8 LA MALDICIÓN DE LOS ALFONSOS

El octavo Borbón de España era de constitución débil y enfermiza, propenso a contraer gripes, catarros y rinitis, requiriendo con frecuencia las atenciones de sus médicos. Uno de sus maestros anotó: «Desde los siete años se hizo visible cómo el desequilibrio entre la naturaleza física del Príncipe y sus facultades intelectuales era grande». En efecto, la claridad de mente del futuro Alfonso XII contrastaba con su mediano desarrollo orgánico y su discreta estatura. «A los 12 años —explica el psiquiatra Enrique Rojas, que ha estudiado a fondo su personalidad—, era de cuerpo fino, estatura regular, un poco más bajo de lo que correspondía a su edad, suelto de movimientos, con una gran viveza en la mirada y con unos matices en su contacto con las personas enormemente entrañables.» Estas últimas cualidades de su carácter recordaban la forma de ser de su madre, la reina Isabel II; no así, como era lógico, a las de su padre oficial, Francisco de Asís, un hombre pusilánime y retraído, como hemos visto.

Lo más destacable de la personalidad de Alfonso XII era, como subraya Rojas, la ausencia de la figura paterna, a la cual aludirá el monarca en los momentos más decisivos de su vida, echándola mucho en falta. «Francisco de Asís —explica Rojas— es una figura que nosotros los psiquiatras denominamos como “la ausencia paterna”, es decir, un padre desentendido de los avatares fundamentales que deben darse en el troquelaje psicológico del hijo.» Pasaba por alto Rojas, sin embargo, que el verdadero padre de Alfonso XII, a falta de la decisiva prueba de ADN, no era Francisco de Asís —impotente y probablemente homosexual, según otro eminente psiquiatra, como también vimos en su momento—, sino muy posiblemente el apuesto oficial Enrique Puigmoltó y Mayans, nacido en Onteniente en 1827, hijo de un prócer valenciano, el conde de Torrefiel, y fallecido en 1900. Era de tal relevancia este hecho, que Balansó no se recataba al afirmar: «Por culpa de esta reina [Isabel II], a partir de Alfonso XII la Casa de los Borbones iba a convertirse, para los antidinásticos, en la estirpe espuria de los Puigmoltejos. Hoy, si el tema llegara a plantearse, bastaría una simple prueba genética para disipar dudas».

Tras pasar por la Academia de Ingenieros, Puigmoltó fue destinado el 8 de marzo de 1856 como oficial al regimiento del arma, de guarnición en Madrid. Desde entonces se ganó el favor de la reina Isabel II, que le distinguió con la Gran Cruz de San Fernando de primera clase y con el título de vizconde de Miranda.

La ausencia de un padre llevó a Alfonso XII a encontrar en su tutor, Isidro José Osorio de Silva-Zaya, la anhelada figura de referencia. Esta especie de padre putativo, treinta y tantos años mayor que el monarca, se completó luego con la dedicación de otras personas, como el conde de Cheste y el propio Antonio Cánovas del Castillo.

Pero retomemos los rasgos que configuraron la individualidad fisiológica de Alfonso XII. Para ello resulta muy útil la detallada historia clínica del monarca que elaboró el doctor de la Real Cámara y catedrático de la Universidad Central, Tomás Santero y Moreno, a finales del siglo XIX. El doctor Santero confirmaba la predisposición de Alfonso XII a padecer episodios febriles como consecuencia de algún ejercicio fuerte, así como frecuentes catarros por el clima frío y húmedo en el que vivía.

Resultaba curioso que el rey no sufriera manifestaciones ostensibles del herpetismo que había amargado la vida a su madre y también a su presunto padre, Enrique Puigmoltó, quien, según consta en su hoja de servicios conservada en el Archivo Histórico Militar de Segovia, padecía también trastornos en la piel.

Conforme se fue haciendo mayor, se intentó vigorizar su constitución con ejercicios físicos y baños de mar, y pronto el futuro rey se aficionó a la caza, a los caballos y al patinaje sobre hielo.

Cuando vino a España, tras la Restauración, siendo aún muy joven, hubo de salir de campaña con motivo de la guerra civil que asoló a las provincias del norte; allí sufrió los influjos de la intemperie, padeciendo por ello algún catarro agudo.

En agosto de 1883 le sorprendieron los sucesos de Badajoz y la Seo de Urgel, lo que le obligó a salir de pronto a recorrer las provincias del este con el sofocante calor estival, a caballo muchas veces, aspirando el polvo del camino y con poco descanso. Como consecuencia de todo ello, su delicada salud se resintió con una angina febril, pero el rey se negó a guardar cama por estimar que las circunstancias no se lo permitían.

Fue en el otoño de 1883 cuando se manifestaron por vez primera hechos morbosos que precedieron a su última enfermedad, aunque no fueron la causa de aquélla. Como consecuencia de un enfriamiento, «sufrió S.M. —consigna el doctor Santero— a fines de noviembre una pleuresía reumática del lado derecho con interés principal de la pleura costal, así como de los tejidos intercostales y el catarro bronquial correspondiente, cuya afección fue de mediana intensidad».

Por si fuera poco, en la primavera siguiente volvió a enfriarse al presenciar unas maniobras militares de Caballería, exponiéndose además al relente de la Casa de Campo, adonde iba con frecuencia en coche descubierto. El resultado fue un proceso gripal que obligó al regio enfermo a guardar cama. Así, entre catarros, transcurrió buena parte de su corta vida.

Pero la Gaceta, el órgano oficial del gobierno, no consignó ni un solo parte de enfermedad en los tres años anteriores a su muerte. Quiso silenciarse así su verdadero estado de salud incluso en sus últimos momentos.

«¿De qué murió el rey?», se preguntaba el doctor Izquierdo. Y él mismo se respondía: «De un acceso de disnea, a juzgar por el diagnóstico que el doctor Camisón estampó en la Gaceta; pero un acceso de disnea no es una enfermedad, es un síntoma, y con este síntoma se enmascara la verdadera causa, que también se había ocultado durante toda su evolución».

¿Cuál fue entonces la verdadera causa de la muerte de Alfonso XII? Sin duda, la tuberculosis —la «tisis», como entonces se la llamaba—, una enfermedad que de sólo nombrarla producía pánico y que los médicos tal vez trataron de ocultar a la opinión pública para que nadie cuestionara la «saludable» herencia borbónica. ¿Por qué otra razón ocultaron si no al pueblo el auténtico padecimiento del monarca, como advertía muchos años después el doctor Izquierdo?

Los padres de Alfonso XII no tuvieron jamás síntomas tuberculosos. La reina Isabel II padeció dermatosis rebeldes y fue obesa, probablemente a raíz de una insuficiencia tiroidea, como apuntaba el doctor Izquierdo. Gozó de buena salud hasta su muerte, que le sobrevino a los setenta y tres años en París, en su palacio de Castilla, el 9 de abril de 1904. Su desenlace fue casi repentino, en el curso de un estado gripal complicado con miocarditis. Aquella mañana la levantaron de la cama para sentarla en una butaca. Poco después mandó llamar a su yerno, el príncipe Luis Fernando de Baviera, ante quien exclamó: «¡Cógeme las manos!... Siento en el pecho una cosa muy rara... Parece que voy a desmayarme...». Y murió fulminada.

