XV
Santiago Arnó, sentado tras la mesa de su despacho, escribía algo, quizás cuentas. Le contestó a Federico que lo sentía mucho, no podía atenderle, tenía mucho que hacer. ¿Qué es lo que quería? ¿Es que no se daba cuenta de que estaba trabajando?
Federico le dijo que no tenía intención de molestarlo.
—Hemos quedado hoy, ¿no te acuerdas? Para el contrato.
—¿El contrato?
Federico aguardó. Santiago Arnó parecía extrañado. Dejó de escribir y lo miró con atención. Se le iluminó el rostro.
—¡Ey, claro, los Black Books! ¿Verdad?
—Me dijiste que viniera hoy, sobre las seis —consultó su reloj—. Son las seis y cuarto.
—Claro, hombre claro, las seis y cuarto. El caso es… ¿por qué no te sientas? —Federico se sentó—. Mira estoy ahora trabajando en el discurso del domingo próximo. Giuliani se ha puesto pesado, ha insistido en que yo hable —hizo un gesto de resignación con las manos—. Ya sabes, como fui elegido el año pasado hispano ilustre… A propósito, tienes que ir a la manifestación.
—¿Qué manifestación?
—La del domingo que viene, una manifestación de hispanos en Central Park contra la muerte de ese chico, Alarcón. ¿No te has enterado?
—Pues no.
—Debes ir, tú eres español, ¿no? Además… —se quedó pensativo—. Deberías sacar unas cuantas fotos de esa manifestación. Quedarían bastante bien en tu libro. Y deberías sacarme en la tribuna, va a estar Giuliani, claro, dos congresistas hispanos…, bueno, y yo.
—¿Tú crees?
—Claro, hombre. Era lo que le faltaba al libro.
—¿Pero tú has visto mis fotos, Santiago? El libro es bastante unitario, he recogido…
—Tus fotos están muy bien, hombre. Yo sólo publico lo mejor de lo mejor. Y sólo es una sugerencia, tú eres el artista.
—¿Entonces me lo vas a editar? Me dijiste que todo estaba listo. íbamos a firmar el contrato y hablaste de un adelanto.
—Pues claro, todo está listo, hombre. Contrato, adelanto… todo. Yo soy un hombre de palabra y un profesional. He editado a los mejores, Fede. No lo olvides. Lo que ocurre es…, verás, se trata de la crisis editorial. Es una crisis momentánea, por supuesto. Pero, en fin, he decidido retrasar un poco la publicación de tu libro y el de Verónica Salatino, ¿la conoces? —Federico negó con la cabeza—. Una chica muy joven, de unos veintitantos, rubia, muy guapa, también artista conceptual… Debo de tener las fotos por aquí —Santiago revolvió un poco los papeles que tenía sobre la mesa—. Ha hecho unas fotos que darán que hablar… Espera que te las enseñe… Bueno, no las veo. Se ha tirado no sé cuánto tiempo en las saunas esas para mujeres que hay en Marruecos, Hamam, me parece que se llaman. El mundo de las mujeres, una maravilla. Lo voy a editar detrás del tuyo o los dos a la vez, ya veremos —se quedó pensativo—. ¿Sabes? He pensado que Norman Mailer podría escribirte un prólogo. ¿Qué te parece? ¿A propósito, qué nombre le quieres dar?
—Lo he puesto en la carpeta.
—Sí, por supuesto. Lo que pasa es que ahora mismo…
—«Restos de carmín» y de portada te señalé esa foto, la del negro que se quita de la boca la pintura de labios con los puños de la camisa, mientras se viste y la negra se ríe a su lado. Es de las mejores que tengo. La tomé este verano desde la calle, en picado, en un sótano de Alphabet City. Para el libro he seleccionado las que tienen que ver con el amor, con lo que pasa después del amor, ¿comprendes?
