9 VENENO EN LA SANGRE
Alfonso XIII encarnó, quizá mejor que ningún otro rey, el fatalismo casi connatural a los Borbones. Su primogénito Alfonso de Borbón y Battenberg, príncipe de Asturias, era hemofílico. El llamado «mal de Hesse», por su presunta procedencia de la casa real de Hesse (aunque, en realidad, fue la reina Victoria de Inglaterra quien introdujo esta tara orgánica, a través de sus descendientes, en las casas de Hesse, Rusia y España), hizo acto de presencia en el primogénito a los pocos días de nacer éste, en mayo de 1907, al ser operado de fimosis. Los médicos comprobaron entonces que la hemorragia surgida tras la incisión no cesaba y dictaminaron que el príncipe, al igual que su primo, el hijo del zar de Rusia, era hemofílico.
La hemofilia, heredada de su madre la reina Victoria Eugenia, incapacitaba al príncipe de Asturias para asistir a cualquier acto público, impidiéndole incluso incorporarse de una silla. En una ocasión le visitó en palacio el general Emilio Mola, que dejó escrita esta patética impresión en sus memorias: «Me recibió de pie —recordaba el futuro cerebro de la sublevación militar del 18 de julio de 1936—, y quiso tener la deferencia de hacerme sentar. Luego intentó levantarse para despedirme y no le fue posible. Una ráfaga mezclada de angustia y resignación pasó entonces por su semblante».
La hemofilia, gravísima entonces, se caracterizaba por la propensión a fuertes hemorragias, producidas a veces de forma espontánea, las cuales eran muy difíciles de controlar debido a una tara en la coagulación de la sangre. Las mujeres portaban el mal y lo transmitían a los varones. El propio enfermo explicó en una ocasión al célebre periodista José María Carretero, que solía firmar sus entrevistas con el seudónimo «El caballero audaz», el mal que padecía:
En general, se manifiesta por hemorragias internas, que pueden producirse por cualquier accidente. Una contusión, un golpe fuerte, una distensión muscular, una torcedura... provocan la extravasación interior... En la parte lesionada se inicia una especie de flemón dolorosísimo y, a veces, inacabable, que tiene un período largo de disolución. Al derrame interno sigue la inflamación con sus tormentos feroces.
La hemofilia que padecía su primogénito afectó tanto a Alfonso XIII, que decidió ocultarla a la opinión pública todo el tiempo que pudo. Quiso evitar que el pueblo sintiese animadversión hacia su familia por el hecho de ser transmisora de graves taras, sobre todo si trascendía también que su segundo hijo, el infante don Jaime, era sordomudo de nacimiento, en lugar de, como se dijo oficialmente, haber perdido la audición a resultas de una operación de la mastoides (hueso situado detrás del oído) cuando contaba sólo cuatro años.
Pero la pretensión de Alfonso XIII de encubrir los males que afectaban a sus hijos propició la propagación de rumores, en especial sobre su primogénito, a quien sus detractores llamaban despectivamente «el porquerizo de la Corte». En cierto modo no les faltaba razón, dado que el joven príncipe vivía recluido en el palacete de La Quinta, cerca de El Pardo, al cuidado de animales mientras confeccionaba planos de pabellones y gallineros y analizaba la cría industrial de puercos. Hubo incluso quienes difundieron el bulo interesado de que todos los días se sacrificaba a un ternero, e incluso a un niño, para alimentar con su sangre al príncipe de Asturias, como si fuera un vampiro.
Así estaban las cosas cuando el diario American Examiner publicó, otro 17 de mayo de 1910 y sólo cuatro días antes de que la reina Victoria Eugenia alumbrase a su hijo muerto, uno de los reportajes más sensacionalistas de la prensa extranjera de entonces. El diario, ante el más inaudito mutismo de la Casa Real española, vertía todo tipo de elucubraciones e infamias sobre la enfermedad del príncipe de Asturias, llegando a afirmar que obedecía a «siglos de locura» en los Borbones de España, de la que hacía responsable a Alfonso XIII por los que denominaba «pecados del padre». En el artículo se atacaba sin compasión alguna a don Alfonso XIII, describiéndole casi como a un monstruo: «Su cabeza es asimétrica, la mandíbula superior demasiado pequeña, la mandíbula inferior desplazada, su paladar es muy estrecho y tiene obstrucciones en varios puntos de la garganta». Pero no acababan ahí las ofensas. El periodista hundía el dedo en la llaga más dolorosa del soberano en aquel momento: la enfermedad que incapacitaba a su primogénito para ser rey y que había sido transmitida por su madre, la reina Victoria Eugenia: «Conociendo el fardo de los pecados ancestrales bajo los que había nacido, Alfonso y sus consejeros eligieron una esposa de desusada buena salud y vigor, en la esperanza de que fortaleciera a la Familia Real española». Pero el experimento, y en ello el diario tenía toda la razón, había sido un rotundo fracaso.
En julio de 2006, días antes de viajar a Miami, estuve investigando en el Archivo y en la Biblioteca de palacio la azarosa vida del príncipe de Asturias, presidida desde su nacimiento, el 10 de mayo de 1907, por otra horrible maldición: la de la hemofilia. Enseguida me asaltó una duda. ¿Sabía Alfonso XIII que su futura esposa era portadora de este mal hereditario? A juzgar por la actitud despreciativa con que siempre trató a Victoria Eugenia, culpándola de la enfermedad de sus hijos Alfonso y Gonzalo, y recurriendo al mismo tiempo a ella como su único paño de lágrimas, no podía pensarse que el rey fuera plenamente consciente del peligro que su boda suponía para la Familia Real española. Además, la inmensa mayoría de los historiadores, e incluso el hijo natural de Alfonso XIII, don Leandro de Borbón Ruiz Moragas, con quien tuve oportunidad de entrevistarme en varias ocasiones, sostenían que el rey fue poco más o menos engañado.
Pero la verdad es que no lo fue. La primera prueba de la irresponsabilidad del monarca la hallé en un libro firmado por el escritor británico David Duff: una biografía autorizada de la princesa Beatriz de Inglaterra, madre de Victoria Eugenia, titulada en inglés The Shy Princess y publicada en 1958, cuando la mujer de Alfonso XIII aún vivía. Al principio del libro me topé con un dato esencial: su autor agradecía a la reina Victoria Eugenia que le hubiese proporcionado información y que hubiese leído el manuscrito. ¿Qué decía David Duff en su libro? Ni más ni menos que esto: «Pronto se supo que Alfonsito sufría de hemofilia. En esto reside la verdadera tragedia de la princesa Beatriz. Tanto ella como los consejeros del monarca español conocían, en el momento del compromiso matrimonial de la pareja, el riesgo que ambos corrían. Pero estaban muy enamorados. El rey Alfonso nunca temió arriesgarse».
Aun así, haciendo un poco de abogado del diablo, pensé que tal vez la versión recogida por David Duff podía ser el relato interesado de la reina Victoria Eugenia; un modo de ajustar cuentas con su marido, ya fallecido, después de tantos sinsabores que le hizo pasar en vida. Pero de nuevo encontré otro testimonio que ratificaba que Alfonso XIII sabía muy bien que jugaba con fuego. Provenía del abogado y parlamentario suizo Henri Vallotton, de quien el propio conde de Romanones escribió en cierta ocasión que leer a este autor era como «oír al mismo rey». «Pues leamos ahora al biógrafo del rey», dije para mis adentros:
Algunos adversarios de la reina comentaban, por lo bajo, que al rey no se le había dado a conocer este peligro hereditario [la hemofilia que padecía su hijo Alfonso]. ¡Era falso! Alfonso XIII sabía, incluso antes de su noviazgo, que habían existido casos de hemofilia en la familia de la princesa del lado materno... Alfonso XIII conocía, pues, los riesgos de su matrimonio; pero su amor por la princesa Ena le había hecho olvidarlos. Además, como siempre, tenía confianza en su buena estrella. Hecho singular, pero no inexplicable. Alfonso XIII echaba, en cierto modo, la culpa a su esposa de esta enfermedad, cuya gravedad no le había sido, como decimos, desconocida.
Y en otro momento, Vallotton insistía:
Ciertamente la reina no tenía responsabilidad alguna en ello, y Alfonso lo sabía muy bien; pero no podía resignarse a que su heredero hubiese contraído una enfermedad que la familia de ella tenía, y la suya no.
Al parecer no había duda sobre la negligencia de Alfonso XIII al contraer matrimonio con Victoria Eugenia, aunque el destino quiso que así fuera... Por si no bastase con los dos testimonios anteriores, hallé otro más, proveniente del célebre historiador Claudio Sánchez Albornoz, quien, en su Anecdotario político, relataba la visita que realizó con su mujer a la infanta Paz, tía de Alfonso XIII, en 1927. Mientras los tres paseaban por los hermosos jardines del palacio muniqués de Nimphenburg, la infanta, casada con Luis Fernando de Baviera, le preguntó a don Claudio, preocupada:
—Le ruego que me diga sin rodeos lo que piensa sobre la dictadura de Primo de Rivera.