Aun suponiendo que el progenitor de don Alfonso —el oficial Enrique Puigmoltó— hubiera padecido una tuberculosis de tipo fibroso, de las que pasaban entonces inadvertidas por considerarse catarros crónicos, los médicos sabían perfectamente que esta enfermedad no era hereditaria. «Lo que sí se hereda —advertía el doctor Izquierdo— es la predisposición, y la constitución asténica reúne las cualidades genotípicas necesarias para que en ella se desarrolle la enfermedad tuberculosa.»

Diagnosticada la verdadera causa de la muerte de Alfonso XII, el doctor Izquierdo afirmaba que, de niño, el príncipe debió de padecer el chancro primitivo de la tuberculosis, cuya adenopatía evolucionó con lentitud, manifestándose en esos continuos catarros que afloraban ante cualquier ejercicio intenso. Los médicos, evidentemente preocupados por su estado, intentaron vigorizar su salud con ejercicios físicos. Cuando don Alfonso partió hacia la campaña del norte padeció un nuevo brote de tuberculosis, tras el cual recuperó la salud, contrajo matrimonio con su prima María de las Mercedes sin que nadie sospechase que padecía enfermedad alguna.

Pero la auténtica felicidad le duró tan sólo cinco meses. Fallecida su esposa, el rostro del rey se tornó pálido y demacrado. Alfonso XII contrajo entonces segundas nupcias con la archiduquesa María Cristina Enriqueta Deseada Felicidad Reniera, nacida en Gross-Seelowitz el 21 de julio de 1858.

Su nueva mujer tenía las características de los Habsburgo, entre ellas el prognatismo inferior. Su abuelo, el archiduque Carlos, mostraba ese mismo prognatismo en sus retratos, además de un acusado desarrollo de la nariz y un grado ligero de exorbitismo.

El desarrollo mandibular desproporcionado era de carácter hereditario y tenía su origen en España, dado que el mal llamado «estigma de los Habsburgo» apareció por vez primera en los reyes de Castilla, tal y como advertía el académico y doctor Floristán Aguilar en su concienzudo estudio Origen castellano del prognatismo en las dinastías que reinaron en Europa.

Las efigies de san Fernando y san Luis, primos hermanos e hijos de dos princesas castellanas, hijas a su vez de Alfonso VIII, el de las Navas, mostraban inequívocamente ese rasgo facial, cuyos descendientes transmitieron por herencia primero a las casas de Anjou, Borbón, Lancaster, York y Portugal, luego a los Habsburgo en 1438, y más tarde a las dinastías de Parma, Médicis, Estuardo, Valois y Saboya.

El abuelo de María Cristina, que fue gran maestre de la orden teutónica en 1801 y duque de Teschen en 1822, heredó así su prognatismo inferior de los descendientes de los reyes castellanos. Era hermano del cruel Francisco II, emperador de Alemania desde 1792 hasta 1804, y luego emperador de Austria, con el nombre de Francisco I, hasta 1835.

Este tío abuelo de María Cristina era un personaje lamentable, como acredita el doctor Galippe: «La única disculpa que se puede invocar ante la Historia en descargo de Francisco II y de su hija es que ambos eran seres anormales y que pensaban y sentían como tales». Francisco II renegó varias veces de la palabra dada a Napoleón, a su nieto el príncipe imperial, y a su hija la emperatriz María Luisa de Austria, segunda mujer de Napoleón.

Presentemos ahora al padre del archiduque Carlos, es decir, al bisabuelo de la segunda esposa de Alfonso XII. El emperador Leopoldo II, gran duque de Toscana en 1765 y emperador en 1790, era, en palabras del doctor Galippe, un «déspota filósofo». Desconfiado y maniático, algunos atribuyeron su muerte a excesos venéreos.

Se había casado en 1765 con María Luisa, hija de Carlos III de España, uniéndose así de nuevo un Habsburgo con una Borbón, al igual que haría años después su bisnieta María Cristina con el rey Alfonso XII. La esposa de Leopoldo II era horrorosamente fea. Al contemplarla, podía tenerse la misma sensación que si se estuviera en un laberinto de espejos que deformaran el semblante.

A la dinastía a la que pertenecía María Cristina, el doctor Galippe dedica estas terribles palabras:

Los Habsburgo, habiendo fijado por uniones consanguíneas un estigma de degeneración y habiendo trasmitido, solo o con otros, o somáticos o psíquicos, a las familias que se han aliado con ellos, han creado un tipo humano particular, por los mismos procedimientos que se emplean en zootecnia para la creación de subrazas animales.

Puede uno preguntarse si, de haber poseído un tipo ideal de humanidad superior, en lugar de presentar un estigma de degeneración, los Habsburgo habrían podido igualmente fijarlo y transmitirlo empleando los mismos procedimientos. Puede contestarse con la negativa si se acepta la influencia degenerativa del poder y de los privilegios de todas clases que supone: cultura intelectual intensiva, e incluso genio.

Galippe remataba así su tenebroso concepto de esta dinastía:

Los Habsburgo de España han abandonado desde hace tiempo el escenario de la Historia y han desaparecido en la impotencia y la locura. Los Habsburgo de Austria, aunque cuentan con numerosos representantes, acabarán por desaparecer a su vez, como familia histórica, si persisten en sus errores, es decir, en las uniones consanguíneas.

Del bisabuelo de la segunda esposa de Alfonso XII, el emperador Leopoldo II, miembro de la Casa de Austria, el doctor Fréderic Masson traza una desconsoladora herencia patológica, para ocuparse a continuación de los Borbones de España. Sus conclusiones, estremecedoras, revelaban las características de los antepasados de la archiduquesa María Cristina, madre de Alfonso XIII, como si se tratase de una maldición:

En la Casa de Austria, de trece hijos de Leopoldo II, tres han muerto locos, con una locura constante y segura; cinco han muerto antes de la edad de cinco años; para los demás, el promedio de la vida es de cuarenta y cuatro años; cuatro solamente dejan posteridad.

En la generación precedente, la de la abuela materna, la emperatriz Teresa, de diecisiete hijos, dos han muerto antes de su segundo año, dos antes del tercero; cuatro únicamente, y de ellos dos locos, han pasado los sesenta años. Para las generaciones posteriores, está ahí la historia contemporánea para atestiguar cómo viven y cómo mueren; sería cruel hojearla.

Napoleón quiso un hijo para revivir en él y, en efecto, tuvo un hijo, pero ese hijo es un Borbón de Nápoles. Sobre él, como sobre todos sus primos, flota la tuberculosis o la locura. Está condenado antes de nacer, y tal es el heredero que el casamiento austríaco le ha dado...

Ahora bien, esta sangre de Borbón, María Luisa [segunda esposa de Napoleón e hija de Francisco II, tío abuelo de la reina María Cristina, mujer de Alfonso XII y madre de Alfonso XIII] no la recibe siquiera directamente de los Borbones de Francia, cuya raza es ya tan pobre y tan degenerada que de nueve hijos del Delfín, hijo de Luis XV, cuatro han muerto en corta edad, uno de sus hijos es impotente, y una de las hijas, estéril; que de los cuatro hijos de Luis XVI, tres han muerto en corta edad y que la hija es y seguirá siendo estéril; que de los cuatro hijos del conde de Artois, dos han muerto en corta edad y uno es impotente, sino que la recibe de los Borbones de España por su abuela María Luisa [hija de Carlos III de España], esposa de Leopoldo II, y de los Borbones de Nápoles por su madre María Teresa; y estas dos razas reales —ésta salida de aquélla— traen taras hereditarias que condenan a los descendientes a la locura, a la imbecilidad o a la muerte prematura.

