Capítulo VII El jefe de los Siete

Ardis Holden lanzó una nueva imprecación.

- Por lo visto necesitaremos un regimiento para terminar con El Coyote.

- Si tan fácil lo ve, ¿por qué no aprovechó el momento en que lo tuvo de espaldas? -preguntó Oleg Mutt.

- Don Pedro no es El Coyote -replicó Holden.

- Pues se parece a él -dijo Anderson-. Descolgó de un tiro el pelele y después mató a Taller y a Leitch. No sé qué más hubiese podido hacer en su lugar El Coyote.

- ¡Es El Coyote! -exclamó Russell.

- ¡No seáis imbéciles! -gritó Holden-. No es El Coyote. Y aunque lo fuese, ya se hizo lo posible para matarlo. De no intervenir el viejo Sócrates, ya estaría muerto; pero él recibió todo el plomo destinado al otro. Tanto si es El Coyote como si no lo es, don Pedro morirá. Pero esto no quiere decir que él sea El Coyote. Morirá por lo que ha hecho.

- Fue una tontería dejar que la carta llegara a Los Ángeles -dijo Reznek-. Es como si una manada de lobos enviara aviso a los cazadores del sitio en que está reunida. Sin él, todo iba bien. Se le llamó, ha venido en persona y puede que, además, haya enviado a uno de sus hombres. Entre los dos han terminado con tres de los nuestros. Otro golpe así y quedamos reducidos a nada.

- Los muertos serán sustituidos como de costumbre-anunció Holden-. Es mucho lo que ganamos. Además tengo en proyecto quedarme con las haciendas mejores.

- ¿Quedarse? -preguntó, amenazador, Mutt.

- Habrá beneficios para todos -replicó suavemente Holden-. No soy tacaño con mis amigos.

- No sé hasta qué punto somos amigos unos y otros -rió Norman Reznek-. Hasta ahora nosotros hemos dado la cara y usted la espalda. A nosotros nos conocen, y en un momento dado pueden ocurrir muchas cosas.

- Di que «nos pueden ocurrir muchas cosas» -intervino Russell-. Siendo siete éramos peligrosos. Siendo cuatro lo somos menos. Y si fuéramos dos, quizá el señor Holden considerase que ya había llegado el momento de quitamos de en medio y conservar así para siempre sobre su cara el antifaz de la decencia. Es muy extraño que a nuestro amado jefe se le ocurriera la idea de dejar venir al Coyote a Casa Chica. La verdad es que nos hemos portado todos como unos imbéciles; pero el que parece haberse portado más estúpidamente es Ardis Holden, el jefe supremo de los Siete Diablos. Y como sabemos que no es un estúpido, cabe pensar que se ha convertido en un traidor.

Mientras pronunciaba estas palabras, Reznek se había levantado. Su mano derecha rozaba la culata de su revólver, indicando con este ademán su decisión de apoyar con hechos sus palabras. Pero Ardis Holden fue más rápido. El insulto de su subordinado no le cogió por sorpresa. Lo esperaba. Del interior de la manga derecha de la chaqueta, un Derringer se deslizó hasta su mano. Un veloz movimiento del pulgar amartilló el arma, mientras el índice apretaba a la vez los dos gatillos. Dos balas del 41 se clavaron en el pecho de Reznek. Una rozó el corazón. La otra lo atravesó.

Al mismo tiempo, con la mano izquierda, Holden empuñó un Colt de cañón corto, amartillándolo antes de que Reznek terminase de caer al suelo.

- Bien…, ¿alguien más opina como él? -preguntó Ardis Holden.

Mutt, Russell y Anderson permanecieron callados. El último habló al fin, moviendo la cabeza y comentando, con acento de disgusto:

- No cabe duda de que seguimos el peor camino. Matándonos mutuamente no ganaremos nada.

- Reznek manejaba muy mal la lengua -replicó Holden.

- Pero sabía usar bien un revólver -recordó Inger Anderson-. Esta mañana éramos siete. Ya sólo quedamos tres.

- Reuniré más hombres -prometió Holden.

- ¿Quién se querrá unir a nosotros sabiendo que luchamos contra El Coyote y contra un hombre llamado Pedro? Y por si fuese poco el daño que esos dos nos hacen, el jefe también interviene en la matanza.

- Cuidado con lo que hablas, Inger -previno Holden.

Anderson se encogió de hombros.

