XXII

Los sábados la gente del barrio aprovechaba para ir al banco. La cola que serpenteaba delante de las ventanillas llegaba hasta la puerta. Delante de Federico había un hombre gordo con el cabello peinado con brillantina. El intenso olor que despedía provocaba que Federico se apartara de él.

En el patio de operaciones del Chasse Manhattan Bank había tres ventanillas que funcionaban. La cuarta tenía un cartel colgado con el «Fuera de servicio» en español. Uno de los cajeros era un negro delgado con traje y corbata, la otra ventanilla la ocupaba una mujer madura con el cabello tintado de azul. Lucía se encontraba en la del centro. Federico veía a su cabeza inclinarse tras los cristales, a prueba de balas, entregando dinero y accionando la computadora.

Le precedía en la cola una hispana con los labios pintados de carmín oscuro, ribeteados de una línea clara, que resaltaba su boca como un mordisco sangriento. Iba acercándose a la línea roja en el suelo. Cuando le tocó el turno, dejó que pasara delante la mujer de los labios pintados, aguardando que Lucía quedara libre.

—¡Hola! —saludó a Lucía—. ¿Cómo te va?

Lucía lo reconoció enseguida.

—¡Chico, Freddy, cómo tú estás!

—Ya ves, sin novedad. ¿Y tú?

Lucía recogió el pasaporte de Federico y el talón que le había entregado Santiago.

—Oye, muy bien, la instalación estuvo muy bien. ¿Por qué no fuiste? Fue un éxito, nos han sacado en el Village Voice, sabes, y nos han invitado al Lincoln Center. ¿Te lo figuras? Y creo que a Esther le van a dar una beca de la Fundación para el Arte de la Mujer. Tenías que haber ido, Freddy.

—Me apetecía mucho, pero tenía que hacer. ¿Cuándo vais al Lincoln Center? Quizás vaya a veros entonces.

—El mes que viene. Vamos a estar junto a Lidia Brooke, Sara Rosenberg, Patricia Sheridam… ¿Te lo puedes creer, Freddy? Vamos a estar con las mujeres más importantes, con las mejores artistas de Nueva York. Esther está como loca, pobrecita…, con lo que ella ha sufrido, ¿sabes? Hay mucha envidia en el mundo del arte.

Lucía contempló la pantalla del ordenador que tenía a su derecha. Sus gafitas redondas brillaron por el reflejo. Levantó el talón y lo agitó en el aire.

—Oye, Freddy, esta cuenta no tiene fondos.

—¿Qué?

El corazón empezó a latirle con fuerza.

—Que no tiene fondos, Freddy. Hay sólo dieciséis dólares. Ha debido de ser un error.

—Es imposible, Lucía. ¿Has mirado bien?

—Claro, Freddy, mira, ¿lo ves? —Lucía hizo girar la pantalla del ordenador para que Federico pudiera verla. Pero él no alcanzó a distinguir nada concreto, apenas unas líneas luminosas y unas cifras.

—Esta cuenta nunca ha tenido más de doscientos dólares a la vez, Freddy.

Lucía le entregó el pasaporte y el talón bajo el cristal.

—Acuérdate de venir a vernos, eh. ¿Vas a acordarte, Freddy? Vamos a poner carteles en el barrio, para que vaya la gente. Aunque este barrio… ya sabes, aquí en Alphabet a nadie le interesa el arte. Pero ¿vas a ir? Dímelo de verdad.

—Sí, sí, claro.

Federico se apartó con el pasaporte y el talón en la mano. Un viejo con una camisa floreada le empujó con el hombro y se tambaleó. Escuchó cómo bromeaba con Lucía en inglés. Comenzó a caminar despacio sin que sus piernas lo llevaran a ninguna parte. Varias veces tropezó con los que seguían haciendo la cola de las ventanillas. No sentía el cuerpo, se había convertido en una masa de corcho. Veía luces, escuchaba sonidos, caminaba.

Una mano se aferró a su hombro. Era Ramón Villegas con su sombrero vaquero.

—Don Federico ¿Le pasa algo?

—¿Qué?

—¿Le ocurre algo, don Federico?

Sintió que lo conducían a la puerta, empujándolo al fresco de la calle, donde pudo respirar, intentando que el nudo que le encogía el estómago se disipara.


