10 LOS BORBONES EN LA GUERRA CIVIL

—Fue terrible... terrible.

»Aquella madrugada, y muchas otras el resto de su vida, mi padre fue incapaz de conciliar el sueño. Cincelados con sangre desfilaban por su mente, como en un siniestro travelling, los rostros ensimismados de aquellos infelices, la pasmosa serenidad de algunos de ellos, impasibles en apariencia ante la presencia del pelotón de fusilamiento a escasos diez metros de distancia, esperando de un momento a otro la ráfaga de disparos que desvaneciera para siempre sus ilusiones terrenales... Algunos movían suavemente los labios, encomendándose a Dios entre susurros.

»Minutos antes, la camioneta en la que desde la cárcel de Ventas viajaban los hermanos Enrique y Alfonso de Borbón y de León, primos de Alfonso XIII, se había detenido en diagonal ante la puerta del cementerio de Aravaca para alumbrar con sus faros la parte central del camposanto, donde fueron colocados los presos maniatados con bramante. Había treinta y uno en total [13 al revés]; otro más, Francisco Gallego Sáez de Burgos, había sido fusilado en el mismo patio de la cárcel al negarse a subir a la camioneta.

—La orden partió del director general de Seguridad, Manuel Muñoz, tan sólo unas horas antes —señalé yo, tratando de reconstruir la matanza desde el principio.

En los gestos de mi interlocutor, Manuel G. Yáñez, hijo del ayudante del enterrador de Aravaca en aquella época, médico de profesión, advertía aún la emoción. Habían transcurrido setenta años de aquel horrible crimen perpetrado la madrugada del 1 de noviembre de 1936, en plena Guerra Civil, al que siguieron dos expediciones más de reclusos procedentes de la misma prisión de Ventas los días 1 y 3 de diciembre.

Cada vez que evocaba lo sucedido aquella sangrienta jornada, Manuel fruncía el entrecejo en un gesto inconfundible de dolor; sus ojos entonces se achinaban, llegando incluso a humedecerse, y su frente semejaba un campo árido y desierto, como trajinado por un arado que hubiese trazado profundos surcos en él.

Manuel pertenecía a la generación de la posguerra que pudo labrarse un porvenir estudiando en la universidad; al contrario que su padre, a quien las circunstancias le obligaron, desde pequeño, a ganarse el pan diario con las manos.

Antes de morir, el sepulturero describió con rudeza a su hijo aquella maldita escena de carne de patíbulo; escena que Manuel, a sus sesenta y dos años, revive como su peor pesadilla.

—Mi padre jamás olvidó el gesto firme de aquellos desgraciados enfrentados a la muerte. Pudo distinguir, al fondo, apoyados en el muro de ladrillo orientado al poniente, a los hermanos Borbón; Alfonso, de cuarenta y dos años, guardaba un gran parecido con Alfonso XIII, con su bigote recortado y su nariz prominente; a su lado, Enrique, de cuarenta y cinco, parecía asumir con la misma dignidad el doble trance que se le avecinaba, puesto que junto a él tenía también a su hijo, Jaime de Borbón y Esteban.

El dolor de Enrique de Borbón y de León tuvo que ser indescriptible, dado que su hijo Jaime tenía sólo quince años. Por fortuna, su otra hija, Isabel de Borbón y Esteban, IV marquesa de Balboa y condesa de Esteban, pudo salvar la vida; al igual que su madre, Isabel de Esteban e Iranzo, III condesa de Esteban, dama enfermera de la Cruz Roja española y de Sanidad Militar, que fallecería el 14 de noviembre de 1964.

—Entre aquella maraña humana —evocaba Manuel—, mi padre pudo ver igualmente erguidos, desafiantes incluso, a Ramiro Ledesma Ramos, fundador de las JONS, y a su tocayo Maeztu, el insigne escritor y periodista vitoriano, que se despidió sin rodeos de los hombres que formaban el pelotón de fusilamiento: «Vosotros no sabéis por qué me matáis, pero yo sí sé por lo que muero».

»En un instante sonaron las descargas de fusil; primero una, luego otra, a continuación otra más, y otra... En total, la docena de tiradores, formados en dos filas, efectuó más de un centenar de disparos sobre aquellos hombres que segundos después regaban la tierra con su sangre. Algunos serpenteaban aún en el suelo, agonizantes, en espera de que sus verdugos les descerrajasen el tiro de gracia en la nuca o en la sien...

—Eran unos valientes —corroboré yo, sobrecogido por tan estremecedor relato.

Investigando en el Archivo Histórico Nacional pude comprobar que, en efecto, Alfonso de Borbón había ingresado en la cárcel de Ventas el 28 de julio, dos días después que su hermano Enrique. Los esbirros del director general de Seguridad, Manuel Muñoz Martínez, seguían de cerca sus pasos, hasta que la noche del 25 de julio decidieron irrumpir en el domicilio de Enrique, en el número 22 del paseo de Pintor Rosales, y se lo llevaron detenido. Su hermano Alfonso no tardó en caer también en sus garras.

Muñoz, diputado a Cortes por Izquierda Republicana y grado 33 de la Masonería, conocía de sobra el talante antirrepublicano de los Borbón y de León, así como su inequívoco afecto por los sublevados, en quienes habían depositado todas sus esperanzas de ver restaurado algún día el trono de los Borbones en España.

A los dos hermanos tampoco les inquietó demasiado que pudieran prenderlos; además de su espíritu corajudo, la proximidad del Alzamiento, acaecido apenas una semana antes, les impidió huir de Madrid o buscar refugio en una embajada.

Días después de su detención, cuando ya había comenzado en la capital la oleada indiscriminada de asesinatos, se celebró en el palacio del Círculo de Bellas Artes una decisiva reunión convocada precisamente por Manuel Muñoz, a la que asistieron representantes de todos los partidos y sindicatos encuadrados en el Frente Popular, que acordaron la constitución del Comité Provincial de Investigación Pública, encargado de dirigir la represión en la calle y en las cárceles en permanente contacto con la Dirección General de Seguridad.

Erigido en checa, el citado Comité actuó primero desde su sede en los sótanos del Círculo de Bellas Artes y a finales de agosto se trasladó a un palacete en el número 9 de la calle Fomento; de ahí que fuera conocido y temido en Madrid bajo el nombre de checa de Fomento, hasta su disolución en noviembre.

Pese a que Muñoz ya había sentenciado a muerte a los hermanos Borbón, la vida de éstos pudo prolongarse tres meses escasos gracias a que fueron encarcelados en Ventas una semana antes de que comenzase a operar la checa de Fomento. De lo contrario, el «tribunal» de la checa probablemente habría hecho consignar en la ficha correspondiente a cada hermano la letra «L», seguida de un punto, signo ortográfico que servía de contraseña a las brigadillas para asesinar a sus víctimas. Así pues, de haber sido detenidos poco después, los Borbón de León habrían caído en manos del anarquista Antonio Ariño Ramis, apodado «el Catalán», un vulgar malhechor fugado de la penitenciaría de la Guayana Francesa, autor material de centenares de asesinatos en Madrid como responsable de la más feroz de las brigadillas de la checa de Fomento.

Se dio la circunstancia, además, de que el 31 de octubre, en que Manuel Muñoz firmó de su puño y letra la orden de asesinato de los hermanos Borbón, medio centenar de detenidos fueron sacados también por decisión suya de los calabozos de la checa de Fomento para ser conducidos en autobuses al pueblo de Boadilla del Monte, en cuyo término municipal fueron asesinados y enterrados en una gran zanja.

Pero nuestros desafortunados protagonistas no hicieron sino prolongar unos meses más su intensa agonía. Durante los primeros días que pasaron en la prisión de Ventas estuvieron incomunicados, hasta que el 1 de agosto pudieron salir por fin al patio. El preso Manuel Gómez Galanne los vio allí, y pudo hablar a solas varias veces con Alfonso, que el 28 de octubre se mostró convencido de que iba a ser asesinado, como su hermano Enrique, otro osado que no tenía el menor recato en proclamar en público su deseo de morir antes que servir a la República.

Los Borbón organizaron allí el Socorro Blanco, junto con el marqués de Buenavista, el duque de la Victoria, el teniente Bustillo y José Fernández de la Guerra. El Socorro Blanco estableció contacto con la quinta columna, e incluso logró comunicarse con el conjunto de la España nacional. Entre sus enlaces se contaban algunos oficiales de prisiones, y llegó a proyectarse que la Falange hiciese pasar armas a la cárcel, idea que finalmente se descartó.

Mientras, los milicianos se ensañaban con Alfonso porque les recordaba al rey exiliado cinco años atrás. «Eres un cabrón con la misma cara que tu tío [en realidad era primo de Alfonso XIII]», le increpaban. Y Alfonso, volviéndose hacia ellos desde su celda, les respondía, altivo: «No siento por vosotros más que desprecio».

El 2 de agosto ingresó Ramiro de Maeztu en la cárcel. Pasó primero por la enfermería y luego fue destinado a la «sala de madres», donde coincidió con los Borbón, Vázquez Dodero, Pérez Sala, el padre Romaña, el ingeniero Ricardo Fernández Hontoria, el catedrático Santiago Magariños y el doctor Lemus. Maeztu rezaba el rosario todos los días. Su alta y enjuta silueta parecía agigantarse cada vez que defendía la reedificación de la Hispanidad. Meses después de proclamada la República, fundó con otros políticos e intelectuales el movimiento Acción Española. Y desde luego nadie cuestionaba su fidelidad a la dinastía borbónica: «Para los españoles no hay otro camino que el de la antigua Monarquía Católica, instituida para el servicio de Dios y del prójimo», repetía incesantemente. Su audacia al defender sus ideas le granjeó no pocos enemigos entre los cobardes que poblaban la cárcel. El ordenanza Joaquín Cerrato era uno de ellos. Un día arrebató la pluma a Maeztu y le recriminó: «Con ésta pocos artículos vas a poder escribir ya para ABC».

