Blanc ocell

Fray Bernardo se lo había avisado más de una vez: «Diego, hijo, no es posible tomar venganza de una villanía si no es cometiendo otra peor. Las venganzas castigan pero no borran el dolor, y son propias de mentes angostas y aturdidas».

¿Debía finalizar entonces el episodio de sus búsquedas con un silencio? ¿No le pedían las cenizas de su madre una reparación?

Con estos pensamientos se lanzó al trote por el camino real de To r tosa, jinete de un impetuoso ruano. Lo acompañaban dos criados armados de Blanxart, a pesar de que creía innecesaria aquella visita.

—No conviene a mi alma inquieta dejar un solo cabo suelto —murmuraba Diego.

Yehudá le había asegurado que el viejo Garcilaso, en otro tiempo omnipotente mayordomo real de Castilla, embajador en Aragón, plenipontenciario en la Santa Sede de Aviñón y cónsul en las cancillerías de media cristiandad, amén de leal confidente del infante don Pedro y de su esposa doña María, «la Dama de Negro», era un aristócrata refractario a sus semejantes, misántropo y reservado. Aunque Zakay le había asegurado que en otro tiempo se había comportado como valedor ferviente de los Elasar, Diego lo ponía en tela de juicio y lo hacía autor o cómplice de la muerte de su madre, por simple eliminación de sospechosos.

Y estaba dispuesto a hundirle una daga en la garganta si confesaba su delito.

«Hoy se van a introducir los duendes del pasado en la plácida vida de ese viejo carcamal y asesino. Pero ¿será capaz ese miserable por una cabriola del destino, de hacer naufragar mis suposiciones? Espero que la cólera no me rinda y que aún viva», pensó.

Era la hora de nona, y se oía el aullido de los lobos. Una niebla pertinaz ascendía por las piedras de los torreones y las casonas del pueblo. Una rata acorralada por unos chiquillos chilló cuando Diego detuvo el trote del corcel ante la casa. Garcilaso de la Vega vivía en un caserón de escudos partidos cercano a un puente de piedra, que olía a heno y cuadra, de la montaraz villa de Alcalá de la Selva, bajo las murallas de un castillo roquero, cuyo perfil infranqueable se recortaba en el firmamento. Se oía el crujido de las botas y el piafar de las cabalgaduras que retumbaban en los muros, ennegrecidos por el hollín de las lumbres.

Se hizo anunciar al maestresala que lo recibió fríamente en el pórtico. Unos criados juntaban una jauría de alanos, otros empacaban paja en el establo, mientras unos mozos herraban un palafrén de soberbia estampa, el preferido de su amo. Al verlo cesaron en su quehacer y lo observaron con recelo. Al poco regresó el ayuda de cámara, indicándole cortésmente el aposento de su señor. Un criado con librea lo acompañó al salón de armas donde flotaba un halo de olor a alhucema.

Galaz ascendió por unas escaleras de piedra y oyó las risas de unas planchadoras que jugueteaban con las hilanderas de la casa solariega. La esquila de la ermita de la Virgen de la Vega tocaba a oración y de las cumbres descendía un frío intolerable, mitigado por una lumbre que ardía en la estancia, donde dormitaban tres mastines que apenas si gruñeron ante su aparición.

Diego hubo de esforzarse en descubrir al anciano patricio, embutido entre las gualdrapas de un sitial y unas pieles y cobertores, que torpemente se frotaba su pierna gotosa expuesta al calor de las ascuas. El octogenario caballero, un hombre mustio, apenas si se movía. Sólo sus manos se alzaron al verlo entrar. Su nariz encorvada, los escasos pelos despeinados y las bolsas amoratadas de los ojos, le hacían parecerse al buho sabio de la Minerva pagana.

Una alcándara con tres azores encapuchados se apostaba cerca de un ventanal que crujía con el viento. Doloridamente dejó escapar un quejido contrayendo su rostro en el que relampagueaba una mirada que sugería una voluntad decidida, aunque marchita. Parecía un hidalgo salido de una crónica del pasado, ataviado con el hábito de Santiago, jactancioso y con unos dientes inclinados en todas direcciones que hacían sisear su voz. Una docena de libros de Lucano, Llull, Ovidio, el Roman de Renart, tumbos de pergaminos y un antifonario de Fulda, se amontonaban en los anaqueles de la cámara.

Cuando lo tuvo ante sí, Diego sintió repulsión.