Felipe V tuvo cuatro hijos de su primer matrimonio con María Luisa Gabriela de Saboya; dos han muerto de corta edad; uno a los diecisiete años; otro, sin heredero directo, a los cuarenta y seis. De su segundo casamiento con Isabel Farnesio, última de su raza, ha tenido siete hijos: dos han muerto jóvenes; los otros cinco, en edades normales; pero de los trece hijos que ha tenido Carlos III, siete han muerto de corta edad; uno era tan pobre de espíritu que se le separó de la sucesión, y ¿qué valdría si Carlos IV subió al trono de España y Fernando IV al trono de Sicilia? El infante Gabriel, muerto a los treinta y seis años, valía lo mismo que sus hermanos; el infante Antonio muere sin posteridad; finalmente, la emperatriz María Luisa, abuela de la archiduquesa, muere a los cuarenta y siete años. De María Carolina de Austria, Fernando IV tuvo diecisiete hijos: diez murieron antes de su décimo año, dos antes del trigésimo, uno a los treinta y cinco años, cuatro pasaron de los cincuenta. Se puede dudar de que estos últimos fueran de su padre legal. En todo caso, para los demás, en la segunda y aún más en la tercera generación, la locura, la tuberculosis, las enfermedades congénitas vienen a ser la regla. Si algunos sujetos escapan es una casualidad.

Los antepasados de la segunda esposa de Alfonso XII abusaron del matrimonio consanguíneo, incluso en el grado de parentesco de sobrina y tío, o de primos carnales; exactamente igual que los Borbones de España. Sobre este particular, el doctor Galippe señala: «Los casamientos consanguíneos entre degenerados no están exentos de graves inconvenientes: no se fijan únicamente las manías físicas, se multiplican también las taras morales intelectuales».

Alfonso XIII llevaría así mezclada en sus venas sangre de los Borbones y los Habsburgo. Estos últimos, por la gran intensidad de sus estigmas familiares, arraigados desde tiempos inmemoriales, los impondrían a las familias —en este caso a los Borbones— con las que se unieron, como advierte el doctor Galippe: «Sea cual fuere su sexo, cuando un Habsburgo se separaba del tronco familiar y contraía una unión con una familia extraña a la suya o que poseía ya una cierta proporción de sangre de los Habsburgo en las venas, es siempre la herencia de esta familia la que se imponía, aun cuando su representante era una mujer [tal era el caso de María Cristina con Alfonso XII]».

Definidos genéticamente los Habsburgo, cabe preguntarse cómo era psicológicamente uno de sus miembros destacados, la reina María Cristina. El doctor Izquierdo hace un análisis retrospectivo de su personalidad: «Doña María Cristina, de constitución leptosomática, tenía un temperamento esquizotímico, y era, por tanto, aristocrática, leal, tranquila, seria, delicada, femenina; vivía su vida interior, un mundo individual y privado».

Vallejo Nájera, por su parte, explica en qué consistía ese temperamento esquizotímico, caracterizado por una especie de reserva mental, denominada autismo. Según ese temperamento, la esposa de Alfonso XII y madre de Alfonso XIII procuraba aislarse del mundo circundante para vivir más intensamente el mundo interior de sus propios ensueños e ilusiones. María Cristina era esencialmente introvertida y poco dada, como tal, a exteriorizar sus sentimientos. En opinión de Vallejo su autismo se debía a «una susceptibilidad excesivamente delicada, nerviosidad e hiperestia, que le retraen del mundo como recurso defensivo, porque al esquizoide delicado le hacen sufrir intensamente las impresiones vulgares de la vida cotidiana».

María Cristina era una mujer idealista y romántica, con grandes limitaciones para hacer amistades; pero, eso sí, cuando las hacía, eran para toda la vida. El temperamento esquizotímico que la definía era frecuente en los grandes filósofos y matemáticos, en los líricos y en ciertas naturalezas patéticas, románticas e idealistas. Vallejo distingue entre los ciclotímicos, como Isabel II, y los esquizotímicos, como María Cristina: «Poseen [los esquizotímicos] aquello de que carecen los ciclotímicos: fino espíritu, capacidad de abstracción, idealismo, energía serena y tenacidad: fáltanles, en cambio, realidad práctica de la vida, sentimientos cálidos, adaptabilidad al medio ambiente y humor. Para la vida social son preferibles las personas ciclotímicas; para la vida productiva, intelectual, reúnen mejores condiciones los esquizotímicos».

Si de alguien estuvo enamorado el rey Alfonso XII fue de su primera esposa, María de las Mercedes. Con María Cristina, su segunda esposa, celebró un matrimonio arreglado en busca del heredero que tanto ansiaba. María Cristina, según Rojas, era «fría y movida por la razón»; todo lo contrario que María de las Mercedes.

La segunda esposa del monarca tampoco se casó enamorada, pero poco a poco fue sucumbiendo a los indudables encantos del rey, hasta caer rendida a sus pies. «María Cristina —observa Rojas—, una mujer posesiva, condicionó una situación de celos bastante compleja, pues no era mujer que se resignase y exigía de su marido no ya el respeto que él estaba dispuesto a ofrecerle, sino cariño.» Y el psiquiatra añade: «En este orden de cosas, ella no aceptaba la figura de una “favorita” en la Corte, con la que tener que pasar por la humillación de tener que disputarse el amor de su marido. Cuando las relaciones extraconyugales del rey eran excesivamente notorias o prolongadas, la reina intervenía casi directamente en buscar drásticas soluciones para interrumpirlas».

Rojas señalaba la auténtica piedra de toque de los Borbones de España: la infidelidad constante, provocada por su desbordante sexualidad, convertida en una imperiosa necesidad vital. «En el aspecto sexual —apunta Rojas—, indiscutiblemente, tuvo importancia la herencia materna.»

Alfonso XII no fue así un joven normal: «En una personalidad sana y madura —explica Rojas—, la sexualidad no ocupa nunca un primer plano, está siempre en un tercer o cuarto lugar, aparece como algo que pertenece a la propia intimidad, nunca en un lugar destacado, algo que ocurría en el caso del joven Alfonso». Su despertar sexual fue precoz. La primera aventura que se le conoce data de su estancia en el Theresianum de Viena, adonde se trasladó para proseguir sus estudios iniciados en el colegio Stanilás de París. Tenía sólo quince años cuando conoció a la cantante de ópera Elena Sanz Martínez de Arizala, cinco años mayor que él, con la que empezó a flirtear. Fue su propia madre, Isabel II, ante quien había cantado Elena Sanz en el palacio de Basilewski, la que convenció a la joven para que visitase a su hijo en el Theresianum de Viena, ciudad a la que se dirigía para actuar en el teatro Imperial. En cuanto Alfonso la vio en el colegio, se quedó prendado de sus encantos. Cinco años después, el 4 de octubre de 1877, siendo ya rey, Alfonso XII volvió a ver a Elena Sanz en el Teatro Real de Madrid. Aquel día el tenor roncalés Julián Gayarre cantaba la ópera La favorita. Y, casualidades de la vida, la protagonista era precisamente la favorita del rey en la vida real: Elena Sanz, emparentada con el conde de Cabra y educada en el Colegio de las Niñas de Leganés.

