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Pocos días más tarde volví a encontrarme con el rubio de la cara picada de viruela, aunque en circunstancias muy distintas. Lo vi en El Gavilán, un club de mala nota a donde yo solía ir los días que libraba en La Luna, que eran los miércoles. Iba a El Gavilán porque conocía a Baldomero, el dueño, de cuando era preparador de la Federación y no porque El Gavilán fuese un club especialmente bueno. Era un local demasiado oscuro, estrecho y alargado y decorado con unos cuantos dibujos malos de pájaros. Baldomero lo había abierto con la idea de recibir a clientela selecta, pero desde entonces había pasado mucho tiempo. Los viernes y sábados solía haber tres mujeres en la barra, pero los días de entresemana y a última hora, acudían dos y con el aspecto de estar haciéndole un favor al dueño.
Serían las diez de la noche cuando entré al local y me acodé en el mostrador como es mi costumbre.
—¿Cómo estás? —me preguntó Baldomero.
—Bien —le contesté—. Ponme una cerveza.
Me la puso y la bebí lentamente. El local estaba vacío, excepto en una de las mesas del fondo que estaba ocupada por tres figuras borrosas. Se inclinaban sobre la mesa y hablaban a susurros y de forma contenida. No pude distinguir el aspecto que tenían, ni otro signo exterior, fuera de que eran hombres, dos de ellos jóvenes y el tercero gordo y un poco cabezón.
Precisamente el gordo cabezón se levantó de golpe de su silla y le sacudió una sonora bofetada al que tenía al lado. Sonó como un pistoletazo.
—¡Estúpido! —gritó.
La silla cayó al suelo y el tipo golpeado se levantó a su vez. Su mano salió disparada hacia la cara del gordo y se la cruzó dos veces sin mediar palabra. El gordo bufó, asombrado de que pudieran hacer eso con él. Luego, el otro se levantó también. Los tres permanecieron en silencio, de pie y contemplándose.
Los jóvenes vestían cazadora de cuero negro. Uno de ellos era moreno y el otro rubio. El rubio soltó una carcajada, metió su mano en el interior de su cazadora y sacó una enorme automática. Disparó sin hacer el menor comentario. El gordo fue despedido hacia atrás, abrió los brazos y chocó contra la pared. Comenzó a resbalar lentamente hacia el suelo con los ojos desmesuradamente abiertos y una expresión de asombro en la cara.
Me tiré al suelo con mi Llama del 38 de Gabilondo y Cía. en la mano, al tiempo que oía silbar encima de mi cabeza las balas que me había dirigido el otro muchacho. Se clavaron en el mostrador a la altura de mi vientre y todavía deben seguir allí, por si alguien quiere verlas.
Yo, en cambio, le vacié el tambor en la cara. Trastabilló unos pasos y finalmente cayó a un lado de la puerta sin exhalar un gemido. Giré sobre mi cuerpo y apreté el gatillo inútilmente en dirección al rubio que a su vez había llenado de plomo el suelo alrededor mío. Pero mi revólver sonó a vacío.
El rubio había perdido unos segundos acercándose al gordo y disparándole a quemarropa y aquello me salvó la vida. Después, con la velocidad de un gato, ganó la salida saltando sobre el cuerpo de su compañero.
Me levanté y corrí detrás de él. Al llegar a la puerta, me incrusté contra el cuerpo de un individuo vestido de verde y con gorra de plato, que entraba. Caí hacia atrás con la sensación de haber tropezado con un buzón de correos.
El tipo ni se inmutó. Alzó la pierna sobre el cuerpo del moreno y sin que se le hubiese movido la gorra, siguió su camino. Me puse de nuevo en pie y me abalancé a la calle. Estaba desierta, no había ni rastro del muchacho. Fui hasta el centro de la calzada y miré a ambos lados. Enfrente vi un enorme Mercedes negro que descansaba como una ballena en una playa desierta. Me acerqué y lo miré. Estaba vacío. Sobre el asiento trasero distinguí un abrigo azul arrugado.
Pero al muchacho rubio parecía que se lo había tragado la tierra.
El tiroteo había durado un minuto escaso. Regresé a El Gavilán.
—¿Qué… qué ha pasado, Toni? —tartamudeó Baldomero, asomando la cabeza por el mostrador.
—Avisa a la policía —le indiqué.
—Sí, ahora mismo —desapareció temblando tras la puerta de la oficina.
El tipo del uniforme estaba agachado al lado del cuerpo del gordo. Lo observaba con atención. Me acerqué a él, se levantó, y giró lentamente hasta darme cara. Me sacaba la cabeza y lo menos diez kilos. Probablemente tuviera que hacerse la ropa a medida, sobre todo la chaqueta. Era grande, ancho de hombros hasta la desmesura y con el rostro cuadrado y azulado por la barba. Era de ésos que necesitan afeitarse al atardecer si quieren parecer aseados. Sus ojos negros y pétreos reflejaban una absoluta indiferencia.
—¿Ha visto dónde se escondió el muchacho? —le pregunté—. Salió un poco antes de que usted entrara.