—Claro, los restos del carmín, ¿no? Lo entiendo perfectamente. Oye, ¿sabías que el bueno de Mailer es un excelente fotógrafo aficionado? —Federico negó con la cabeza—. Estoy seguro de que nos hará una nota introductoria a tu libro sin ningún problema… «Restos de carmín», sí, no está mal.
—Por eso te decía que si metemos fotos de la manifestación, no van a pegar. Las fotos que te he dado son de amor, de sexo, de parejas amándose en el metro, en los parques, en cuartuchos… y todos hispanos… Hispanos de todas las edades.
—Claro, claro…, me doy cuenta. No pegan, ¿verdad?
—Creo yo.
—Muy bien… Bueno, mira lo que vamos a hacer. Aunque el libro se retrase unos días, un par de semanas como máximo, lo del contrato lo quiero afianzar bien, me lo quiero quitar de en medio. Lo que pasa es que ahora… Tenemos que buscar un momento de tranquilidad tú y yo, y vemos las fotos, las seleccionamos, fijamos la portada… esas cosas. Y firmamos el contrato y te doy el adelanto, ¿qué te parece?
Federico se puso en pie.
—Está bien. ¿Cuándo?
—Espera… ¿tienes algo que hacer ahora?
—¿Yo? Pues, no.
—Entonces, quédate a cenar, Fede, tú eres como de la familia. Nada, nada, no digas que no… Anda y siéntate… —Federico se sentó—. Mira, déjame que te lea el discurso y me dices cómo queda, verás: «… los hispanos, señor alcalde, señores congresistas, hermanos y paisanos, estamos orgullosos de ser norteamericanos de adopción, de pertenecer a este gran país… La bandera de las barras y de las estrellas, esa gran bandera, es la nuestra…». ¿Qué te parece?
Antes de cenar, Santiago hizo entrar a Federico al salón. Allí se encontraban María, sentada en su sillón frente al ventanal, leyendo Madame Bovary. Federico se extrañó, le dio la impresión de que María leía siempre Madame Bovary.
—Hola —saludó Federico.
María levantó la mirada del libro.
—Hola.
—Se va a quedar a cenar, ¿eh, qué te parece? —le dijo Santiago Arnó—. Me ha ayudado bastante en el discurso.
—Muy bien.
—Federico tiene muy buena pluma. Pero que muy buena —le palmeó el hombro—. Estás en tu casa, Federico.
—Gracias.
Santiago los dejó solos y María volvió al libro. Federico permanecía en pie, a su lado, sin saber qué hacer.
—¿Has visto mis fotos? —le preguntó Federico.
—¿Cómo?
—Te preguntaba si has visto mis fotos… El libro, el Black Book que va a editar Santiago.
—No.
Volvió a sumergirse en el libro. Según pudo ver Federico, se trataba de una edición argentina de Madame Bovary. Probablemente antigua, de la editorial Sur, traducida por Victoria Ocampo.
Federico sacó un cigarrillo y se lo puso en los labios. Se escuchaba la voz de Santiago en la cocina, diciéndole algo a la criada. Antes de encenderlo, recorrió el enorme salón del loft con la mirada, buscando un cenicero. ¿Por qué no había visto sus fotos?
—Por favor, no fumes.
—Por supuesto, perdón.
Guardó el cigarrillo en el bolsillo. María había vuelto a abstraerse con la lectura.
—¿Es Madame Bovary, verdad?
—Sí —continuó leyendo.
—¿Siempre lees Madame Bovary?
—No, lo releo.
—Claro. ¿Y por qué?
Levantó los ojos del libro y lo observó como si acabara de preguntar una tontería.
—Madame Bovary es infinito.
En ese momento llegó Santiago anunciando que la cena estaba lista, y añadió:
—Eh, oye, no molestes a María. ¿Tú no sabes que no se le puede molestar cuando lee sus libros?
