CAPITULO IX

Cuando Segura llegó a Los Angeles y encargó en el almacén dos docenas de cartuchos de pólvora para barrenos y grasa de ejes, el propietario se asombró un poco. Estuvo a punto de comentar que ya Grey había comprado aquello unos días antes; pero no tuvo tiempo de decirlo a Segura, pues éste deseaba hablar con Joy y dirigióse en seguida a la pastelería.

La noticia de su llegada al pueblo se supo pronto, y el juez Collier, al ser informado de los motivos del viaje de Segura, sacó en seguida conclusiones que le ganaron fama de sagaz.

- ¡Qué raro! Si su socio ya compró todo eso… No es posible que lo haya gastado tan pronto.

Y preguntó luego a los curiosos reunidos en la tienda:

- ¿No será que ha vuelto ha pelearse con Grey?

- Seguramente-dijo Newark, el tendero-. Esos dos acabarán mal. No se quieren. Yo creo que es por la señorita Salder. Los dos están enamorados de ella. Segura le cede la mitad de los beneficios, y Grey la nombra heredera de su parte de la mina. Por lo menos eso es lo que dice Clarkson.

- Debe de ser verdad. Clarkson y Grey estuvieron juntos en la última visita de Grey a Los Angeles-dijo Collier-. Sé que Grey quería extender y firmar su testamento, pues temía que Segura le asesinase y que por el contrato que existía entre ellos, Segura heredase toda la mina.

- A lo mejor, Segura ha asesinado a Grey y trata de huir-dijo Newark-. Es raro que venga a buscar barrenos y grasa, si de todo se llevó Grey el otro día.

- Puede ser una burda justificación de su viaje a Los Angeles-observó el Juez.

- Pero si hubiera dicho a Grey que venía a buscar barrenos y grasa, Grey le habría dicho que ya tenía ambas cosas-dijo uno de los oyentes.

- Es raro. No me gusta nada esta innecesaria visita de Segura. Esos mejicanos o californianos son rencorosos y vengativos. Para ellos una pelea a puñetazos no significa lo mismo que para nosotros. Ellos prefieren pelear a puñaladas o a tiros. No tienen espíritu deportivo. Desean la sangre de su enemigo. Desean matar. Después de unos cuantos puñetazos, no se serenan: odian más.

- ¿Por qué no le preguntamos qué ha hecho de su socio?-preguntó Newark-. No perdemos nada investigando un poco esos asuntos.

- Me parece muy bien-dijo Collier-. Pero no debemos precipitarnos en las conclusiones. Hay que imponer la justicia y el respeto a la ley. No debemos entregarnos a los linchamientos y a las salvajadas. Es hora de tratar por igual a los extranjeros que a nosotros.

Newark se quitó el delantal que usaba cuando estaba detrás del mostrador, se puso la levita negra con cuello de terciopelo y cogió un revólver que metió en el bolsillo.

- Creo que se impone el interrogatorio.

- Ahí vienen Segura y la chica Salder-dijo uno, señalando hacia la calle.

Todos miraron por la ventana y vieron acercarse a los dos jóvenes muy juntos, pero sin ir del brazo. Su silencio era tan expresivo como la similar expresión de sus rostros.

Cuando Segura entró en el almacén dio un paso atrás al ver al grupo de hombres que le miraba ceñudamente. Como en el 1854, existía aún profunda separación racial. Segura saludó con una inclinación de cabeza y miró hacia el otro lado del mostrador, buscando a Newark.

- Estoy aquí-dijo el tendero.

- ¡Ah!-Segura sonrió-. Acostumbrado a verle en mangas de camisa y con delantal, no le había conocido. Perdone. ¿Me preparó lo que encargué?

- Quería hablarle de ello, Segura. A todos nos ha extrañado un poco eso de que haya pedido barrenos y grasa.

- No veo que haya nada de particular en ello-respondió el joven-. Necesitamos los barrenos para la mina y la grasa para el carro y para el torno.

- ¿Fue idea suya o de su socio?-preguntó Collier-. Me refiero a lo de venir a buscar esas cosas.