—Salud joven Aragón Elasar —lo saludó de forma enigmática, turbándolo—. Acomódate en ese escabel frente a mí. No oigo bien, ¿sabes? Has tardado demasiado tiempo en venir. Te he esperado durante años, aunque la verdad es que gozaste de escasas posibilidades de sobrevivir. Muchos y muy influyentes personajes de Castilla y Aragón quisieron manejarte, e incluso eliminarte de la escena. ¿Lo sabías? Te pareces a Séfora, tu madre, un portento de prudencia, hermosura y belleza de alma.

Con semejantes palabras de salutación, Diego se quedó desarmado.

«¿Con qué torpeza inadmisible intenta ocultar su culpa en la muerte de mi madre?», pensó Diego, que aún pareciendo cruel, le espetó en la cara.

—Sí, pero sólo vos lo intentasteis para proteger a la infanta Blanca y al príncipe Joan de Aragón. Si no, ¿por qué me ocultó vuestra ama doña María de los ojos del mundo? Para vos hubiera sido más fácil eliminar a mi madre y el fruto que llevaba en su vientre y así alejar un gran problema que pudiera perjudicar a vuestra querida niña Blanca y a mi padre. Vos, aun siendo castellano, fuisteis un hombre fiel a los hijos de rey Jaime; y por limpiar su sospechosa conducta, hubiérais sido capaz de todo. ¿O no suponía un baldón para el cardenal, mi padre, tener una amante judía y un hijo del pecado? ¿Qué tenéis que alegar a esto messire?

Los ojos del maiordomus regius de la Vega se fijaron como dagas en las retinas del recién llegado, pero no se inmutó. Antes bien, le replicó en tono de afabilidad:

—En otro tiempo esas palabras te hubieran costado caro y te hubiera atravesado con mi espada, pero ahora nada me produce la menor inquietud. Al fin y al cabo, todo es mentira en este mundo y mi honor de caballero envejeció hace muchos años. ¿De qué vanagloriarme si la parca me aguarda con su guadaña? Corren malos tiempos y una vida vale menos que una pieza de cobre. Todo me da igual.

—No os creía un urdidor de fábulas con vuestra distinción —insistió Diego.

Las rugosas facciones del caballero se contrajeron con gravedad.

—Te veo erróneamente orientado. ¿Qué quieres saber?

Con la satisfacción de que no podía rebatirle sus argumentos sonrió mordaz.

—El nombre del malnacido que provocó la muerte de mi madre, señor Garcilaso —exigió impetuosamente, sumiendo la sala en el mutismo que produce la insolencia.

El noble caballero lo miró de arriba abajo con gesto inalterable.

—Al comparecer en esta casa he presupuesto que has estado con tu abuelo Zakay ben Elasar. Debiste pregúntaselo a él. ¿Vive todavía? —replicó con mordacidad—. Él lo sabe con todo lujo de detalles. ¿Por qué vienes a mí con estas inculpaciones?

—Zakay murió el pasado verano y me legó una única duda —le soltó irascible.

—¡Claro está! El culpable no suele confesar su fechoría ni incluso a los de su sangre —replicó terminante, emergiendo de su senil letargo.

Diego, estremecido, saltó del escabel. ¿Qué barbaridad profería aquel ruinoso vejestorio? ¿Deseaba incrementar aún más sus desdichas? Sus facciones evidenciaron primero ira y después curiosidad. Tan sorprendente contestación hizo que dudara de sus hipótesis. Se sintió como si le hubiesen quitado la tapadera que cubre la vida, permitiéndole ver su mecanismo y la verdad de su contenido. Mil conjeturas, unas erróneas y otras posibles, enredaron su mente alarmada. Garcilaso debía explicar aquella acusación.

—Explicaos señor. Culpáis a mi abuelo, un hombre cabal que gozó de la confianza de tres reyes —le exigió Galaz con la mirada encendida.

El noble anciano dejó escapar un suspiro de cansancio.

—Sosiega el ardor de tu juventud —le reclamó molesto—. El espantoso suceso que voy a revelarte lo haría igualmente ante el santo Evangelio y en presencia de cien obispos, o ante el tribunal de Dios. A estas alturas de la vida hasta la verdad me parece un bálsamo. Préstame oídos, Diego. Como tú, yo también sentí gran afecto por tu abuelo, al que protegí cuando lo necesitó. Se trataba de un hombre de talento poco común. Sin embargo un lastre erróneo en asuntos de fe y dogma referido al Mesías hebreo lo hacían comportarse como un fanático de la ley mosaica.

—Conozco esa faceta de su personalidad, pues murió en mis brazos, víctima de esa causa absurda. Con él perecieron un puñado de judíos arrebatados.

