3

La policía llegó cuando el olor a sangre era ya insoportable. Primero entraron un cabo y un número de la Policía Nacional que permanecieron en actitud vagamente respetuosa en uno de los rincones. Después, dos de la secreta. Uno de ellos era joven, llevaba el pelo esculpido a navaja y vestía un conjunto cortefiel con chaleco. El otro podía tener sesenta años, el rostro cetrino y una nariz chata y corta que no le pegaba nada a su cara ancha y mal afeitada. El arrugado traje que usaba probablemente fuera ya antiguo diez años atrás.

Avanzaron hasta el centro del local y miraron con asombro a los dos cadáveres.

—¿Quién ha llamado? —preguntó el del chaleco.

—He sido yo, señor inspector —se adelantó Baldomero.

—Pues eres un imbécil. ¿Por qué no has dicho que había dos muertos?

—Llama tú a la Brigada, González —ordenó el más viejo—. ¿Dónde está el teléfono?

—Por aquí, señor inspector, yo le indico.

El llamado González y Baldomero pasaron al otro lado del mostrador y entraron en la oficinilla. El otro se acercó a la botella de Torres y bebió un trago que duró un rato.

Chascó la lengua y nos dirigió una mirada larga a cada uno.

—Bueno, ¿qué ha pasado? ¿No querían pagar?

Se lo conté lo mejor que pude, sin omitir de quién se trataba, ni porqué llevaba yo pistola. Escuchó todo con atención y cuando hube terminado se acercó al cadáver de Cazzo, levantó el mantel y lanzó un silbido. Volvió a taparlo y repitió la operación con el otro.

Entonces saqué mi Gabilondo y lo dejé sobre el mostrador.

—¿No los conocías? —preguntó.

—No.

—Le has desfigurado la cara. ¿Eres siempre tan bueno con la pistola o fue suerte?

—Disparó primero.

—Eso es lo que tú dices. Dadme los carnés.

El chófer y yo le entregamos nuestra documentación y la observó con atención.

—Veamos —dijo—. Don Valeriano Cazzo estaba aquí sentado con éste —señaló el cadáver del moreno— y con el que se ha escapado. De pronto se ponen a discutir, se abofetean y entonces el que se ha escapado le suelta un tiro. ¿Ha sido así?

—Decidieron no dejar testigos —le interrumpí— y nos dispararon también a nosotros. El porqué lo hicieron no es asunto mío.

El policía del chaleco, llamado González, salió de la oficinilla acompañado de Baldomero con un cigarrillo suspendido de la comisura de los labios. Llevaba el carné de Baldomero en la mano y se lo entregó al otro.

—Es el patrón y dice que no vio nada. Se escondió bajo el mostrador cuando empezaron los tiros.

—¿No sabías que era Valeriano Cazzo?

—No, señor, no —contestó Baldomero—. Era la primera vez que venían a mi establecimiento.

—¿Valeriano Cazzo? —se sorprendió el policía joven.

—Sí —afirmó el otro—. Es nuestro regalo esta noche. Nada menos que Valeriano Cazzo asesinado en un club de furcias.

El del chaleco levantó el mantel y contempló la cerúlea y gorda cara de Cazzo.

—¡Mierda! —exclamó—. ¿Pero qué ha pasado aquí?

El compañero se lo explicó con todo detalle. Cuando terminó, arrojó el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie.

—¡Tenía que habernos tocado a nosotros! —masculló con furia.

El policía de la cara cetrina y ancha se sentó en una de las mesas y barajó los tres carnés. Observó al chófer que se mantenía inmóvil, apoyado en una silla y retrepado en la pared. Luego volvió a mirarnos a Baldomero y a mí.

—¿Qué pintas tú en esto? —le preguntó al chófer—. ¿Qué hacía aquí tu patrón? Éste no es un lugar para Valeriano Cazzo.

En realidad no preguntaba nada. Emitía en voz alta un pensamiento que nos hacíamos todos. El chófer contestó con su voz ronca y profunda que no demostraba emoción alguna.

