13

El timbre de la puerta me hizo saltar de la cama. Una claridad lechosa y apagada penetraba a través de las persianas del balcón. Eran las doce y media de la mañana y avancé descalzo hasta la puerta.

—¿Quién? —pregunté.

—¿Quieres abrirme? —inquirió una voz de mujer.

—¡Un momento! —gruñí.

Retrocedí hasta la cama y la convertí en sofá. Luego me coloqué la bata del ring sobre los hombros. No era muy nueva y la seda azul oscuro se encontraba deshilachada y desteñida. Me atusé el pelo y abrí.

La hija de Cazzo sonreía divertida. Vestía un abrigo azul claro de entretiempo, muy corto y se había recogido el pelo detrás en un moño que la hacía varios años mayor.

—¿Tienes a alguien escondido en el armario, señor Romano?

Sin aguardar a que la invitara a pasar, entró y ella misma cerró la puerta. Dirigió la típica mirada de una mujer a un cuarto de soltero y se encaró conmigo.

—¿Aquí es donde vives?

Se había plantado en medio de la habitación, las piernas ligeramente abiertas y los brazos en jarras. Sus ojos destelleaban y seguía teniendo el aspecto de manzana madura tal como la había visto en el jardín de su casa. Giró rápidamente sobre su cuerpo y arrojó el bolso en el sofá. Con los mismos movimientos rápidos se despojó del abrigo que lanzó junto al bolso. Llevaba un vestido blanco de punto, más corto aún que el abrigo, abierto por delante y atado con una especie de cinta de colores. No llevaba medias, ni tampoco sujetador. Sus pequeños pezones, erectos y de un tono marrón rojizo, se distinguían a través de la urdimbre del vestido.

—Me figuré que vivirías solo. ¿Prefieres que te llame de usted?

—¿Qué es lo que quieres?

Hizo un mohín con la boca y se le dibujó un hoyuelo en la barbilla.

—¿Por qué no te vistes primero? Luego podemos tomar café… si es que me invitas.

Fui al armario, saqué la ropa y los zapatos y entré en el cuarto de baño. Ella ya se había sentado en el sofá y encendido un cigarrillo.

Me di una rápida ducha, me afeité y me coloqué el pantalón, la camisa celeste a cuadritos y la corbata negra de lanilla. Cuando salí ella estaba fisgando en los retratos enmarcados en la pared.

—¿Éste eres tú? —señaló con el dedo a Rocki Marciano en una pose de 1950.

—No, soy el de al lado.

Miró la otra foto.

—De joven podías hasta pasar por guapo. He preparado café.

Caminé hasta la cocina y saqué la cafetera del fuego. Puse dos tazas limpias en una bandeja, dos servilletas de papel, el azucarero, las cucharillas y lo llevé a la sala. Lo coloqué todo sobre la mesa.

—Aquí hace falta una buena barrida, campeón.

—Las nenas mal educadas no me hacen gracia.

—¿Serías capaz de pegarme? —se acercó ondulando el cuerpo. Cuando estuvo a mi lado, me palpó el brazo—. Sin chaqueta pareces verdaderamente fuerte.

Me serví una taza y dejé que ella hiciera lo mismo. Comencé a dar pequeños sorbos. Estábamos de pie uno al lado de otro. Un tenue perfume a flores emanaba de su cuerpo. Tal como me dijo en La Luna, podía aparentar veinte años o más.

—¿Qué te parece el café? ¿No me ha salido mal, verdad?

Terminé la taza, encendí un cigarrillo y la llené de nuevo.

—Ahora dime de una vez qué quieres.

—Anoche estuve aquí. Te esperé hasta las once. Es la hora que considero prudencial para una señorita de buenas costumbres.

—¿Sí? ¿Y qué más hacen las señoritas de buenas costumbres? ¿Jugar a la treinta y una americana?

—Ya he aprendido a mirar a los ojos y a escamotear las cartas. Te tengo que agradecer las enseñanzas —se quedó quieta y enronqueció la voz—. Tú no eres de la pandilla de mi madre. ¿Qué fuiste a hacer a mi casa?

Dejó la taza sobre su platillo y se limpió los labios con la suavidad de gestos que se aprende en los colegios caros. Lentamente volvió a sonreír.

—No me has contestado, Toni —añadió—. ¿Qué has ido a hacer con mi madre?

—A ti no te importa, mocosa —la miré a los ojos—. ¿Qué has venido a hacer tú aquí?