—Al establecerla y disolver las Cortes —advirtió el historiador— el rey se ha jugado la Corona.
—Eso le hemos dicho todos —añadió la infanta—, pero no nos hace nunca caso. Cuando se proyectó su boda con la reina, le previnimos de que las Battenberg transmitían la hemofilia. No nos escuchó.
Tampoco querría escuchar Alfonso XIII a su primogénito al final de su vida, cuando, postrado ya en el lecho de muerte, Alfonso de Borbón y Battenberg reclamó para sus adentros la presencia de su padre, tratando de hallar en él el consuelo del último adiós. Alejado de su familia y olvidado por todos los que él creía que le querían, el malogrado príncipe de Asturias estaba a punto de consumir la gran tragedia de su vida aquel amanecer del 8 de septiembre de 1938, en una desangelada habitación del hospital Gerland de Miami.
A su derecha, el cuarto donante de aquella agitada noche extendía el brazo para que, gota a gota, la sangre pasase a las azuladas venas del moribundo. De pronto, una enfermera irrumpió silenciosamente y se acercó al médico, situado al pie de la cama.
—Doctor —susurró—, un policía quiere hablar con usted. Ha venido también un tal señor Fleming; dice que es el secretario del príncipe.
El doctor Cooper sacudió la cabeza, en señal de agotamiento.
—Ahora mismo voy —respondió.
Al cabo de unos segundos, el médico confirmaba que el hombre que acompañaba al joven policía en el corredor era realmente Jack Fleming, secretario de Alfonso de Borbón.
—¿Podría usted avisar a sus padres y a sus hermanos? —indicó el facultativo.
—¿Tan grave es? —inquirió Fleming, alarmado.
—Desde luego... ¿sabe usted dónde está su madre?
—Su Majestad la Reina está en el castillo de Carisbrook, en la isla de Wight, visitando a su madre, la princesa Beatriz de Inglaterra.
—Pues telegrafíe...
—De acuerdo. ¿Y qué le digo?
—Que se ha hecho todo lo humanamente posible para mantener al príncipe con vida, pero que ya no hay esperanzas de salvarle. Si la reina quiere volver a ver a su hijo mayor... Por cierto, y el padre, ¿dónde está?
—Su Majestad el Rey vive en Roma.
—Sus relaciones con el príncipe no eran muy cordiales que digamos...
—Pero, dadas las circunstancias... telegrafiaré a Roma —resolvió Fleming, insistiendo en si quedaba alguna esperanza.
—¿Qué puedo decir yo, más allá de los límites de la ciencia? Si la reina toma un avión, tal vez pueda verlo con vida. No puedo prometer nada más.
El médico se volvió entonces hacia el policía, que, a juzgar por su aspecto aniñado, no tendría más de veinticinco años.
—Ya lo ha oído —le dijo.
—Perfectamente, y no es necesario interrogar al príncipe. La mujer nos lo ha contado todo. Aunque no sé cómo el príncipe fue a dar con ésa...
—También los príncipes son hombres —replicó el doctor Cooper—. Y no creo que nosotros debamos juzgar a una persona que toda su vida ha estado al borde de la muerte y que sólo pretendía disfrutar un poco de los escasos momentos de felicidad.
El policía pareció comprenderle.
—Sólo he querido decir que al principio creímos que habría que llevarla a un manicomio. Estaba frenética. Después se calmó un poco y empezó a contarnos lo sucedido. Ella no tuvo la culpa. Fue un camión que se desvió demasiado a la derecha, la chica trató de esquivarlo y le falló la dirección. Examinamos el coche y dijo la verdad. Es un coche muy antiguo; la verdad es que un príncipe debería usar uno mejor. Ella ya se fue a su casa. No quiere salir de allí. Parece que algo la ha trastornado, aunque no sé muy bien qué...
Cinco horas después Alfonso de Borbón y Battenberg decía adiós a este mundo, sin haber podido decírselo también a sus padres, como hubiese deseado. Victoria Eugenia no llegó a tiempo de verle con vida, pese a que lo intentó; al contrario que Alfonso XIII, quien, enfurecido con su primogénito porque a última hora había hecho valer sus derechos sucesorios, anulando públicamente su renuncia al trono efectuada en 1933, optó por permanecer en Roma.
Sesenta y ocho años después de aquella dramática escena, volaba yo a bordo de un avión de Iberia rumbo a Miami, donde me proponía indagar en las misteriosas circunstancias que rodearon la trágica muerte del conde de Covadonga. Para ello contaba con una preciosa fuente de información que había podido localizar, tras muchos esfuerzos, gracias a la inestimable ayuda de un buen amigo, Jacinto Fernández, compañero de estudios que actualmente reside en Miami. El hombre al que con tanto ahínco había buscado se llamaba Brandon Killmon y era un antiguo miembro del cuerpo de policía de Miami, con el cual había quedado en verme a mi llegada a la ciudad.
Para el largo vuelo llevaba conmigo la magnífica semblanza del príncipe de Asturias que compuso el escritor y amigo ya fallecido Juan Balansó, y la no menos reveladora biografía de Alfonso XIII publicada por su amigo íntimo, Ramón de Franch, en 1947, además de otra media docena de libros de obligada consulta.
La verdad es que no me extrañaba que Alfonso XIII hubiera sufrido episodios depresivos a lo largo de su vida, especialmente tras el nacimiento de su primogénito, que era hemofílico, al que siguió el de su segundo hijo, que era sordomudo, y más tarde el del benjamín de la familia, que nació con el mismo veneno en la sangre que el mayor.
Por si fuera poco, el monarca vivió con el temor de que sus dos hijas, Beatriz y María Cristina, «las infantas estigmatizadas», pudiesen transmitir a su descendencia el gen maldito de la hemofilia, dado que las mujeres lo propagaban y los hombres lo padecían. El monarca aguantó también en pie, aunque tambaleándose, el tremendo zarpazo que supuso el nacimiento de su hijo muerto y la demoledora carta de Elisabeth Newton, que arrojaba aún más leña al fuego. Todo aquello fue, sin duda, demasiado para su carácter frágil y su constitución quebradiza.
Y para colmo del destino, el 13 de agosto de 1934 —otra vez el número de la mala suerte—, mientras el rey estaba de vacaciones en Austria con sus hijos Gonzalo y Beatriz, volvió a suceder algo terrible. Aquel aciago día, el infante don Gonzalo —«Kiki», como le motejaban en familia—, nacido en 1914, regresaba en el coche que conducía su hermana Beatriz por la carretera de Krumpendorf, en dirección a la villa en Portschach, alquilada por su padre en la ribera norte del lago Worther, en Carintia. De repente, Beatriz se vio obligada a dar un volantazo para esquivar a un ciclista, que resultó ser el barón Von Neinmann. El vehículo se estrelló contra la fachada del castillo de Krumpendorf. En apariencia, ninguno de los dos hermanos resultó herido, pero el choque provocó luego un pequeño hematoma en el cuerpo del infante hemofílico, quien, dos días después, fallecía en un hospital.
Beatriz se desmoronó al sentirse culpable de la muerte de su hermano pequeño. Mientras permanecía velándole de rodillas, durante horas, al pie de su cama, prometió incluso a la Virgen que ingresaría en un convento si le salvaba.
Pero la versión oficial del accidente ocultó un hecho trascendental que, años después, descubriría Ramón de Franch: el coche siniestrado lo conducía en realidad el infante don Gonzalo, a quien, en un claro acto de imprudencia, su hermana Beatriz había cedido el volante. Era fácil entender así el sentimiento de culpabilidad que amargaba a la infanta. Sobre todo si, como sostenía Ramón de Franch, ella había accedido a que su hermano condujese aun siendo menor de edad. Me detuve entonces en el pasaje donde Ramón de Franch relataba su incómoda versión del accidente:
La verdad es como ahora vamos a decirla: doña Beatriz, débil mujer al fin, no pudo resistir a los deseos de su hermano, de aprovechar una larga recta para ejercitarse en la conducción, aunque no debiera hacerlo, según las ordenanzas, siendo menor de edad. De pronto, cerca ya de la villa donde vivían, vieron venir en zigzag a un ciclista. No cabía duda alguna: era un noble extranjero, de todos conocido, cuya costumbre de airearse en bicicleta entre dos series de libaciones le valió más de una costillada; pero esta vez, si no dio con sus huesos en el suelo, fue promotor de una gran tragedia. Atenta doña Beatriz al peligro, asió el volante y, con una brusca maniobra, evitó atropellar al importuno, a costa de un topetazo contra una pared y una herida, por fortuna leve, en un muslo. Don Gonzalo, al parecer, estaba ileso, y en medio de aquel trance que iba a tener tan atroz como imprevisible epílogo, los buenos hermanos prometiéronse guardar el secreto de su propia falta. Así se dijo, y se creyó, que llevaba el coche la infanta.