- ¿Es que no se puede comprar grasa para los ejes? -preguntó Segura-. ¿Hay alguna ley que prohiba a los mineros adquirir barrenos?

- Al contrario-dijo Newark-. Está permitido. Si lo preguntamos es por simple curiosidad.

- ¿Y si no quiero contestar a sus preguntas?-inquirió Segura, irritado por aquel interrogatorio que imaginaba enfocado únicamente para su mortificación.

- Nos extrañaría mucho que no quisiera usted contestar-dijo el Juez-. Y hasta puede que sacáramos conclusiones.

- ¿Cuáles?

- Somos nosotros quienes hemos preguntado antes, joven-dijo Newark-. ¿Por qué no contesta?

Segura decidió que era más fácil contestar a la pregunta y marcharse de allí, que seguir defendiendo su derecho de ciudadano libre.

- Está bien-dijo-. Mi socio me pidió que viniera a buscar los barrenos y la grasa. Lo necesitábamos y él olvidó comprarlo.

Estas palabras provocaron un intercambio de asombradas miradas. Todos los que estaban en la tienda pensaron que Segura se estaba metiendo en un lío.

- Entonces…-Collier hizo una pausa antes de seguir con su tono más solemne y judicial-. Entonces usted dice que fue el señor Grey quien le pidió que viniese a buscar los barrenos y la grasa que él no había comprado, ¿verdad?

- Sí. ¿Es pecado?

- No lo sabemos aún, señor Segura. Pero lo averiguaremos. ¿Le encargó su socio algo más?

- Nada más.

- ¿Piensa usted volver a la mina?

- Desde luego.

- ¿Cuándo?

- Me parece que ya he contestado a demasiadas preguntas-dijo Segura-. Creo tener derecho a saber a qué obedecen o qué persiguen con ellas.

- Nos ha extrañado su venida a Los Angeles para comprar unas mercancías que ya fueron compradas por su socio al día siguiente de su pelea con usted-dijo Collier-. Hay testigos que le vieron hacer las compras. Y… esos testigos también le oyeron expresar sus temores de que usted deseaba asesinarle.

- ¿Yo?-Segura cerró los puños-. ¡Repita eso, maldito!

Avanzó hacia el juez Collier y repitió:

- Diga otra vez esa mentira. ¡Y se la haré tragar!

- Es verdad-dijo Newark-. Nosotros oímos a Grey decir que usted demostraba intenciones de matarle. Por eso vino a extender testamento…

- Eso es una tontería. Vengan a la mina y verán a Grey vivo.

- Eso es lo que pensamos hacer-dijo Collier-. Pero no estamos muy seguros de encontrarle vivó.

El puño de Segura pegó en la mandíbula del Juez, que se desplomó como fulminado por un rayo.

Los otros se lanzaron sobre Segura y lo abatieron a puñetazos y patadas, que reverdecieron los dolores de la pelea de unos días antes.

Joy entró al oír el tumulto y con sus débiles puños quiso ayudar al hombre de quien estaba enamorada. Sus ínfimas fuerzas hicieron más que las energías de Segura, y éste dejó de verse atacado, aunque no se vio libre, ya que todas las salidas del almacén estaban cerradas por los espectadores.

Collier se había levantado y procurando recobrar su dignidad, dijo:

- Lo injustificado del ataque y el extraño comportamiento de usted, Segura, nos obliga a investigar lo que ha ocurrido.

- ¡Investiguen y convénzanse, imbéciles!-replicó el joven como escupiendo las palabras.

- Creo que debemos ir con él a la mina del Cañón del Perro-dijo Newark.

- ¿Por qué?-preguntó Joy.

Collier acercóse a ella y explicó, bondadosamente:

- Ese joven, señorita, por quien usted parece sentir un afecto muy grande, ha obrado de una manera muy rara. Al ser preguntado acerca de los motivos de su venida a Los Angeles, ha dado unas excusas muy poco plausibles. ¿Sabe usted a qué ha venido?

- Sí. A comprar barrenos y grasa y, además, a verme. Soy su novia.

- Eso podría justificarlo todo-dijo Newark, que en realidad no sentía odio alguno contra el californiano.