Apretó los dientes, pero volvió a sonreír.

—No soy ninguna mocosa. Voy a cumplir diecisiete años.

—Y vas a estudiar Derecho, ya lo oí.

Se encogió de hombros.

—El derecho es un rollo, pero se empeña mi madre. Cuéntame qué te ha dicho ella, Toni.

—Nada en absoluto.

—¿No te ha contado nada de Zacarías?

—Nada.

—No te creo, a mi madre le gusta mucho cotorrear. ¿Por qué mientes? ¿No te he ayudado yo diciéndote dónde podrías encontrar al chófer?

—No te miento, encanto, pero me gustaría mucho que me dijeras por qué le tenéis ese cariño loco al chófer.

Movió otra vez los labios para sonreír.

—Mi madre es muy celosa.

—No me gustan los acertijos, así que si no quieres decirme nada coge el abrigo y píratelas de aquí.

—Mi madre le pegó en la cara a Zacarías y le intentó arañar. Si la hubieras visto… en el fondo es una verdulera —puso una mueca de asco en su boquita y se alejó hasta el balcón a pasos cortos. Al trasluz, su carne se silueteó a través de la tela. Habló desde allí, sin volverse—. Tiene una serie de ideas estúpidas sobre una serie de cosas que no comprende, igual que mi padre —se volvió, los ojos le centelleaban—. Me tenían como una esclava, pero están listos, me voy a Suiza, a estudiar. ¿Te gusta Suiza?

—Me gustan los relojes de cuco.

—No creo que me guste Suiza —murmuró avanzando hacia mí—, pero allí me lo voy a pasar bomba. Me marcho esta noche… Adiós, verdulera de mierda, adiós, bay bay.

Me cogió del brazo.

—Los hombres sois todos muy miedosos —soltó una carcajada— mi padre era igual, ¡pobrecillo! Se creía todo lo que le decía mi madre. No sabes lo contenta que estoy de marcharme, me voy muy feliz.

—No te atraques de queso y llévate un abrigo. En Suiza las noches son frías. Ahora vete, tengo que hacer y aguardo a otra persona.

—¿Una mujer?

—Sí.

—¿La bruja ésa del guardarropa? Bueno, bueno, ¡si tiene la edad de mi madre! ¡Ay qué gracia me hace!

—Fuera, gatita, ya has hablado suficiente.

—¿No quieres que nos despidamos?

—Anda, coge tus cosas.

Una lengua fina y roja humedeció sus labios.

—¿Seguro que mi madre no te ha contado nada de mí?

Entonces sonó el timbre de la puerta. Sonó dos veces. La chica se sobresaltó, se puso pálida y recorrió el cuarto con ojos asustados, como si pretendiera esconderse.

—¡Quién es, Toni!

—Seguro que no es ni tu padre ni tu madre. Quédate tranquila.

Abrí la puerta. Al otro lado, Lidia, con una bolsa de la compra, intentaba sonreír. Su mirada se posó en la hija de Cazzo y sus facciones se endurecieron.

—¡Hola! —la chica agitó la mano—. ¿Te acuerdas de mí?

—¿Molesto? —preguntó Lidia—. ¿Ya has terminado o es que aún no has empezado?

La chica recogió sus cosas mientras canturreaba por lo bajo. Pasó al lado de Lidia y le sonrió. Por un momento pensé que Lidia le iba a sacudir un tortazo, pero debió contenerse.

Soltó otra corta risa y escuchamos cómo sus zapatos taconeaban escaleras abajo.

—Toni, yo…

—Pasa.

—Bueno…

—¡Pasa, maldita sea!

Pasó y cerró la puerta. Se quedó en el centro de la habitación apretando la bolsa en su pecho.

—Acaba de llegar, Lidia, no pongas esa cara que no es para tanto.

—Yo no te he preguntado nada —bajó la voz—. ¡Vaya con la niña, va medio en pelotas! Me marcho.

—Espera.

Abrí el balcón y me asomé a la calle. No tardó en salir. Caminó rápidamente hacia la Puerta del Sol sin que nadie la siguiera. Cuando la perdí de vista volví a la habitación.

—Vas a tener que recauchutártela, macho. Llevas una marcha que…

—¡Deja de decir tonterías!

—Es guapa… y joven. Para desperdiciar eso…

—Hoy no estás inspirada. Tengo que salir. ¿Te llevo a algún sitio?

—A la mierda me vas a llevar.