Era discípula del profesor de música de aquella escuela, Bartolomé Saldoni, y el tenor Tamberlik le pronosticó grandes éxitos. Enterada de su reputación y después de oírla cantar, la reina Isabel II le dispensó su protección, haciendo posible que viajara a Italia para perfeccionar sus estudios y labrarse un prometedor futuro en la ópera.

En la Real Academia de la Historia se conserva una reveladora carta de Mariano Roca de Togores, marqués de Molins, embajador en París tras la Restauración, al entonces presidente del Gobierno, Antonio Cánovas del Castillo. Molins daba cuenta en esa epístola, fechada el 3 de diciembre de 1877, de la grave confesión que hizo la reina Isabel II, irritada sin duda por el casamiento de su hijo con la hija de su odiado Montpensier, sobre la disipada vida de Alfonso XII: «Dice aquella persona [la reina madre] que no sabe por qué a ella se le exige la continencia, cuando el novio [Alfonso XII] tiene éstas y las otras, y aquí los nombres, y que ha estipulado la continuación de N., y volvió a nombrarla, en su servidumbre de casado». La misiva ponía así de manifiesto que en pleno idilio con María de las Mercedes, y un mes antes de casarse con ella, el joven rey no sólo «tenía a éstas y las otras», sino que se proponía introducir a una de ellas en su servicio íntimo tras su boda.

Además de Elena Sanz, el rey se dejó embelesar por los encantos de la ambiciosa Adelina Borghi, que también era contralto y cantante en el Teatro Real, y que finalmente fue expulsada de España por el gobierno para evitar el escándalo.

Pero Elena fue especial porque dio dos hijos al monarca: Alfonso y Fernando, que llevaron el apellido materno desde que nacieron en París el 28 de enero de 1880 y el 25 de febrero de 1881, respectivamente.

Balansó reproduce parte de la correspondencia íntima del rey con ella, como esta carta que refleja el ciego apasionamiento regio:

Elena mía:

Mil gracias por tu billete de ayer y cuanto me dices. Mucho sentí no poder verte anoche, y aún más triste estoy ante la idea de que te hayas enfriado conmigo. Otra vez haremos aún más, y así sudarás y no hay enfriamiento posible.

La atractiva Elena Sanz no cautivó sólo al rey; su belleza tampoco pasó inadvertida al ex jefe del Gobierno de la Primera República, Emilio Castelar, que la describía así: «La color morena, los labios rojos, la dentadura muy blanca, la cabellera negra y reluciente, la nariz voluptuosa, el cuello carnoso y torneado a maravilla, los ojos negros e insondables».

Incluso Pérez Galdós le dedica un espacio en sus célebres Episodios nacionales: «Moza espléndida, admirablemente dotada por la Naturaleza en todo lo que atañe al recreo de los ojos, completando así lo que Dios le había dado para goce y encanto de los oídos».

Enamorado perdidamente de la cantante de ópera, Alfonso XII la retiró de los escenarios y le puso un piso en la cuesta de Santo Domingo, para trasladarla luego a un palacete en la confluencia de las calles de Alcalá y Jorge Juan.

Al mismo tiempo, el monarca mantenía sus escarceos amorosos, otro de los cuales da a conocer el escritor Ramón J. Sender en su Álbum de radiografías secretas; se trataba nada menos que de una mujer casada: la esposa del embajador de Uruguay en Madrid, con la que el rey tuvo otro hijo bastardo:

Yo traté muy de cerca a una hermana natural de Alfonso XIII, casada con el embajador de Chile en Madrid. No es broma. Ella misma me decía que en palacio «no había protocolo para ella...». Parece que hacia 1884, Alfonso XII se enamoró de la esposa del embajador uruguayo, quien tuvo el diplomático deber de cederle su puesto en el lecho conyugal. La embajadora quedó encinta y parió a una criatura de perfiles borbónicos a quien yo conocí cuando ella tenía cuarenta y dos años y estaba todavía de buen ver.

Me invitaban a comer a la embajada, a veces, y la señora de la casa me decía altiva y señorial: «Esa misma silla donde usted está —era un sillón con respaldo tallado y corona de lises— la ocupaba la semana pasada Su Majestad el rey Alfonso». Yo no me sentía muy halagado por aquello, la verdad. El embajador Rodríguez de Mendoza afirmaba con una falsa modestia: «¿Usted sabe? Mi esposa tiene sangre real. Es hermana natural de Su Majestad don Alfonso XIII». Y era verdad. No se podía pedir una figura más borbónica que aquélla...

Entretanto, la enfermedad del rey progresaba sin remedio. A finales de 1883 volvió a sufrir otro episodio enmascarado de tuberculosis, que cursó con fiebre, síntomas bronquiales y pleuresía. Pero, en cuanto se restableció, siguió adelante con sus aventuras amorosas. Digno hijo de su madre, su energía se disipaba y la entonces llamada «tisis» transmitía su excitación al carácter ya de por sí apasionado del monarca.

Por si fuera poco, Alfonso XII, como hiciera su abuelo Fernando VII, tuvo su propia camarilla de vividores de la época que le reían las gracias y le acompañaban en sus continuas conquistas: Julio Benalúa, Vicente Bertrán de Lis y el duque de Tamames, principalmente. A ellos se unía, con su silencio cómplice, José Alcañices, duque de Sesto.

En la primavera de 1884, el rey volvió a enfriarse y esta vez la elevada fiebre le obligó a guardar cama durante unos días. Pero el 25 de noviembre de 1885 el nuevo brote de la enfermedad fue ya definitivo. Minutos antes de las ocho de la mañana, la respiración del paciente varió de ritmo. Su médico se acercó a la cama para tomarle el pulso, apenas perceptible. El rostro desencajado, pálido y sudoroso del regio enfermo hablaba por sí solo, haciendo visible el esfuerzo supremo e inútil de sus músculos para llevar el aire a los pulmones. Con una sola mirada, la reina supo que su esposo se moría y llamó al cardenal Benavides para que le administrase los últimos sacramentos. Poco después, ordenó que trajesen a sus hijas, pero cuando el coche llegó con las infantitas, éstas sólo pudieron besar la mano yerta del cadáver de su padre.

María Cristina se deshizo en sollozos ante el cadáver de su amado esposo; sólo una noticia que ella misma reveló al agónico rey, quien a su vez se la transmitió a Cánovas del Castillo, mantuvo viva su esperanza: estaba embarazada. Cánovas decidió no precipitarse, aunque era consciente de que, con arreglo a la Constitución, en el mismo momento de fallecer el rey su sucesora natural era la princesa de Asturias, doña Mercedes, que debiera haber sido proclamada reina de España. Pero como sabía que María Cristina esperaba un hijo, creyó prudente aguardar al alumbramiento por si nacía un varón, a quien la ley respaldaba como legítimo heredero frente a la mujer. «No quise crear una reina para destituirla y destronarla al poco tiempo», explicó el propio Cánovas. Así fue como María Cristina inició su regencia, en espera de la llegada de un ansiado varón que consolidase la dinastía.