No pude evitar pensar también entonces en su desafortunado hermano Alfonso, que cuatro años después halló la muerte de la misma manera, a miles de kilómetros de su familia, en la ciudad adonde yo me dirigía. «¡Maldita hemofilia!», murmuré entre dientes. Recordaba mi entrevista, apenas una semana antes, con el joven doctor Román, eminente hematólogo de una conocida clínica madrileña: «La hemofilia —me dijo muy seguro el médico, tras sus gafas de carey— es una de las enfermedades de la sangre menos frecuentes. Su incidencia en Europa puede estimarse en un caso de cada diez mil». Aquellas palabras no hacían sino ratificar la mala suerte que siempre presidió la vida de Alfonso XIII. Era como si, sin apercibirse de ello, el rey hubiera estado jugando a una constante lotería de la muerte para la que el destino le había reservado todos los boletos, convirtiéndole en el gran perdedor por excelencia de una familia maltratada por el destino. Perdió la Corona y se vio obligado a exiliarse de España, como un delincuente, en abril de 1931; perdió al amor de su vida, Victoria Eugenia de Battenberg, de la que se había separado de hecho, aunque no de derecho, antes incluso de abandonar España; perdió a su hijo pequeño, Gonzalo, y al mayor, Alfonso, en sendos accidentes de tráfico; perdió a un valioso sustituto para la Corona, su hijo Jaime, porque nació sordomudo; perdió la oportunidad histórica de ser restaurado en el trono tras la Guerra Civil, sintiéndose engañado por Franco...
—Hábleme de la hemofilia, doctor —le rogué, deseoso de ponerme en la piel del infausto príncipe de Asturias.
—Bueno, los hemofílicos son bastante huraños y desde pequeños reclaman una protección desmedida de sus padres...
Reparé en el sufrimiento añadido de Alfonso de Borbón y Battenberg, postrado en el lecho de muerte, lejos de sus padres y hermanos.
—Dígame, ¿corren ya peligro al nacer?
—Tenga en cuenta que la sección del cordón umbilical de un recién nacido puede ocasionar ya una grave hemorragia. Puede estar usted seguro de que, antes que a hablar, un hemofílico aprende a tenerle miedo a cualquier objeto puntiagudo que le haga una herida. No debe jugar con otros niños en el parque por temor a caerse, ni hacer deporte con normalidad. Es más, incluso durmiendo, el hemofílico puede hacer un movimiento brusco y producirse un desgarro en los vasos sanguíneos de la piel, los músculos o las articulaciones, dando lugar a derrames internos y tumefacciones.
—Igual que una delicada muñeca de porcelana, puede hacerse añicos si se cae... —dije, buscando una posible comparación.
—Eso es; una especie de muñeca de porcelana con la que debe tenerse sumo cuidado cuando alcanza la pubertad, pues los cambios hormonales aumentan el riesgo en el hemofílico. Después de los treinta, disminuye el peligro y crecen las expectativas de vida. Pero nunca se sabe si un hemofílico va a sangrar mucho o poco por una herida. Son muy peligrosas las hemorragias internas cerebrales, de la médula espinal y de los grandes vasos. Los enfermos que padecen hemorragias musculares o articulares sufren intensos dolores durante la crisis, y los hematomas tardan semanas en reabsorberse, si antes no sobreviene la muerte... Incluso la simple extracción de una muela puede provocar una hemorragia mortal.
—Ahora entiendo por qué Alfonso y Gonzalo de Borbón y Battenberg murieron en sendos accidentes de tráfico a los que hubiera sobrevivido cualquier persona normal...
—Claro; hay un fenómeno que los médicos denominamos «derrame retardado». Se produce cuando el hemofílico se hace una herida y la hemorragia se detiene como en una persona de sangre normal y coagulable. Pero luego la herida vuelve a sangrar, esta vez sin cesar, como a traición. Es fácil de explicar: a diferencia de una persona normal, en el hemofílico no se forma un coágulo que bloquee la hemorragia, y cuando la tensión muscular de los vasos disminuye, vuelve a sangrar.
—La solución, entonces, ¿son las transfusiones de sangre?
—No hay duda de que en el primer cuarto del siglo XX salvaron muchas vidas. Pero hasta entonces no hubo más remedio que probar con casi todo: aparte de paliar las hemorragias externas mediante la aplicación de vendas y compresas, se emplearon como remedio desde jugo de carne, extractos orgánicos o irradiación del bazo con rayos X, hasta veneno de serpiente, grasa de leche materna, vitaminas y hormonas. Pero de poco o más bien nada sirvieron todos esos tratamientos.
—La medicina siempre ha sido un gran cajón de sastre...
—Bueno, la verdad es que se hacen muchas pruebas antes de encontrar el método eficaz. El gran descubrimiento para el tratamiento de la hemofilia fue el mecanismo de la coagulación de la sangre. Pero, en fin, eso ya es más laborioso de explicar. Le diré sólo que hasta el final de la Segunda Guerra Mundial no se consiguió, con la ayuda de la electricidad, separar los cuerpos albuminoideos del plasma sanguíneo. Fue entonces cuando pudo observarse que los hemofílicos carecían de dos componentes esenciales del llamado grupo de la globulina.
Dejamos la interesante conversación en este último apunte científico. Días después, a bordo del Jumbo que me conducía hacia Miami, volvía a escuchar algunos interesantes pasajes de aquella entrevista a través de los auriculares de mi grabadora. Había montado una especie de cuartel general de campaña sobre la repisa del asiento delantero, junto a la ventana: libros, cintas de grabación, algunas de ellas vírgenes —a la espera de mi próxima entrevista, en cuanto tomase tierra en el aeropuerto internacional de Miami—, un ordenador portátil, un par de libretas de anillas, varios CD de música clásica, casi todos ellos de Mozart, un juego de bolígrafos Pilot de punta extrafina que nunca podía faltar allá donde fuese, y varios recambios de pilas. Todo eso y algún objeto más que a duras penas cabía en el maletín de cuero que llevaba conmigo a todas partes.
Volví a colocarme los auriculares, esta vez para escuchar el concierto de clarinete KV 622 de Mozart, una de las piezas del genial compositor que más me hacían disfrutar. Abrí a continuación el libro de Juan Balansó y empecé a leer...
A los veinte años, el príncipe de Asturias era un hombre muy atractivo. De no haber sido por su grave enfermedad, hubiera encontrado docenas de princesas deseosas de compartir su vida y su futuro trono. Rubio, de ojos azules, y espigado, era la viva imagen de su madre, Victoria Eugenia de Battenberg.
El periodista José María Carretero, tras coincidir con él en París, le había descrito como a un hombre de gran belleza, alto, enjuto, pero ancho de hombros, como si el sufrimiento físico lo hubiera estilizado. Su rostro parecía tallado en palo de rosa, y sus ojos azules, diáfanos, reflejaban una mirada limpia y leal. Podía distinguirse un levísimo viso dorado, sobre el labio superior de una boca casi femenina en su perfección, que contrastaba con su voz y sus gestos varoniles.
Pero su existencia se limitaba a su reclusión en el palacio de La Quinta, lejos del mundanal ruido y de las alegres fiestas de sociedad. Hasta que un día apareció Ileana... En la primavera de 1929, la reina María de Rumanía, viuda del rey Fernando I, visitó Madrid acompañada de su hija, la princesa Ileana, una hermosa dama de veinte años, de cabello castaño y brillantes ojos azules. El príncipe de Asturias se quedó embobado nada más verla y le propuso casarse con ella. Alfonso XIII y Victoria Eugenia estaban encantados ante la idea de una posible boda. Además, Ileana, una chica con vocación de enfermera, se sintió conmovida por el interés del príncipe y su innegable encanto. Pero, inexplicablemente, el compromiso matrimonial jamás fue anunciado. Años después, tras indagarse en los Archivos Reales de Rumanía, en Bucarest (Sección III, legajo 170), se halló la explicación. La propia reina María, en una estremecedora carta, confesaba la verdad:
La mayor objeción contra esta boda es Alfonso XIII mucho más que el marido inválido. El rey español se interesa por todas las mujeres nuevas que conoce, y luego se las arregla para declarar que son ellas quienes se arrojan a sus pies. Una nuera bonita, esposa de un hijo incapacitado, no estaría segura a su lado.