—Escúchame, tengo mucho que hacer, Lidia. Y deja de decir tonterías.

—¡Menudo eres tú! ¿Has pasado la noche con ésa?

—Eso no te importa.

—Bueno, está bien. Venía a invitarte a comer con nosotras. Madre ya está haciendo la paella.

—Me encanta la paella, pero no puedo. Ya te he dicho que tengo mucho que hacer. Además, hemos quedado en cenar esta noche.

—¿Te gustan las señoritingas, eh?

—¿Vas a dejarlo ya? La chica ha llegado esta mañana hace una hora escasa. A las nueve y media nos veremos en el Carmencita. Tengo trabajo.

—¡Si te quedan fuerzas…!

Salimos. Ella se despidió y yo cambié el cheque de Julito por dinero contante que ingresé en mi cuenta en la Caja de Ahorros.

Allí mismo tomé un taxi.

Alrededor del Bar Felipe había mucha gente. Niños, mujeres y algunos hombres con las manos en los bolsillos. Dos coches Zeta de la policía estaban aparcados entre el polvo.

Me acerqué al gentío. Una mujer bajita con una bata de guata azul claro gritaba en la puerta del bar. Era pequeña y flaca pero se debatía con fuerza entre otras dos mujeres que la consolaban también a gritos. Un policía nacional fumaba aburrido apoyado en la pared.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté a una vieja despeinada.

Se volvió y me observó de arriba a abajo. Comía pan y atún en aceite y el aceite le resbalaba por la barbilla hasta el cuello. No contestó. En aquel barrio un tipo con corbata y chaqueta, como yo, no podía ser nada bueno. Podía ser policía o algo peor.

Un anciano con una pelliza de cuero y boina que estaba al lado, contestó por ella:

—Es la Rosa —señaló a la de los gritos—. Su marido se ha ahorcado.

—Este año es el segundo —habló entonces la vieja del aceite—. ¡Dios nos coja confesados!

La mujer de la puerta se arrojó al suelo pataleando. Tenía unas piernas flacas y cubiertas de varices. Se restregó el cuerpo de tierra, aullando.

—Sí —dijo el de la pelliza—. Quién se lo iba a esperar del Felipe, con lo cachondo que era.

—¿Qué dice?

—El Felipe —sus ojos vivaces se movieron—. El Felipe se ha ahorcado.

—¿Cuándo?

—Esta mañana, mientras ella estaba en el mercado —movió la cabeza—. Lo vio cuando subió a la casa.

Hizo un gesto con las manos alrededor de la garganta y añadió:

—Con la cadena del pozo. Debió darle un arrebato.

La mujer del tabernero seguía gritando sin descanso llamando a su marido. Parecía poder aguantar bastante tiempo de esa forma. Se me acercó un niño de no más de diez años y sacó una lengua de casi un palmo.

—La tenía así y estaba negro —dijo—. Lo ha dicho doña Engracia, que lo ha visto.

El viejo escupió en el suelo.

—Ahora lo sacarán —dijo.

—Tiene que venir el juzgado —habló otra vez la vieja del aceite.

Di la vuelta y me encaminé a la casa de Zacarías.

Las puertas y las ventanas estaban cerradas y no había ropa en el tendedero. El niño me siguió.

—La madre se ha marchado. Yo la he visto con una maleta.

—¿Cuándo?

—Esta mañana. Se fue andando hasta el Paseo de Extremadura.

—¿Iba sola?

—Sí.

—¿No has visto por aquí a su hijo, Zacarías?

—No, ya no vive aquí, se ha mudado.

—¿Cómo te llamas?

—Enrique —contestó el muchacho.

—Muy bien, Enrique, toma.

Le largué una libra que cogió en un santiamén. Con la muerte de Felipe había perdido mil quinientas pesetas y ya me daba igual perder cien más.

—Gracias.

—Ahora vete, muchacho.

Pero no se movió del sitio, mirándome con ojos fijos y el billete apretado. Un coche verde claro avanzó dando tumbos fuera del camino terroso y se detuvo a unos diez metros de mí. Reconocí la cara chistosa de Marques y el rostro levemente despectivo de Suárez. Se apearon y cerraron las puertas con fuerza.

Suárez fue el primero en hablar.

—¿Qué haces aquí, Toni?

—¡Vete, chico, vamos! —le empujé. El niño reculó unos pasos y se alejó, aún con el billete en la mano.

Marques se rascó la cabeza.

—Déjame que lo piense. Estás aquí investigando por tu cuenta. ¿No es así?