Para combatir la maldición de los hijos muertos, la reina viuda comenzó un peregrinaje por las principales iglesias de la Corte, implorando de la Divina Providencia un feliz alumbramiento. El 3 de mayo de 1886 visitó a la Virgen de la Paloma, y rezó también a la Virgen de la Almudena, patrona de Madrid. Dos días después fue a ver a la Virgen del Milagro en las Descalzas Reales, y se postró también ante Nuestra Señora del Buen Suceso, en su iglesia. Luego rezó ante las Vírgenes de Atocha y de Loreto, visitó a la del Buen Parto y la Buena Leche, en la iglesia de San Luis, y por último a la Virgen del Carmen.

El día 12, hacia las seis y media de la tarde, negros nubarrones que cubrían el cielo de Madrid desencadenaron una tormenta cuyos relámpagos y truenos atemorizaron a los madrileños. Al tremendo aguacero, entremezclado con granizo, se sumó un ciclón de inusitada violencia que devastó la zona sudeste de la Corte, de los Carabancheles al Retiro. El huracán duró cinco minutos, pero sus consecuencias fueron catastróficas: hubo veinticuatro muertos y cuatrocientos heridos, y los daños materiales fueron cuantiosos.

Entretanto, todo estaba preparado en palacio para el feliz alumbramiento. A la cámara regia se había llevado la reliquia de la santa Cinta, de la catedral de Tortosa; el sagrado báculo de santo Domingo de Silos; el bastón de santa Isabel de Hungría, de la iglesia colegial de San Ildefonso, y otros santos vestigios que siempre consolaron a las reinas de España en el trance de su maternidad.

Tan sólo cinco días después del desastre natural acaecido en la capital, vino al mundo el ansiado varón. El parte oficial del nacimiento, publicado en la Gaceta, decía así:

S.M. la Reina Regente (q.D.g.) experimentó en las primeras horas de la mañana de hoy las molestias precursoras del alumbramiento. Por este motivo se constituyó la Real Facultad al lado de S.M., y pudo convencerse de que, en efecto, se trataba del principio del parto, que sin incidente alguno y con toda felicidad ha terminado a las doce y media de este día, dando S.M. a luz un robusto rey.

Tanto S.M. el Rey como S.M. la Reina se hallan en estado completamente satisfactorio.

Lo que tenemos el honor de poner en conocimiento de V.E., en cumplimiento de su deber y para los efectos oportunos.

Palacio, 17 de mayo de 1886. Doctor Esteban Sánchez Ocaña, decano. Doctor Pascual Candela. Doctor Manuel Ledesma.

La reina, como vimos ya en el primer capítulo, desoyó la última voluntad de su regio marido y llamó Alfonso a su hijo póstumo. Sin embargo, María Cristina respetó al principio la superstición de su esposo, que había elegido el nombre de Fernando para su hipotético varón, de lo cual daba fe la propia infanta Eulalia, hermana de Alfonso XII, a su hermana Paz: «Subí a anunciar a las niñas —recordaba Eulalia de Borbón— que tenían un hermanito. Fuimos juntas a mirarlo. María Teresa, especialmente, le encontró muy raro. Las niñas le llaman Fernando, porque su madre había dicho que así se llamaría».

Aquel mismo día, antes de que el recién nacido fuera inscrito en el Registro Civil, el 20 de mayo, la reina escribió a lápiz, en un volante de Mayordomía de Palacio, de su puño y letra: «Fernando, Alfonso, María, Póstumo [éste tachado con una raya], José, León, Isidro, Pascual, Santiago». Pero poco después, influida por el deseo de todos de que el nuevo rey continuase la numeración de los Alfonsos, pese al número XIII que le correspondía, anotó debajo, sin tachar lo anterior: «Alfonso, León, Fernando, María, Santiago, Isidro, José, Pascual», nombres que no fueron todavía los definitivos. No obstante, el de Alfonso era ya incuestionable, como aseguraba el cronista José Fernández Bremón en La Ilustración Española y Americana, el 22 de mayo:

¿Qué otro nombre se hubiera podido escoger para continuar la historia de España? —según la frase del señor Cánovas del Castillo—. El nombre de Fernando no dejó buenos recuerdos a los partidos liberales; el de Carlos tenía complicaciones numéricas desagradables; el de Luis sólo tenía un precedente y desgraciado; los Felipes habían dejado huellas aristocráticas, no conformes con el espíritu dominante; en los Enriques sobresalía un fratricida; había, pues, que resucitar nombres muy lejanos, adoptar uno nuevo o elegir el que, con verdadero acierto, se ha impuesto al niño rey, es decir, el del glorioso nieto de doña María de Molina.

El futuro Alfonso XIII fue bautizado por el que más tarde sería Pío X, siendo su padrino el papa León XIII; otra vez el número de la mala suerte. Los nombres elegidos para la criatura fueron: Alfonso, León, Fernando, María, Santiago, Isidro, Pascual, Antón.

Cuando don Alfonso contaba apenas tres años de edad, otro desastre natural, esta vez en forma de virus mortal, hizo su aparición en España a partir de 1889. La gripe o influenza de aquel año tuvo su origen en China, y se transmitió lentamente por las rutas del Turquestán y Siberia hasta llegar a Rusia, desde donde se extendió por Europa. A últimos de noviembre empezaron a manifestarse en Madrid numerosos casos de gripe: Segismundo Moret, el duque de Ahumada y el subsecretario de Ultramar fueron de los primeros en caer. El 19 de diciembre había en Madrid más de veinte mil afectados. La enfermedad infecciosa no respetaba a nadie, y el propio Cánovas, el general Cassola y muchos otros políticos y militares fueron también sus víctimas. Las esquelas de defunción ocupaban páginas enteras en los diarios. El 2 de enero del año siguiente, el célebre tenor Julián Gayarre fallecía a consecuencia de la pandemia, que postró también en cama a los ministros de Hacienda, Marina, Estado y Ultramar, y a la madre de Canalejas. Cuando el pueblo madrileño estaba aterrorizado por toda esta sucesión de infortunios, la Gaceta y los demás periódicos publicaron una terrible noticia: el rey estaba gravemente enfermo.

Los temores supersticiosos de Alfonso XII, mientras agonizaba en el lecho de muerte parecieron confirmarse apenas cinco años después, cuando el doctor Esteban Sánchez Ocaña, decano de los médicos de cámara, firmó el siguiente parte:

S.M. el Rey, que no ofrecía ayer novedad alguna en su salud, sufre desde la madrugada última una indigestión, acompañada de algunos reflejos cerebrales. Combatidos estos trastornos desde los primeros momentos, con los medios adecuados, se ha logrado que entrasen en vía de remisión, en la que continúan a las nueve de la noche, que cerramos este parte. 4 de enero de 1890.

Muchos años después, el doctor Izquierdo diagnosticaba la auténtica enfermedad que a punto estuvo de acabar con el pequeño rey: se trataba de una neumonía gripal, de esas que pasan inadvertidas en los niños y que sólo se descubren tras un examen clínico minucioso, por un recuento de leucocitos o una radiografía al tercer día. El niño experimentó fiebre brusca y elevada, vómitos, trastornos digestivos, sintomatología de meningismo... La noche del 9 al 10 de enero, la situación era gravísima, y a todos embargaba el terror de una meningitis. Los médicos administraron al rey un purgante de aceite de ricino, jarabe de tolú y tónicos cardíacos. La reina madre no pudo dominar sus fuertes emociones y sufrió un desvanecimiento. Los médicos le ofrecieron una taza de tila con unas gotas de éter, y la rogaron que descansase. Pero su hijo la reclamaba: «Estate conmigo; no me dejes solito, mamá». Y allí, al pie de su cunita, permaneció María Cristina horas interminables.