—Yo voy donde me manda. No pregunto.

—¿A qué hora llegó tu jefe?

—A las nueve y media —contestó—. Aparqué enfrente y me puse a esperar. No me dijo cuánto tiempo iba a permanecer dentro ni por qué venía. Sólo me dio la dirección de este club y yo lo traje. Estando sentado dentro del coche, escuché ruido de disparos y entré. Vi salir corriendo a un chico rubio con una cazadora negra.

El policía lo interrumpió.

—¿No vistes que llevaba una pistola en la mano?

—No me fijé y como no volví la cabeza, no sé qué hizo después.

—¿Cómo sabías que eran disparos lo que oíste? —preguntó entonces el del chaleco.

El chófer se encogió de hombros.

—He hecho la mili —contestó.

El policía viejo se bajó de la mesa y se acercó al lugar donde habían estado sentados Cazzo y los dos muchachos. Las sillas seguían tiradas en el suelo. Sus ojos se posaron sobre la desnuda mesa.

—¿Dónde están las consumiciones?

—¿Eh? —exclamó Baldomero.

Lo repitió con voz cansina.

—No pidieron nada la segunda vez.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, primero llegaron los dos y se sentaron allí. Pidieron cerveza. Yo se las serví…

—¿A qué hora entraron? —cortó.

—Un rato antes de que llegara el señor Cazzo. Ya le he dicho que no supe quién era y…

—Abrevia.

—Pues eso. Les serví las cervezas y cuando entró el señor Cazzo se cambiaron a otra mesa. Me fui a acercar y dijeron que ya me avisarían si querían tomar algo más. Yo recogí el servicio de la otra mesa y…

—¿Lo limpiaste?

—Sí, señor. No tenía nada que hacer.

—Eres un imbécil —exclamó el del chaleco—. Has borrado las huellas.

—Yo no sabía —balbuceó Baldomero—. Lo único que yo…

—Un momento —le dije—. Si está interrogando a alguien, dígalo, porque tenemos derecho a un abogado que esté presente en el interrogatorio. Pero si lo que quiere es charlar con nosotros, está en su derecho, pero no insulte. No ha sido una noche agradable para nadie.

Se acercó despacio hasta donde yo me encontraba. Hedía a loción para después del afeitado.

—Sabes mucho, ¿eh? ¿Cómo te llamas, tú, gracioso?

—Antonio Carpintero —dijo entonces el policía más viejo—. Ha sido quien se ha cargado a éste… según dice —consultó mi carné— es vigilante armado en un club llamado La Luna de Medianoche.

—Sí y como dije al principio vine aquí a tomarme una cerveza. Entre mis manías no está el matar gente.

—Antonio Carpintero es un gracioso —dijo de nuevo el del chaleco.

—Después de cenar soy aún más gracioso —dije—. Todavía no he cenado.

—¿Ah, sí? Pues a mí no me gustan los graciosos y menos, los chulos. ¿Te acuerdas de más chistes, tío gracioso?

—Estoy seguro de que estás acostumbrado a comer tíos. Pero con el moreno ya he llenado mi cupo diario de cadáveres.

El rostro se le puso lívido. Apretó los puños y avanzó un paso en mi dirección.

—González —dijo el otro.

—¡Pero…!

—Déjalo.

—Si este tío dice una gracia más, no respondo.

—No merece la pena —hizo una pausa y preguntó—: ¿Dónde has aprendido a disparar, Antonio Carpintero? Los vigilantes de clubs no suelen ser tan buenos tiradores.

—Fui policía.

Me miró fijamente.

—¿Estuviste en el Cuerpo?

—Salí hace cinco años. Puedes preguntar.

—¿Carpintero? No me suena.

—Todo el mundo me conocía como Toni Romano.

—¡Ajá! —exclamó—. Claro que me acuerdo. Te expulsaron, ya lo creo. Entonces estaba yo en Valencia, pero fue muy sonado.

—No me expulsaron. Me fui.

El del chaleco emitió una seca y corta risa.