—Te tomas demasiado interés por el chófer. ¿No es verdad, Toni? —preguntó Suárez. Se había acercado. Marques permaneció un poco atrás.

—No te acerques tanto, ha sido boxeador profesional y es muy buen con los puños. A mí me daría miedo.

—¡Qué va! —negó con la cabeza—. Toni es buen chico y nos va a ayudar. Se va a venir con nosotros a dar un paseíto en coche y a charlar de ese Zacarías. Una ayuda siempre viene bien.

Marques se abrió la chaqueta y mostró la culata de su arma de reglamento.

—Ve andando despacio hasta el coche, Toni y sin hacer tonterías —apretó los labios—. Te tengo muchas ganas.

Suárez me cogió del brazo. Caminamos hasta el coche, un milquinientos matrícula de Cáceres. Me empujaron al asiento delantero y ellos se colocaron cada uno a un lado. El frío caño de una Astra del nueve corto se apoyó en mi cuello, la empuñaba Suárez y su aliento tropezaba en mi cara.

—Dame el gustazo de moverte, chulo de mierda —susurró—. ¡Por favor, haz algo, muévete y te mato!

El puño de Marques me golpeó la carótida. Se me nubló la vista y lancé un gemido.

—¿Dónde está Zacarías? —me habló al oído.

—Estáis locos —articulé—. No tengo nada que ver con Zacarías. Estáis cometiendo un error.

—Claro que sí. Estamos cometiendo un error, tú también lo has cometido al venir aquí. Por última vez, ¿dónde está Zacarías?

No aguardó a que respondiera, de todas formas no tenía nada que responder. Me golpeó de nuevo. Mi cabeza salió despedida hacia adelante y tropezó con el cristal delantero.

—Mira, Toni, no te queremos hacer daño. Tú nos dices dónde está Zacarías y te marchas… míralo como un favor entre viejos compañeros.

—¿Para quién trabajáis? ¿Para Frutos o para Céspedes? ¿Cuánto os paga?

—Sigue, sigue hablando… —susurró Suárez.

Me apretó aún más la pistola en la garganta. Apenas si podía respirar.

Alcé los ojos. Entre la boca temblorosa por la ira de Marques vi una figura desgarbada que avanzaba entre el polvo en dirección al coche. Con él iban dos policías nacionales. Era Frutos. Nunca me alegré tanto de ver a alguien. Suárez lo vio también y guardó la pistola.

—Marques —avisó Suárez—. ¿Lo has visto?

Marques se volvió rápido. Abrió la puerta y se dirigió a Frutos.

—¡Jefe! —le llamó—. Hemos encontrado a Toni fisgando por aquí.

Salí tras él y Suárez me siguió. Frutos nos miró a los tres sin decir palabra. Llevaba el mismo traje de siempre y nuevas arrugas se habían añadido a las que ya conocía surcando su cara. Su voz fue increíblemente suave.

—Ven, Toni —avanzó y me tomó del brazo. Caminamos en dirección al gentío que seguía agolpándose frente a Casa Felipe. Distinguí al niño, serio, las manos en los bolsillos, rondando la ambulancia.

—¿Qué ha pasado? —preguntó al fin.

—Tus muchachos tienen muchas ganas de encontrar a Zacarías —le contesté—. Creo que más ganas que tú, Frutos, y si lo encuentran, no te lo van a entregar, lo van a matar. Eso creo que se llama resistirse a la autoridad o no atender al alto, ya no me acuerdo.

Debería haberse enfadado, pero no lo hizo. Siguió caminando sin soltarse de mi brazo.

—Sí —dijo— lo sé —se soltó y me miró—. ¿Y ese Felipe, quién lo ha matado?

—No lo sé, parece otro suicidio.

—Llevan una semana vigilando la casa —añadió.

—Estuve aquí ayer y hablé con ese tabernero. Lo último que haría sería suicidarse, hoy teníamos una cita. Iba a decirme dónde se escondía el dichoso Zacarías.

—¿Ayer estuviste aquí?

—Sí.

Se quedó pensativo.

—No me han dicho nada esos dos.

—Tú no eres su jefe, Frutos. Por eso no te han dicho nada.

Se me quedó mirando, fue una mirada triste. Luego se despidió de mí con un monosílabo y yo me marché en sentido contrario al coche de los dos policías.

Más tarde caí en la cuenta de que no había dicho nada ante el hecho de que yo también buscase a Zacarías.