Al igual que Maeztu, los hermanos Borbón se veían obligados a convivir diariamente con numerosos indeseables, como Mariano Cerrajero, oficial de prisiones que pertenecía a la checa del Ministerio de Trabajo y cuya máxima ilusión era abusar sexualmente de las mujeres de las familias de los detenidos, a quienes chantajeaba junto con el también oficial de prisiones Raúl Ramos.

Las habladurías de otro miserable, Joaquín Peñalver, designado jefe de todos los ordenanzas del lado izquierdo de la cárcel pese a ser declarado culpable por un tribunal de haber degollado a su novia, ayudaron también a sembrar la discordia entre los Borbón y los reclusos de izquierdas.

Los dos hermanos eran militares: Enrique, capitán de complemento de Caballería, y Alfonso, capitán de Infantería y servicio de Aviación. Su padre, Francisco María de Borbón y Castellví, nacido en Toulouse el 29 de marzo de 1853, fue distinguido por su heroica intervención en la batalla de Alcora con las tropas carlistas. Estaba en posesión de numerosas condecoraciones por su entrega y valor: desde la Medalla Conmemorativa de la Campaña de Cuba, en la que tomó parte, hasta la Gran Cruz de la orden del Mérito Militar con distintivo rojo y blanco, o la correspondiente a la orden de San Hermenegildo. Restaurada luego la dinastía borbónica en la persona de Alfonso XII, don Francisco María fue nombrado general de brigada en la isla de Cuba, donde se casó con María Luisa de la Torre, con la que tuvo cinco hijos, entre ellos una mujer, Elena de Borbón y de la Torre, asesinada de cuatro disparos por unos milicianos, al final de la madrileña calle Serrano el 24 de septiembre de 1936. La Guerra Civil tiñó de sangre a la familia descendiente de la rama morganática de la Casa Real de los duques de Sevilla, a la que pertenecían por derecho propio Alfonso y Enrique. Elena de Borbón y de la Torre tenía cincuenta y ocho años cuando fue asesinada, y estaba casada con José de Oltra y Fullana, gentilhombre de cámara del rey Alfonso XIII, con el que tenía tres hijos: Elena, Consuelo y Alfonso de Oltra y de Borbón. Don Francisco María se cuidó siempre de que sus hijos tuviesen títulos nobiliarios, y entre ellos, cómo no, veló por su desventurada hija Elena, como lo prueba esta carta que escribió al rey Alfonso XIII el 2 de diciembre de 1929 y que se conserva en el Archivo General de Palacio:

Querido sobrino Alfonso:

No he visto a Primo de Ribera [sic], pero sé que has hablado con él respecto a la conversación que tuve el gusto de tener contigo.

Todos mis hijos tienen un título y dos con Grandeza, excepto Elena y Blanca.

Yo quiero a todos mis hijos, pero al pedirte un título para Elena, que ya me dijo le habías prometido que le darías uno, era en mí pedirte a ti el dinero, pues ella no tiene para tanto.

[...] Cierto que tanto Elena como Isabel son acreedoras a un título y cree que si yo pudiera, lo pagaría todo; pero también mis otros nietos pedirían... Y por lo tanto mi deber es circunscribirme a Elena, cuando yo la pueda evitar y evitarte a ti tanto gasto [...] Haz, pues, un esfuerzo, pues mis razones te han de convencer para que tú no desoigas mis súplicas. Siempre tuyo afmo., tío,

PACO

Tres años después de la muerte de su esposa a resultas del quinto parto, Francisco María contrajo segundas nupcias con otra cubana, Felisa de León y Navarro de Balboa, nacida en junio de 1861, hija de un miembro del Tribunal de Cuentas, Carlos de León y Navarrete, y de la segunda marquesa de Balboa. De ese segundo matrimonio nacieron precisamente Enrique, Alfonso y otra dama, Blanca de Borbón y de León, que sería novia de don Jaime de Borbón y Battenberg, el hijo sordomudo de Alfonso XIII, antes de desposarse definitivamente con Luis de Figueroa y convertirse así en flamante condesa de Romanones. Blanca de Borbón, la única hermana directa de Alfonso y Enrique (recordemos que Elena, asesinada también como ellos durante la Guerra Civil, era su hermanastra), era una mujer inteligente y cosmopolita que supo hacerse merecedora de la selecta aureola de los Romanones. Su antiguo noviazgo con don Jaime, zanjado por Alfonso XIII con el poderoso argumento para la época de que ella era diez años mayor que su hijo, dejó en la futura condesa una huella indeleble que se hizo palpable muchos años después, cuando acogió y respaldó a los hermanos Alfonso y Gonzalo de Borbón Dampierre, hijos de don Jaime y de Emanuela Dampierre, a su llegada a España. Con el tiempo, su nieta María Suelves se casaría con Francis Franco, nieto del general Franco.

Pero volvamos al cabeza de familia, Francisco María. Fue sin duda un hombre ambicioso, que tras la muerte de su hermano Enrique, en 1894, reclamó para sí los derechos legítimos de la corona de Francia, titulándose como «Francisco III» y «duque de Anjou». Sus disputas dinásticas con la rama de los Orleans no tuvieron éxito, en vista de lo cual hizo de las armas casi una religión. En 1927, Alfonso XIII le concedió el collar del Toisón de Oro, la más alta condecoración de los Borbones, en reconocimiento por sus valiosos servicios.

Sus hijos Alfonso y Enrique decidieron seguir desde jóvenes los pasos militares de su padre. Como a él, les incomodaba que los considerasen Borbones «de segunda división» a raíz del matrimonio morganático contraído por su abuelo paterno. Aun así, Enrique heredó de su abuela, Felisa Navarro de Balboa y Sánchez-Yebra, el marquesado de Balboa en 1917. Alfonso, por su parte, se convirtió en el II marqués de Squilache tras heredar el título de su tía materna, María del Pilar de León y de Gregorio, primera titular de esa distinción nobiliaria que posee hoy el hijo de aquél, Alfonso de Borbón y de Caralt, casado con la condesa de Casa Rojas, María Teresa de Rojas y Roca de Togores. El III marqués de Squilache era también gentilhombre de cámara del rey Alfonso XIII y estaba casado con María Luisa de Caralt y Mas.

El destino quiso que un hermanastro de Alfonso y Enrique, Francisco de Paula de Borbón y de la Torre, duque de Sevilla, sobreviviese a éstos al término de la guerra. El teniente general Francisco de Paula era primo del rey Alfonso XIII, con el cual guardaba un asombroso parecido físico, y había combatido con éxito en la campaña de Marruecos en 1909, conquistando la ciudad de Agui-el-Ach al mando de sus tropas. Más tarde, en abril de 1931, asistió al último Consejo de Ministros de Alfonso XIII, siendo luego deportado a Villa Cisneros, en el Sahara español, para regresar cinco años después a España y alistarse con su hijo Francisco en las tropas dirigidas por Franco.

Los mandos nacionales le enviaron a las órdenes directas del general Queipo de Llano, en el sector sur. En 1937 fue nombrado gobernador militar de Gibraltar. Pero sus mayores momentos de gloria llegaron durante la conquista de Málaga. La columna que mandaba, y que debía avanzar por las montañas del litoral, se lanzó por iniciativa de Francisco de Paula al estrecho pasillo de la costa, rompiendo el dispositivo republicano de defensa y permitiendo que las tropas italianas pudiesen progresar libremente por su sector central. Las fuerzas del duque de Sevilla fueron las primeras que entraron en Málaga, con varias horas de antelación a las italianas. Luego, relevaron a sus aliados en el sector oriental del frente costero y fijaron allí sus posiciones, que se mantuvieron hasta el cese de las hostilidades. Más tarde, el duque de Sevilla fue encarcelado en Madrid, librándose por azar de morir en una de las horribles sacas de presos que segaron la vida de sus dos hermanastros y de su sobrino aquella desapacible madrugada de noviembre, minutos después de abandonar para siempre la prisión.

La cárcel de Ventas, también llamada Prisión Provincial de Hombres número 3, era un moderno y espacioso centro de mujeres construido por iniciativa de la diputada socialista Victoria Kent y habilitado para hombres el 24 de julio de 1936. Se hallaba entre las calles del Marqués de Mondéjar y de Rufino Blanco. Su director era Antonio Garay Lucas, pero pronto se convirtió en poder fáctico un siniestro personaje, Alberto Pajuelo Caravaca, antiguo camisa vieja de Falange Española, que era el jefe de las milicias detenidas en Ventas. Su inseparable Hipólito Ruiz, Polo, se ocupaba de hacer llegar las listas de presos confeccionadas por Pajuelo a varios comités que luego presionaban para que los reclusos sospechosos de fascistas fuesen sacados de la cárcel y asesinados.

En los primeros días de la contienda no hubo que lamentar expediciones colectivas de presos, aunque sí se efectuaron numerosas «sacas individuales», entre ellas las de unos treinta vecinos derechistas de Colmenar Viejo, que fueron asesinados.

El aumento progresivo de los crímenes con la participación, en algunos casos, de las autoridades encargadas de garantizar el orden público y, en otros, con su insólita pasividad, alertó a la opinión pública internacional y provocó la protesta airada de algunas representaciones diplomáticas acreditadas en Madrid. Sin ir más lejos, el gobierno británico protestó a través de un comunicado que fue respondido casi en el acto por el ministro de Estado, Julio Álvarez del Vayo, quien afirmó que la preocupación de las autoridades británicas carecía por completo de fundamento, dado que «los presos se encontraban totalmente seguros y en espera de ser juzgados por los tribunales competentes». La nota del ministro se publicó en la prensa los días 25 y 26 de octubre. Pero, curiosamente, al día siguiente, a consecuencia de los bombardeos aéreos del ejército nacional, empezó a funcionar un nuevo tribunal del Comité Provincial de Investigación Pública. La situación de los presos era desesperada. Las autoridades temían que los militares confinados en las cárceles pudiesen sumarse a las fuerzas sublevadas si, como se temía, la capital caía en manos del ejército de Franco. Pronto cundió entre los milicianos el odio a los militares y a los detenidos de derechas.