El cortesano cerró sus párpados de batracio, sumergiéndose en una meditación en la que llegó a rezar. Al abrirlos, manifestó paternal:

—Lo que voy a revelarte no te hará precisamente feliz —le confió afable—. Tu abuelo era una autoridad venerada en las comunidades judías de Hispania. Así que por vergüenza trató de ocultar a toda costa la gravidez de su hija Séfora, a la que yo también admiré por su sublime encanto y donosas maneras. Zakay, a pesar de amarla con adoración, detestaba la presencia en su estirpe levita de una adúltera, convertida además en la concubina de un príncipe cristiano, perdona mi crudeza. Aquel baldón acabó arrastrándolo a la locura. Su mente se trastornó por el escándalo y, siendo un hombre guía de creyentes, no tuvo reparos en consultar a alcahuetas de las que hacen conjuros, para detener el embarazo por las bravas.

Entre gestos nerviosos, Diego abrió sus ojos desorbitadamente. No lo podía aceptar.

—Me resisto a creerlo —arguyó consternado—. Un hombre tan devoto…

—Pues esta es la verdad, amigo mío. Y que mi alma arda en los infiernos toda la eternidad si falto a la verdad. Hablas con un caballero de sangre noble —afirmó subiendo el tono de su cascada voz—. Tu madre se negó rotundamente a secundarlo y tomar ningún potingue de brujas, pues eras el fruto de una relación deseada. De modo que desafiando la autoridad paterna asumió gallardamente su embarazo, incluso sin paticipárselo a tu padre don Joan, propuesto en aquel entonces para el solio toledano como cardenal primado de los reinos de Hispania.

—Me resulta inconcebible, messire de la Vega —balbuceó desconcertado.

—Pues es la verdad, Diego —continuó—. Zakay, perturbado el juicio, la apartó del mundo, como si estuviera encarcelada, y aguardó angustiado tu nacimiento. Luego secretamente adquirió a unos drogueros de la judería de Guadalajara, los Bonnín Bennasar, un elixir vómico que acabara con la criatura que llevaba en su seno. Los boticarios le aseguraron que tomado entre los alimentos meses antes del alumbramiento, desprendería muerta la criatura nonata, sin levantar sospecha alguna ni producir ningún mal a la parturienta, aunque eso sí, sacrificando al ser de sus entrañas. Pero ¡qué fatal sarcasmo del destino! El Creador maneja otro tipo de lógicas y nos deja a los mortales como estúpidos ante sus providencias. Ocurrió justo al revés.

La locuacidad de Diego se había diluido. Ya no hablaba, sólo escuchaba.

—Tu abuelo desató un demonio difícil de dominar, Diego —siguió narrando—. Dios quiso que aconteciera justamente lo inverso. Que tú vivieras y que tu madre nos dejara desvalidos de su hermosura, de sus nobles sentimientos y de la calidez de su carácter, pues era una mujer excepcional de alma y de cuerpo —admitió Garcilaso con un halo de desazón que lo hizo suspirar—. Expiró como una avecilla herida, presa de convulsiones, mientras las parteras te purificaban. Nada pudieron hacer para salvarla. ¡Dios mío!

Diego se imaginó la imagen, las comadronas encerradas en una angosta habitación, los lloros, las carreras, las voces, el llanto de niño, él, los forcejeos por intentar salvarla; y al final su muerte, un féretro anónimo y la fría tumba. ¡Qué horror!

—Pero ¿puede un padre ser tan infame? —protestó Diego—. Zakay se deshonró a sí mismo y a cuantos llevamos su sangre. Me cuesta admitirlo.

—Si es guiado por equívocos principios religiosos, tristemente sí, Diego —sentenció—. La raza humana es un tremendo error del Creador, créeme. Pero ocurrió tal como te he relatado y si me das una oportunidad lo probaremos juntos.

—¿Y por qué no acudió Zakay a físicos hebreos para salvarla? —le preguntó.

—Lo hizo al comprobar su desatino, pero ya era demasiado tarde. El flujo se la llevó irremisiblemente en dos días. Cuando murió, su tez, antes del color de la miel, se semejaba al frío alabastro por el veneno que había tomado, no por mi mano como tú has supuesto, sino por la de tu abuelo Zakay, su padre. Él, jugando con el diablo, la mató.

Diego comenzó a comprender la verdad auténtica. La trama había sido mucho más vasta e infame de lo que imaginaba. La imprevista revelación acabó por conducirle a un mutismo desolado. Luego exclamó:

—¡Por las Santas Espinas! No puedo creerlo, señoría. Mi abuelo Zakay la mano que vertió la ponzoña asesina. ¡Qué triste sino el mío!

Sumido en un recuerdo infame, el anciano dejó soltar una lágrima peregrina.