Aun siendo pavorosa aquella carta, en el fondo la reina María tenía razón. Las infidelidades del monarca español habían traspasado las fronteras. Y no era para menos, puesto que a raíz del nacimiento de su primogénito hemofílico, del que culpaba a su esposa, Alfonso XIII se entregó a una desenfrenada carrera de adulterios.
Un día, tras recopilar información de libros, testimonios y archivos, pude rehacer más o menos el «rompecabezas extramatrimonial» del rey; porque sin duda éste se llevó más de un secreto sentimental a la tumba. El mismo año de su casamiento con Victoria Eugenia, Alfonso XIII fue ya padre por primera vez. Su hijo ilegítimo se llamaba Roger de Vilmorin y guardaba un asombroso parecido físico con él. La madre, Mélanie de Vilmorin (de soltera Mélanie de Dortan), estaba considerada una de las mujeres más hermosas de Europa. Se había casado a principios de siglo con el multimillonario Philippe Vilmorin y vivía con él en el castillo francés de Verrières, lugar de cita obligado de la más alta alcurnia de su tiempo.
Alfonso XIII se quedó enseguida prendado de aquella bella mujer y, al contrario de lo que sucedió con otros tres hijos bastardos suyos, jamás se refirió a Roger de Vilmorin ni trató de asegurarle un futuro económico; tal vez era consciente de la fortuna que manejaba el marido de Mélanie. Pese a ello, las relaciones entre el monarca y su amante fueron buenas hasta la muerte de ésta, en 1937.
El soberano encontró entonces a otra bella mujer: se llamaba Beatrice Noon y, aunque había nacido en Escocia, tenía ascendencia irlandesa. La nueva amante del rey era institutriz de los infantes, a quienes impartía también clases de piano. Como anteriormente había sucedido con Mélanie, la Noon acabó quedándose embarazada, y fue expulsada de la corte para evitar el escándalo. En 1916, en París, dio a luz a una niña que era también la viva estampa de su padre. Dado que el rey conservaba el ducado de Milán entre sus títulos históricos, se le dio a la niña el apellido de Milán, evitándose así que con el apellido materno se deshonrase al monarca y a la institutriz.
El rey sintió siempre predilección por su segunda hija natural, Juana Alfonsa Milán, como recordaba su buen amigo Ramón de Franch: «Ya en el exilio, en 1940, el rey se paseaba por Ginebra del bracete de una joven, y la gente dio en pensar que era una nueva amante, cuando lo cierto es que era su estampa. Joven rubia, algo coqueta y muy elegante, lleva con garbo de princesa la ilegitimidad de su origen». De Juana Alfonsa Milán se ocupó durante muchos años el que fue embajador español en París durante la monarquía, José Quiñones de León, hasta que la joven se casó y se trasladó a vivir a Madrid, donde murió en 2005.
Pero sin duda el gran amor de Alfonso XIII —excepción hecha de doña Victoria Eugenia, de la cual se enamoró perdidamente al principio, hasta el punto de casarse con ella y asumir el grave riesgo de la hemofilia— fue la popular actriz Carmen Ruiz Moragas, a la que conoció en los años veinte. Carmen estaba separada del célebre torero Rodolfo Gaona, y con ella el rey tuvo otros dos hijos naturales: María Teresa, nacida en 1926 y fallecida ya, y Leandro Alfonso, que vino al mundo en 1929.
Leandro Alfonso, con quien yo había estado en Madrid días antes de viajar a Miami, vive hoy allí y ha sido reconocido, tras no pocos esfuerzos, como hijo ilegítimo de su padre; por fin puede apellidarse Borbón con todas las de la ley.
Alfonso XIII instaló a la bella actriz en un lujoso chalet madrileño, donde la visitó asiduamente hasta que no tuvo más remedio que abandonar España al proclamarse la República.
Para la reina Victoria Eugenia fue durísimo enterarse de los escarceos amorosos de su marido con la actriz; especialmente cuando llegaron a sus oídos los rumores de que los dos hijos sanos que el rey había tenido con aquella mujer podían constituir un argumento válido para la nulidad matrimonial, pues se demostraba así que la hemofilia era una tara transmitida por ella. La reina sospechó enseguida que detrás de la posibilidad de una nulidad eclesiástica, e incluso del romance de su marido, se hallaba la nociva influencia del marqués de Viana, su principal enemigo en la corte. Sin dudarlo, en el ocaso ya de la dictadura de Primo de Rivera, le mandó llamar para decirle muy severamente: «No está en mi mano castigarle como usted merece. Sólo Dios puede hacerlo. Su escarmiento tendrá que esperar hasta que usted esté en el otro mundo». Fue tal la impresión que le produjo al marqués de Viana aquella especie de maldición de la reina, que sufrió un desmayo al salir de palacio, y aquella misma noche murió.
Mientras el avión sobrevolaba el Atlántico, volví a pensar en el príncipe de Asturias. Me parecía estar viéndole en su habitación de palacio, postrado en la cama porque el 12 de abril de 1931, dos días antes de proclamarse la República, había salido al campo a cazar avutardas. Un guarda le había dejado su escopeta y el joven Alfonso se había lastimado el hombro tras recibir un culatazo como consecuencia del disparo. Enseguida le asaltó el temor de que aquel leve golpe pudiese desatar un ataque de hemofilia. Sus trágicos presagios se confirmaron poco después: «Cuando llegué a palacio —recordaba él mismo al periodista José María Carretero— llevaba ya el hombro monstruosamente hinchado; tumefacto por la hemorragia interna. Yo sabía que los dolores no tardarían en aparecer... Fue el ataque más grave de todos los que me ha hecho sufrir mi dolorosa enfermedad».
El príncipe de Asturias no exageraba un ápice. Cuando tuvo que abandonar palacio con su madre y sus hermanos, camino del exilio, al día siguiente de que lo hiciera su padre el rey, fue incapaz de moverse por sí solo. «Más que un ser humano era yo, en aquellas horas, un fardo inútil», se lamentaba luego. Entre el marqués de Orellana y otros amigos, como su mecánico Paco, don Alfonso de Borbón fue transportado en brazos hasta el coche. Aún no había cumplido veinticuatro años y ya era un completo inválido.
Tras una breve estancia en París, la Familia Real se trasladó a Fontainebleau. Pero el estado de salud del príncipe de Asturias le obligó a retirarse a una clínica del barrio de Neuilly, acompañado por su fiel doctor y amigo Carlos Elósegui y un enfermero. Una o dos veces por semana sus padres iban a visitarlo. En una de aquellas ocasiones la reina Victoria Eugenia, desesperada por el lamentable estado de su hijo, incapaz de valerse por sí mismo, llegó a exclamar algo terrible ante sus íntimos: «Si no pueden convertir a Alfonso en una persona normal, preferiría verlo muerto». Meses después, Alfonso fue ingresado en un sanatorio de Leysin, cerca de Lausana, en Suiza. Fue allí donde conoció a una señorita cubana, un año mayor que él, que le sorbió el seso enseguida. Se llamaba Edelmira Sampedro; era morena, de exquisitas proporciones, tenía los labios gruesos y una mirada azabache, profunda y luminosa. Procedía de una familia enriquecida gracias al negocio de la caña de azúcar pero venida a menos. A fin de corregir ciertas anomalías que le impedían respirar con normalidad, se había instalado con su madre y una hermana en un chalet próximo al sanatorio. Aunque, según varios testigos, Edelmira estaba más sana que un roble, pues se la había visto desenvolverse de noche con gran soltura en las pistas de baile de las discotecas y disfrutar de las hermosas playas de la costa del lago Leman. Pronto, la dulce y melosa cubana se convirtió en una especie de solícita enfermera para Alfonso, a quien el príncipe declaró abiertamente su amor y le pidió que se casase con él. La noticia fue motivo de gran alborozo para los Sampedro; su gran sueño de emparentarse nada menos que con la Familia Real española podía hacerse realidad. Sin embargo, como era lógico, los planes de boda del príncipe chocaron con el rechazo de Alfonso XIII, quien, por más que lo intentó, fue incapaz de disuadir a su primogénito para que no cometiera aquella torpeza; las normas tradicionales de la Casa Real española exigían de él que celebrase un matrimonio dentro del círculo de la realeza. En consecuencia, Alfonso XIII reclamó a su hijo la preceptiva renuncia a sus derechos dinásticos, por sí y por todos sus descendientes. El príncipe de Asturias obedeció sin rechistar, y el 11 de junio de 1933 suscribió una carta en Lausana, conservada en el archivo del conde de Barcelona, en la que se apartaba de la sucesión al trono:
Señor:
Vuestra Majestad conoce que mi elección de esposa se ha fijado en persona dotada de todas las condiciones para hacerme dichoso, pero no perteneciente a aquella condición que las antiguas leyes españolas y las conveniencias de la causa monárquica, que tanto importan para el bien de España, requerirían en quien estaría llamada a compartir la sucesión en el trono, si se restableciese por la voluntad nacional.