- No soy ningún santo, y me molestaría que se me tomase por tal -dijo-. He formado parte de muchas bandas y me he jugado demasiadas veces la vida para que se me pueda acusar de cobarde; pero antes se me podría llamar cobarde que traidor. He sido fiel a mis jefes y a mis compañeros, Holden. Y si alguno de los jefes que he tenido ha quebrantado esta ley de los sin ley, la experiencia me ha demostrado que su mando duró muy poco.

- ¿Me acusas de traidor?

Al hacer esta pregunta, Holden crispó los dedos en torno a la culata de su revólver.

- Ahórrese la amenaza, Holden -respondió Anderson-. No sé si Reznek dijo la verdad; pero le prevengo que, de acuerdo con mi experiencia, un lobo sólo se puede apoyar en la ayuda de otros lobos. Si acude a los corderos en busca de auxilio o queriendo disfrazarse de cordero, el perro guardián y el pastor acabarán pronto con él.

- Por lo visto conspiráis contra mí.

- No sea loco. Si usted nos falta, nadie dará ni un centavo agujereado por nuestras cabezas. La gente de Casa Chica está acobardada por nosotros. Nos temen. Pero no existen seres más peligrosos e implacables que los cobardes cuando se dan cuenta de que son los más fuertes. Entonces cometen las mayores atrocidades para vengarse de quienes los tuvieron acobardados. Ya sólo quedamos tres. Hasta que lleguen refuerzos, si es que llegan, nos veremos muy apurados para dominar a la gente.

- En mi lugar, cualquiera hubiese hecho lo mismo -respondió Holden, señalando a Reznek-. Él pensaba matarme.

- Desde luego -prosiguió Anderson, que por sus años y experiencia había sido siempre el elemento moderado de la banda, consiguiendo, gracias a ello, una gran influencia sobre los demás, incluso sobre Holden-. Pero como el discutir si hubo o no razón no servirá de nada y Reznek continuará muerto de todas maneras, aceptemos que ha muerto y pensemos en lo que se debe hacer. El plan de usted, jefe, es convertirse en el amo de estas tierras.

- Y para nosotros un agujero en el suelo -refunfuñó Oleg Mutt.

- No empieces de nuevo -atajó Ander-son-. Parece que no nos demos cuenta de lo apurado de nuestra situación. Unidos ya no representamos gran fuerza; pero desunidos no somos nada. Si alguna vez hemos necesitado obrar con inteligencia y con estrategia es ahora. El jefe piensa hacerse el amo de Casa Chica. Debemos ayudarle. Sus ambiciones son muy grandes y nunca se ha visto que unas ambiciones grandes se hayan realizado con el esfuerzo de un solo hombre, por listo y fuerte que éste haya sido. Hacen falta ayudantes. Napoleón, si sabéis quién es, fue un gran general que logró muchas victorias; pero necesitó tener a su lado otros generales que ganasen las batallas a las cuales él no podía asistir.

- Deja de hablar como un filósofo -pidió Russell-. El único que teníamos murió esta tarde.

- Trato de daros un ejemplo de lo que yo veo claro. Holden quiere ser una especie de rey de estas tierras. Se apoderará de todo cuanto pueda; pero un rey no puede estar en todas partes. Necesitará gente de confianza que vigile sus riquezas, y tendrá que pagarla bien, porque no es fácil encontrar gente como la que él necesita. ¿Creéis que irá a buscar esa gente en otro lugar? No. La buscará entre nosotros. Seremos sus guardianes, sus generales, sus hombres de confianza. Y si él es rico, nosotros también lo seremos.

- Así es -asintió Holden-. No soy tacaño con los que bien me sirven.

La reunión se celebraba en el sótano de la taberna de Holden, debajo de la sala principal. Estaban reunidos en torno a una mesa de pino llena de pequeñas circunferencias, dejadas por los vasitos de licor, y por otras más grandes, huella de la cerveza derramada fuera de las grandes jarras. Sobre la mesa oscilaba lentamente una lámpara de petróleo, cuya pantalla derramaba sobre la mesa y los hombres un amplio cono de amarillenta luz, cuyos rayos quedaban firmemente recortados a causa de la densa humareda que brotaba de los cigarros que se fumaban. En el fondo, a la derecha, había una escalera de madera que conducía a la planta superior. A la izquierda veíase una puerta asegurada con un grueso barrote de roble.

En aquella puerta acababa de sonar en aquel momento una seca llamada. Como si repercutiera en un mismo resorte. El ruido provocó un brusco movimiento de manos hacia las culatas de los revólveres.

