Capítulo II Don Pedro Celestino Carvajal de Amarantes
- ¿No entra usted en la misión? -preguntó Kathryn Sneesby.
Don Pedro negó con la cabeza.
- Me extraña -insistió la escritora.
- Pues se lo explicaré para que deje de extrañarle. Al acercarme a San Xavier oí el toque de vísperas. Recé una oración y no es necesario insistir más en ello.
- ¿No desea contemplar la iglesia? Es muy bonita.
- La conozco.
- Entonces… ¿por qué no saludamos a los padres?
- Usted ya los ha saludado.
- Pero usted, no.
- Lo haré más tarde. -Sonriendo astutamente, don Pedro agregó-: Cuando usted no pueda hallarse presente.
- Eso no es galante.
- La galantería se queda para después de la batalla, no mientras se riñe.
- Yo tenía entendido…
- Un momento. Usted ha oído hablar de luchas caballerescas, ¿no? Pero la caballerosidad y la galantería tienen un límite del que no se pasa. Dos caballeros deciden luchar. Los dos se saludan, desenfundan sus espadas, las hacen vibrar en el aire, se miran y dicen: «Cuando vos gustéis.» Cruzan los aceros y ya no vuelven a ser galantes. No dicen: «¿Me permitís que os hunda este acero en el pecho?», ni nada por el estilo. Procuran matarse, y cuando uno lo ha conseguido saluda a su adversario moribundo o malherido, le pregunta cuáles son sus últimos deseos y los cumple.
- No sé si le entiendo o no.
- Usted, señorita Sneesby, debe descubrir mis terribles secretos. Me los quiere robar. Es, por tanto, mi enemiga. Yo no debo descubrir mi pecho e invitarla a que lo atraviese con la estocada de sus hermosos ojos. No quiero que esté presente cuando fray Crisóstomo me pregunte por qué estoy en San Xavier en vez de estar en otro sitio. No se puede mentir a un padre. Me condenaría.
- ¿Y no se ha condenado ya utilizando sus revólveres?
- Óigame, señorita escritora. No me complique la vida con sus preguntas. Déjeme vivir en paz con mis tristes secretos. Yo me salvaré sin la intervención de usted.
- No estoy segura de eso. Usted necesita ayuda.
- Tal vez; pero sea usted prudente y atienda el consejo de un viejo relato chino que seguramente es falso, pero, no obstante, es aleccionador. Un chino se estaba ahogando en un puerto del mar Amarillo. Un blanco lo vio y, compadecido del que se ahogaba, y a la vez, indignado con los otros chinos que asistían impasibles al suceso, se tiró al agua y salvó al pobre oriental. Lo llevó a tierra, le dio unas palmadas en la espalda y se fue hacia su casa. Por el camino le pareció notar que le seguían. No se quiso volver; pero cuando estaba a la puerta de su domicilio advirtió que los pasos que hasta entonces habían sonado cesaban bruscamente. Entonces se volvió y vio al chino a quien había salvado de la muerte. Le sonrió y, creyendo que el pobre deseaba darle las gracias, le volvió a sonreír y le dijo que ya se podía marchar. El chino asintió con la cabeza y se fue. Aquella tarde, cuando el hombre blanco salía de sus ocupaciones, vio junto a la puerta de su casa al chino, con su mujer y doce hijos.
- ¿Doce?
- Sí. Doce. «Hola», saludó el blanco, algo molesto por lo que ya le resultaba excesivo reconocimiento del chino. Él creía que el hombre deseaba que su familia le diera las gracias. Los chinos le saludaron con catorce sonrisas y el padre anunció que los catorce tenían gana. «¿Y qué?», preguntó el blanco. Y entonces el pobre se enteró de que, de acuerdo con cierta vieja ley china, todo el que salva a un semejante de la muerte contrae la obligación de seguirle salvando durante el resto de su vida. Él debe alimentarlo para que no muera de hambre. Él debe vestirlo para que no muera de frío, él debe darle de beber para que no muera de sed. Entonces comprendió por qué los otros chinos no se tiraron al agua a salvar a aquel hombre que se había querido sui-cidar porque tenía doce hijos y una mujer. Y así, porque no podía huir de China, donde le retenían sus negocios, el pobre blanco alimentó a los hijos del hombre a quien había salvado, y luego alimentó a las esposas de aquellos hijos y los hijos de los hijos. Por fortuna ganaba mucho dinero y la comida es barata en China; pero, en adelante, cuando pasaba por los muelles no hacía caso de los muchos chinos que parecían estarse ahogando con sospechosa oportunidad. Por él se podían morir todos los chinos de China ¡Ya tenía bastante con los suyos! Esta parábola quiere indicarle que no trate de salvar a nadie de su destino, porque entonces, en vez de escribir novelas, tendrá que dedicarse a seguirle salvando.
