al suelo se le doblaron las rodillas, y esto hizo que el culatazo que debía alcanzarle en plena cabeza le diera en el hombro izquierdo, pero con tanta violencia que le habría hecho caer si, instintivamente, no se hubiese agarrado a la cintura de su atacante.
Al hacerlo levantó la cabeza y Cloves le vio el rostro.
El revólver que había levantado para descargarlo de nuevo tembló, porque su mano, su brazo y su corazón también habían temblado, pero sólo una fracción de segundo. Cloves había luchado más de diez veces cuerpo a cuerpo en la Guerra Civil y en las tabernas de las Rocosas, en los poblados mineros de Sierra Nevada e incluso en el barrio marítimo de San Francisco. Tensó los músculos del brazo y dejó caer el revólver como un herrero descarga su martillo sobre una barra de hierro al rojo vivo.
Pero la fracción de segundo en que el temor al Coyote había hecho presa en su corazón salvó al enmascarado. Éste no tenía tiempo para empuñar un revólver ni para derribar de un puñetazo a Cloves, pero el Destino le ayudaba. Su mano derecha había tropezado con la empuñadura del cuchillo Bowie que perteneciera a Reznek y, arrancándolo del sitio en que Cloves lo había metido, se lanzó hacia delante, hundiéndolo como si fuese un estoque.
Al sentir el frío del acero en su vientre, Cloves lanzó un ronco quejido. Abrió las manos y de la derecha se le escapó el revólver cuando éste ya bajaba hacia la cabeza del enmascarado. El arma, saliendo disparada de entre los dedos del hombre, fue a chocar contra la pared frontera.
El Coyote actuó con centelleante rapidez. Necesitaba acabar con aquel hombre antes de que pudiera llamar a otro en su auxilio o de que, reponiéndose del dolor que por un momento había entumecido sus músculos y su cerebro, le ofreciera una resistencia que le obligase a emplear las armas de fuego.
La herida de Cloves era mortal, pero no de las que matan fulminantemente. Estaba sentenciado a muerte; pero ésta lo mismo podía llegar dentro de diez horas que dentro de tres días. ¡Era preciso terminar!
De un brusco tirón, El Coyote arrancó el cuchillo de la herida, y, siempre empuñándolo como una espada, trazó un semicírculo a la altura de la garganta de Cloves, quien esta vez no pudo ni lanzar un grito, pues el aire que subía de sus pulmones empujó un surtidor de sangre por la seccionada yugular y no logró llegar ya a la garganta.
El Coyote se apartó a tiempo de evitar el chorro de sangre y que Cloves se le cayese encima. Al mismo tiempo llegó desde el balcón de Kathryn un inconfundible ruido.
Dejando caer el cuchillo, el enmascarado escaló nuevamente el balcón. Tendida en él, sin sentido, vio a la escritora, para quien ciertos espectáculos aún resultaban demasiado fuertes, a pesar de su pretendida experiencia contra los indios de Kansas.
- ¡Qué oportuna! -gruñó, poco amablemente, El Coyote.
No podía perderse ni un minuto. Probablemente el hombre a quien acababa de matar no estaba solo. Sus compañeros se hallarían cerca y, alarmados por su tardanza, acudirían a buscarle. ¿Podría hacerles frente con probabilidades de triunfo? Tenía el brazo izquierdo medio inutilizado por el golpe recibido, y a medida que pasaran los minutos el dolor sería mayor. Con una sola mano, aunque se sea Él Coyote, no se puede luchar contra un enemigo superior en número.
Entró en el cuarto y cogió las dos maletas que antes había visto. Eran de las de tela de alfombra y estaban llenas de ropa. Debajo de la cama vio otra maleta de mimbre forrada de lona oscura. Pesaba mucho. Sin duda, a juzgar por el tamaño, contenía los vestidos de Kathryn.
- Si no es así ya se las compondrá como pueda -se dijo.
Sacó de debajo de la almohada la cartera del dinero de la escritora y su revólver, y lo metió todo en una de las maletas. Fue con las tres al balcón, las ató al extremo de la cuerda con un nudo marinero y las hizo bajar hasta el patio. Aflojó la cuerda y la agitó unos instantes, deshaciendo el nudo, que sólo se mantenía mientras ejerciera presión en él algún peso. Recogió nuevamente la cuerda y envolviendo con una manta a Kathryn, que seguía en camisón de dormir, le pasó la cuerda por debajo de los sobacos y la fue descendiendo cuidadosamente. Luego, a su vez, saltó por encima de la baranda y en medio segundo estuvo junto al montón formado por Kathryn, las maletas y el cadáver de Cloves.
De las sillas de los caballos de la escritora pendían, afortunadamente, suficientes cuerdas para colgar de uno de ellos las maletas y el cadáver de Cloves, para el cual tenía reservado un importante papel.
Como el desmayo de Kathryn se prolongaba, El Coyote la colocó, cruzada como un saco, sobre la silla del otro caballo, atándola bien fuerte para que no se cayera en alguno de los vaivenes.
Ya se disponía a montar en su caballo para ir adonde estaba Juan Lugones, cuando el azar quiso que su mirada se posara en un punto al que terminaba de llegar un rayo de luna. Si sus ojos no le engañaban, allí había otro hombre, pero tendido en el suelo.
Con el revólver en la mano llegó en cuatro zancadas al sitio donde Cloves había dejado el cuerpo de Reznek. La postura en que estaba el cadáver explicó al Coyote una parte de lo que él ignoraba. Cloves había salido cargado con aquel muerto para llevarlo a algún sitio. Quizá a enterrarlo en una tumba secreta. El traje de Reznek le recordaba el de uno de sus perseguidores al salir de la hacienda de Mariñas. Esto quería decir, o bien que era el hombre a quien él había matado… No. Era otro. Era uno de los que habían hablado junto al bosque. O sea que había sido víctima de una pelea entre bandidos…
Los ojos del Coyote buscaron el camino que debía de haber seguido Cloves con su carga. La puerta del almacén… Eso quería decir que por allí se llegaba al cuartel general de los Siete Diablos.
- No -pensó-. Juan está en peligro. No puedo perder ni un minuto, ni siquiera para vengarle. Antes le debo salvar.
Arrastró el otro cadáver hasta donde se hallaban los caballos, y como uno ya iba demasiado cargado con las maletas y el cuerpo de Cloves, cogió una manta de algodón que pensaba utilizar para cubrir mejor a Kathryn y la usó para tapar el cuerpo de Reznek, al que puso al lado de la escritora.
- En marcha -musitó el enmascarado, saltando sobre su caballo y empujando ante él a los otros dos, en dirección a las boscosas laderas de las montañas.