Pero antes de que se completara el movimiento sonaron tres golpes más, tan rápidos que casi parecieron uno prolongado.

Cesó la tensión entre los hombres, al reconocer la contraseña que utilizaban los Siete cada vez que entraban por aquella puerta, a la cual se llegaba atravesando el atestado almacén de la trasera de la taberna.

- Son ellos -anunció, sonriente, Holden, dirigiéndose hacia la puerta.

Oleg Mutt le retuvo de un brazo.

- ¿Quiénes? -preguntó.

- Cinco nuevos miembros de la banda -contestó Holden-. Los contraté para un servicio y espero que hayan tenido más suerte que vosotros.

Abrió la puerta, haciéndose a un lado para evitar la posible sorpresa, mientras Mutt, Russell y Anderson se situaban fuera del haz luminoso de la lámpara, con las manos sobre sus armas.

Mas no se trataba de ningún ataque por sorpresa. Los cinco hombres que entraron en el sótano eran los que esperaba Holden. Con escasa variación vestían casi idénticamente. Anchos sombreros oscuros, no nuevos, chalecos de tela o piel, camisas de franela azul o a cuadros chillones, pantalones rayados, tipo tejano o mejicano, y botas tejanas de alto tacón y grandes espuelas de acero plateado. Todos iban armados con revólveres Colt o Smith y uno de ellos traía uno de los anticuados, pero preciosos, Spirlets. También traían rifles Marlin y uno de ellos un viejo y potente Sharps. Parecía que hubieran transcurrido años desde que los cinco hombres encontraron al último peluquero, porque tanto sus barbas como sus cabelleras pecaban de excesiva frondosidad.

- Hola -saludó el más alto, más delgado y más barbudo de los cinco-. ¿Qué tal?

Hablaba con el rastreante acento tejano, y sus revólveres, enfundados muy bajos, también acusaban su procedencia.

- Bebed -invitó Holden, señalando los vasitos y las botellas de licor.

Los recién llegados acercáronse a la mesa, dirigiendo antes escrutadoras y suspicaces miradas a los otros reunidos, como si esperasen de ellos algún ataque. Al fin llenaron a rebosar sus vasos, los vaciaron de un brusco trago y los llenaron de nuevo, bebiendo entonces más despacio. Luego cogieron unos cigarros de Florida, de los que había una caja casi llena junto a las botellas.

- Os presento a Oleg Mull, Jesse Russell e Inger Anderson -anunció Holden, señalando a sus tres hombres a medida que los nombraba. Después, indicando a los cinco nuevos, fue diciendo-: Éstos son Denton, Cahill, Craig, Jennell y Cloves. Denlon goza de la antipatía de los rurales de Tejas. A los otros los buscan en Wyoming, Montana y Nebraska.

- ¿Quién era ése? -preguntó Denton, señalando con un pie el cadáver tendido en un rincón del cuarto.

- Uno que se olvidó de que yo era el jefe -dijo Holden.

- Lástima que para librarle del error hubiera que sacarle el alma del cuerpo -murmuró el tejano.

- Por lo menos los demás pueden aprender con el ejemplo -replicó Holden.

- Es un mal ejemplo -refunfuñó Craig, menudo missouriano-. Si dejé el ejército en plena guerra fue porque nuestro coronel insistió en enseñarnos a vivir fusilando amigos nuestros.

- Fue cuestión de quién sacaba antes el revólver -aclaró Anderson, indicando con los ojos al muerto.

- ¡Ah! -exclamaron casi lodos.

- Habéis llegado a tiempo -dijo el tabernero, llenando de nuevo los vasos.

- Eso vemos -replicó Denton-. ¿Dónde está el otro que falta? ¿No quedaron cinco, después del tiroteo de esta tarde?

- Boots se interpuso en el camino de una bala -explicó Holden-. Desde el momento en que habéis venido supongo que tendréis algo que contar.

- Cloves cazó una blanca paloma -anunció Denton, señalando al forzudo portador del rifle Sharps.

- ¡No! -dijo incrédulamente Holden.

- Sí -replicó Cloves-. Lo atravesé de parte a parte. Lo tuve a menos de cincuenta metros y a plena luz de la luna. Cayó como si le hubiese herido un rayo.

- ¿Lo rematasteis?