La casa de Ramón Villegas era diminuta, muy limpia, mucho más pequeña que el estudio de Federico, llena de muebles baratos.

—Nunca viene nadie a mi casa, don Federico, pero ¿le apetece algo, un whisquicito, vino? Yo no tomo, pero lo guardo por si acaso.

—No, gracias, Ramón —acertó a decir—. Muchas gracias.

—¿Es muy temprano para usted, don Federico?

Federico asintió con un movimiento de cabeza.

—¿Entonces, no quiere beber nada, don Federico? También tengo cerveza, café. Lo que guste.

—Bueno, una cerveza, gracias.

Ramón Villegas fue a la cocina, tan grande como un armario corriente, abrió la nevera, sacó una botella de cerveza y se volvió a Federico.

—¿Quiere usted vaso, don Federico?

Asintió de nuevo.

Le dio la botella y un vaso de papel y se le quedó mirando, ansioso.

Ahora le decía algo acerca de Paquito Espinoza, que no había ido a trabajar a la pizzería. He llamado por teléfono y no saben nada de él, don Federico. ¿Sabe usted algo? La cerveza estaba helada y amarga y le produjo mal sabor de boca. ¿Qué pasaba con Paquito Espinoza? No estaba en la pizzería, ni tampoco en su casa.

No podía tragar, el nudo en el estómago le impedía tragar.

—… y eso sí que es raro, don Federico, ¿verdad? Los vecinos tampoco saben nada. Fui para saber algo del viaje de Eldidio y me dijeron que llevaba tres días sin aparecer por allí. En la pizzería ya le han despedido, claro. ¿Usted no sabe nada? Bueno, en realidad, digamos que aparte del viaje de Eldidio, lo busco por asuntos de gravedad, don Federico.

—Por asuntos de gravedad —repitió Federico y bebió un trago de cerveza que continuaba agria.

—¿Usted conocía a ese muchacho que mataron, don Federico? Me refiero a Ricardo Alarcón. Usted ha tenido que verlo en la televisión. Aunque los chicos del barrio parecen todos iguales. ¿A que sí?

Quizás Ramón Villegas tuviera algo de dinero ahorrado. Vivía solo, sin familia, quizás con una buena pensión.

—¿Sigue siendo usted periodista, don Federico? Por aquí todos dicen que usted lo es, un periodista de España.

Federico hizo un esfuerzo y respondió:

—Fotógrafo de prensa, sí. Y he escrito algunas cosas.

Ramón Villegas se echó hacia atrás el sombrero vaquero de ala ancha. Parecía incómodo, dudoso.

—¿Lo que yo le diga lo publicará aquí en los Estados Unidos o en España, don Federico?

Federico se adelantó en la silla.

—¿Publicar? ¿Qué es lo que pretendes decirme?

—Algo muy importante. ¿Usted publica aquí, en los Estados Unidos?

—En los Estados Unidos no conozco a nadie, Ramón. En España soy colaborador de la revista Panorama, una de las más importantes. Ahí puedo publicar cualquier cosa.

—Es que lo que le voy a decir es muy grave, don Federico. No lo sabe nadie, yo lo supe por casualidad.

—He sido redactor gráfico de plantilla en Panorama durante quince años. Y desde hace menos de un año soy colaborador, conozco al director, al redactor jefe… a todo el mundo.

—Yo no entiendo mucho de periodismo, don Federico.

Panorama pertenece a un grupo editorial muy importante, posee una editorial, varias revistas, participación en una cadena de televisión. Es un grupo editorial de primera fila. Pero ¿qué es lo que sabes?

—Es sobre la muerte de Richie Alarcón. Todo el mundo cree que el asesino es un chino, y no es chino como cree la gente, es salvadoreño como yo, medio indio. De ahí la cara de chino que tiene.

Federico se quedó rígido en la silla y dejó la botella de cerveza sobre la mesa.

—¿Y tú conoces a ese asesino, Ramón?

—Lo conocí en el ejército, porque yo estuve en el ejército durante la guerra contra los comunistas. Estuve en el monte y en la selva más de un año.

—Dices a todo el mundo que fuiste cowboy en Texas.