Desde primeros de octubre, aviones franquistas habían sobrevolado Madrid lanzando octavillas que instaban la evacuación de la población civil y establecían el día 12 como fecha para la rendición de la capital. El día 27, los militares encarcelados en Ventas fueron interrogados por el Comité Provincial de Investigación Pública y se negaron a servir bajo cualquier concepto a la República. Entre los miembros del tribunal estaban Arturo García de la Rosa y Manuel Rascón Ramírez, quienes, días después, formarían parte del Consejo de Investigación de la Consejería de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid, a cuyo frente estaría Santiago Carrillo Solares durante la época más sangrienta de las sacas.

Eran alrededor de las cinco de la mañana cuando Rascón irrumpió en las celdas dormitorio; le acompañaban jóvenes armados con pistolas, quienes hicieron formar a los presos en el centro de la galería para pasar lista. Tras verificar que no faltaba ningún recluso, Rascón se dirigió a ellos con el saludo habitual («¡Salud a todos!») y acto seguido les arengó asegurándoles que la República se veía seriamente amenazada por el fascismo, que intentaba arrebatar la libertad a los ciudadanos. El comisario de la checa de Fomento dijo hablar en nombre del gobierno legítimo de la República y exhortó a los reclusos a defenderlo con su propia sangre si fuera preciso. «El que esté dispuesto, ¡que dé un paso al frente!», gritó. Se produjo un silencio claustral, seguido de un electrizante cruce de miradas. Nadie se movió. Los milicianos se trasladaron entonces a las oficinas de la cárcel, donde establecieron un tribunal ilegal para sentenciar a todos a muerte. Junto a Rascón y García de la Rosa se hallaba una mecanógrafa de la Dirección General de Seguridad que iba registrando el interrogatorio: «¿Cuántos años tienes?», «¿Estás diciendo la verdad?», «¿Qué quieres, jurar o prometer?», «¿Eres cristiano?», «¿Qué harías si te dejáramos en libertad y vieras a la República amenazada por los fascistas?», «¿Acaso no la defenderías?»...

Fue así como el 31 de octubre [13 también al revés], tras el burdo juicio escenificado por el tribunal, el director general de Seguridad, Manuel Muñoz, firmó la sentencia de muerte de los hermanos Borbón de León y de otros treinta reclusos de la cárcel de Ventas. Les hicieron creer que iban a ser trasladados a la prisión de Chinchilla, pero nada más lejos de la verdad: tras presentarse el policía Álvaro Marasa en la prisión con el oficio firmado por Manuel Muñoz, los reos fueron encomendados a Manuel Rascón, miembro del Comité Provincial de Investigación Pública.

Sobre las cinco de la madrugada del día siguiente se oyó un ruido de llaves en la galería y, a continuación, varias voces, una de las cuales llamó: «¡Ordenanza!». La misma voz añadió enseguida: «Abre las celdas de aquellos a quienes yo llame». Rascón alumbraba una papeleta amarilla con una linterna eléctrica. Parecía tener mucha prisa por llevarse a los que iba llamando: «Doroteo Águeda González, Luis Arjona Betedón, Pedro Benito Chica, Ramón de Diego Hidalgo, Francisco Gallego Sáez de Burgos, Enrique de Borbón y de León, Alfonso de Borbón y de León, Ramiro de Maeztu Witni, Ramiro Ledesma Ramos...».

Los desgraciados salieron de sus celdas, vigilados por un suboficial de la Policía Militar que hacía las funciones de jefe de dormitorio. En la sala de reunión de la cárcel aguardaba una docena de hombres armados con mosquetones con bayoneta; vestían abrigos de cuero, gorros rusos y otros complementos de piel. Eran los guardianes de la muerte, encargados de vigilar a los detenidos y despojarles del jabón, el dentífrico y el peine, asegurándose de retirarles también sus documentos personales para evitar que alguien pudiera luego identificarlos.

—En realidad —me explicó Manuel G. Yáñez, tras oírselo decir a su padre— los auténticos verdugos que acompañaron a los presos hasta el cementerio de Aravaca y vaciaron luego allí sobre ellos sus cargadores fueron milicianos del Ateneo Libertario de La Elipa, un barrio obrero próximo al de Ventas. Individuos sedientos de sangre que hallaban placer en cometer nuevos asesinatos, y que se lucraban luego con la ropa o con cualquier otro objeto que pudieran encontrar sobre las víctimas.

Días después pude verificar los nombres de los asesinos en un documento de la denominada Causa General, según el cual aquella madrugada, un grupo de facinerosos, integrado por Mariano del Cabo, Lorenzo del Valle, Desiderio Recio, Ciriaco Gilo, Luis Poves, Antonio Moreno, Adrián Domínguez, José Pino, Juan J. Lerma, Julián y Rafael Abad, Juan Romanillos e Isidro Bach, dispararon a los desgraciados hermanos Borbón, al intelectual Ramiro de Maeztu y al audaz ideólogo Ledesma Ramos, entre otros.

El cortejo de la muerte había recorrido los diez kilómetros que separaban la prisión de Ventas del cementerio de Aravaca, que formaba un cuadrilátero enmarcado por una tapia de ladrillo de unos dos metros de altura. Allí se abrieron dieciocho fosas, once en la parte derecha, y otras siete en la izquierda, que sirvieron de sepulcro a los cerca de cuatrocientos infelices que fueron fusilados en pocas semanas.

Antes de que el padre de Manuel G. Yáñez removiese la zanja y volcase las últimas paletadas de tierra sobre los cuerpos ensangrentados de los hermanos Borbón y de sus compañeros de cadalso, los milicianos desnudaron a sus víctimas y quemaron sus ropas para impedir su identificación.

—Mi padre —recordaba Manuel— maldijo siempre el modo tan humillante como fueron sepultados esos pobres inocentes, y rezó allí mismo una oración por ellos... Aquélla fue la última vez que pisó el cementerio de Aravaca para enterrar a los muertos. Al cabo de unos días se enroló en la quinta columna y ayudó a numerosos madrileños a pasar a la otra zona. En su memoria quedó registrada la serena expresión de los hermanos Borbón abrazándose a su trágico final; sus miradas esperanzadas en un reencuentro en el más allá; su admirable arrojo ante la muerte...

Manuel se incorporó de una mecedora de mimbre y se acercó al anaquel para coger una carpeta de cartón, de la cual extrajo un documento.

—Lea... lea usted lo que se dice aquí. Encontré estos papeles en un pequeño bureau que mi padre tenía cerrado con llave. Léalo, por favor... —dijo, tendiéndome una hoja de periódico doblada.

Era un recorte del diario Política, órgano de Izquierda Republicana. Estaba fechado el 14 de noviembre de 1936, casi dos semanas después del asesinato de los Borbón de León y de sus compañeros de cautiverio. Leí enseguida el encabezamiento, en la cuarta página: «Saliendo al paso de una infamia. Todos los presos son juzgados dentro de la Ley, y ni son víctimas de malos tratos ni deben temer por sus vidas».

El texto del artículo decía así:

A la Junta de Defensa de Madrid han llegado noticias de que las emisoras facciosas han lanzado informaciones recogidas de periódicos extranjeros sobre malos tratos a los detenidos fascistas. En vista del conato de campaña que con ello se ha comenzado a realizar, se han visto obligados los consejeros a declarar ante España y ante las naciones extranjeras que cuanto se diga de este asunto es completamente falso. Ni los presos son víctimas de malos tratos ni menos aún deben temer por su vida. Todos serán juzgados dentro de la legalidad de cada caso...

Miré a Manuel y compartí su gesto de repugnancia, como si yo también acabase de olfatear una apestosa cloaca.

La mala estrella de los Borbones lució con demasiada intensidad durante la Guerra Civil. El primero en caer en acto de servicio, un mes antes que los Borbón de León, fue el príncipe don Carlos de Borbón y Orleans, hermano mayor de María de las Mercedes de Borbón y Orleans, esposa de don Juan de Borbón, padre a su vez del rey Juan Carlos I. La tragedia tuvo lugar en las montañas próximas a la ciudad norteña de Eibar, pocos días antes de que don Carlos se enrolara en el ejército nacional con el cargo de teniente. Durante un ataque de los republicanos, el 27 de septiembre de 1936, el joven príncipe se apercibió de que uno de sus hombres había perdido el casco y le cedió generosamente el suyo. Minutos después, una bala le atravesó la frente y cayó fulminado.

Al enterarse de su muerte en el exilio de Roma, Alfonso XIII sufrió como si hubiese perdido a su propio hijo. La víctima era hijo del infante don Carlos de Borbón y Borbón, cuñado de Alfonso XIII y abuelo materno del rey Juan Carlos I. Su hermana, María de las Mercedes de Borbón, se había casado en Roma, el año anterior, con el príncipe de Asturias, don Juan de Borbón.

El padre del fallecido supo labrarse una íntima amistad con Alfonso XIII durante su reinado. Fue en los primeros años delegado del rey en numerosas embajadas en el extranjero, y acabó casándose con su prima Mercedes, princesa de Asturias y hermana mayor del rey Alfonso XIII.

Pero una nueva desgracia asoló a esta otra trágica rama de los Borbones de España. El 17 de octubre de 1904, al día siguiente del nacimiento de su tercera hija, la infanta Isabel Alfonsa, de la que iba a ser padrino Alfonso XIII, murió la princesa Mercedes a consecuencia de las complicaciones del parto.