Cenaron en la cocina sólo los tres. Santiago, María y Federico, sentados uno frente al otro. Ifigenia les servía de una fuente y con una pala especial tortillas a la francesa sobre un lecho de hojas de lechuga. El mantel era de lino blanco y las servilletas estaban sujetas con aros de plata. Los cubiertos eran también de plata, dedujo Federico. Aparte de las tortillas a la francesa, seis o siete, pequeñas y arrugadas, había rodajas de tomates en otra fuente, también en un lecho de hojas de lechuga.
—Son tomates israelitas, los mejores, oledlos, veréis qué aroma —dijo Santiago y añadió—: Echale unas gotitas de aceite de oliva, Federico. Es español, virgen. Ya verás como el sabor cambia por completo.
Cuando terminaron el café, servido en tacitas de porcelana, Santiago le dijo a María que por qué no le enseñaba a nuestro amigo español sus cuadros.
—¿Eh? ¿Mis cuadros? No, no… Son muy malos.
—Sí, por favor —manifestó Federico—. No sabía que eras pintora, María.
—Y muy buena —añadió Santiago Arnó—. Federico, acompáñame, te gustarán. Ya verás.
María se mostró remisa. Pretextó que estaban muy mal, que en otro momento. Pero Santiago arrastró a Federico al taller de María.
El taller ocupaba una habitación en el ala sur de la casa. No era demasiado grande. Federico descubrió dos caballetes cubiertos de polvo en un rincón y una mesa corrida con restos de pintura vieja, mezclada con lápices, carboncillos, botes de óleo y acrílicos resecos, trapos y botellas de disolventes, todo muy bien ordenado, prolijo. Sin embargo, se respiraba un aire de abandono.
María, con los brazos cruzados sobre el pecho, se había apoyado en el enorme ventanal, cerrado con persianas abatibles, de tela blanca, que ocupaba una de las paredes del taller. Era un lugar demasiado perfecto para ser el taller de un pintor. Parecía un decorado.
Santiago levantaba una tela tras otra sin que diera tiempo a verlas.
—Mira esto, Federico, a ver si la convences para que exponga, porque a mí no me hace caso. Yo creo que es una magnífica pintora. Y no quiere exponer de ninguna manera. Manías que tiene ella, y mira que se lo digo. ¿No te parece que es una tontería que no quiera exponer?
En realidad, la pregunta estaba dirigida a María. Federico había sido excluido, como si su opinión careciera y a de importancia. Tampoco las protestas de María sirvieron de nada.
—Por favor, no son buenas, no valen nada. Hace más de un año que no pinto.
María parecía dolida. Las pinturas, en tela, papel, cartón e incluso en planchas de madera de embalar estaban amontonadas en un rincón del pequeño taller. La mayoría estaban sin terminar, eran simples bocetos. Santiago daba la impresión de que buscaba alguna en concreto. Las elegía una a una y después las tiraba en un rincón, sin mostrárselas.
—Oye, María, eres fantástica, una gran pintora. ¿Por qué no quieres exponer? —le preguntó Federico.
—Son mejores que las de Wilfredo Lam —añadió Santiago—. Y puede ganar un buen dinero con ellas. Si lo sabré yo, pero ella, claro…
—No, no…, eso no se vendería, Santiago, por favor.
—Aquí tienes un montón de pasta tirada al piso.
Federico intentó mantener con María un diálogo secreto. Pero María parecía hablar sólo con Santiago.
—No soy pintora, esto es ridículo. Por favor, Santiago volvamos al salón.
Aquella noche María llevaba una blusa azul vaquera suelta sobre el jean estrecho que marcaba sus caderas masculinas. Cuando la vio en el salón, antes de cenar, se había quitado las sandalias y estaba sentada sobre sus piernas en su sillón favorito. Ahora estaba descalza y frágil, mostrando sus bellos pies. Al principio, Federico llegó a pensar que todo eso era para él.