—No volví la cabeza —contestó.
—¿Quién es? —le señalé el cuerpo del gordo.
—Mi patrón.
—Se lo cargó el chico rubio que vio salir. ¿Lo conoce?
—No.
—¿Y a ése? —le señalé al moreno.
—Tampoco.
—¿De quién es el coche negro que hay fuera?
Señaló el cuerpo del gordo.
—De Don Valeriano Cazzo.
Le habían volado la parte posterior de la cabeza y el tiro de gracia había completado el trabajo. Su sangre, mezclada con sesos y pelo, formaba un charco a su alrededor y manchaba su hermosa chaqueta. Me miraba desde el suelo con los ojos desorbitados y la boca entreabierta.
Entonces lo reconocí.
Como casi todo el mundo, yo también había oído hablar de Valeriano Cazzo. Era uno de esos sujetos que aparecen siempre en la televisión declamando en contra del aborto, el divorcio, la violencia y cosas así. Le llamaban el defensor de la familia y se decía que en cuanto se lo propusiera podría llegar muy lejos en política. Ahora no parecía gran cosa.
—¿A qué ha venido aquí su patrón? Éste no parece un lugar para él.
Se encogió de hombros.
—No lo sé, a mí no me dice nada. Yo voy donde me manden.
Me acerqué hasta el cuerpo del chico moreno. No estaba mejor que el otro. Las balas blindadas de mi Gabilondo le habían convertido la cara en algo semejante a un plato de callos crudos. Era un muchacho alto y de complexión atlética y parecía joven. Su pistola, una Star niquelada, descansaba a su lado.
Guardé mi Gabilondo y encendí un cigarrillo. El de la gorra no me preguntó por qué tenía yo un revólver, ni qué había hecho con él. Dio media vuelta, caminó hasta una de las mesas, descorrió una silla y se sentó. Todo en él era parsimonioso, lánguido, con esa calidad de movimientos que tienen los felinos.
Baldomero llegó de la cocina con una botella de coñac Torres que colocó encima del mostrador. Hizo un gesto al chófer y éste negó con un movimiento de cabeza. Yo la destapé y me aticé un trago de lo menos diez minutos. Baldomero hizo lo mismo.
—La poli vendrá en seguida —dijo—. ¿Están muertos?
—Como mi abuela —respondí.
—¡Dios mío, qué carnicería! —exclamó. Luego se dirigió a mí—: Toni, ¿crees que me cerrarán el local?
—Sí.
Adelantó la cabeza y observó cómo la sangre de Cazzo empapaba la moqueta.
—¿Quién es ése?
—¿Tampoco lo conoces? Es Valeriano Cazzo.
—¿El de la televisión?
—Sí, y ése es su chófer.
—¡Me cago en diez, ahora sí que me cierran el club! ¿A qué ha venido éste a mi local? —se dirigió al chófer—. ¿Por qué no se ha quedado en su casa?
El de la gorra se limitó a encogerse de hombros.
—¡Ay, Dios! —volvió a exclamar y se atizó otro trago de coñac—. ¡Por qué me ocurrirán a mí estas cosas!
Lo conocía desde bastante tiempo y sabía que ahora podría ponerse a llorar. Era bajo y flaco y se estaba quedando calvo por su manía de tintarse el pelo. Por aquel entonces lo tenía de color caoba subido. Se pasó la mano por la frente y se puso a mascullar palabrotas. Temblaba de arriba abajo.
—¿Habías visto a Cazzo antes por aquí, Baldomero?
—¡Qué ver, ni qué ver! ¡Nunca había pisado El Gavilán, me cago en la mar!
—¿Y a los chicos?
—Era la primera vez que venían.
—Enciende las luces y cierra la puerta. No vaya a venir un cliente despistado.
Lanzó otra interjección, dio la vuelta al mostrador, pulsó el interruptor y las luces se encendieron. Luego rodeó el cadáver del chico moreno y corrió el pestillo de la puerta.
Me acerqué al mostrador, destapé la botella y bebí de nuevo. El chófer seguía inmóvil, como si estuviera dibujado.
—Toni —me dijo Baldomero—. ¿Crees que debo telefonear a las mujeres?
—Claro, les ahorrarás muchas molestias.
—¿Por qué habrá ocurrido esto en mi establecimiento?
—El destino.
—¡Dios, no puedo mirarlos!
—Pues no los mires.
Bajó la voz.
—¿Has visto a ese tío? Parece de madera. Ni se ha movido.
—Déjalo.
—Está ahí su jefe reventado y él tan tranquilo —elevó la voz—. ¿Oiga, quiere un trago?
—No, no bebo —respondió.
—Avisa a las mujeres, la policía está al venir.
—Sí, ahora voy.
—Y tápalos con un mantel o algo.
—No, eso sí que no. ¿Quién me los paga después?
—Te los pagaré yo, pero tápalos. Tendremos que esperar mucho rato.
Los cubrió con dos manteles viejos de plástico. Luego se fue a llamar a las mujeres y yo me quedé junto a la botella.