- Nada me complacería más -aseguró Kathryn.
- Pero a mí, no. Yo tengo el cutis blanco, no amarillo. Se me nota mucho el rubor.
- Si le persiguen los rurales mejicanos, y no le conocen lo suficiente, al verle acompañado de una mujer creerán que se trata de otro. ¿Ve como puedo ayudarle?
- Tal vez pueda ayudarme, pero tengo el defecto de desear que nadie me auxilie en la solución de mis apuros. Vamos a la posada.
Kathryn se encogió de hombros con muy poca femineidad. Don Pedro pensó que debía de resultar terrible estar casado con una mujer capaz de desarrollar la misma energía que un hombre.
La escritora captó con irritante agudeza sus pensamientos.
- Yo nací en Kansas -dijo-. Cuando aquello era frontera y los pieles rojas se entregaban a la distracción de quemar granjas, matar hombres y mujeres y llevarse cabelleras como adorno. A lo mejor lamenta usted que yo conserve mi cabellera.
- Soy incapaz de semejante mal deseo.
- Yo he visto varias veces a los pieles rojas delante del punto de mira de mi rifle -siguió Kathryn-. Y al piel roja a quien miré así, ya nadie le volvió a ver derecho. No me agradaba el tener que apretar oportunamente el gatillo, pero menos me agradaba el exponerme a que mi cabellera adornase una tienda india. Mi madre también sabía disparar bien. Y mi hermana. Así mi padre podía dedicar todos sus esfuerzos a cultivar nuestras tierras, en vez de, como hacían otros, pasarse el día tirando al blanco con la excusa de estarse preparando para tirar contra los pieles rojas cuando se presentaran. En Kansas había sido hasta entonces costumbre que los hombres manejaran el fusil y las mujeres el arado.
- Ustedes debieron de introducir nuevas costumbres, ¿no?
- Sí -sonrió Kathryn-. En adelante las cosas cambiaron. Y para bien, porque los pieles rojas, después de dos o tres fracasos, dijeron que ellos no querían luchar con mujeres y se fueron hacia Oklahoma. Pero fue una cobarde excusa.
- ¿Y fue usando el rifle como se le hizo el alma de mariposa?
- Contradicciones de la vida. No se puede buscar lógica en este mundo. Claro que esto no se lo he dicho a nadie. ¡Sería horrible que los periódicos de Boston revelaran mi secreto! Una escritora romántica que maneja el rifle como un cazador de búfalos. Pero mi destreza en el uso del rifle y del revólver puede serle muy útil, don Pedro.
- Sin duda alguna. Pero, ya que tiene usted esa maestría, ¿por qué no se dedica a asaltar diligencias? Ganaría más que escribiendo. Y también resulta romántico.
- No se me había ocurrido. Entre los dos podríamos formar una magnífica banda de salteadores. Yo permanecería emboscada mientras usted vaciaba los bolsillos. Y como alguien se moviera a destiempo… -Kathryn terminó con un significativo curvamiento del índice de la mano derecha.
Habían llegado a la posada y el posadero, un mestizo de cutis muy claro, quizá por lo muy estirada que tenía la epidermis a causa de su desmesurado volumen, acudió a saludar a don Pedro.
- Su caballo ya está en la cuadra, señor -dijo-. ¡Un hermoso animal! He encargado que lo cuiden y le den el mejor pienso que se puede obtener en esta humilde casa.
- Gracias -respondió don Pedro-. Por cierto que no te había conocido. Comes demasiado.
El mestizo se excusó con un ademán.
- Todos los días preparamos mucha comida, señor. A veces no llegan viajeros y es un dolor que se desperdicien tan buenos manjares. No se debe tirar comida.
- Y para no tirarla te la comes tú.
- Y mi esposa. Y mis hijos. Pero yo no recuerdo al señor. ¿Le he visto alguna vez?
- Hace años -replicó don Pedro-. Aunque no es fácil que me recuerdes. ¿Verdad que no te acuerdas de mí?
- En absoluto, señor. Ni aunque me sometieran a tormento me podría acordar de usted.
- ¡Mentira! -susurró K.athryn al oído de don Pedro-. Este hombre le conoce.
- Él asegura que no.