Mientras, en la llamada «pieza amarilla» se celebró una misa, a la que acudieron la reina Isabel, la familia y los palatinos para pedir por la curación del rey. María Cristina, arrodillada ante la cuna de su hijo, miró suplicante al mismo Cristo que consoló a María Estuardo.

Cuando ya casi todos, incluidos los políticos, daban por muerto al rey, se produjo su milagrosa curación. La enfermedad cedió al final: el pequeño dejó de tener fiebre y vómitos, y empezó a tolerar alimento. La reina madre, que, con gran intuición, desde el nacimiento de su hijo le había tenido muchas horas en el campo para contrarrestar así la desgraciada herencia de su padre, siguió esas mismas indicaciones de los médicos. El pequeño Alfonso XIII se acostumbró así a pasar casi todo el día en la Casa de Campo o en El Pardo, durante meses y años, motivando que muchos madrileños llegaran a preguntarse si al regio chaval se le criaba para ser rey o ¡conejo!

Como su padre, el pequeño Alfonso XIII era de constitución débil y enfermiza. Más Austria que Borbón en sus facciones, se parecía a Felipe IV o a Carlos II, el Hechizado. En octubre de 1892, con seis años de edad, tuvieron que interrumpirse los festejos programados en Sevilla a raíz del parte oficial del doctor Candela: «S.M. el Rey, por efecto sin duda del cambio de vida de estos días, se resiente de cansancio y empacho gástrico; por ello conviene proporcionarle un periodo prudencial de reposo, para su mejor y más pronto restablecimiento».

En enero del año siguiente, Alfonso XIII volvió a tener fiebre, anginas y una erupción que fue diagnosticada de escarlatina; en febrero de 1895 pasó el sarampión. La reina madre, tratando de preservar la delicada salud de su hijo, relevó del servicio palatino a todos los empleados que tuviesen niños, para evitar su contagio. Esta norma protocolaria se mantuvo siempre en palacio, incluso para los médicos de cámara, que no asistían a nadie de su clientela privada con enfermedades contagiosas.

Desde niño, Alfonso XIII arrastró una rinitis tuberculosa que hizo su aliento desagradable a los que se le aproximaban; sus numerosas amantes podían dar fe de su mortificante halitosis.

Tampoco este monarca, como digno Borbón, tuvo mesura con las mujeres. Pródigo en amoríos, llegó incluso a recibir un sonoro bofetón de una dama al tratar de cortejarla. Así relata Gonzalo de Repáraz la anécdota, que él mismo pudo contrastar:

Poco después de acabada la guerra [la de Marruecos], llegó a Friburgo, en Suiza, el príncipe de Asturias para consultar al célebre médico doctor Clément, hospedándose en el hotel de Roma. Parecióle simpática al muchacho una empleada de dicho hotel. Propusiéronle que entrase al servicio del príncipe los cortesanos que con él viajaban. Ella aceptó semejante proposición, y se vino con él.

Cierto día cruzóse con Alfonso XIII en un solitario pasillo del Palacio Real. Quiso aprovechar el monarca aquella ocasión única y, precipitándose sobre la muchacha, la besó. Entonces recibió Alfonso XIII la más estentórea bofetada de que hablan —o mejor dicho no hablan— los anales palatinos...

Al año siguiente, residíamos mis padres y yo en Friburgo y conocimos el hecho por dos conductos perfectamente fidedignos: una parienta próxima de la señorita en cuestión, y un catedrático friburgués, amigo y antiguo compañero suyo de estudios.

¿Y qué decir de su formación? Fue también decepcionante, como señala el monárquico Alfredo Kindelán: «En su educación se cometió el doble desacierto de hacerle vivir entre ayudantes y de privarle de la sociedad de sus coetáneos». Incluso Winston Churchill despreciaba a los maestros de Alfonso XIII: «Preceptores, obispos y generales se presentan a cada hora y se apostan en cada sendero de su vida juvenil». Tampoco Ortega y Gasset escatimó críticas, en el diario El Sol, al talante excesivamente conservador de quienes estaban más cerca del rey: «¡Cuántas ventajas se derivarían si en vez de rodear al rey los palatinos, le aconsejasen que de vez en cuando escuchara a los intelectuales, a los periodistas y a cuantos, noblemente, le llevaran el eco sincero de la opinión pública!».

Educado entre «obispos», como decía Churchill, y con el vivo ejemplo de la religiosidad en su propia madre, Alfonso XIII faltaría sin embargo a su solemne juramento a la Constitución prestado ante los Santos Evangelios, para dar paso a la dictadura militar del general Primo de Rivera en 1923, dos años después del desastre de Annual. No obstante, su hijo don Juan de Borbón trataría luego de disculparle así: «Mi padre aceptó la dictadura creyendo que habría de durar sólo lo bastante para la preparación del retorno a la normalidad política sobre nuevas estructuras». Meras excusas que se convirtieron en una especie de tradición exculpatoria en la Familia Real. Alfonso XIII sabía muy bien que estaba cometiendo perjurio. Uno de sus biógrafos, Julián Cortés Cavanillas, que le entrevistó personalmente, dejó escrita la prueba fehaciente de que el monarca fue consciente en todo momento del gravísimo acto que realizaba:

Opté por Primo de Rivera —confesaba el propio Alfonso XIII a su biógrafo—, al que telegrafié ordenándole que se trasladara a Madrid. Los ministros me dijeron, solemnemente, que yo violaba mi juramento a la Constitución. Me había decidido en un momento tan crítico a servir a mi patria, prescindiendo de las trabas que me imponía la Ley Orgánica del Estado [...] Acaso de lo único que tengo que arrepentirme es de haber observado [hasta entonces] los artículos de la Constitución.

¿Había algún reconocimiento más explícito de su perjurio?

La maldición de sus antecesores pesó también como una losa sobre Alfonso XIII, que a punto estuvo de morir varias veces en un atentado; por lo menos en seis ocasiones. La más sonada fue la que protagonizó el anarquista Mateo Morral. Pero el primero de todos los regicidios frustrados sucedió en París, cuando sólo había transcurrido media hora del día 1 de junio de 1905. El joven Alfonso XIII, de diecinueve años, regresaba en un carruaje después de asistir a la representación de Sansón y Dalila en el teatro de la Ópera. A su llegada a la capital francesa, el 30 de mayo, el rey español había sido recibido con todos los honores por el presidente de la República, Émile Loubet. Su presencia en París, como el resto de sus viajes, obedecía al interés del monarca por encontrar una mujer de estirpe regia con la que contraer matrimonio. Concluida la ópera, don Alfonso XIII y el presidente francés subieron al carruaje que los conduciría hasta el Quai D’Orsay, el palacio del Ministerio de Asuntos Exteriores, donde se alojaba el monarca español. En otro carruaje, detrás, viajaban el general Dupont, el duque de Sotomayor, otro funcionario del Ministerio francés de Exteriores y el marqués de Villa Urrutia. Este último, miembro del séquito de Su Majestad, contaría más tarde que les llamó la atención un fuerte silbido que se oía cada vez que los carruajes pasaban por una bocacalle. Sobre las doce y media de la noche, cuando el coche de Alfonso XIII llegó a la altura de las calles de Rohan y Rivoli, estalló una bomba. Varios coraceros de la escolta se precipitaron al suelo desde sus caballos. El monarca se puso enérgicamente en pie y gritó a Villa Urrutia que no había pasado nada, que estaba bien.