—Eso lo fui después, don Federico. De joven estuve en el ejército. Después hice más cosas, yo tuve un ayer, don Federico.

—Vamos a ver, ¿entonces, tú sabes quién mató a Ricardo Alarcón?

—Sí, don Federico, el que sale en el vídeo. Todo el mundo va diciendo si es o si no es policía. Y yo digo que sí, el que lo mató era policía americano. Yo lo vi en mi tierra, en El Salvador, hace muchos años y hablé con él. ¿Comprende por qué se lo digo? Fue a causa de un suceso de guerra cuando yo estaba con mi capitán, el capitán Contreras, ahorita mismo coronel, el coronel Contreras, que hasta sale en los periódicos aquí mismo en los Estados Unidos, hombre famoso él, pero raro. Yo lo conocí bien. Ramoncito, me decía, no he tenido un rastreador como tú, ¿eres medio animal o animal entero? Bromas de tropa, de soldados que son todos bromistas. ¿Le interesa ya, don Federico?

Fue durante una marcha por el monte con la compañía del capitán Contreras. íbamos detrás de un campamento de guerrilleros, yo era el ojeador, «El Ojos», me llamaban. Y en esto, justito pasada una loma estaba el poblado. Yo lo vi con los larga distancia, pero no vi ni rastro de guerrilla. Vi gente campesina a lo suyo, hombres, mujeres, viejos, viejas y niños que jugaban. Poblado normal. Pero mi capitán Contreras dijo que eso era disimulo del enemigo, patraña de guerra y mandó desplegar a la tropa, unos doscientos éramos. Entramos al tiroteo, con las granadas, al desguace. La gente corriendo, los muertos, el incendio, los gritos, los ayes. No hubo defensa, no había armas, eran pacíficos, tal como yo había venteado. Y los muertos eran gente del común, hombres, mujeres, niños, viejos, viejas, animales…, todos muertos. Y al registrar el poblado no encontramos nada de rusos ni de cubanos. Mi capitán escupía al suelo y se lo llevaban los diablos, mentando las madres de los gringos que le habían dado la información, la que tomaban los aviones y los aparatos que tenían. Entonces mi capitán mandó llamar por radio a los gringos y les dijo que arreglaran ellos el asunto, que no podía dejar a nadie vivo allí, como así tuvo que ser. Mandó fusilar a los que quedaban, un puñado de pacíficos, nada más, la mitad heridos. Los tuvo que fusilar y aquí viene lo grande. Al otro día llegaron al poblado tres helicópteros de la Usarmy, esos de camuflaje, con muchos gringos. Gringos que hablaban su inglés y otros que hablaban español como usted y como yo. Y esos gringos trajeron de todo: pertrechos de guerra, mapas, armas, todas rusas y cubanas, dinero, intendencia, uniformes… o sea, todo lo que es de guerra. Hasta muertos trajeron, don Federico, lo nunca visto. Y los dejaron allí. Y luego cambiaron el poblado para que pareciera al revés, un ataque de los comunistas y se marcharon y mi capitán mandó llamar a los periodistas de El Salvador, de la capital, para que vinieran a hacer fotos. Pero vinieron de todas partes, de los Estados Unidos, de Panamá, Perú, México… Y ahí fue cuando me hicieron la foto, que salí en todas partes. Mi capitán Contreras me dijo que les pusiera la jeta a los periodistas que yo tenía cara de honrado, de soldado de la patria. Bueno, a lo que le iba diciendo, con los contingentes de gringos vinieron, como ya le dije, gente que hablaba español. Entre ellos, ese policía que mató a Richie Alarcón. Se llamaba Arnulfo Méndez y lo sé porque era paisano mío de El Salvador, pero de la capital, naturalizado americano. Al principio de ver el vídeo, yo me decía, Ramón, yo he visto antes esa cara, tú conoces a ese hombre, pero, claro, no caía. Me di cuenta después. ¿Le sigo con el cuentito? Usted, cuando vea que ya está cubierta la historia, pues me lo dice, que yo no sé parar el cuento. Yo sigo y sigo, usted manda. ¿Cómo dice? No, y usted perdone, don Federico, no tengo mil quinientos dólares para prestarle, créame que lo siento.