Por si fuera poco, diez meses después, en agosto de 1905, fallecía también en Madrid el segundo hijo del infante don Carlos de Borbón, Fernando, con sólo dos años.

La terrible secuencia de muertes fue muy dura para don Carlos, que dos años después contrajo segundas nupcias con la princesa Luisa de Orleans, hija de los condes de París y prima segunda del rey Alfonso XIII. De este segundo matrimonio nacieron el desgraciado infante don Carlos, el 5 de septiembre de 1908, y, dos años después, María, madre del rey Juan Carlos I.

Desde pequeño, el primogénito Carlos hablaba con su padre en español, mientras que con su madre se entendía en francés. Era un gran aficionado a la música, y disfrutaba jugando con sus primos, los hijos de Alfonso XIII y Victoria Eugenia, durante las excursiones a El Pardo, La Zarzuela y la Casa de Campo, en las que les acompañaban también sus otros primos Baviera y Orleans.

Mientras, su padre estrechaba lazos con el rey viajando en su nombre a Baviera para asistir a los funerales del príncipe regente Luitpold o asistiendo a la boda del ex rey Manuel II de Portugal, en la ciudad alemana de Sigmaringen.

Don Carlos era teniente coronel del ejército y había luchado en Marruecos en 1909; doce años después el rey le nombraría capitán general de Andalucía, y en 1930 le otorgaría el mando de la región militar de Cataluña y lo elevaría a la categoría de inspector general del ejército.

La llegada de la República unió aún más, si cabe, a don Carlos y al rey. El infante desembarcó con su familia en Marsella y desde allí se dirigió a París, donde se instaló en un piso de la madre Lóriga, hermana del conde del Grove, en la rue de Lannes. Durante esos años de exilio visitó en numerosas ocasiones al rey destronado en su residencia de Roma, y vibró de emoción al ver a su hija María de las Mercedes casada con el heredero de la dinastía, don Juan de Borbón.

Pero otro nuevo infortunio cogió desprevenidos a los Borbones desterrados de España: el estallido de la Guerra Civil levantó pasiones en el seno de la Familia Real. El infante don Carlos de Borbón, cuñado de don Juan de Borbón, vio colmado su propósito de alistarse en el ejército nacional, lo mismo que sus hermanas menores Dolores y Esperanza, enroladas como enfermeras en San Sebastián; sin embargo el conde de Barcelona no consiguió luchar del lado de los sublevados por más que lo intentó.

En abril de 2006 viajé fugazmente a Roma para conocer y entrevistar a un noble caballero que reside en aquella monumental ciudad desde hace más de seis décadas. Cogí un avión a primera hora de la mañana y aquel mismo día, por la noche, estaba ya de regreso en Madrid, radiante de satisfacción.

Eugenio Santa Olalla vive su solitaria vejez en una villa alquilada cerca del Coliseo. Le acompaña una especie de mayordomo que fue su chófer durante muchos años, hasta que el hombre, tras una delicada intervención de estómago, se mostró incapaz de conducir.

Santa Olalla es un consumado experto en la dinastía borbónica, especialmente en la rama de Alfonso XIII, a quien tuvo oportunidad de tratar a intervalos en el exilio. Al principio temí que no quisiera recibirme, dado que me habían advertido sobre su gran discreción, casi enfermiza. De hecho, se cuentan con los dedos de una mano las personas que conocen hoy su sorprendente erudición en cuestiones monárquicas, y eso que ha transcurrido casi un siglo desde que nació. Su edad, sin embargo, no es óbice para que este venerable anciano siga recitando hoy de memoria, con una lucidez asombrosa, los árboles genealógicos de los Borbones franceses y españoles, y sea incluso capaz de situar entre sus ancestros a cada uno de los grandes aristócratas españoles, desde los duques de Medina Sidonia o los de Alburquerque, hasta los de Medinaceli y los de Osuna. Un verdadero portento de sabiduría que ha rechazado por principio cualquier proposición editorial para publicar sus vastos conocimientos de heráldica. Asegura que no quiere ser famoso, razón por la cual posee uno de los caudales de conocimiento más brillantes que existen sobre el particular.

Mi admirado anfitrión me atendió amablemente durante casi tres horas en su hermoso despacho biblioteca, repleto de lustrosos lomos con tejuelos perfectamente alineados sobre los anaqueles que cubrían por completo las paredes. Eugenio Santa Olalla había dejado sobre la mesa de nogal con tapete verde el primer volumen, encuadernado en pasta española de la época, de los tres que integran La estafeta de Palacio, de Ildefonso Bermejo.

—Es una obra deliciosa —me dijo atusándose su mostacho de hurón, al ver que posaba la mirada sobre aquel ejemplar del siglo XIX. No hay duda de que Bermejo conocía los entresijos de la corte mejor que el pasillo de su casa.

Aunque circunspecto, aquel hombre era realmente ingenioso y, según transcurrió la conversación, pude comprobar que de circunspecto tenía más bien poco. Era la fuente de información con la que cualquier periodista, historiador o escritor ha soñado alguna vez.

Sin más preámbulos, conduje la entrevista hacia el tema que me había llevado hasta allí: el papel de Alfonso XIII y de su familia en la Guerra Civil española. Así que rompí de una vez el hielo:

—¿No le parece que Alfonso XIII vio en la Guerra Civil la gran oportunidad de volver a reinar en España? Era evidente —añadí— que el monarca aún no había olvidado la cruel sentencia de las Cortes republicanas declarándole «culpable de alta traición» y condenándole a ser «degradado de todas sus dignidades, derechos y títulos, que no podrá ostentar legalmente ni dentro ni fuera de España». ¿He leído bien?

El anciano, ligeramente corcovado, asintió pesaroso con su cráneo de alimoche; tras permanecer unos segundos en silencio, como si reflexionase, dijo:

—El rey siempre —enfatizó este adverbio— se mostró solidario con los sublevados. Le diré una cosa: la infanta doña Eulalia, su tía materna, reveló en cierta ocasión que el monarca había entregado un millón de libras esterlinas para la causa de Franco. ¿Verdad que el gesto es suficientemente revelador?

Asentí yo entonces con la cabeza.

—Pero le diré más —prosiguió—: en agosto de 1936, Alfonso XIII realizó una gestión decisiva en favor de los sublevados. El general Emilio Mola le había advertido al conspicuo monárquico Juan Ignacio Luca de Tena, en Burgos, que si en el plazo de ocho días no recibía más aviones de caza y bombardeo, la guerra estaba prácticamente perdida. El marqués de Luca de Tena viajó enseguida a Roma y encontró allí al consejero del rey, Pedro Sainz Rodríguez, quien le puso en contacto con el conde Ciano, ministro italiano de Relaciones Exteriores. Luca de Tena entregó a Ciano una carta de Mola para Mussolini. Al día siguiente, el ministro dijo que el Duce accedía a enviar a España los aviones que se le pedían y que, en el curso de las siguientes semanas, los aparatos saldrían por barco. Sin embargo, había un grave inconveniente: Mola no podía esperar tanto. Los aviones debían viajar por aire, pero Ciano argumentó que él no podía discutir con Mussolini, añadiendo que el único con autoridad para hacerlo era el rey Alfonso XIII, que en aquel momento se encontraba ¡de montería en Checoslovaquia!

—Claro —corroboré yo—. Pasaba algunas temporadas en el castillo de Metternich. No en vano la princesa viuda de Metternich, Isabel de Silva, era española...

—Sí, señor. En Praga se presentó al día siguiente Luca de Tena acompañado de Víctor Urrutia, dueño de la avioneta en la que viajaron hasta allí. Tras no pocas vicisitudes, lograron hablar al fin con el rey, que a la mañana siguiente telefoneó a Mussolini y en unas horas los aviones que Mola reclamaba desesperadamente salieron volando hacia Burgos. La situación se había salvado gracias a la fulminante mediación del rey, que, no contento con eso, visitó luego aquí, en Roma, al papa Pío XI para que apoyase a los sublevados.

—Tengo entendido que incluso la reina Victoria Eugenia hizo todo lo que pudo para apoyar la causa franquista...

—En efecto. Ella tenía gran influencia entre los británicos por su parentesco con la familia real inglesa. Así que escribió al diplomático español José Antonio Sangróniz, avisándole de que iba a celebrarse un banquete oficial en el palacio de Buckingham, al que había sido invitada. Como se esperaba también la asistencia del secretario del Foreign Office, míster Eden, la reina le indicó a Sangróniz que preguntara a Franco si convenía que ella le dijera algo a Eden para favorecer a la causa nacional. La intención, por sí sola, lo dice todo. Pero... aguarde un momento. ¡Darío!

Casi al instante se asomó a la estancia un hombre que, a juzgar por su cabello, increíblemente oscuro, parecía no haber cumplido los cincuenta; sin embargo, su rostro, deslucido y ojeroso, y el andar ligeramente inclinado, como si comprimiera el estómago, delataban que era bastante mayor.

—Darío, acérqueme por favor el portafolio que hay sobre la primera estantería —indicó Santa Olalla al tiempo que señalaba con su desfigurado índice a la izquierda de su mesa.