Decidido a seguir los impulsos de mi corazón, más fuertes incluso que el deseo que siempre he tenido de conformarme con el parecer de Vuestra Majestad, considero mi deber renunciar previamente a los derechos de sucesión a la Corona que, eventualmente, por la Constitución de 1876, o por cualquier otro título, nos pudieran asistir a mí y a los descendientes que Dios me otorgara.
Al poner esta renuncia, formal y explícita, en las augustas manos de Vuestra Majestad, y, por ellas, en las del país, le reitero los sentimientos de fidelidad y de amor con que soy, Señor, su respetuoso hijo,
ALFONSO DE BORBÓN
La carta desposeyó automáticamente del título de príncipe de Asturias a Alfonso, que contaba veintiséis años y desde entonces adoptó el de conde de Covadonga. Su boda con Edelmira se celebró el 21 de junio en la parroquia de Ouchy, en Lausana, con la ausencia significativa de Alfonso XIII, que rehusó respaldar así un enlace al que se había opuesto sin concesiones. La reina Victoria Eugenia, en cambio, sí acudió, acompañada por sus hijas Beatriz y María Cristina.
Los recién casados se instalaron en la habitación 426 del hotel París, en la capital francesa, donde fueron entrevistados por José María Carretero. A juzgar por sus declaraciones, parecían entonces una pareja de tórtolos. Carretero describía así un momento entrañable de aquel encuentro:
Y el príncipe [en realidad ya no lo era, tras su renuncia], con el gesto alegre de un niño que exhibe una habilidad, empieza a recorrer la habitación, dando zancadas firmes...
—Bueno, Alfonso, siéntate. ¡Ya está bien! —le reconviene cariñosamente su esposa.
Vuelve a tomar asiento, y mirando con deleite a la bella dama, dice:
—Mi mujer no sólo me ha traído la felicidad, sino también la salud. Desde que la conocí mejoré extraordinariamente. Ha sido para mí como un hada buena.
Y la sigue mirando de hito en hito, mientras ella, levemente ruborizada, murmura:
—Tú sí que eres bueno, Alfonso...
Yo me siento envuelto en esta atmósfera de dicha y amor, como en un baño perfumado y sedante. Irradian contento... Estas dos vidas, que unió el amor, se complementan y se funden en un halo de ternura.
Pero menos de cinco meses después de aquella entrevista, el idílico romance descrito por Carretero se resquebrajó sin remedio. Los problemas económicos terminaron por desunir a la pareja, que cayó en manos de sinvergüenzas de la jet set de la época, de auténticos aduladores que se jactaban de alternar con un príncipe real al que empujaban a gastar sin medida. Por si fuera poco, enojado por la boda, Alfonso XIII había reducido drásticamente la pensión que pasaba a su primogénito de quince mil a sólo cinco mil francos.
El resultado fue que un día Edelmira, a la que en la Familia Real apodaban «La Puchunga», partió sola hacia su Cuba natal, tras declarar con pasmosa frescura: «Alfonso y yo estamos de acuerdo para esta separación que será como un ensayo. Después veremos lo que pasa. Nos alejamos el uno del otro sin violencia ni rencores». Pero la verdad era muy distinta: la meliflua y servicial enfermera no resultó ser en realidad tal. Edelmira había abandonado a su marido, presa de un nuevo ataque de hemofilia, en el hotel. El desdichado Alfonso confesó luego a un amigo, entre sollozos, lo que había sucedido en realidad:
Edelmira se ha marchado, se ha ido. Anteayer tuve que meterme en cama después de recibir un golpe en la rodilla, estando en un taxi. Hemos discutido porque ella quería acudir a una recepción a la que había comprometido nuestra asistencia. Ha insistido para que me levantase y fuese, cosa que me resultaba materialmente imposible. Entonces me ha dicho que iría sola, y al hacerle notar yo que su puesto estaba junto a mí, que tan mal me encontraba, ha llamado a un conserje del hotel para que me cuidase, entregándole una propina elevada. Me he ofuscado y le he reprochado sus gastos excesivos. Me ha contestado que no se había casado conmigo para actuar como una enfermera perpetua y que se marchaba con los suyos.
Don Alfonso fue siempre un incomprendido, hasta por su propia familia, que en todo momento apoyó a Edelmira Sampedro. Su hermana, la infanta María Cristina, llegó a escribir en sus memorias: «Edelmira era muy buena persona y siempre se portó bien». Pero la razón de que la mayor parte de la Familia Real mostrara su hostilidad hacia don Alfonso, empezando por su propio padre, se hallaba en que el frustrado príncipe de Asturias había tomado partido por su madre frente a todos los demás. La relación entre Alfonso XIII y Victoria Eugenia se hizo insostenible por aquel entonces, hasta que una tarde, mientras la pareja se encontraba en el hotel Savoy de Fontainebleau, se consumó su ruptura matrimonial. Alfonso XIII entró en la habitación que ocupaba la reina para exigirle, encarecidamente, que pusiese fin a su relación con sus dos grandes amigos, los duques de Lécera. En honor a la verdad, el rey no tenía fundamento alguno para pedir a su esposa que rompiera con Jaime y Rosario Lécera, por más que diera pábulo a los infundios según los cuales la duquesa estaba enamorada de la reina y ésta mantenía un romance con el duque. Victoria Eugenia no podía dar crédito a la inexplicable escena de celos que su marido había decidido montarle. Aguardó con encomiable paciencia a que terminase de hablar, y cuando el rey la puso entre la espada y la pared para que eligiera entre los Lécera y él, ella no titubeó: «Les elijo a ellos y no quiero volver a ver tu fea cara». Alfonso XIII enmudeció de perplejidad. Así pues, es fácil entender que la posición de Alfonso, alineado sin condiciones con su madre, le enfrentó aún más, si cabe, con su padre y el resto de la familia, congregada en torno al monarca. La prueba de esa grave división familiar la aportó el propio Alfonso en una terrible carta que escribió pocos días después de que Edelmira Sampedro le abandonara. En ella, el primogénito se retrataba tal como era. La misiva iba dirigida a su hermana Beatriz, que iba a casarse en Roma con un aristócrata italiano, el príncipe Torlonia. Meses antes, la negligencia de la infanta había provocado la muerte de su hermano Gonzalo en accidente de tráfico, como vimos anteriormente. Una copia de esa carta, repleta de graves faltas de ortografía y sintaxis, hecho insólito en un joven educado como príncipe heredero, me la mostró Juan Balansó una tarde en su casa de la calle Profesor Waksman, en Madrid. La carta había sido reproducida antes por él en su estupendo libro Trío de Príncipes. Quedé impactado al leerla. Decía así:
París, 6-1-35
Querida Beatriz:
No creas que es falta de cariño hacia ti el no asistir a tu boda, pero comprenderás que yo no puedo ir en estos momentos en que está ausente mi mujer. Primero, porque, si hubiese estado, ¿la habría convidado Papá? Me figuro que no. Pues como para mí está presente, esa es una razón. Segunda, que tu novio te querrá mucho, será muy bueno, todo lo que quieras, pero yo no veo el porqué ése a [sic] de tener más suerte que mi mujer, porque sus antepasados tuvieron dinero para dárselo al Papa y la mía no lo tuvo para sacar un título.
Pues no quiero pensar mal y creer que, para consolarte de haber sido por desgracia causa de la muerte de un hermano, hagan todo esto, pues de ser así no quiero el calificarlo, por existir en la lengua de Cervantes una sola palabra.
Como todo es posible dada la canalla que te rodea, no me choca que ese fuese el motivo. Pero quiera Dios que tu marido y tus hijos no te hagan lo mismo que vosotros le hacéis a Mamá, pues yo cada día estoy más convencido de que el que la hace la paga y Dios no espera a pasarle la cuenta al final del viaje de la vida, sino que lo hace en este mundo.
Y la tercera y última, es que creo va a ser la apoteosis del monarquismo, y si voy podría hacer mucho daño al decir pura y exclusivamente la verdad por el [sic] cual no asiste la reina (ya ves no digo la madre, que es una razón). Y como para callarme tendrían que matarme, es preferible no vaya. Y como el daño a Papá iba a ser muy grande y creirían [sic] era venganza, pues la gente es muy cochina, materialmente me imposibilitan el asistir.
Y, por último, por los periódicos he visto que habéis nombrado a Jaime y al tío Nino [el infante don Carlos de Borbón Dos Sicilias] como testigos por tu parte. Y aunque os pese a todos y me quiten todo, hay dos [cosas] que no me podéis quitar: la primera, el ser vuestro hermano mayor, y la segunda el derecho a vivir. Todo lo demás ya sé hace tiempo lo perdí, así como parecer casi extraño a la familia; pues bien sé que protocolariamente soy el último, pero el primero en poner el nombre bien puesto en todas partes, cosa que otros no hacen. En lo demás siempre me he... (jodido) y quedado como un caballero, sin dos pesetas, ya lo sé, pero es lo que nos suele pasar a los pocos que hoy día existen en el mundo, en donde lo que reina es esa cosa que se llama dinero.