La mayoría de las pinturas y de los dibujos sin terminar que mostraba Santiago eran paisajes turbulentos, oscuros, angustiosos, en los que apenas se distinguían contornos de malezas, árboles, casas en la lejanía, puentes por donde pasaban seres desdibujados. A Federico le pareció distinguir que algunas de las figuras borrosas podían estar gritando, como en el cuadro de Edvard Munch.
Santiago mostró por fin el que había estado buscando.
—Aquí está, por un momento creí que lo habías quemado.
Lo sostuvo como el capote de un torero. Desde donde estaba, María no podía verlo, pero Federico sintió que se crispaba.
Santiago caracoleó alrededor de María, como un caballo en celo.
—¿Qué te parece, eh, Fede? Es mi preferida. Mírala bien. Esto lo podemos vender por más de cinco mil dólares. Te lo digo yo.
María volvió a estremecerse, sin atreverse a mirar la tela. Tuvo un movimiento involuntario de taparse los ojos. Respiraba con dificultad.
Era un óleo en blanco y negro, como una extraña fotografía, con apenas unos toques de rosado y marrón. Parecían seres desnudos, amarrados y tirados en un espacio oscuro, amenazador. Aquellas figuras humanas llevaban capuchas negras. Una figura, que vestía algo blanco, flotaba entre ellas. De aquel cuadro surgían gritos y lamentos de un dolor inconmensurable, de un infinito horror.
—¿Eh, lo ves? Es buenísimo… ¿A que sí? Bueno, pues ella no quiere ni que lo cuelgue en casa. Si no llega a ser porque le he amenazado con el divorcio, lo rompe también.
—¡Tienes en casa una joya! ¡Me encanta, Santiago, me encanta! —exclamó Federico y se arrepintió al momento. María estaba sufriendo y no apartaba sus ojos de Santiago.
De pronto, María se abalanzó sobre su marido con una violencia desconocida, los ojos brillantes de odio. Le quitó el cuadro de las manos.
—¡Ya está bien, Santiago!
Santiago pareció tan sorprendido como el mismo Federico. Se produjo un silencio embarazoso. María arrojó el cuadro a un rincón.
—¡Te he dicho que no enseñes esto!
—Vamos a vender estos cuadros. ¿Me oyes? ¿Me estás oyendo bien?
De pronto, el silencio se espesó. De los ojos de María surgió una mezcla de miedo y fuego, quizás desprecio. Santiago estaba rojo de ira. Federico salió del taller despacio y caminó por el pasillo, cubierto de más dibujos, fotos enmarcadas y vitrinas con recuerdos de viajes.
Regresó al salón. Seguían escuchándose las voces sincopadas, tensas de Santiago y María, discutiendo. Algo produjo ruido al caer al suelo. ¿Qué había pasado? ¿Por qué esa extraña reacción de María? Se había convertido en un ser humano, capaz de enfadarse, de sufrir, de perder el control. Había bajado del pedestal, sí, pero para subir aún más en la estima de Federico. ¿Pero qué había pasado?
Nunca había visto a María desbocada, sin control y una extraña e insensata alegría se apoderó de Federico. El matrimonio Arnó tenía cada vez más fisuras, más grietas. Por el rabillo del ojo observó a Santiago que en ese momento entraba al salón, fingiendo el mismo aire desenvuelto de siempre. Incluso sonreía. Se dirigió a él y dijo:
—¡En casa del herrero, cuchillo de palo!
Federico le respondió con una sonrisa cortés.
—Nada, se le ha metido en la cabeza que sus cuadros no valen nada. Si no puedo descubrir a mi propia mujer, vaya reputación de crítico que voy a tener. Que no salga esto de aquí, eh. Ruego discreción. Chico, cómo son las mujeres, ¿verdad? No entienden de negocios. No les podemos hacer caso a las mujeres. No, no podemos. Además, soy crítico de arte. Vender cuadros es lo mío… Oye, mira, Fede, ¿por qué no te vienes el viernes y hablamos del contrato? Creo que ahora no es el momento. Venga, te espero el viernes, ¿vale?
Y le palmeó la espalda.