»Verá, voy a leerle una carta de mi archivo —me anunció segundos después, mientras se ceñía unos elegantes quevedos sobre su fina nariz aguileña—. Pero antes déjeme explicarle que Alfonso XIII seguía atentamente, en un mapa clavado en la pared, el avance del ejército de los nacionales en el frente norte. El 20 de octubre de 1937, ante el derrumbamiento de la resistencia organizada del ejército republicano, el general Aranda había ordenado el avance de unidades nacionales para cubrir todas las vías naturales de comunicación y apresar a los restos de los efectivos republicanos en su retirada. Al día siguiente, se derrumbaba la resistencia del ejército del norte y las unidades navarras entraban victoriosas en Gijón y Avilés, las principales ciudades de la Asturias republicana. Pues bien, la carta que ahora voy a leerle constituye la prueba fehaciente de la trascendencia que para Alfonso XIII siempre tuvo la causa nacional. La escribió el rey aquí mismo, en Roma, el 4 de noviembre de 1937, e iba dirigida a su tía, la infanta Paz. Decía así: «Perdona vaya escrita a máquina esta carta pero aparte de que la leerás mejor, es que tengo bastante dificultad en hacerlo por unos granos de ácido úrico que me obligan a forrar los dedos y limitan los movimientos...». Bueno, en realidad no era esto lo que yo quería leerle... Humm... Sí, aquí está. Preste atención: «Como verás, nuestra Cruzada continúa metódica y victoriosa, aunque lenta. No es de extrañar, dadas las enormes dificultades al encontrar todos los puentes volados y tenerse que hacer todo el abastecimiento por camiones automóviles y ser la región entre Santander y Asturias tremendamente montañosa». ¿Ha escuchado bien?

—Perfectamente —asentí—. Los soldados a las órdenes de Franco eran para Alfonso XIII unos auténticos «cruzados» que luchaban por la causa más noble por la que podía lucharse entonces: el restablecimiento de los valores cristianos frente al marxismo... y de la monarquía. Aunque sobre esto último Alfonso XIII se llevase la mayor desilusión de su vida al terminar la guerra.

—Desde luego que sí. Franco incurrió entonces en una gran paradoja histórica: pese a ser monárquico, optó por prescindir del rey para perpetuarse él en el poder; cosa que logró hasta su muerte, aunque convirtiese a España en reino con su Ley de Sucesión en 1947.

»Pero déjeme que le cuente ahora una anécdota muy ilustrativa ocurrida en Milán en los primeros días de noviembre de 1936, la escuché de labios de uno de sus protagonistas, César González Ruano, antiguo corresponsal en Roma del ABC de Sevilla y buen amigo mío. Estaba él una tarde en el suntuoso hall del hotel Excelsior Galia de aquella ciudad, con Alfonso XIII, don Juan de Borbón y el escritor Francisco Bonmatí de Codecido, biógrafo del rey. Llevaban toda la tarde hablando de las vicisitudes en España, cuando de pronto González Ruano le dijo al rey: «Como que yo soy el carnet número cinco de Falange». A lo que el rey, como una centella, le respondió: «Y yo, el menos quinientos. ¡Mira tú éste! ¿A ver si los primeros falangistas de España no fuimos el general Primo de Rivera y yo? Lo que pasa es que no siempre puede uno hacer lo quiera ni aun siendo rey».

—Me sorprende —dije sin dudar de la veracidad de la anécdota— que Alfonso XIII fuera capaz de proclamarse como uno de los primeros falangistas de España, antes incluso de la fundación de ese partido. Además, si no recuerdo mal, el jefe nacional de Falange, José Antonio Primo de Rivera, había ratificado el definitivo hundimiento de la monarquía un año antes del estallido de la Guerra Civil, durante un mitin muy celebrado por sus huestes.

—Pues la verdad es que tiene usted razón. Sea como fuere, lo cierto es que Alfonso XIII se puso desde el principio del lado de Franco, a quien enviaba telegramas de felicitación cada vez que el ejército nacional se adjudicaba una importante victoria.

Eugenio Santa Olalla removió a continuación los papeles de su archivador para extraer unas cuartillas que enseguida empezó a comentarme:

—En esta otra carta que conservo en mi archivo, Alfonso XIII cae rendido a los pies de Franco, a quien reitera el 9 de abril de 1939 «las más efusivas felicitaciones por la victoria final de las gloriosas tropas de su mando». Pero fíjese bien lo que le dice al Caudillo a continuación: «A sus órdenes, como siempre, para cooperar en lo que de mí dependa a esta difícil tarea, seguro de que triunfará y de que llevará a España hasta el final por el camino de la gloria y de la grandeza que todos anhelamos». ¡Pobre ingenuo! Es indudable que al rey sólo en muy contadas ocasiones le acompañó la buena suerte...

Santa Olalla era como un inagotable libro abierto. Y con su valiosa ayuda me dispuse a abordar otro aspecto no menos interesante de los Borbones durante la Guerra Civil: los frustrados intentos de don Juan de Borbón para luchar en la guerra de España del lado de Franco. Cuando el conde de Barcelona pidió permiso a su padre para alistarse en el ejército sublevado, el rey no pudo más que exclamar: «Me alegro de todo corazón. ¡Ve, hijo mío, y que Dios te ayude!». Su madre, más comedida, aceptó el destino de su hijo con un proverbio inglés: «Así tiene que ser. Las mujeres a rezar, los hombres a luchar».

Don Juan no esperó ni un minuto para intentar cruzar la frontera. El mismo 18 de julio de 1936 telefoneó desde Cannes al aviador monárquico Juan Antonio Ansaldo para preguntarle por qué paso fronterizo podía entrar en España. Pero como aún no se habían definido los distintos frentes de guerra, el voluntario de veintitrés años tuvo que posponer su viaje.

Don Juan no se dio ni mucho menos por vencido. Al día siguiente intentó acompañar a su ayudante, Luis Roca de Togores, en su viaje a España para unirse a las tropas franquistas, pero éste le disuadió, advirtiéndole de que era más seguro esperar a que algunos fieles pudiesen escoltarle.

Santa Olalla me recordó la primera tentativa seria de don Juan para combatir en España, acaecida el 1 de agosto de 1936, cuando aún no había muerto en acto de servicio el hermano de su joven esposa y no habían asesinado todavía a los hermanos Borbón de León en el tétrico cementerio de Aravaca:

—Don Juan —comentó mientras se encendía una cachimba de brezo— cruzó la frontera ese día por Dancharinea, el único puesto fronterizo abierto en la España rebelde. Le acompañaban el conde de Ruiseñada y el infante José Eugenio de Baviera, junto con otros fieles. Al llegar a Pamplona, el príncipe de Asturias se vistió con un mono de mecánico y se caló la boina roja carlista, luciendo también el símbolo de Falange en el pecho. Pero una orden tajante del general Mola impidió que «Juan López», nombre con el que don Juan pretendía pasar de incógnito, alcanzase el frente de Somosierra y se sumase a la columna del general García Escámez.

—Creo —señalé yo— que tuvo que contentarse con seguir entonces la marcha de la contienda sintonizando las emisoras de radio españolas.

—En efecto; frecuentaba el hotel Eden, en la via Ludovici, en uno de cuyos salones seguía las noticias que fluían de su radio maleta, colocada sobre una mesita baja. El tema de conversación con doña María y las personas que le visitaban era incansablemente el mismo: la guerra de España. Su biógrafo, Bonmatí de Codecido, militante de Renovación Española y sobrino político del líder monárquico José Calvo Sotelo, contaba que en una de esas ocasiones don Juan le asió del brazo para conducirle hasta su dormitorio, donde desahogó con él su tremenda impotencia al no poder combatir junto a los sublevados. «Mira, Paco, yo no puedo seguir ni un minuto más como estoy. Sufro horrores, como sabes, con esta imposibilidad forzosa de luchar por mi patria. Esto es algo superior a mis fuerzas», le confesó, desesperado, el conde de Barcelona. Y a continuación le tendió el documento en el que reclamaba a Franco un puesto a bordo del crucero Baleares.

—¿Se refiere a la carta en la que don Juan hacía valer ante el Caudillo su experiencia en la marina de guerra británica para combatir en la escuadra nacional, acatando su autoridad como jefe de Estado?

—La misma. Mire, guardo aquí una copia —dijo, y me la tendió.

El histórico documento estaba fechado el 7 de diciembre de 1936, cuando España llevaba ya cinco meses enzarzada en la guerra fratricida. El texto estaba escrito en papel con membrete del hotel Eden, y decía así:

Excmo. Sr. General Don Francisco Franco.

Mi respetado General:

En forma tal vez impremeditada, cuando la guerra de España tenía sólo el carácter de una lucha interna, he intentado tomar parte en ella. Aunque me impulsaban sentimientos bien ajenos a la política, comprendo y respeto las razones que entonces movieron a las autoridades militares a impedir mi incorporación a las tropas.

Actualmente, la lucha parece tomar, cada vez más, aspecto de una guerra contra enemigos exteriores, guerra en la que todos los buenos españoles de mi edad habrán podido hallar un puesto de combate. El deseo de hallarlo yo también, y en forma que aleje toda suspicacia, me mueve a someter a la benévola atención de V.E. mi aspiración.

Según noticias de prensa, se hallará pronto listo para hacerse a la mar el crucero Baleares, en el que podría prestar algún servicio útil, ya que he realizado mis estudios en la Escuela Naval Británica, he navegado dos años y medio en el crucero Enterprise de la cuarta Escuadra, he seguido luego un curso especial de artillería en el acorazado Iron Duke, y por último, antes de abandonar la Marina inglesa con la graduación de teniente de navío, estuve tres meses en el destructor Winchester.

Yo me incorporaría directamente al buque, me abstendría en absoluto de desembarcar en puerto alguno español, y desde luego le empeño mi palabra de que no recibiría ni aun a mis amigos personales.

Yo no sé, mi General, si al escribirle así infrinjo las normas protocolarias con que es normal dirigirse a un jefe de Estado. Le ruego, en todo caso, disculpe el que confíe a su corazón de soldado este anhelo mío de servir a España al lado de mis compañeros.

Con mis votos más fervientes por que Dios le ayude en la noble empresa de salvar a España, le ruego acepte el testimonio del respeto con que se reitera a sus órdenes y muy afectuosamente e.s.m.,

JUAN DE BORBÓN

—Aquí tengo también la respuesta de Franco —me indicó Santa Olalla en cuanto acabé de leer la carta de don Juan—. La verdad es que el Caudillo se hizo un poco el remolón y tardó más de un mes en responder a don Juan desde su Cuartel General de Salamanca, donde residía con su Estado Mayor, aunque la capital política de la España nacional estuviera en Burgos. Lea, léala... —me animó nuevamente.