Que tengas mucha suerte (aunque lo dudo, pues el que mal empieza mal acaba) y no tengas que llorar lo que has hecho, pues ten en cuenta es un paso para toda la vida y que a alguno lo has destrozado. Espero veas en esta carta cariño y no venganza, pues no es ese mi deseo.
Te abraza tu hermano
ALFONSO
P. S. Ya sé que piensas ir ahora a ver a Mamá. A buena hora, mangas verdes. No me choca, pero ya no tiene mérito hoy en día que eres libre. Eso antes, hija mía, pues el concepto que me merecéis todos es muy bajo. Acuérdate de lo que os dije a raíz de la muerte de Kiki [su hermano Gonzalo].
Meses después de rubricar esa carta, Alfonso, acuciado por la delicada situación en la que le había dejado su padre tras rebajarle sustancialmente la pensión, empezó a pensar en su porvenir económico. Aún seguía recordando a su bella antillana, e incluso amándola, como demostraba él mismo en los párrafos que le dedicaba en su carta a Beatriz. Por entonces, algunos amigos norteamericanos le aseguraron que en Estados Unidos podía iniciar una próspera vida pronunciando conferencias, e incluso charlas radiofónicas, que le reportarían un dinero considerable. Alfonso, sin nada ni nadie que le retuvieran ya en Europa, cruzó el Atlántico y se reunió con Edelmira en Nueva York. Durante un tiempo, la pareja vivió del cuento, atrayendo la atención de algunos medios de comunicación. Pero llegó un momento en que Alfonso decidió declarar la guerra sucesoria a su padre, cuestionando la validez de la renuncia que éste le había logrado arrancar antes de su matrimonio morganático con Edelmira. Un despacho de agencia daba cuenta de la nueva y muy relevante posición de Alfonso sobre esta delicada cuestión:
Nueva York. Aunque el heredero al trono español se ha negado aquí y en Cuba a los requerimientos periodísticos para que diera su opinión sobre el régimen existente en su Patria y las posibilidades de una restauración monárquica, se ha logrado conocerla por lo manifestado sobre el particular en el seno de la familia, y que ha trascendido a los periódicos donde fue recogido como información de positivo interés.
«Yo nací príncipe de Asturias —dijo Alfonso de Borbón en la intimidad— y príncipe de Asturias seguiré siendo hasta que haga renuncia formal a mis derechos o se me prive de ellos en forma legal. Mi padre sostiene que al contraer matrimonio renuncié automáticamente a todos mis derechos. Yo no lo creo así.»
La rebelión, o la venganza, del hijo contra el padre había comenzado. Seguramente, además, algunos abogados norteamericanos, dispuestos a sacarle unos cuartos, debieron de convencer a don Alfonso de que su renuncia no era válida por las mismas razones jurídicas que esgrimiría su hermano don Jaime, que había renunciado a sus derechos sucesorios tan sólo diez días después que él.
En La Habana, mediado julio de 1936, cuando en España estaba a punto de estallar la Guerra Civil, Alfonso sufrió un ataque de hemofilia más grave incluso que los anteriores. Los médicos cubanos recurrieron a transfusiones de sangre procedente de personas a las que se les había extirpado el bazo, creyendo que ésta coagulaba más rápidamente. El paciente tardó en recuperarse, y llegó un momento en que Edelmira decidió arrojar para siempre la toalla. La pareja se divorció el 8 de mayo de 1937. Esta vez Alfonso no tardó en olvidar a la que él había considerado «la mujer de su vida». Apenas dos meses después del divorcio, el 3 de julio de 1937, contraía segundas nupcias con otra cubana, Marta Rocafort, hija de un dentista, a la que había conocido en Nueva York mientras ella trabajaba como modelo para una conocida firma de alta costura. De nuevo en un tiempo récord, la pareja se divorció el 8 de enero de 1938, apenas seis meses después de la boda.
Mal aconsejado, y tal vez resentido por la total indiferencia que su padre había mostrado hacia él desde su primer matrimonio, hacía ya más de cuatro años, don Alfonso decidió retractarse oficialmente de su renuncia dinástica. Así, en la primavera de 1938, el secretario del conde de Covadonga, Jack Fleming, hizo llegar desde Nueva York a los medios monárquicos españoles la declaración del conde de Covadonga, que causó verdadera conmoción. Decía así:
Como hijo primogénito de Su Majestad el rey don Alfonso XIII, declaro no renunciar a ninguno de los derechos al trono de España que tengo desde mi nacimiento. Los documentos privados que me hubieran podido obligar a firmar, carecían de valor legal.
Pero en realidad la conmoción, en una España sumida en la barbarie de la Guerra Civil, afectó sólo al propio Alfonso XIII y a su círculo más íntimo. El rey, furioso, intentó desautorizar a su hijo, que bastante desprestigiado estaba ya por su alocado ritmo de vida, que le llevó a compartir sus últimos días con Mildred Gaydon, una cigarrera de un club nocturno de Miami a la que apodaban «la Alegre». Tan bajo había caído, abandonado por los suyos, el primogénito del rey de España.
La última gran tragedia de su vida sucedió poco después de conocer a Mildred Gaydon, cuando el coche en que viajaba la pareja se empotró contra un poste telefónico. La hemofilia desató una imparable hemorragia interna en don Alfonso, que unas horas después murió desangrado.
Mildred, muy afectada, lloró desconsoladamente en el funeral, pero fue incapaz de asistir al entierro en el Graceland Memorial Park de Miami, al que sólo acudieron tres personas. En el nicho, el secretario del infortunado, Jack Fleming, mandó grabar la siguiente inscripción en inglés:
HIS ROYAL HIGHNESS
PRINCE ALFONSO DE BORBÓN
Y BATTENBERG

R.I.P.
De vez en cuando alguien depositaba flores secas sobre la lápida. Al cabo de un tiempo se supo que las mandaba, desde el otro lado del Atlántico, la reina Victoria Eugenia, que no había podido llegar a tiempo de ver con vida a su hijo, cuyas últimas palabras habían sido para llamar desesperadamente a su madre.
El avión tomó tierra en el aeropuerto internacional de Miami tras casi nueve horas de vuelo, durante el cual apenas había podido echar una cabezadita de una hora. Cogí mi bolsa de viaje y mi maletín, y me dirigí al hotel para telefonear a Brandon Killmon desde la habitación. A fin de aprovechar el tiempo al máximo, había decidido alojarme en el estratégico Wyndham Miami Airport, situado en la ribera del río Miami, a menos de quinientos metros de la terminal del aeropuerto y a sólo seis kilómetros del centro de la ciudad.
El ex policía con el que me proponía entrevistarme no vivía demasiado lejos de allí y quedamos para almorzar en el restaurante La Ficelle, un lugar económico, localizado en el área del aeropuerto, donde servían una espléndida cocina americana. Brandon conocía al chef, Laurent Trefois, y no hubo problemas para encontrar mesa a pesar de la hora.
Era la primera vez que veía en persona a Brandon Killmon; tan sólo había hablado con él por teléfono en tres ocasiones, la última de ellas hacía apenas media hora, desde la habitación del hotel. A juzgar por su voz cavernosa y por el hecho de que hubiese presenciado la terrible agonía del príncipe de Asturias y participado en la instrucción del expediente policial sobre su muerte, calculé que debía de tener alrededor de noventa años. Pero al verle poco después sentado a la mesa, en un extremo del local, me pareció que era por lo menos veinte años más joven. Tenía abundante cabello, blanco, eso sí, y debía rebasar el metro noventa de estatura. Era fornido y parecía estar en forma. Vestía elegantemente: chaqueta de fieltro azul, pantalón blanco, camisa del mismo tono y una pajarita azulada. La piel de su rostro era arcillosa, como si hubiera estado siempre expuesta al sol y la brisa de los cayos, y su mirada conservaba todavía un resplandor celeste.
—Buenas tardes, soy Brandon Killmon —dijo, al tiempo que me saludaba con una ligera inclinación de cabeza, al ver que me acercaba a la mesa. Hablaba muy bien español, aunque con cierto acento antillano. Enseguida añadió—: ¿Qué tal el viaje? Habrá tenido usted un vuelo muy tranquilo con el magnífico sol que luce hoy aquí.
—Oh, sí, desde luego —asentí.
Hacía un calor sofocante, pero Brandon seguía con la chaqueta puesta, como si fuese un veterano oficial prusiano vestido de uniforme.