—Expulsado… —masculló—, cómo me jodéis todos vosotros.

—¿Por qué te fuiste? —preguntó de nuevo el otro policía.

—Eso es asunto mío.

—Habla bien cuando se te pregunta, listo.

Me había colocado el dedo en el pecho y lo empujó varias veces.

Baldomero carraspeó.

—¿Preparo unos cafés? —preguntó—. ¿Quiere usted un café, señor comisario?

—Solo y sin azúcar y no soy comisario, sino subcomisario —se volvió a los policías nacionales—. ¿Ustedes quieren algo, señores?

—Un café, señor comisario —dijo uno de ellos, un muchacho barbilampiño y alto. El otro pidió un refresco.

—¿Y tú, González? —preguntó de nuevo el policía viejo.

Retiró el dedo de mi pecho y dejó de fulminarme con la mirada.

—No quiero nada —contestó.

—¿No quiere una Coca-Cola, señor inspector? —le preguntó Baldomero.

—Bueno.

Baldomero pasó al otro lado del mostrador y comenzó a manipular la cafetera.

—¿A quién más le preparo algo? —dijo—. ¿Tú quieres otro, Toni?

—Sí —contesté.

—Siéntense —dijo entonces el policía más viejo, dirigiéndose a los policías nacionales—. Tenemos para rato.

Los de uniforme se sentaron en uno de los sofás del rincón y yo lo hice en la primera silla que encontré. Prendí un cigarrillo. Con la luz encendida, El Gavilán mostraba toda la sordidez y el abandono de sus descoloridas paredes y de su opaco suelo, quemado por miles de colillas. La sangre impregnaba el ambiente de un olor dulzón y obsceno.

Nadie dijo ya nada más.

Escuché la sirena de la ambulancia cuando mi cigarrillo número cinco se consumía. Cortaron la calle, expulsaron a los curiosos que se habían agolpado en la puerta y no molestaron demasiado.

El forense, el juez y los de identificaciones realizaron su trabajo con prontitud, de manera que un poco antes de que amaneciera, hice el viaje a la DGS en el asiento trasero de un Zeta, embutido entre dos guardias que sudaban demasiado.

Entramos por la puerta que hay en la calle Correos y subimos al segundo piso, donde están las oficinas de la Brigada. Por el pasillo vi al chófer y a Baldomero. Me dejaron en un despacho en compañía de unas esposas.

A las tres horas me las quitaron, me palmearon la espalda y me permitieron tomar café y fumar. Supe entonces que habían hecho las comprobaciones balísticas y que por lo tanto sabían que me había cargado al moreno en defensa propia.

Más tarde, un sujeto con gafas de montura de carey se identificó como jefe de la Brigada de Investigación Judicial. Estaba acompañado de otros dos y del policía de cara cetrina y me dijo:

—Carpintero, ha tenido usted suerte. Su licencia de armas está al día y lo que ha dicho parece sensato. De todas formas ya sabrá que no podrá moverse de Madrid hasta que declare ante el juez.

—Conozco los trámites —contesté.

—Bien —continuó—. Ahora nos interesa una cosa. ¿Vio dónde se escondió el otro asesino?

—No.

—¿Está seguro?

—Sí, no vi a nadie. La calle estaba desierta.

Me observaron en silencio, como para comprobar si mentía. Luego se marcharon dejándome solo. Hasta las siete de la mañana no pude ir a dormir a mi casa que está a dos pasos de la DGS.

Durante veinte interrogatorios, repetidos en días sucesivos, conté otras tantas veces lo que había visto y hecho. Y otros tantos policías, casi con la misma cara y gestos que los anteriores, opinaron sobre lo que yo debería haber hecho y no hice. Después, pasé muchas horas en los sótanos revisando fotografías de terroristas y pistoleros profesionales y ayudando a elaborar un retrato robot del rubio. Terminé con los ojos escocidos.

Cuando ya hube visto todas las fotografías, me hicieron subir al despacho del policía de cara cetrina que se llamaba Frutos. Era el subcomisario Antonio Frutos.