La misiva era algo más breve que la de don Juan, y en ella Franco no se andaba por las ramas: se oponía tajantemente a que el conde de Barcelona tomase parte en la contienda. Su decisión, providencial y muy diplomática, dado que Franco argumentaba su negativa en «el lugar que ocupáis en el orden dinástico», como si pensara en don Juan como posible sucesor, tendría consecuencias históricas de primer orden. A mitad más o menos del documento, se decía:

Hubiera sido para mí muy grato el haber podido acceder a vuestro deseo, tan español como legítimo, de combatir en nuestra Marina por la causa de España; pero la seguridad de vuestra persona no permitiría que pudierais vivir bajo el sencillo título de oficial, pues el entusiasmo de unos y las oficiosidades de otros habrían de dificultar tan nobles propósitos; sin contar con que el lugar que ocupáis en el orden dinástico y las obligaciones que de él se derivan imponen a todos, y exigen de vuestra parte, sacrificar anhelos tan patrióticos como nobles y sentidos, al propio interés de la Patria.

Por todo ello, no obstante ser tan halagador vuestro deseo y tan valioso para la Marina española el aprovechamiento de vuestra pericia de oficial y vuestros sentimientos, en momentos que tantos compañeros han sido sacrificados por la barbarie roja, no me es posible seguir los dictados de mi corazón de soldado aceptando vuestros ofrecimientos.

Muy agradecido en nombre de España y de todos los compañeros de este Ejército y Marina por vuestros fervientes votos y entusiasmo, sabéis contáis con toda la simpatía y respetuoso afecto de este leal soldado que afectuosamente os saluda,

FRANCISCO FRANCO

—Esta vez —advertí al comprobar la firma—, el destino salvó a un Borbón de morir en la Guerra Civil.

—Y no a un Borbón cualquiera —puntualizó Santa Olalla—: nada menos que al heredero de la Corona en el exilio. Como usted sabrá, la noche del 5 al 6 de marzo de 1938, muy cerca de la isla de Formentera, fue hundido el Baleares, el crucero más moderno de la escuadra nacional. A bordo del buque perdieron la vida algunos compañeros de promoción de don Juan en la Escuela Naval de San Fernando. Pero don Juan, milagrosamente, se salvó... gracias a la tozudez de Franco.

El encuentro con Eugenio Santa Olalla se me pasó volando. Cuando consulté el reloj, eran ya casi las tres de la tarde y aún no habíamos almorzado. Me despedí de él afectuosamente y tomé un taxi hacia el aeropuerto, donde al llegar pedí un tentempié en la barra de la cafetería.

Mientras, puse en marcha la grabadora para comprobar que toda la conversación había quedado registrada. Pulsar el PLAY después de cada entrevista era para mí, desde que tenía veinte años, una especie de ritual que cumplía indefectiblemente. Por nada del mundo estaba dispuesto a experimentar de nuevo la frustración que sentí cuando, a la hora de transcribir en la redacción una de las primeras entrevistas que realicé para un periódico de provincias durante los dos meses de prácticas en verano, mientras estudiaba la carrera de Periodismo, reparé en que no se había grabado ni una sola palabra de la charla que había mantenido con el Nobel de Literatura Camilo José Cela. Todavía recuerdo el gesto de estupefacción y rabia de mi director cuando le dije lo que acababa de sucederme. Huelga decir que la entrevista, en líneas generales, apareció publicada al día siguiente, con llamada en portada y todo.

Santa Olalla era un prodigio de datos y anécdotas que a su avanzada edad aún recordaba con increíble exactitud. A bordo ya del avión, al recapitular en mi memoria algunos pasajes de mi conversación con él, me detuve en la vía de investigación que me había recomendado minutos antes de la despedida: «¿Por qué no indaga usted en los Borbones fallecidos durante la Guerra Civil? Es un campo casi inexplorado», dijo mientras Darío me alcanzaba el paraguas que había dejado en un bastonero del hall de entrada.

Sin saberlo, Eugenio Santa Olalla había acotado con extraordinaria perspicacia el capítulo que pretendía abordar cuando mi joven editor, David Trías, me propuso escribir para Plaza & Janés un nuevo libro que se titulase La maldición de los Borbones. Enseguida reparé: «¿Por qué no investigar a los familiares de la Casa Real que murieron en acto de servicio o fueron vilmente asesinados durante la contienda? ¿Acaso aquel infierno no formaba parte de esa especie de maldición que había asolado a los descendientes directos o indirectos de Felipe V, el primer Borbón que reinó en España?».

El propio Santa Olalla me facilitó los datos de una persona que podía servirme de gran ayuda en mi investigación. El hombre en cuestión había sido compañero de Alfonso de Borbón Dampierre, primogénito de don Jaime de Borbón y Battenberg, en la milicia aérea universitaria que ambos realizaron en el aeródromo burgalés de Villafría, a finales de los años cincuenta. Allí compartieron alegrías, juergas y cansancios hasta que, concluido el servicio militar, dejaron prácticamente de verse.

Andrés Gutiérrez, como se llama, se licenció en Derecho, como el duque de Cádiz, y a sus setenta años recién cumplidos aún sigue colaborando en dictámenes para un prestigioso despacho de abogados.

Gutiérrez residió algunos años en Roma, con su esposa y sus tres hijos pequeños, a finales de los años sesenta. Fue allí donde conoció a Eugenio Santa Olalla, y enseguida surgió entre ellos la química necesaria para charlar sin desfallecer, incluso hasta de madrugada, sobre los amoríos de Isabel II, la tuberculosis de Alfonso XII, la vocación militar de Alfonso XIII o, más recientemente, sobre el papel del rey Juan Carlos en el golpe de Estado del 23-F.

Hoy vive con su familia en un hermoso chalet de un lujoso barrio residencial madrileño. La sofocante tarde de julio que le visité, sentí un indescriptible alivio cuando me invitó a sentarme con él bajo un gigantesco sauce llorón. Tan grande era la parcela, que parecía no tener límites; un angosto riachuelo surcaba el césped. Nos instalamos en unos sillones de teca cómodamente almohadillados. Eran alrededor de las cinco y media cuando empezamos a charlar acompañados de un humeante café y unas deliciosas pastas de la repostería Mallorca. Mi anfitrión me ofreció una robusta vitola de edición limitada, pero la rehusé, no sin antes agradecerle su generoso detalle.

—No sabe usted lo que se pierde. Yo fumo desde los diez años y ni un solo día de mi vida me he arrepentido de hacerlo; tampoco creo que lo haga ya a mi edad, la verdad. Pero en fin, dígame usted qué le interesa.

—Bueno, como le anticipé por teléfono, estoy preparando un trabajo sobre los Borbones que murieron en la Guerra Civil... —dije con mirada codiciosa, como si buscase el tesoro de un legendario galeón.

—Sugestivo tema, sin duda, y bastante desconocido, por cierto.

—Sí, eso mismo me dijo Eugenio Santa Olalla.

—¡Ah, Eugenio...! Ese hombre sabe sobre los Borbones lo que no está escrito en los manuales.

—Él me comentó eso mismo sobre usted.

Andrés Gutiérrez encogió su fornido cuello de caimán, fingiendo un gesto de humildad, y añadió:

—Le voy a contar algo: recordará usted seguramente la horrible muerte de Alfonso de Borbón Dampierre, hace ahora dieciséis años.

—Claro —corroboré yo—; murió degollado por un cable de acero mientras descendía por una pista de esquí en la estación invernal de Beaver Creek, en el estado norteamericano de Colorado. En su día fue un hecho muy comentado.

—Pues bien, aquel trágico accidente, o asesinato, no se sabe aún hoy con certeza absoluta, me afectó entonces mucho más de lo que podía imaginarme...

—¿Asesinato? La verdad es que es posible que...

—¿Posible, dice usted? Probable, diría más bien yo. Aún nadie ha explicado qué diablos hacía el señor Daniel Conway levantando el grueso cordel de una pancarta de meta mientras Alfonso descendía por una pista que se había cerrado al público. Nadie ha explicado tampoco por qué aquel hombre desapareció sin dejar rastro. Haría usted muy bien en investigar aquella trágica muerte, tal vez en otro libro...

—En fin, quizá algún día me decida a escribir algo sobre ese turbio asunto —comenté sin mucho convencimiento.

—Como le decía —añadió él, retomando el curso de la conversación—, yo conocí al duque de Cádiz mientras hacíamos el servicio militar en Burgos y, aunque luego apenas volvimos a vernos, guardaba un entrañable recuerdo de él. En cuanto me enteré de su muerte, me eché a llorar como un niño. Sí... no sé cómo explicárselo, pero tuve la sensación de haber perdido para siempre a un hermano gemelo. Pensé entonces en él, en su desdichada vida, marcada por el destino más cruel. Recordé su dolorosa separación de Carmen Martínez Bordiú, que le abandonó despiadadamente; reviví el brutal accidente de coche en el que murió su hijo Fran, de sólo once años, cuando regresaba de esquiar con él en Candanchú; pensé en su padre, el infante don Jaime, que era sordomudo y murió también de forma trágica en Suiza, tras enamorarse perdidamente de una mujer alcohólica que arruinó su vida. Carlota Tiedemann creo que se llamaba. Entonces empecé a interesarme por los Borbones que habían fallecido de forma trágica, como Alfonso, y recordé que mi padre me había hablado en cierta ocasión de los hermanos Gerardo y Javier Osorio de Moscoso y Reynoso, y del hermanastro de éstos, Ramón Osorio de Moscoso y Taramona, que murieron fusilados en Paracuellos del Jarama el 28 de noviembre de 1936.