- Porque usted le ha dicho…
El mestizo sonreía plácidamente, como si sus agudos oídos no captaran ni una sola palabra de lo que hablaban sus huéspedes.
- Es imposible verle una vez y no recordarle -siguió la escritora-. Yo nunca le olvidaré.
- Eso estoy temiendo -suspiró don Pedro-. En fin. ¿Dejaste algo de nuestra cena?
- Mi mujer está terminando de freír aquellas tortillas que tanto le agradaron -contestó el mestizo.
Kathryn arrugó el ceño al captar el desliz del posadero.
- No me gusta eso -dijo.
- Tenemos unos tamalitos deliciosos -replicó el mestizo.
- No me refería a las tortillas -interrumpió Kathryn.
- Pero usted ha dicho que no le gustaban.
- Hay otras cosas que no me gustan. Y a ellas aludía, Felipe.
- Si la señora me indica cuáles son, procuraré no servírselas.
- No me llame señora. No lo soy.
- Pues yo hubiera dicho que era usted una señora; pero si dice que no…
- ¡Grosero! -cortó Kathryn. Y como era obligado volver la espalda a quien la acababa de ofender, Kathryn alejóse hacia una de las mesas ya dispuestas, mientras don Pedro decía en voz baja al mestizo:
- Esta dama necesita un sueño largo y profundo. ¿Me entiendes?
- Seguro, don César -musitó el posadero.
Don Pedro Celestino Carvajal de Amarantes fue hacia la mesa a que se había sentado Kathryn. La escritora estaba furiosa.
- Me gustaría matar a ese hombre -declaró-. ¿Qué me ocurriría si lo hiciese?
Don Pedro se encogió de hombros.
- Seguramente no le ocurriría gran cosa si, además, se molestaba en matar a la mujer y a los hijos de Felipe. Si los dejaba vivos quedaría expuesta a su venganza, que si para ellos sería dulce, para usted, en cambio, sería muy amarga.
- ¿Me descuartizarían?
- Al contrario. La meterían en un saco de piel, bien cosido, y la llevarían al desierto, dejándola en una hondonada donde el sol del mediodía diese de lleno. Allí, poco a poco, se iría usted cociendo.
- Gritaría para que acudieran en mi socorro.
- Si no la amordazaban podría gritar; pero entonces atraería a unos desagradables bichos que la ayudarían a acabar con sus penas.
- No creo capaces a esos indios de hacer tal cosa. Son pacíficos.
- No son tan ruidosos como sus hermanos de Kansas; pero tienen unas bromas bastante peores. Le podría contar cien ejemplos de su salvajismo.
- Tan verídicos como la historia de los chinos, ¿no?
- Mucho más. Lo del encierro dentro de un pellejo es cierto. Además, lo corriente en tales casos es que los vengadores se sienten en círculo en torno al pellejo y aguarden así a que terminen los movimientos de la víctima. Cuando el pellejo se queda quieto durante un día entero, se supone que su ocupante ha muerto. Entonces vuelven a su vida normal.
- Eso podría utilizarse para mi novela, ¿verdad?
- Desde luego. Daría una bella impresión de la autora.
- Claro -respiró Kathryn-. Resultaría demasiado violento. No utilizaré ese detalle. Ahora recuerdo que antes le quería preguntar una cosa. ¿Por qué dice en la lápida de esos enamorados que murieron locos? ¿Quiere indicar que estaban locos de amor?
- No. Se supone que sólo un loco destruye el bello tesoro de su vida. ¿No dicen que está loco el que hace pedazos un jarrón de porcelana china valorado en miles de dólares?
- Pero esto es distinto. ¿Por qué lo pusieron los frailes? ¿Por una simple suposición?
- Es pecado segar la vida que Dios nos ha dado. Pecamos contra Él y, por tanto, el suicida consciente, si es que existe, no puede entrar en el cielo ni reposar en tierra santa, es decir, en el cementerio de la misión. Hubiera sido necesario enterrar a Mariposa y al capitán fuera del recinto sagrado. Por eso los frailes indicaron que murieron los dos en estado de locura. Un simple trámite… legal, como podríamos llamarlo.
- ¡Ah! Pero eso no es romántico. Yo, en mi obra, los enterraré en pleno desierto, con los coyotes aullando en torno a su tumba, barrida por los fríos vientos de la noche. Será más grandioso.
- Enorme. Pero ya viene nuestra cena. Para usted, tamalitos, y para mí tortillas de maíz. Casi lo mismo. ¿Qué más nos traerás, Felipe?