—Recuerdo que aquella noche fue también espléndida...
—¿Qué noche dice usted?
—La noche del 7 de septiembre de 1938. La brisa del Atlántico que cruzaba la ciudad de Miami, camino del golfo de México, era maravillosa. La recuerdo muy bien. Si no fuera por lo que pasó... —evocó con mirada nostálgica.
—Usted fue uno de los encargados de hacer el atestado, ¿no es cierto?
—Así es. Yo y mi compañero Steve... El pobre ya ha fallecido. Pusimos todo lo que nos contó aquella mujer.
—¿Mildred Gaydon?
—Sí, la muchacha que vendía cigarrillos en un local nocturno del bulevar. Tendría unos veinticinco años; era alta y morena. Aquella madrugada estaba fuera de sí, como si hubiese visto al mismísimo diablo. Tuvimos que administrarle unos tranquilizantes y tener mucha paciencia con ella durante el tiempo que duró la instrucción.
—¿Qué les contó?
—Don Alfonso de Borbón se sinceró con ella, como si presintiese su trágico final. Fue una confesión en toda regla; un exhaustivo repaso por los momentos más importantes de su breve vida. Porque si recuerdo bien, y mi memoria sigue siendo aún hoy casi de elefante, el príncipe tenía entonces treinta y un años. Era un desgraciado que había decidido desahogar sus penas con una atractiva muchacha. Había bebido. Tal vez por eso estaba tan raro aquella noche. Solía beber bastante cada vez que iba al club nocturno, despertando el morbo de la gente, a la que le encantaba pasar la velada en el mismo local que un príncipe. Aquella noche fue la primera y última que la señorita Gaydon fue al hotel donde se hospedaba don Alfonso.
—¿Pasaron la noche juntos?
—Estuvieron alrededor de tres horas en la habitación del príncipe, hasta que decidieron ir a tomar unas copas. Durante ese tiempo, don Alfonso pidió a la muchacha que se quedase con él. «No me dejes solo; presiento que va a pasar algo», le dijo. Y añadió, angustiado: «Casi cada vez que me ha ocurrido algo, he tenido esa corazonada...». La mujer, como es lógico, se asustó. Le daba miedo que él pudiera desangrarse mientras estaba con ella. Bill Shulman, un camarero que conocía muy bien al príncipe, le había explicado muy por encima en qué consistía la hemofilia que padecía. Don Alfonso insistió a la chica: «Anda, sé buena conmigo y quédate. Soy muy desgraciado. Desde que nací he estado siempre caminando por una cuerda floja, y en cualquier instante puede suceder algo que me haga precipitarme al abismo».
—¡Qué pena de hombre...! —exclamé—. Enfrentado con su familia, enfermo, y recién separado de su segunda esposa...
—Estaba destrozado —ratificó el ex policía—, y buscó refugio en aquella mujer de vida fácil, a quien empezó a explicarle los graves riesgos de su enfermedad. «Sería suficiente con que me arañaras para que amaneciera muerto, e incluso podría desangrarme si me cortara al afeitarme...», dijo en tono de amenaza. La chica le instó a que no siguiera por ese camino. Estaba cada vez más asustada, mientras don Alfonso bebió otro trago de whisky. «Y luego —prosiguió él— tu familia se asombra de que quieras huir de palacios y hospitales para disfrutar un poco de la vida, lejos del aburrimiento y la soledad de la corte. Entonces, te desheredan. Eres un estorbo para tu propio padre, que te obliga a renunciar a los derechos sucesorios que te pertenecen desde la cuna por el mero hecho de casarte con una plebeya...».
—¿Todo eso dijo aquella noche el príncipe de Asturias? —pregunté, extrañado.
—Más o menos ésas fueron sus palabras, según nos contó a Steve y a mí la señorita Gaydon. Mire, todo está aquí —me indicó Brandon, mientras cogía una abultada carpeta de cartón que había posado antes sobre una silla vacía que tenía a su izquierda—. Fíjese, aquí puede ver la declaración de Mildred Gaydon, prestada en la madrugada del 8 de septiembre, horas antes de que don Alfonso de Borbón falleciera desangrado en el hospital. Puede echarle un vistazo si quiere —dijo, ofreciéndomela.
—Por supuesto que sí; muy amable de su parte —respondí, gustoso.
La declaración era muy larga; ocupaba casi veinte folios mecanografiados a doble espacio, en cada uno de los cuales podía distinguirse, en la parte superior, el membrete de la Jefatura de Policía de Miami. Resultaba evidente que no iba a ponerme a leer todo aquel texto sentado a la mesa con Killmon; llevábamos ya un buen rato de charla y ni siquiera habíamos empezado a comer.
—¿Podría hacer luego una copia? —sugerí—. Ya sabe, me gustaría leerla con tranquilidad.
Brandon Killmon torció primero el gesto, pero luego asintió:
—No veo razón alguna por la que no pueda hacerla. A fin de cuentas, el original se conserva aún en los archivos policiales y además han transcurrido casi setenta años desde que se instruyó el caso. Hágala sin problemas.
Agradecí el detalle y procuré retomar enseguida el hilo de la conversación, mientras el camarero nos servía un primer plato frugal: una Caesar salad.
—Me contaba usted que Mildred Gaydon estaba muy asustada aquella noche, en la habitación del hotel...
—Ya lo creo —asintió él, llevándose varias hojas de lechuga a la boca—. La mujer apenas había oído hablar de la hemofilia, y todas aquellas explicaciones tan gráficas terminaron amedrentándola, hasta el punto de que llegó a suplicar al príncipe que la llevara a tomar unas copas fuera de allí, en Miami Beach.
—¿Y qué contestó él?
—Le respondió con otra súplica. Por nada del mundo quería viajar en coche aquella noche. Tenía verdadero pánico a que le ocurriera lo mismo que a su hermano Gonzalo cuatro años antes. Sabrá usted que el chaval murió desangrado tras un accidente de automóvil...
—Sí, lo recuerdo perfectamente... Fue en Austria, pero... ¿cómo le convenció ella para que salieran de allí?
—La muchacha se dirigió hacia la puerta muy decidida, mientras le decía: «Yo conduciré. Iré muy despacio. Aquí no me quedo ni un minuto más. Si tengo que hacerte compañía, que sea donde haya gente a nuestro alrededor». Instantes después la pareja subió al sedán del príncipe. Era un coche que debía de tener por lo menos quince años. Recuerdo que cuando lo inspeccionamos, nos sorprendimos de que aquel vehículo, con el motor tan descuidado que tenía, hubiera podido arrancar. Había algún manguito suelto y estaba negro como el alquitrán. La carrocería tenía abolladuras por todas partes, y en los neumáticos apenas se distinguía el dibujo. Desde luego, aquél no era el coche digno de un príncipe.
—¿Adónde se dirigieron?
—Fueron a Cayo Largo, al drive-inn de Mac, donde conocían a Mildred Gaydon. Allí tomaron una copa sin necesidad de bajar del coche, que permaneció aparcado junto a varios vehículos con otras parejas en su interior. Bajo un cielo estrellado, con música de radio y risas de fondo, Alfonso de Borbón volvió a sincerarse con su único paño de lágrimas, mientras algunas muchachas ligeras de ropa servían bebidas a los automovilistas. «Tendría que odiarla... Tendría que odiarla», repitió entre trago y trago de whisky.
—¿Tendría que odiar a quién? —pregunté, intrigado.
—Se refería a su madre. «Ella nos trajo de Inglaterra la enfermedad», maldijo. Pero enseguida se arrepintió: «¿Quién puede odiar a su propia madre? Hace dos años, en Nueva York, sentada junto a mi cama, lloraba. Hay que compadecerla; ella no sabía lo que tenía. Cuando se casó, no sabía nada», aseguró.
—Pero ella sí lo sabía, y Alfonso XIII, también —aclaré—. Lo único que ocurrió es que el amor pesó más que cualquier otra consideración a la hora de casarse, aunque estuviese en riesgo la salud de la Familia Real española.
—Bueno, tal vez fuera así, no lo sé... El príncipe le contó a la chica aquella noche cómo su padre había cruzado el Canal, en dirección a Inglaterra, sin saber que traería la hemofilia a España. El rey Eduardo había elegido a tres princesas como posibles candidatas para casarse con su padre. El monarca inglés esperaba que alguna de ellas le gustara, pero en cuestión de gustos Alfonso XIII resultó ser muy diferente. La noche en que se celebraba en el palacio de Buckingham la gran cena familiar para la presentación de las princesas, la mirada de su padre se posó en una muchacha rubia que no tendría más de dieciocho años. En Londres a nadie se le habría ocurrido pensar entonces en ella como candidata. Estaba sentada en un extremo de la mesa. Era Victoria Eugenia de Battenberg, la única hija de la princesa Beatriz, quien a su vez era la menor de las hijas de la reina Victoria. Su padre regresó a España perdidamente enamorado de aquella joven, y dijo a su madre que había encontrado al fin el gran amor de su vida.