Andrés Gutiérrez acababa de proporcionarme tres valiosos acordes para la trágica sinfonía que me proponía reinterpretar casi setenta años después. Los Osorio de Moscoso estaban emparentados con los Borbones. Entre sus antepasados figuraban los marqueses de Astorga-Altamira, personajes de la corte muy apreciados por la reina gobernadora, María Cristina de Borbón, cuarta esposa de Fernando VII y madre de Isabel II. Tanto fue así, que el heredero del marquesado, José María, se desposó con la infanta doña Luisa Teresa, cuñada y prima hermana de la reina Isabel II, emparentándose con la Casa Real española. Los marqueses consolaron luego a Isabel II en el exilio parisino, tras la Revolución de 1868, junto a otros fieles monárquicos como el general Manuel Gasset, distinguido con el marquesado de Benzú por su heroica participación en la guerra de Marruecos. Gerardo y Javier Osorio de Moscoso y Reynoso, condes de Altamira y de Trastámara, respectivamente, pertenecían así a la copiosa familia de los Borbones.

—¿Qué le contó su padre sobre ellos? —me apresuré a preguntarle a Andrés Gutiérrez, que aún mantenía esa mirada afligida, evocadora.

Antes de proseguir su relato, mi anfitrión succionó como una ventosa su robusto habano y soltó luego el denso humo muy despacio.

—Verá usted, la historia que voy a contarle es dura, muy dura... A mi padre —añadió con voz áspera— lo detuvieron a finales de octubre de 1936, en su casa de Sainz de Baranda. Entonces, Sainz de Baranda, como Ibiza o Doctor Esquerdo, eran calles situadas en el extrarradio de Madrid, donde con frecuencia aparecían cadáveres agujereados por los vándalos de las checas. Cadáveres que los asesinos, o incluso a veces los propios vecinos, se encargaban de saquear, despojándolos de la ropa o de cualquier otra cosa que llevasen encima, aunque careciese de valor. Escoltado por dos milicianos, mi padre fue conducido hasta la checa de Fomento, donde permaneció cuarenta y ocho horas, al cabo de las cuales el «tribunal» que le juzgó decretó su ingreso en la prisión de San Antón.

—¿San Antón? ¿No era un antiguo colegio de los Escolapios? —pregunté, casi convencido.

—En efecto. Convirtieron el gran caserón del colegio en una prisión a la que se accedía por la calle Farmacia, aunque el edificio daba también a la calle Hortaleza. Su director fue al principio Leonardo Feito. Pero, al cerrar la cárcel Modelo, el director de ésta, Jacinto Ramos, sustituyó a Feito al frente de San Antón.

»Fue precisamente en San Antón donde mi padre conoció a los hermanos Osorio de Moscoso. Más de una vez despotricó él de los milicianos de la CNT, la FAI y el Partido Sindicalista, porque no cesaban de insultar a los presos y de amenazarlos con incluir su nombre en las listas de la muerte. «¡Os vamos a pinchar!», «¡Fascistas de mierda!», «¡Vais a morir como perros!», vociferaban.

»Recuerdo perfectamente que mi padre me hablaba de dos sargentos de milicias que se ensañaban con los hermanos Osorio de Moscoso. A uno le apodaban “el Tartaja”; el otro era un tal “Petrof ”. Los dos individuos tenían una fijación especial con las familias burguesas, y no digamos ya con las que estaban emparentadas con la Casa Real, como era el caso de los Osorio de Moscoso. Aquellos días fueron para ellos, y la verdad es que para todos, peores que un infierno. Mi padre los recordaba con auténtico pavor.

—¿Qué más recordaba de aquellos días en San Antón?

—La vida allí era rutinaria y miserable. Algunos detenidos dormían sobre el somier de las camas de los antiguos colegiales; otros lo hacían sobre unos petates de borra que se fabricaban ellos mismos. Descansar sobre un colchón era un auténtico lujo del que se privó siempre a los hermanos Osorio de Moscoso, a quienes el miliciano de turno les dijo una noche, con malvada ironía: «Perdonad, altezas, que hoy no os hayan hecho la cama».

»Cada mañana, después del recuento de presos, mi padre y sus compañeros de galería bajaban por la escalera y atravesaban un patio que los conducía hasta la entrada de los comedores que antes habían utilizado los colegiales. Una vez allí, cada uno recibía un vaso y una cuchara de metal, junto con un pedazo de pan. Mi padre se sentaba a veces en el mismo banco que los Osorio de Moscoso, junto a las mesas de mármol donde almorzaban antes los alumnos de la escuela. Entonces, los empleados de cocina, que eran también presos, servían “el café”. Era en realidad una pócima asquerosa, de un color pardusco, que había sido azucarada. Los comensales, hambrientos, mojaban ahí el pan, se lo comían y se bebían luego lo que sobraba.

»Tras el desayuno, regresaban a sus celdas y se efectuaba un nuevo recuento. Poco después, iban a los patios, donde se congregaba la población penal: más de dos mil presos, entre aristócratas, generales, frailes del monasterio de El Escorial, y hasta hermanos de San Juan de Dios que atendían el psiquiátrico de Ciempozuelos.

—Supongo que su padre coincidiría allí también con los hermanos Osorio...

—Sí, me habló de ellos. Tenían una fe absoluta en el triunfo de las tropas de Franco, como la mayoría de los reclusos que seguían paso a paso los movimientos de las columnas nacionales a través de una sencilla radio de galena y de unos auriculares que habían podido introducir en la prisión. Pero, en general, existía una incertidumbre, o más bien una seria preocupación, sobre lo que podía ocurrir si, como se esperaba, las tropas de Franco conquistaban la capital y el gobierno de la República se veía obligado a huir en desbandada de la ciudad. Existía el riesgo de que en las horas inmediatamente posteriores, o peor aún si transcurrían días, las masas desconcertadas, amparadas en la ausencia de autoridad, optasen por morir matando. Ese peligro, como era lógico, inquietaba a los Osorio de Moscoso, que más de una vez expresaron su temor con evidente recelo, dadas sus sospechas de que el gobierno había introducido a un número indeterminado de espías entre la población penal para desbaratar sus planes y llevarlos ante el paredón. Especialmente desde la matanza registrada la madrugada del 7 de noviembre, que sembró el pánico entre numerosos detenidos.

—¿Se refiere usted a la saca de militares que días antes se habían negado a combatir en favor de la República, firmando así su sentencia de muerte? Si así fuera, se trató de la única saca mala de las tres que se efectuaron aquel día; dos de ellas acabaron en la prisión de Alcalá de Henares, mientras que la tercera fue desviada a Paracuellos del Jarama...

—A esta última me refiero. Mi padre me contó los detalles. A las cuatro de la mañana del día 7, los milicianos irrumpieron en las celdas y encendieron las luces. «¡Que se levanten todos los militares!», gritaron. Hubo un grupo situado al fondo de la galería que se negó a salir. Su líder era el coronel de Caballería José Góngora, secundado por un antiguo capitán de la Guardia Real del que no recuerdo el nombre. «De aquí no salimos si no es con los pies por delante», retaron ambos a los milicianos. Pero cualquier resistencia era inútil. Un centenar de hombres armados custodiaban el edificio, además de los que en aquel momento trataban de intimidar con sus pistolas a los militares, en el interior de la prisión. Aun así, el general Araújo intentó abrirse paso para hablar con el director de la prisión, pero un capitán de milicias se lo impidió. Al final, los que estaban en la galería influyeron en los militares rebeldes para que cesasen en una actitud que era inútil y peligrosa para todos. Instantes después, los militares desfilaban, resignados, detrás del teniente general López Pozas, último jefe del Cuarto Militar del rey Alfonso XIII. Entonces, el miliciano que leía los nombres de los infortunados se detuvo en el de Manuel Romero de Tejada, que había dirigido la yeguada real de Aranjuez. Cuando le llamó por segunda vez, uno de los allí presentes dijo que estaba enfermo. «¡Pues que se levante!», ordenó el miliciano. Poco después, Romero de Tejada salió al pasillo, abatido por la fiebre, con un evidente gesto de dolor, y al cruzarse con el marqués de Valdeiglesias, se despidió para siempre de él: «Espero que tengas más suerte que yo».

—Y así fue —corroboré yo—. Valdeiglesias salvó la vida, mientras que aquel infeliz y los cincuenta y cuatro que le acompañaban hallaron la muerte en Paracuellos del Jarama; en el mismo lugar donde, veintiún días después, fueron también fusilados los hermanos Osorio de Moscoso. La falsa orden de libertad iba firmada en aquella ocasión por Segundo Serrano Poncela, lugarteniente de Santiago Carrillo en la Junta de Defensa de Madrid, y llevaba también, más abajo, la firma del director de la cárcel, Jacinto Ramos.

—Fue una repugnante farsa —comentó, visiblemente enojado, Andrés Gutiérrez—. Aquellos hombres fueron conducidos al patíbulo de la forma más infame. Horas antes, habían tenido su «juicio» particular ante una pareja de milicianos y una mecanógrafa que iba tomando nota de todo. «¿Qué ideas políticas profesa usted?», «¿Qué ideas religiosas?», «¿Ha tomado parte en el levantamiento militar?», «¿Le ayudó con su dinero?», «¿A quién ha votado usted en las últimas elecciones?», «¿Con qué dinero cuenta para vivir?»... A los hermanos Osorio les despacharon rápido: bastaba con ser monárquico para ser declarado enemigo de la República y del pueblo.

»Por cierto —dijo Andrés Gutiérrez, ya más calmado—, que apenas unos días antes había muerto muy cerca de Madrid el príncipe Alfonso de Orleáns y Sajonia-Coburgo, hijo de don Alfonso de Orleáns y Borbón.

—¿Alfonso de Orleáns y Borbón? ¿Se refiere al hijo de la infanta Eulalia de Borbón y del infante don Antonio, que era primo del rey Alfonso XIII?