- Hemos asado una pierna de cordero, señor. Si les apetece…
Felipe guiñó un ojo a su huésped, sin que Kathryn lo advirtiese, y agregó:
- También tenemos una hermosa rata del desierto. Mi esposa la guisó con mucho tabasco. Arde como el fuego y hará falta mucho vino para apagar sus ardores.
- ¡Yo no quiero esa porquería! -gritó la escritora-. Prefiero el cordero asado.
- A mí sírveme la rata -pidió don Pedro.
- ¿Cómo puede usted comer semejante basura? -preguntó Kathryn cuando Felipe se hubo alejado hacia la cocina.
- Ese animalito es como el conejo silvestre -explicó don Pedro-. Se guisa con pimienta de Tabasco para contrarrestar el fuerte sabor a hierba que tiene la carne. Es un bocado exquisito, y no se le puede negar a la rata del desierto que ha puesto de su parte cuanto ha podido para que se la confunda con un conejo.
- A pesar de todo, yo no comeré eso. Me sentiría rebajada. ¡Ya bastante me humilla tener que vestir así! Si añadiese a eso el alimentarme con carne de rata, ya no podría escribir ni una línea más. Una mujer que come rata no puede imaginar nada romántico.
- Lo guardaríamos secreto -sugirió don Pedro.
- Pero yo sabría la verdad. No. No la comeré. Y usted tampoco debiera comerla. En adelante no me lo podría imaginar de otra forma que devorando una gran rata; pero no como lo haría un gato, sino hundiéndole el tenedor en el lomo y cortándole la cabeza o la cola.
- Pues tendrá que pensar en mí como en un comedor de ratas -rió don Pedro cuando Felipe colocó ante él un plato lleno de salsa oscura, de la cual salían varios pedazos de carne semejante a tajadas de conejo.
Kathryn, que ya había terminado los tamales, empezó a comer el cordero asado y regado con salsa, procurando no mirar a su compañero de mesa, quien sonreía interiormente al pensar en lo poco que se parecía su conejo a las pequeñas ratas del desierto. Sólo los muy hambrientos podrían comerlas, debido al insoportable sabor a resina que tenía la carne de aquellos animales que realizaban el milagro de vivir alimentándose de artemisa y de arbustos de creosota.
Al mirar hacia Felipe le vio sonreír, a la vez que, señalando hacia la escritora, indicaba que ésta no tardaría en tener sueño.
En efecto. Cuando terminó su ración de cordero, Kathryn bostezó disimuladamente.
- Nunca había tenido tanto sueño -musitó.
- Es la vida al aire libre -respondió don Pedro-. Al acercarnos a la naturaleza nos contagiamos de sus costumbres. Nos dormimos cuando se acuesta el sol y nos despertamos en cuanto él surge en el horizonte. Así deberíamos portarnos todos. El inconveniente de dormirse pronto, queda compensado con la ventaja de levantarse temprano. Hasta mañana, señorita.
- Hasta… mañana, don Pedro Celestino y no sé qué más -tartamudeó Kathryn-. Aunque… ya sé que no se llama usted así… No sé cómo lo he descubierto; pero… lo he descu… -un bostezo irresistible ahogó la voz de la escritora, que realizó una poco airosa fuga hacia su cuarto.
Felipe acudió en seguida junto a Pedro.
- Va bien dormida -dijo.
- ¿Estás seguro de que despertará? -preguntó el viajero-. ¿No habrás exagerado la dosis?
- No, don César. Dormirá hasta mediodía y despertará fresca como una lechuga. Usted ya no estará aquí, ¿verdad?
- Desde luego. Viajo de prisa. Esta dama ha sido como un pedrusco puesto a mi paso. Por poco me descrismo al tropezar con él.
- Fray Crisóstomo le aguarda. Le anuncié su presencia aquí y le indiqué la conveniencia de que no viniese a la posada. Si él no fuese todo lo santo que es, diría que está harto de esa mujer que viste como un hombre.
- Es una buena mujer y una excelente escritora. Tiene fama en todo el mundo. Algún día hablará de ti en uno de sus libros. Sé amable con ella, si no quieres exponerte a que diga que eres un mestizo con intenciones asesinas. ¿Qué habrías hecho si hubiera pedido rata en vez de cordero?
- Le hubiera echado los polvos en el vino; pero me apetecía el conejo, y como no había para todos, dije lo de que era rata. Así nos queda una buena ración para mi esposa y para mí. En realidad, ella lo guisó para nosotros; pero como no es corriente ver a don César de Echagüe por estas tierras…
- Gracias, Felipe. Pero olvídate de mi nombre. Soy don Pedro Celestino Carvajal de Amarantes.