—Pero cuando la reina María Cristina escuchó el nombre de Victoria Eugenia de Battenberg creo que se echó a temblar...
—Eso mismo vino a decirle el príncipe a la cigarrera. «Alfonso, ¿has pensado en lo que vas a hacer?», le preguntó la reina. Alfonso XIII se extrañó ante esa pregunta, y quiso saber si su madre tenía algo que objetar. «Tengo miedo por ti y por el futuro», replicó ella. Y añadió: «¿Nunca oíste hablar del secreto de los Battenberg ni de la enfermedad de los Battenberg?». Entonces le explicó que los Battenberg traían al mundo hijos enfermos, que no pasaban de la primera infancia, y puso como ejemplo a dos hermanos de la mujer con la que pretendía casarse. Ante la insistencia de su hijo, la reina se echó a llorar y le dijo, desconsolada: «Si tus hijos nacen con la enfermedad de los Battenberg, España verá en ello un juicio de Dios contra ti y habrá nuevos disturbios».
—Aquellas palabras sonaban a maldición —advertí—. Nada nuevo, por otra parte, en la historia de la Familia Real española. Aunque, en honor a la verdad, la reina María Cristina se equivocaba en el origen de la enfermedad, porque no fueron los Battenberg alemanes quienes la introdujeron en la Familia Real inglesa, sino la propia reina Victoria. El padre de Victoria Eugenia, Enrique de Battenberg, era oficial de la Marina y murió en la batalla naval de Ashanti, y no precisamente de hemofilia. Se había casado con Beatriz de Inglaterra, por lo que fue padre de los príncipes hemofílicos Leopoldo y Mauricio de Battenberg y de la princesa Victoria Eugenia, portadora de la enfermedad. El único hijo sano fue el mayor, Alejandro. Nadie conocía la verdad mejor que la propia reina Victoria, que había visto morir desangrado a su hijo, el príncipe Leopoldo de Inglaterra. La reina sabía perfectamente también que la segunda de sus hijas, la princesa Alicia, había alumbrado a un hijo hemofílico que sólo vivió hasta los tres años: el príncipe Federico.
—O sea, que la culpa de que la hemofilia se transmitiese a los Battenberg la tuvo la reina Victoria de Inglaterra —quiso corroborar Brandon.
—Claro que sí; luego los Battenberg contaminaron a los Borbones de España.
En aquel preciso instante se acercó a la mesa un hombrecillo que lucía una pajarita parecida a la de Brandon, sólo que de color negro; llevaba un esmoquin ceñido, como si fuera el pellejo de un pingüino famélico. Era el chef del restaurante, Laurent Trefois. Saludó efusivamente a Brandon, y luego se interesó por mí. Nos preguntó por la comida y los dos asentimos favorablemente. Brandon había pedido a continuación arroz con maíz; no había día en que se acostara sin haber comido arroz, era para él como la pasta para los italianos. Yo me conformé con una hamburguesa pequeña, acompañada de un puñado de patatas. El desfase horario y la volcánica conversación en la que estaba inmerso me habían encogido el estómago como una nuez. Minutos después, seguimos charlando sobre nuestro desdichado protagonista:
—Una tarde —recordó Brandon—, cuando don Alfonso de Borbón apenas tenía tres años, tropezó en el comedor de palacio sin que el aya pudiera sujetarle, y cayó golpeándose en la cabeza con el filo de la puerta. El propio príncipe se lo contó aquella noche a Mildred Gaydon, cada vez con más dificultad para hablar a causa del alcohol. El príncipe Luis Fernando de Baviera y su hija Pilar pasaban en aquel momento una temporada en palacio, invitados por los reyes. Todos corrieron aterrorizados hacia donde estaba el pequeño Alfonso, y pudieron distinguir que en su frente empezaba a formarse una gran mancha morada y roja. La reina María Cristina se puso lívida. Al poco tiempo cundió la alarma en palacio, en Madrid y en toda España: «Dios ha castigado a los Borbones. Ha mandado a la inglesa como ángel justiciero. El príncipe de Asturias es hemofílico». Mientras relataba a la muchacha este episodio de su vida, don Alfonso se quedó petrificado en su asiento al oír el chasquido de un vaso, que acababa de caérsele, contra el suelo del coche...
—No me diga que se cortó con los cristales —repuse con cierta inquietud.
—El vaso que Alfonso intentó depositar sobre el tablero con su mano temblorosa acabó hecho añicos entre sus pies. El whisky salpicó sus zapatos blancos, y los fragmentos de vidrio quedaron esparcidos por el suelo, los zapatos y los calcetines del príncipe, que permaneció inmóvil, recostado en el respaldo. La muchacha le oyó lamentarse: «Lo sabía... Lo sabía...». Empezó a ponerse muy nerviosa: «¿Sabías qué?», le apremió. Don Alfonso le pidió varias veces que encendiera la luz, hasta que ella accionó la lamparita situada bajo el tablero y el suelo del coche se iluminó. Había algunos cristales prendidos en los calcetines del príncipe. La mujer se asustó mucho y recordó la insistencia de su acompañante en que no le dejara solo, su miedo a la muerte, su terrible confesión... El príncipe seguía inmóvil y ella se inclinó dispuesta a ver sangre. Pero ningún fragmento de vidrio le había rozado ni siquiera la piel. Estaba a salvo; milagrosamente a salvo. Cualquier corte habría significado su trágico final. La aparición de una hemorragia incontrolable. La muchacha recogió uno a uno los pedazos de cristal y los echó fuera del vehículo. «¿Estás ya más tranquilo?», le dijo. Pero el príncipe siguió con su abatido discurso: «Es una señal —advirtió—. Eso trae mala suerte. Tengo que regresar al hotel inmediatamente... Lo sabía. No debí salir». Y acto seguido le pidió que le dejara conducir el vehículo. Ella se resistió, repitiéndole que estaba temblando y que así no podía sostener el volante. Trató de disuadirle para que le dejara a ella conducir. Pensó incluso en bajarse del coche y esperar a que cualquiera de los otros vehículos aparcados frente al bar la llevara de regreso a Miami, pero nos dijo luego a Steve y a mí que en el fondo se sentía responsable del príncipe. Por fin, tras asegurarle que si conducía en su estado podía sucederle lo mismo que a su hermano Gonzalo, logró que don Alfonso desistiese.
—Pero tampoco ella estaba en condiciones de conducir —repuse yo.
—Desde luego; ella también temblaba. Gotas de sudor frío le resbalaban por la frente, nublándole la vista. Muy despacio, tomó la carretera de Miami. Conducía con miedo, sin atreverse a levantar una mano del volante para frotarse los ojos. Pero cuando el coche enfiló minutos después el bulevar Byscaine, la muchacha se desvió ligeramente a la derecha y el coche acabó empotrándose contra un poste telefónico. Un transeúnte que presenció el accidente nos avisó enseguida.
—Poco después llegó usted. Dígame, ¿qué vio?
—Don Alfonso estaba inconsciente. A su lado, Mildred Gaydon lloraba como jamás he visto hacerlo a nadie. Bueno, no exactamente... ¿Recuerda usted a la actriz Linda Blair, que interpretaba a la niña poseída en El exorcista?
—Sí, la recuerdo; Regan se llamaba ella en la película.
—Eso es, Regan. Pues Mildred Gaydon se parecía a Regan. No fui capaz de distinguir en aquel momento si lo que en realidad expelía aquella atronadora garganta eran carcajadas o lamentos. La mujer parecía fuera de sí. Don Alfonso y ella estaban junto a un hombre que portaba un maletín de primeros auxilios: «Soy médico y estoy aquí por casualidad», nos advirtió a Steve y a mí. Era el doctor Cooper, con quien al día siguiente hablaría en el pasillo del hospital mientras el príncipe agonizaba. «El herido es hijo del depuesto rey Alfonso XIII de España, y paciente mío. Es hemofílico y puede desangrarse aquí mismo si no le llevamos inmediatamente al hospital. Necesita transfusiones», nos apremió. Mientras sacábamos al príncipe del coche, el doctor Cooper no dejaba de presionarle las arterias con la mano. Cuando uno de los camilleros de la ambulancia le cogió las piernas, don Alfonso dejó escapar un grito de dolor. El doctor se apresuró a reconocer su pierna derecha. En cuanto la vio, cerró instintivamente los ojos, apretándolos en un gesto de gran consternación: el príncipe tenía una fractura con una hemorragia interna que iba extendiéndose con la misma rapidez que si hubiesen derramado agua sobre un mantel... El destino acababa de sentenciarle a muerte, como a otros miembros de su familia.