—El mismo. Su primogénito Alfonso, que justo antes del estallido de la Guerra Civil trabajaba en una fábrica en Coventry, Inglaterra, intentó un aterrizaje forzoso el 18 de noviembre de 1936, con tan mala fortuna que el avión que pilotaba se estrelló. Era coronel al mando de una brigada aérea, y se había alistado junto con su hermano Álvaro en la aviación nacional, mientras que el tercero de los hermanos, Ataúlfo, combatía en la Legión Cóndor alemana.

—Ahora que lo dice, la trágica muerte del príncipe Alfonso de Orleáns me recuerda la no menos trágica del aviador Luis Alfonso de Borbón y de Caralt, fallecido en otro accidente aéreo en la localidad madrileña de Hoyo de Manzanares. También él servía a las órdenes de Franco.

—Igual que Alfonso de Borbón y Pintó —precisó Andrés—, a quien se le concedió la medalla militar individual por su demostrado valor. Era comandante jefe del Tercio de Requetés Castellano de Mola, y resultó muerto en el frente Vértice-Granadella, el día de Navidad de 1938. Fíjese lo que es la vida, que su esposa, María de las Angustias Pérez del Pulgar y Alba, marquesa de Santa Fe de Guardiola, murió de pena el 8 de junio de 1939, concluida ya la guerra.

—Tremendo... ¿Recuerda a algún otro Borbón que muriera durante la Guerra Civil?

—Sí, claro. Alberto Enrique de Borbón y Castellví, duque de Santa Elena y abuelo de Alfonso de Borbón y Pintó. Un militar de los pies a la cabeza, capitán general de Valladolid y de Canarias, a quien le fue otorgada la Gran Cruz del Mérito Militar con distintivo blanco y rojo, así como la de la orden de San Hermenegildo. Murió en acto de servicio, en Madrid, el 22 de enero de 1939, apenas tres meses antes de que acabara la contienda.

—¿Le dice algo el nombre de José Luis de Borbón Rich?

—Por supuesto —dijo muy seguro Andrés Gutiérrez—. Era el primogénito de José María de Borbón y de la Torre, hermanastro de los infortunados Borbón de León, asesinados en el cementerio de Aravaca. Pero déjeme que antes le cuente algo muy delicado sobre el padre, que era militar. Al parecer, en un ataque de celos, José María de Borbón y de la Torre le quitó la vida a su propia esposa, María Luisa Rich, de un disparo, mientras ésta estaba en el cuarto de baño. Los hechos, acaecidos en febrero de 1926, fueron silenciados con la complicidad del rey Alfonso XIII.

—¡Qué me dice!

—Lo que acaba de escuchar...

—¿Y qué le ocurrió a su hijo?

—José Luis de Borbón Rich murió también de forma trágica: fue fusilado por el ejército republicano en Gerona, en agosto de 1936. Y ahora le daré un dato más sobre la mala estrella que siempre ha acompañado a los Borbones: su hermano, Carlos de Borbón Rich, era abuelo del capitán Juan Ignacio López de Borbón, uno de los sesenta y dos militares muertos en el accidente del avión ucraniano Yakolev-42 en mayo de 2003.

—¡Asombroso! No deja usted ni un cabo suelto.

—Bueno, como le dije al principio, la muerte de Alfonso de Borbón Dampierre me marcó tanto, que me propuse averiguar todos los entresijos de esta desgraciada familia.

—Ya veo que no ha perdido usted el tiempo —dije para estimular de paso su deseo de impresionarme.

—Pues le demostraré una vez más que tiene usted razón: ¿sabe quién era Alberto de Borbón Rich?

—Pues... hermano de José Luis y Carlos, de quienes acaba usted de hablarme.

—Sí, pero... ¿sabía usted que fue un hombre muy polémico durante la Transición democrática por haberse declarado públicamente republicano pese a su apellido? ¿Conoce la durísima carta que Alberto de Borbón o, mejor dicho, «Albert» de Borbón, como se le llamó tras haberse nacionalizado francés en 1970, dirigió al entonces príncipe don Juan Carlos al año siguiente, renegando de su familia?

Andrés Gutiérrez recogió un portafolio que había dejado sobre una silla de hierro forjado, lo abrió y extrajo de su interior unas cuartillas.

—Lea usted si quiere —dijo, tendiéndomelas.

Era una copia de la carta que «Albert» de Borbón había dirigido a Ramón de Alderete, secretario personal de don Jaime de Borbón y Battenberg, adjuntándole a su vez una copia de su misiva al actual rey de España, Juan Carlos I, que Alderete le había reclamado con sumo interés.

No pude evitar mi curiosidad y empecé a devorarla enseguida. Decía así:

París, 27 de noviembre de 1971

Mi querido amigo:

Me pides una copia de mi carta a Juan Carlos y, aunque está lejos de ser una carta histórica, te la envío, y te autorizo para que la utilices como mejor te parezca.

Mi carta no es una censura, sino una queja contra la fatalidad del destino, contra ese complejo de soberbia y desunión que existe en toda mentalidad «borbónica», ese odio de los unos hacia los otros, ese desprecio instintivo de competencia, ese creerse cada uno mejor que los otros, con más tradición, con mayores derechos, con más pureza de sangre... ¡Como si ser más Borbón supusiese ser más que Dios! ¡Cuando, en realidad, ser más Borbón es estar más tarado, ser menos inteligente, ser más inútil! ¡Una familia que reemplaza por el orgullo el talento, la capacidad y el trabajo!

¿Conoces tú algún Borbón que haya sido algo en el desarrollo de una sociedad? ¿Algún médico? ¿Algún ingeniero? ¿Algún sabio? ¿Algún escritor? Nada más que militares de carrera sin méritos; técnicos de balística o estrategas. Pero mi carta tenía una finalidad.

Porque tú sabes que para la mentalidad de un pueblo, la familia o los parientes de un rey tienen responsabilidades a nivel de los «privilegios imaginados».

Pero los Borbones-Reyes no han dado honores ni privilegios a sus parientes. Ellos, poderosos, huyen, y sus parientes, sin poder alguno, pagaron con su vida la «cuenta» de llamarse Borbón. ¡Once fueron fusilados en Madrid! [durante la Guerra Civil]. Los once pertenecían a este grupo de parientes pobres, cuyo único delito era el «pecado original» de pertenecer a esta nefasta familia.

Y olvidando el pasado, nos encontramos frente al porvenir. ¿Va a repetirse la historia? ¿Esta prueba monárquica no servirá de señal de alarma a los parientes de Juan Carlos? Porque, con Juan Carlos, Rey... llamarse Borbón es ¡como llamarse Sánchez! Pero, con Juan Carlos en fuga, para un pueblo que pide «cabezas»... un Borbón es un semi Rey, un privilegiado, un responsable de sus desgracias...

Entonces, ¿qué nos reserva el destino en esta aventura política?

Ante la experiencia, querido Ramón, voto por la República.

Es preferible ser poco y pagar por poco, que ser poco y pagar como si se fuera mucho. ¿No lo crees tú?

Un abrazo de tu amigo

ALBERTO JOSÉ DE BORBÓN

Al terminar de leerla, reparé en que junto a esa carta estaba la otra que con tanto ahínco Alderete había reclamado a su amigo. Fechada el 30 de octubre, «Albert» de Borbón se dirigía a don Juan Carlos I apelando a la memoria de su abuelo, el rey Alfonso XIII:

Don Alfonso fue un rey amado por unos y odiado por otros. Nunca fueron «sus parientes» quienes más le amaron, y siempre fueron «sus parientes» quienes más le odiaron.

Don Alfonso enviaba a África a «sus parientes» para que los moros simplificasen el árbol genealógico de su familia. «Los parientes» aumentaban la oposición en el carlismo y en la República.

Han pasado muchos años... República, guerra, represión, falangismo... Y once muertos entre «sus parientes» que pagaron la cuenta que un Rey había olvidado pagar al partir: don Alfonso.

Han pasado muchos años, pero, como si fuera ayer, todo está como antes: las actitudes no cambian en las dinastías. En París, he visto de lejos a don Juan Carlos, como en Madrid veía, también de lejos, a don Alfonso.

Moraleja: el peor de los enemigos de un Rey son «sus parientes» despechados y humillados, porque saben que tendrían que pagar con once nuevos muertos los privilegios que nunca han tenido.

Mientras regresaba en coche a casa, me martilleaban en la memoria algunas frases deslavazadas de aquella increíble carta: «¡Once fueron fusilados en Madrid!». Pero las cuentas no me cuadraban. Pronto reparé en que «Albert» de Borbón Rich se había equivocado al sumar. No fueron once los Borbones fusilados durante la Guerra Civil, sino ocho: su hermano José Luis de Borbón Rich, Elena de Borbón y de la Torre, Enrique y Alfonso de Borbón y de León, Jaime de Borbón y Esteban, Gerardo y Javier Osorio de Moscoso y Reynoso, y Ramón Osorio de Moscoso y Taramona. Otros dos, Luis Alfonso de Borbón y de Caralt y Alfonso de Orleáns y Sajonia-Coburgo, murieron en sendos accidentes aéreos durante la contienda. Y tres más, en el frente: Alfonso de Borbón y Pinto, Alberto Enrique de Borbón y Castellví, y Carlos de Borbón y Orleáns. En total... ¡13!, ¡el número fatídico que acompañó durante toda su vida al rey Alfonso XIII!

Por último, otra frase lapidaria de aquella implacable carta dirigida a Ramón de Alderete se me repetía como un eco incesante: «Ser más Borbón es estar más tarado, ser menos inteligente, ser más inútil...». Pensé entonces en Felipe V, el primer Borbón que reinó en España. Y recordé el terrible diagnóstico que de él dejó escrito el psiquiatra Vallejo Nájera: «Ciclofrénico, hipomelancólico o deprimido constitucional».