- Claro está, don Pedro. Perdone mi confusión.
Felipe había aprendido en sus experiencias de posadero que antes de hablar conviene pensar lo que se va a decir, y que es preferible pecar de prudente que de impulsivo. Antes de llamar a un viajero por su nombre se debe esperar a que el viajero demuestre que su nombre no ha cambiado. Don César era un caballero muy importante, muy apreciado en San Xavier, y, algunas veces, en sus escasas visitas, le había indicado que le agradaría que su presencia en la misión quedase ignorada para los demás. Era rico, y un hombre rico hace, a menudo, cosas que parecen inexplicables. Por otra parte, el mestizo prefería vivir al margen de las vidas ajenas, librándose así de las complicaciones en que se suelen ver metidos los que husmean donde no deben.
- ¿Qué sucede en Casa Chica? Por el camino he oído algunos comentarios que demuestran que por allí no todo está en orden.
- Allí siempre suceden cosas. Ahora hacen de las suyas los Siete Diablos.
- ¿Qué clase de cosas hacen?
- Lo de siempre. Roban y asesinan. Y la gente sabe que son ellos; pero nadie se atreve a protestar en voz alta. Lo hacen en voz baja, porque temen que el jefe de los Siete les oiga.
- ¿Saben acaso quién es el jefe de los Siete?
Felipe quedó pensativo.
- Si no fuese usted quien hace la pregunta, no contestaría -dijo al fin-. Es peligroso hablar de ello en Arizona. Pero como usted es discreto… Dicen que se trata de Juan Nepomuceno Mariñas, El Diablo.
- Marinas murió hace tiempo.
- Sí… se dice que murió; pero también se dice que está vivo. Yo no le he visto…
- No te detengas, Felipe. ¿No le has visto vivo?
- Como no le he visto ha sido muerto, don César. Vivo sí que le vi hace poco.
- ¡Aaah! ¿Le conocías?
- Ya sabe usted que era amigo de los padres, aunque a ellos no les causaba ningún placer esa amistad. Mariñas tenía el convencimiento de que, trayendo a la misión unos sacos llenos de plata, se aseguraba el cielo y, de paso, se ganaba la amistad de los frailes de San Xavier. Ellos le decían que no podían aceptar aquellos miles de dólares o de pesos que les traía; pero él suponía que lo hacían para cubrir las apariencias. Luego, cuando se iba, yo tenía que ir a Tucson para entregarle al sheriff la plata. Era una tontería, don César, porque el sheriff se embolsaba los pesos y los gastaba en licor. Hubiera sido preferible emplearlos en hacer bien a otros; pero fray Crisóstomo es intransigente. Decía que la plata estaba manchada. Y, la verdad, nunca he visto en la plata una mancha que no se borre con un paño y ceniza. Pero, a lo que iba diciendo. Yo conocía a Mariñas, y hace poco le vi en Casa Chica. Iba con una dama muy elegante, y se hace llamar don Roberto Cifuentes; pero es Mariñas. No me cabe duda.
- ¿Se lo dijiste a alguien?
- Sólo a fray Crisóstomo, que me hizo prometer que no lo repetiría.
- Me lo has dicho a mí -sonrió don César.
- Es que el padre no agregó que no se lo dijese a usted.
- Un afortunado olvido, porque soy curioso y me gusta enterarme de lo que sucede por el mundo. Bien. Muchas gracias por todo, Felipe. Toma estas cinco monedad de oro. Están algo sucias. Límpialas y dale una a cada chico. Por lo menos tienes cinco, ¿no?
- Cuatro, y uno al llegar.
- Creí que ya había llegado. Guarda para él la más sucia; así tendrás tiempo de limpiarla mejor.
- No debería aceptarlo, don César. Los padres no quieren que acepte ni un centavo. Se enfadarían.
- Y yo tomaría tu negativa como un desprecio, Felipe. Guarda el dinero y despiértame mañana a las cinco. Tengo que proseguir mi viaje. Y si la señorita Sneesby te pregunta que hacia donde he ido, le dices que hacia Casa Chica.
- ¿No va usted hacia allí?
- Claro. Pero ella supondrá que tratas de engañarla y se dirigirá hacia otro sitio. La mejor manera de engañar a una persona inteligente consiste en decirle la verdad. Ahora voy a ver a fray Crisóstomo. Hasta mañana, Felipe.
- Que pase buena noche, don César.