Llevaba el mismo traje que la primera vez que nos vimos y aún no se había afeitado.

—Siéntate —me indicó—. ¿Has reconocido a alguien?

—No, en el Gavilán no había luz. Tenía el pelo rubio, no muy largo, cicatrices de granos en la cara y un rostro alargado —repetí por enésima vez—. Eso es todo lo que recuerdo. ¿Qué pasa con el otro?

Emitió un largo suspiro y se movió en el asiento.

—Hiciste un buen trabajo desfigurándole la cara. De momento hemos enviado sus huellas a la Interpol. El forense dice que puede ser latinoamericano, un metro setenta y cinco, setenta kilos de peso y menor de treinta años. No se drogaba ni poseía ninguna seña específica. El chófer y el patrón del Gavilán no han dicho nada que mereciese la pena. Los de identificaciones piensan que no han dejado huellas en ningún sitio.

—Eran profesionales, y muy buenos.

—Sí.

—Hay pocos profesionales como ésos. ¿Qué pasa, no funcionan los confidentes?

—Con los sudamericanos no hay confidentes que valgan, son gentes de paso. ¿Sabes cuántos hay en España? Yo, no. La mayor parte de ellos entran ilegalmente desde Francia, Marruecos o Portugal, están un tiempo por aquí y se marchan. Lo de los confidentes no sirve.

—¿Y, por el lado de Cazzo, qué se ha averiguado?

Me enseñó los dientes en lo que él llamaría una sonrisa. Los tenía careados y sucios.

—Nada, nadie sabe qué hacía en El Gavilán. Ni su esposa, ni el chófer, ni sus amigos… Lo único que sabemos es que, al parecer, Cazzo le dijo al chófer que quería entrar allí y no dio explicaciones.

—Pero aquellos muchachitos le estaban aguardando. A mí me dio la impresión de que su muerte fue accidental. Si hubiesen querido cargarse a Cazzo, ése sería el último lugar que hubieran elegido.

Otra vez me enseñó los dientes.

—Puede ser. Pero yo de ti me mantendría calladito. Nada de cavilaciones propias.

Se levantó de pronto y se puso a pasear por el despacho. No era tan viejo como parecía. Sólo estaba avejentado y probablemente sin esperanzas de ascender.

Se volvió con las manos en los bolsillos.

—No hagas declaraciones a los periódicos, Carpintero. Los de arriba quieren que se lleve esto con mucha cautela. El chófer y el patrón de El Gavilán se han comprometido también a lo mismo. El asesinato de Cazzo en aquel club es una carnaza muy jugosa para la prensa —titubeó un poco—. La versión que vamos a dar es un poco diferente a la que tú conoces.

—Comprendo, pero llámame Toni Romano. Estoy acostumbrado.

—Quiero tu palabra de que no vas a abrir la boca.

—De acuerdo. No me interesa hacer declaraciones a nadie.

—Cazzo era un político muy importante, aparte de un hombre de empresa. La prensa empezaría a hacer cábalas sobre su presencia en un club como El Gavilán y su familia quiere evitar esto.

—Espero que encuentres a ese rubio y te asciendan a comisario. No seré yo quien te lo impida.

Me miró por si me estaba riendo de él, pero como no moví un solo músculo, paseó un poco más por la habitación, se sentó en su mugrienta silla y se despidió de mí. Abandoné el despacho.

Por supuesto, no le dije a nadie que el rubio que se había cargado a Cazzo había sido visto en La Luna de Medianoche. Aquello sólo habría traído complicaciones.

Días después recibí una esquela escrita a máquina de una tal Clara Bustamante, viuda de Cazzo, en la que me daba las gracias «por mi valentía y sentido del deber» y me invitaba al sepelio de su marido. No fui y se me fue olvidando el asunto. Los periódicos me lo recordaron algún tiempo, aunque de forma diferente a como yo lo había vivido.

Una semana después de recibir la carta de la viuda, acudió a mi casa Santos el Calvo y todo empezó de nuevo.