- No opino así-dijo Collier-.Si el señor Segura hubiese venido a ver a su amada, no hubiera tenido que fingir compra alguna. Pudo decirnos que había venido a vería a ella.

- Tal vez fue esa la justificación que dio a Grey-dijo el tendero.

- ¿Cómo iba a proponer a su socio venir a comprar unas cosas que el señor Grey ya había adquirido por sí mismo?

- Es verdad-admitió Newark-. Lo había olvidado.

- Lo mejor es que reunamos un grupo de gente armada y vayamos con Segura a ver lo ocurrido-dijo Collier-. Si no ha pasado nada, daremos excusas y justificaremos nuestra desconfianza con nuestro buen deseo de que impere la ley y el orden.

La sugerencia fue aceptada y varios de los asistentes salieron para avisar a los del Comité de Vigilantes.

Joy intuyó el riesgo que corría Ernesto y saliendo del almacén de Newark, en la calle Primavera, regresó a la pastelería, donde había dejado de vigilante a Eneas Clarkson.

- ¿Qué le sucede, señorita?-preguntó el abogado, al ver el descompuesto semblante de la joven.

Esta explicó lo ocurrido en el almacén.

- ¡Hum!-refunfuñó Clarkson-. Eso me huele muy mal. Huele a podrido.

- ¿Qué podríamos hacer?

- Vamos y por el camino lo meditaremos-dijo Clarkson-. No hay mucho tiempo que perder.

El trayecto no era muy largo; pero Eneas tuvo tiempo de expresar sus sospechas.

- Grey ha proyectado alguna jugada sucia y el Juez le ayuda voluntaria o involuntariamente. Si Ernesto va allí con los Vigilantes y éstos creen que ha hecho algo a Grey, le lincharán en el acto por pocos árboles que haya allí. ¿Hay muchos?

- Está lleno de robles-musitó Joy.

- Malo. Esos bestias no se detendrán en apreciaciones y consideraciones de ninguna clase. Si creen de buena fe que Segura es culpable de algo, le colgarán allí mismo sin más juicio ni más nada.

- Pero… No es posible que haya ocurrido…

- No piense en lo que es o no posible-dijo Clarkson-. Segura y Grey se odian. Lo sabemos muy bien. Grey ha ido diciendo que temía que Segura intentase asesinarle. Luego, por usted, se pelearon en una taberna y Segura perdió la lucha. De acuerdo con la más elemental de las lógicas, tiene que estar resentido con Grey. Por tanto, y ahora de acuerdo con la lógica nuestra cuando la empleamos para juzgar a los mejicanos o californianos, Segura ha de aprovechar la primera ocasión para hundir su cuchillo en la espalda de su socio. Esto es lo que deben pensar todos. Bastaría con que no encontrasen a Grey en la mina para que sacaran toda clase de locas conclusiones y le colgaran al momento.

- ¿Qué podemos hacer?

Joy miraba llena de angustia a Eneas.

- Ayúdeme. Por lo que más quiera-Joy temblaba y tenía los ojos cuajados de lágrimas-. Hágalo por mí. Piense que… Piense que tal vez soy la hija que usted perdió y no ha podido encontrar…

Eneas Clarkson tragó saliva y se emocionó de verdad.

- Aunque no hubiera dicho usted nada más, Joy, lo haría.

- No me llame de usted. Doña Leonor cree que usted es mi padre. Por eso me convenció de que debía tenerle en casa. ¿Soy su hija?

- Eneas desvió los ojos.

- No… no sé… Ahora… Bueno. Dejemos esto por el momento, chiquilla. Cuidémonos de Segura. Ante todo hemos de conseguir que no salga de Los Angeles. Aquí, incluso encerrado en la cárcel, estará más seguro que rodeado por esos bárbaros Vigilantes. Pero no sé si los convenceré.

Frente al almacén de Newark había ya muchos caballos y numerosos hombres preparados para galopar hacia el Cañón del Perro. Joy y Clarkson se abrieron paso a empujones, llegando hasta el grupo que rodeaba a Segura, sentado ahora en un taburete y custodiado, pistola en mano, por tres tipos patibularios.

