CAPITULO VIII

Cerca del campamento minero corría uno de aquellos tumultuosos torrentes que descendían de las boscosas alturas y al llegar al terreno llano seguían el fondo del cañón formando un cauce cada vez más pronunciado, gracias a la aportación acuosa de otras corrientes.

Grey tenía previstos todos sus actos. Ante todo disparó al aire su revólver dos veces y lo dejó caer entre unas matas de hierba, junto al torrente. A simple vista no se veía, pero una mediana investigación debía descubrirlo en seguida.

A continuación metió en un saco unas cuantas piedras grandes y se calzó trabajosamente las botas de Segura. Casi no pudo metérselas en los pies y temió reventar el cuero, mas como sólo se trataba de llevarlas unos momentos, hizo un esfuerzo y agarrando el saco lleno de piedras lo arrastró hacia el torrente. Allí tiró las piedras y sacudió el saco antes de devolverlo al almacén de la cabaña. Se quitó las botas de Segura y calzándose las suyas salió a estudiar el terreno, procurando no pisar sobre las huellas dejadas antes, como prueba de un delito. El que se encontraran muchas huellas suyas además de las de Segura, no podía revelar la verdad, pues nadie podría decidir si eran de antes o después del «crimen».

A simple vista, un observador medianamente sagaz podía afirmar que el terreno cercano a la cabaña revelaba que Ernesto Segura había arrastrado un objeto pesado hasta el torrente, lanzándolo a él. Esto era bastante para Grey.

A continuación Grey se pinchó una vena con el cuchillo y dejó que su sangre cayera en el suelo, junto a la cabaña, y cerca del torrente, sobre los guijarros. También dejó caer algunas gotas en el punto de donde partía la huella que podía creerse dejada por un cuerpo al ser arrastrado.

Hecho todo esto, Grey recogió en un paquete un poco de comida y dirigió una última mirada al escenario. Al cabo de un rato decidió que nada podía hacerse para mejorar la decoración. Collier se encargaría de lo demás.

Procurando pisar sobre piedras, Grey se acercó al torrente y se metió en él descalzo, caminando contra corriente para no dejar huellas en el suelo que pudieran revelar hacia dónde había ido. Las huellas de sus pies en el agua eran borradas al momento. Grey hubiese seguido más tiempo por aquel camino, pero lo frío del agua le entumecía los pies. Además tenía que ir despacio y esto no le convenía, pues era importantísimo alejarse de allí lo más posible y lo antes posible.

Grey se dirigió hacia San Bernardino, caminando especialmente de noche, evitando las rutas de las diligencias, los pueblos y las misiones. Entretanto su barba crecía, el sol quemaba aún más su cutis y el polvo y el sudor le desfiguraban totalmente. Casi no podía tenerse en pie y seguía andando, ocultándose en cuanto divisaba algún viajero a pie o a caballo, permaneciendo a veces varias horas entre las rocas, hasta que desaparecía el posible testigo.

Su aspecto era el de un hombre agotado por la fatiga y los sufrimientos. Sin embargo, su ágil cerebro seguía trabajando potente y seguro.

A la vista de San Bernardino, se detuvo para asegurarse de que no conservaba encima el menor documento que pudiera revelar su identidad. Y una vez seguro de que no podría ser reconocido ni identificado por nadie, se hizo un corte en la cabeza con el cuchillo. Dejó que la sangre emanara de aquella herida superficial, pero aparatosa, y luego se la frotó con la mano sucia de tierra, aguardando una hora hasta que el sol secó bien la sangre sobre la frente y parte del rostro. Entonces, con los ojos vidriosos y el paso más vacilante que nunca, Grey continuó el viaje.

Cuando estuvo frente al pueblo, bien visible, Grey aminoró el paso. Varias veces cayó de rodillas y caminó, incluso, a gatas.

Lo que pretendía lo consiguió al poco rato. Unas mujeres y un hombre, mestizos e indios, corrieron a él, preguntando qué pasaba. Hablaban español y Grey contestó con torpes palabras inglesas.

Los indígenas hablaron entre sí. Aquel pobre hombre estaba muy enfermo por la fatiga, y seguramente se le había metido el sol en la cabeza. Lo cogieron en brazos y lo llevaron al fresco interior de una casita de adobe.

Le registraron y encontraron dinero.

- Pepito: ve a avisar al padre-ordenó una de las mujeres a un chiquillo vestido de blanco.

Pepito corrió fuera de la casa y volvió un cuarto de hora más tarde, acompañado de un franciscano joven y fuerte, que tenía las manos callosas por el trabajo en los campos al servicio de la misión.

La mujer que había enviado a Pepito en busca del fraile, explicó con excesiva verborrea lo que sabía acerca del hombre recogido por ella y sus parientes. A cada nuevo comentario o explicación, solicitaba la conformidad de cada uno de sus parientes, incluyendo a Pepito, su hijo. Ejercía una gran influencia sobre ellos, pues todos respondían:

- Sí, Tula, eso es.

Y al fraile:

- Es lo que dice Tula, fray Marcos.

Este examinó a Grey y diagnosticó:

- Insolación. Ha debido de caer varias veces. En una de las caídas se ha herido en la frente. A ver si podemos saber quién es.

Registró los bolsillos de Grey y no encontró nada que pudiera indicarle quién era el forastero. Al encontrar un trozo de cuarzo aurífero, el fraile completó su opinión.

- Es un minero. Debía de estar en el desierto cuando le ocurrió el accidente. Dejadle que descanse hasta mañana y ya veremos si cuando vuelva en sí puede decirnos algo.

Tula entregó a fray Marcos el dinero encontrado sobre Grey. El fraile prometió guardarlo y aconsejó a Tula y los suyos que si el forastero recobraba el conocimiento le explicarán quién tenía su oro.

Grey, que se había agotado voluntariamente, no tuvo que seguir fingiendo cuando después de lavarle la herida de la cabeza y parte del cuerpo, Tula y su gente le dejaron sobre un jergón de hojas de maíz en el suelo. Dejóse vencer por el sueño y durmió quince horas seguidas, aunque en ningún momento de aquellas horas perdió la noción de que debía fingirse enfermo.

Durante cinco días, Grey no dio señales de recobrar el conocimiento. Se dejó cuidar por Tula, tomó una mínima parte de los alimentos que le ofrecieron y esforzóse por hacer lo mismo que había visto hacer a los que padecieron ataques de insolación. Durante todo este tiempo engañó a fray Marcos y, más fácilmente, a Tula y los suyos.

Grey se sentía feliz y para completar su felicidad sólo le faltaba saber qué había ocurrido en la mina.

Lo peor era la incertidumbre respecto al buen o mal éxito de su meditado plan. Pero no podía hacer nada. Tenía que esperar. Existía el peligro de que el linchamiento no se hubiese producido. En tal caso, el juicio, por breve que fuera, llevaría por lo menos dos semanas o un mes.

Grey decidió esperar un mes.