- No hizo falta -dijo Cahill, un rubio georgiano qué parecía un endeble muchacho en todo, menos en la expresión de sus ojos gris acero-. Al caer, el caballero quedó con un pie enganchado en uno de los estribos y el caballo se lo llevó arrastrando por encima de una alfombra de pedriscos y abrojos. Cuando le perdimos de vista, el caballo iba a todo galope y, cuando haya terminado el resuello, del don no quedará más que un repulido esqueleto.

- ¿Han matado a don Pedro Celestino Carvajal?-preguntó Mutt.

- Sí -sonrió Holden-. El don tuvo miedo de encerrarse entre cuatro paredes. Prefería el aire libre, más puro y más saludable; pero… -el tabernero soltó una carcajada, terminando luego-: Pero olvidó que existen unos moscardones de plomo que tienen una mordedura fatal.

- Si don Pedro era El Coyote, habremos matado dos pájaros de un solo tiro -comentó Russell.

- ¡Ojalá! -deseó Holden-. Aunque se demostrara que mi teoría no era cierta. Sería un error del cual me alegraría eternamente. Brindemos por el buen disparo de Cloves.

Se llenaron los vasos y se vaciaron con rapidez. Denton llenó otra vez el suyo y volviéndose hacia donde estaba el cadáver de Reznek brindó silenciosamente por el único que no podía acompañarle.

- Habría que enterrarlo -dijo después de beber el licor-. ¿O es que tienen la costumbre de guardar los cadáveres en las habitaciones?

- No -replicó Holden-. Tenemos que sacarlo; pero no conviene que los del pueblo se enteren de que han muerto dos hombres más. Se le puede enterrar frente a la cuadra. Allí hay un vertedero de estiércol y basura. No es un sitio muy bueno; pero no creo que Reznek se queje del olor. Sin embargo, hay tiempo. No hace falta enterrarlo en seguida. Antes tenemos que trazar los planes de campaña para mañana. Hay que pegar duro y rápido.

- A pesar de todo, no me gusta hablar de negocios en presencia de un muerto -replicó Denton-. Me molesta.

Volvióse hacia Cloves, el más fuerte de sus compañeros, y le encargó:

- Llévate el cadáver. Ya sabes dónde está la cuadra y el montón de estiércol, ¿no?

Cloves asintió con un movimiento de cabeza.

- Pasamos frente a él al venir -dijo-. Y aunque no lo hubiera visto, lo habría olido.

- Pues lleva eso allí, cúbrelo con paja y vuelve. Ya conoces la llamada. Date prisa.

Cloves se acercó al sitio donde estaba tendido Reznek y comenzó a registrar los bolsillos del muerto.

- Sería una pena enterrarse con los bolsillos llenos de dinero -explicó, trasladando a los suyos el que iba sacando; luego desciñó el cinturón canana de Reznek y se lo tendió a Craig, diciendo-: Aquí tienes dos buenas armas. Tú las emplearás mejor.

Al desceñir el cinturón cayó al suelo un cuchillo Bowie de fuerte hoja y cómoda empuñadura.

- Esto también es para mí -dijo, y se metió el cuchillo entre su cinturón y el pantalón, luego se cargó sobre un hombro el cuerpo y salió por la puerta que Denton mantenía abierta-. Vuelvo en seguida -aseguró. Cruzó con su fúnebre carga el almacén de Holden y salió a corta distancia de la cuadra, cuyo cálido olor le llegó traído por una ráfaga de aire que en los demás sitios era fresco.

Disponíase a ir hacia la pila de estiércol cuando su mirada tropezó con una oscilante cuerda que desde un balcón de la taberna llegaba a la calle, en un punto marcado por la presencia de tres caballos.

Cloves se detuvo y reflexionó. ¿Qué significaba aquello? Lo mejor, cuando no se sabe una cosa y se tiene interés por averiguarla, es aguardar a que suceda.

- Creo que puedes esperar un poco a que te entierre -le dijo al muerto, como si éste pudiera oírle.

Dejó caer el cadáver junto a la pared, en un sitio que quedaba en tinieblas, y desenfundando un revólver se dirigió hacia donde la cuerda descansaba en el suelo. Al cabo de unos minutos de estar allí oyó un roce arriba y se apartó al caerle encima un poco de barro de las botas del que bajaba. Entonces empuñó el revólver por el cañón y se dispuso a dejar sin sentido a aquel Romeo del Oeste, que sin duda pretendía llevarse antes de tiempo a su novia. Tal vez en lugar de dejarle sin sentido le hundiera el cráneo, ya que sus fuerzas eran a veces excesivas, pero en tal caso el único en perder sería el que ya estaba bajando por el balcón.