Un testigo privilegiado del suceso, el insigne periodista y escritor Azorín, envió la primera crónica telefónica del periodismo español a su diario, el ABC. Contaba Azorín cómo don Alfonso XIII abrazó al anciano presidente francés, que permaneció inmóvil y atemorizado a su lado. Para tranquilizarlo, le dijo que sólo había sido un petardo. Alfonso XIII pronunció entonces una frase que se haría célebre: «Son gajes del oficio». Esas mismas palabras las repetiría, años después, su nieto Juan Carlos I tras el atentado fallido contra su persona en Palma de Mallorca, en agosto de 1995, al cual nos referiremos más adelante.

Justo un año después del regicidio de París, el día de su boda con Victoria Eugenia de Battenberg, don Alfonso XIII volvió a ser víctima de otro intento de acabar con su vida. «Sí, lo recuerdo perfectamente», diría años después la propia reina a uno de sus biógrafos, Marino Gómez-Santos. Y añadió: «El rey no me dijo ni una sola palabra del anónimo que había recibido aquella mañana, antes de salir de palacio para la iglesia; pero cuando empezaron a tirar flores en la calle Mayor —él me hablaba en francés, porque yo no hablaba español, y él no hablaba inglés; así es que el francés era nuestra lengua— me dijo: “J’ai défendu de jeter des fleurs. Maintenant il n’y a plus danger”. (“He prohibido arrojar flores. Ahora no hay peligro.”) Pero antes de que yo pudiera decir:“Quel danger?...” es cuando vino la explosión».

El cortejo nupcial regresaba en ese momento a palacio por el itinerario previsto. Eran alrededor de las dos de la tarde del 31 de mayo de 1906. Las calles y los balcones de Madrid estaban repletos de un gentío que aclamaba a su paso a los reyes, que acababan de casarse en el templo de San Jerónimo el Real. El pueblo había madrugado mucho para ocupar las mejores posiciones a lo largo de todo el trayecto de la regia comitiva: la Puerta del Sol, la Carrera de San Jerónimo, Alcalá, Mayor, Carretas, Montera, Arenal, Preciados... Todas las calles del noble Madrid habían sido invadidas por gente llegada de distintos puntos de España en trenes, diligencias y coches de caballos. Las avenidas estaban engalanadas con banderas, guirnaldas y arcos de triunfo, y los balcones, decorados con ramos de flores. Al llegar a la altura del número 88 de la calle Mayor, frente a la de San Nicolás, la carroza de los reyes hizo un alto. A don Alfonso le extrañó: «No me explico. Seguramente esta parada es causada por los que se apean en palacio. Dentro de unos momentos estaremos en casa», le dijo a su esposa.

«¡Horrible!... ¡Fue horrible!...», recordaba, años después, la reina Victoria Eugenia a Gómez-Santos. «El pobre lacayo —añadió la reina— que marchaba al lado fue muerto en la explosión y la sangre de su cabeza cayó sobre mi manto. El Rey creyó en el primer momento que yo estaba herida...» Don Alfonso se abrazó a su mujer, como para protegerla; estaba pálida y temblaba, atribulada.

Instantes antes se había visto caer un ramo de flores, arrojado por un individuo desde un balcón de la fachada del número 88 de la calle Mayor. Cuando el ramo tocó el pavimento, se escuchó la tremenda detonación. Un inmenso alarido hizo vibrar el aire. Se rompieron las filas de soldados y una masa de gente se precipitó por las bocacalles, avanzó, retrocedió, en busca de refugio.

En el suelo había tres cadáveres: el de un soldado, sin pies, con las piernas maceradas; el de un palafrenero, convertido en un amasijo de carne sangrienta, y el de un guardia, con la cabeza deshecha.

Los ocho caballos tordos que tiraban del carruaje donde iban los reyes se espantaron, emprendieron la carrera y al final se detuvieron. Uno de ellos se desplomó en el suelo, muerto; tenía una herida de la que manaba abundante sangre. La Guardia Civil se acercó al galope hacia la carroza, a cuyo pie se encontraba el presidente del Consejo de Ministros, Segismundo Moret, con el general Aznar y el duque de Almodóvar. El rey estaba tranquilo. Controlaba la situación: «¡Calma, general, calma: que la confusión puede producir más víctimas!», le gritó desde la ventanilla del coche. «Hoy hace un año que fue en París mi bautizo de sangre; hoy lo ha sido el de la reina», añadió don Alfonso.

En el momento de producirse la explosión se encontraban asomados al balcón de la calle Mayor el abogado Nemesio Valdés y varios huéspedes de su casa, entre ellos un estudiante de Derecho de veintisiete años, natural de Sahagún, en la provincia de León. El joven se convirtió en la primera víctima del atentado. Por los orificios nasales de Eusebio Flórez penetró un trozo de metralla que le causó la muerte instantánea.

Al día siguiente, el periódico El Liberal informaba así del atentado: «La bomba, que debió hacer explosión en el aire, a juzgar por sus rápidos y terribles efectos, fue sembrando la muerte, a medida que descendía por el espacio, entre las personas asomadas a los balcones del castigado inmueble. Salvo en los pisos entresuelo y tercero, donde no hizo daño ninguno afortunadamente, los demás se trocaron —a los pocos minutos de sentirse la estruendosa detonación— en lugares de tristeza y ruina».

En el piso principal del inmueble, donde vivía el duque de Ahumada, falleció la marquesa de Tolosa, hija política de la marquesa de Perales. Resultaron muertos también, como informaba El Liberal, Teresa Ulloa, de catorce años, hija de la condesa de Adanero; el secretario particular de Moret, Antonio Calvo, y Carmen Prieto, de sólo ocho años, sobrina del anterior.

Los cronistas de la época hablaban en total de veintitrés muertos y de veinte personas ciegas como consecuencia de la explosión. Sólo en la Casa de Socorro del distrito del Centro recibieron asistencia treinta y tres heridos y casi otros tantos en los de palacio y La Latina. La clínica del Buen Suceso y el hospital militar de Carabanchel acogieron también a otras víctimas. Los heridos de mayor o menor gravedad fueron en total ciento ocho.

El testimonio del conde de Romanones, ministro de la Gobernación, era desolador: «De todas partes salían ayes de dolor y de angustia. Llegué a la habitación ocupada por Morral hasta momentos antes. El olor acre de los ingredientes utilizados para el explosivo se agarraba a la garganta, mezclándose con el peculiar de medicinas empleadas para la curación de la específica enfermedad que, según después se supo, padecía el asesino».

Pero ¿quién era el autor de semejante matanza? Romanones ya había hecho referencia a él. Se llamaba Mateo Morral. Arribó el 21 de mayo a la estación del Mediodía, procedente de Barcelona. El tren expreso en el que viajaba llegó a las once y media de la mañana. Morral se alojó en el hotel Iberia, situado en el número 2 de la calle del Arenal. Alquiló una habitación interior, la número 27, por veinte pesetas diarias, y pagó por anticipado la cuota de tres días, entregando a la dueña del hotel un billete de quinientas pesetas. La propietaria le pidió la documentación para registrar sus datos en el libro de hospedería del centro, pero el cliente explicó que sólo tenía una tarjeta de identidad. A cambio le entregó un pedacito de papel en el que previamente había anotado: «Mateo Morral, de 26 años, soltero, natural de Barcelona y fabricante de profesión».