Joy arrodillóse junto al joven y Clarkson se dirigió adonde estaba Collier.

- Señor Juez; tengo que presentar una demanda en favor de mi patrocinado, el señor Segura, ilegalmente detenido en estos momentos.

- Pierde usted el tiempo-dijo Collier-. No pienso hacerle caso.

- Soy abogado, tengo autorización para actuar en California, y si usted intenta olvidar la ley, yo me encargaré de que le procesen por unos cuantos delitos. De usted depende la gravedad de mis acusaciones. Usted es aquí la ley. Supongo que habrá ordenado al «sheriff» que no se meta en nada. -Le he dicho que se retire…

- Bien. Lo diré a su debido tiempo, y le prometo, señor Juez, que si mi defendido es asesinado, pagarán ustedes muy cara su muerte. Y sobre todo la pagará usted. El Gobierno no quiere que se repita el caso de Murrieta. No se quiere que los antiguos californianos y los nuevos se enfrenten de nuevo en una guerra civil.

- Nadie pretende provocar una guerra civil-dijo Collier-. Se trata de hacer justicia.

- Pues entonces exijo que mi cliente se quede aquí y que no se le lleve a ninguna parte donde pueda verse molestado.

- Queremos ver si el señor Grey está vivo-dijo Newark.

- Vayan a verlo-dijo Clarkson-. Para eso no necesitan llevarse a mi cliente. Si no saben el camino, la señorita Salder les guiará hasta el Cañón del Perro.

- El abogado tiene razón-dijo Newark-. Creo que es mejor dejar a Segura en Los Angeles y hacer las gestiones que deseemos.

- ¿Dejarle para que pueda escapar en cuanto volvamos la espalda?

- Puede quedar detenido interinamente en la cárcel -dijo Clarkson-. Déjenlo bien vigilado.

- El nuevo «sheriff» es californiano y se pondrá de parte del preso-dijo uno.

- Eso no-protestó Newark-. Mateos es un hombre honrado que ha perseguido a los delincuentes sin detenerse a mirar si eran o no de su raza. Si lo elegimos confiando en su honradez, no tenemos derecho a dudar de él.

Algunas voces se elevaron en favor de la sugerencia de Newark y de Clarkson. Collier, comprendiendo que no ganaría mucho insistiendo en llevar a Segura al Cañón del Perro, y mucho menos si llevándolo allí dejaba que los Vigilantes lo linchasen, cedió con fingido buen talante.

- Me parece bien-dijo-. Que permanezca en la cárcel mientras nosotros vamos a ver si ha ocurrido algo en la mina. Que venga Mateos.

Este llegó disgustado por el curso que tomaban los acontecimientos a los pocos días de su elección como «sheriff» o jefe de policía del condado de Los Angeles. No ignoraba que el factor decisivo en su elección había sido el voto en bloque de todos los antiguos californianos, sus peones y sus criados. Mientras los que se podían llamar partidos yanquis presentaban tres candidatos, los californianos sólo presentaron uno en torno al cual no se hizo la menor propaganda, cogiendo su elección por sorpresa a los confiados yanquis, que sólo habían hecho cabalas acerca de las probabilidades de victoria de sus tres candidatos.

- Vigile bien a Segura y no deje que se le escape, Mateos-dijo Collier.

- ¿Hay algún cargo contra él?-preguntó Mateos, retorciéndose el bigote.

- De momento sólo existen sospechas. No es necesario que lo encierre en una celda. Basta con que lo tenga dentro de la cárcel y no lo deje salir hasta que nosotros veamos si hay fundamento o no para nuestras sospechas.

- Está bien, pero me tiene que dar usted una orden de detención, señor Juez-ordenó Mateos-. Sin orden suya no le detengo.

- Es la Ley-dijo Clarkson.

Collier lo sabía y extendió la orden de arresto por veinticuatro horas de Ernesto Segura, sin especificar cargo alguno, y sobre la base de simples sospechas

Todos acompañaron a Mateos, Segura y Clarkson hasta la prisión y cuando se hubieron convencido de que Segura quedaba dentro, partieron al galope y entre nubes de polvo hacia los montes de San Gabriel.