Se trataba de un hombre de estatura mediana, enjuto de carnes, con el rostro casi demacrado y moreno, ojos oscuros con pronunciadas ojeras violáceas, y bigote negro, poco poblado en el centro. Vestía con cierta elegancia y se expresaba con facilidad. Algunos días se le vio con un terno de paño en tono café y tocado con un sombrero hongo marrón, que a veces cambiaba por otro de paja fina, de los llamados «panamás».

Mateo Morral localizó en El Imparcial el anuncio de una casa de huéspedes situada en el número 88 de la calle Mayor, en el cuarto piso a la derecha. El día 22, por la tarde, se presentó allí y contrató por veinticinco pesetas diarias la mejor habitación de la casa, con balcón sobre la citada calle. Pagó catorce días por anticipado con otro billete de quinientas pesetas. Dos días después, por la tarde, se despidió del hotel Iberia y envió allí a un amigo suyo para recoger su bolsa de viaje, de confección inglesa, y un paraguas.

Morral parecía un hombre de costumbres pacíficas. Acostumbraba retirarse, como muy tarde, a las doce de la noche, y se levantaba entre las diez y las once. Salía luego a la calle y no regresaba a casa hasta la noche. Rara vez leía el periódico, ni poseía más libros que la Guía Baedeker y otra de los ferrocarriles españoles. Tampoco recibía visitas, ni cartas, ni nunca nadie lo vio escribir. Ni bebía, ni fumaba. Parecía una persona sana, sin ningún vicio a simple vista.

Al día siguiente de establecerse en la casa de huéspedes, confesó a la dueña, Ana Álvarez Brabander, su admiración por las flores y le encargó que comprase algunos ramos y los colocase en un jarrón. Uno de los ramos se marchitó con los días, y la propietaria adquirió otro y lo introdujo en un puchero.

La víspera de la boda real, Morral preguntó en el hospedaje si pensaban adornar los balcones. Le dijeron que pondrían las colgaduras. Pero él señaló: «Pongan, además, unas guirnaldas de flores y unas banderas españolas e inglesas, y de mi cuenta corren los gastos. Pero adornen los dos balcones, no sólo el mío, porque si no resultará muy mal el conjunto». Y así se hizo. Dentro del ramo estaba la bomba.

El 2 de junio, cuarenta y ocho horas después del atentado frustrado, Mateo Morral habló con el jefe de la estación de Torrejón. Éste le dijo que para Barcelona le convenía tomar el correo que pasaba por allí unas horas más tarde. El anarquista abandonó la sala de espera y comenzó a caminar por la vía férrea hasta llegar al kilómetro 25, donde un guarda le indicó que estaba prohibido pasar por allí. Morral se dirigió entonces al Ventorro de los Jaraíces, a dos kilómetros de Torrejón. Hacía mucho calor, pero al fin llegó a la venta, donde lo recibió Fermina Treissaz, una robusta y simpática mujer. La ventera estaba sola, pero enseguida apareció su marido, Jenaro Chamarro Méndez, que empezó a hablar del atentado con el propio Morral ante la lógica turbación de éste. Al cabo de unos minutos se dejó ver por la venta el guarda jurado del soto de Aldovea, Fructuoso Vega, hombre conocido en esos contornos por su valor personal.

Morral se pagó una jarra de vino y llegó a servirle tres copas al guarda jurado, que empezó a leer en voz alta las noticias de los periódicos de Madrid sobre el atentado de la calle Mayor.

—Es inútil que disimule, pues yo estoy seguro de que usted es el autor del atentado —declaró abiertamente Fructuoso Vega, convencido de su presentimiento tras observar las reacciones del sospechoso.

El guarda jurado indicó a Morral que estaba detenido. Y éste le acompañó fuera de la venta. Caminaron juntos unos cien pasos. Sin que Fructuoso pudiera advertirlo, Morral sacó una pistola Browning y le disparó en la cara, a bocajarro. El guarda cayó al suelo, desplomado, y murió en el acto, dejando cinco hijos y a su mujer embarazada. El asesino intentó huir. Corrió hacia el río. Se le vio indeciso unos instantes en la orilla, y de repente se disparó un tiro en el pecho. Retrocedió unos pasos y cayó sobre el césped.

Meses después, el fiscal del caso, Becerro del Toro, logró recomponer las piezas del atentado de Morral. Detallaba las penas que correspondían al procesado Francisco Ferrer y Guardia, en calidad de cómplice: dieciséis años de prisión, y cinco meses y diez días de reclusión temporal. Para cada uno de los otros seis procesados, el fiscal pedía nueve años de cárcel.

Alfonso XIII resultó ileso en el atentado de Mateo Morral, pero aún sufriría cuatro más. Escasa atención merece el tercero que, a juicio de quienes se han ocupado de él, fue anulado por la presencia fortuita de Canalejas en la Puerta del Sol. No deja de ser una mera hipótesis que el anarquista Manuel Pardiñas estuviera allí esperando al rey. Sea como fuere, la vida de Alfonso XIII no corrió peligro en aquella ocasión.

Mucho más interesante, sin duda, fue el cuarto atentado, perpetrado en 1913 por Rafael Sancho Alegre, también anarquista. Dejemos que lo cuente el propio Alfonso XIII:

Vi a un hombre que venía hacia mí armado con un revólver. Disparó y dirigí mi caballo sobre él. Cuando estaba muy cerca trató de asirme la brida y disparó por segunda vez. La llamarada me chamuscó el guante y la bala rozó mi caballo. Hice girar a Atalum, que derribó al hombre con el pecho. En aquel momento un guardia se arrojó sobre él. El tercer disparo lo hizo desde el suelo y la bala silbó por encima de nuestras cabezas.

Poco antes de que Sancho Alegre intentase acabar con la vida del monarca al paso de la comitiva real por la ciudad, un grupo de ciudadanos había entregado a la policía varios panfletos recogidos en las calles de Madrid, en los que podía leerse: «El próximo 13 de este año 13 morirá el Rey 13».

Pero por fortuna, gracias a los reflejos y a la valentía de Alfonso XIII, no sucedió así.

El quinto regicidio frustrado contra el monarca se produjo en mayo de 1925. Esta vez, la eficaz intervención de la policía de Primo de Rivera deshizo el peligro de atentado con bomba contra el tren en que viajaban los reyes. Al cabo de unas semanas, fueron detenidos los extremistas catalanes que pretendían acabar con la vida de Alfonso XIII.

El rey sufriría aún una sexta tentativa, abortada por la policía francesa tras detener a los tres anarquistas que iban a llevarla a cabo antes de que el monarca, que se hallaba en Londres, llegase a Francia. Las detenciones se produjeron el 18 de julio de 1926. Los terroristas pretendían asesinar al rey mientras se dirigía en tren a París.

Alfonso XIII no fallecería en atentado. Lo haría dieciséis años después, en el exilio en Roma. Pero la maldición que arruinó su vida se debió al terrible veneno que circulaba por la sangre de sus hijos Alfonso (otro Alfonso) y Gonzalo. Posteriormente, un nieto suyo, otro Alfonso maldito, hermano menor de Juan Carlos I, murió en un lamentable accidente, que abordaremos en un capítulo posterior, cuando estaba a punto de cumplir quince años.