—Que pierda mi alma si falto a la verdad un ápice, Diego —aseguró el anciano, estremecido—. No obstante, cuando tu abuelo me refirió los pormenores del infortunio lo hizo sumido en una profunda melancolía. Él nunca quiso matarla, simplemente confió en médicos y elixires equivocados. Arrepentido de su error, no se quitó la vida por no dejarte desvalido. No quería desertar dejando a merced de la codicia de el Tuerto a un niño indefenso. Excúlpalo, pues lo cegó la honra de un apellido mancillado. Ya pagó su purgatorio.

Si no se había disparado la imaginación del caballero, aquello resultaba pavoroso. Diego cubrió su rostro con las manos y maldijo a Zakay en su interior.

—Monstruo abominable. Comencé a quererlo y ahora lo detesto. Se comportó con su hija como un monstruo abominable. Al fin comprendo el significado de sus palabras al despedirse de mí en el monasterio de San Juan y las súplicas en Palestina rogando clemencia a Dios por un pecado que se resistió tozudamente a revelarme —recordó con asco—. Las extraía del libro sagrado de los Números, según me confesó y con ellas rogaba a Dios el perdón.

El anciano de la Vega lo cortó y declaró con ironía:

—Exactamente del capítulo catorce, versículo dieciocho del libro de los Números. Las recitó muchas veces ante mí, alzando los brazos. La primera vez se las escuché al expirar tu madre, en un lamento desgarrador, mesándose los cabellos y arañándose la cara. Jamás las he olvidado: «Yahvé, el perdonador de la infamia y el crimen, nada deja impune y castigará la iniquidad de los padres en sus propios hijos hasta la cuarta generación».

—¿Cómo se puede ser tan cínico e invocar una maldición para los de su sangre? —se preguntó Diego, que se mesaba los cabellos con ira.

—Olvídalo. Un simple mortal no puede arrogarse una facultad divina. Una maldición es tan sólo un viento molesto que sopla. Luego cesa para no volver.

—Pero ¿por qué me lo ocultó? —se revolvió Galaz—. Debió decírmelo.

—Acababa de conocerte y no le concediste tiempo para intimar —lo exculpó, revelando apego por Zakay—. No lo juzgues severamente. La pesadumbre llegó incluso a arruinar sus deseos de vivir y con su culpa vagó errabundo de un lugar a otro rogando a Dios la muerte. Renunció a lo que más quería y su corazón estaba hecho trizas. Los hombres cometemos errores a lo largo de la vida, pero sólo el Creador ha de considerar los motivos que nos movieron a actuar de esa manera. Sé clemente con él.

—No me deseó antes de nacer, señor De la Vega, está claro.

—Fue una decisión guiada por la obcecación, y ciertamente la envenenó, pero sin quererlo —contestó—. Pero desde que aspiraste el primer soplo de aire, reprobó su yerro protegiéndote en todo momento. Obró en connivencia con mi señora María de Aragón, que te cuidó con esmero, pues el Tuerto te buscaba para perjudicar a tu padre. Después, Zakay procuró tu sustento y educación, y expió su culpa con acciones piadosas. Acepta esta irrebatible verdad, como que pronto he de presentarme ante el tribunal terrible de Cristo. Y si deseas probarlo, visita con tu tío Yehudá a los drogueros Bonnín Bennasar de Guadalajara, y siendo quienes eres, te lo corroborarán con todo lujo de detalles.

Resistirse a aquella revelación, le parecía fútil, y regodearse con los detalles, doloroso para ambos. Diego callaba, mientras el mayordomo real proseguía. Al fin y al cabo, los equívocos de su pasado quedaban lacrados, y ya se había despertado a la verdad. Sentía una bienhechora liberación y decidió creer a aquel caballero, quien al perder a sus amos y a la presa a la que defendió, ya no tenía razones para mentir.

—Fuiste heredero de una funesta herencia —siguió el caballero—, pero piensa que ser hijo de Séfora, la flor más bella de Sefarad y del príncipe Joan de Aragón, te convierte en un ser singular. Tu madre era tenida en Castilla por una judía sulamita, osea una mujer alabada por su pueblo, debido a su saber, bondad y belleza. Conocía como nadie Las Tablas de Zag, el decálogo astronómico del rey Alfonso el Sabio, conocía las propiedades curativas de las plantas e interpretaba los derroteros astrales.

—Una mujer culta, molesta —corroboró Galaz.

—No quiero injerirme en asuntos ajenos, pero no te aferres a sangre alguna, pues todas sin excepción son puras heces. Los reyes, y conviví con tres, son tanto o más ruines que cualquier porquero de una zahurda de cerdos. Y qué decir de los usureros de narices corvas de las aljamas. ¿De qué futuro disfruta en estos reinos un marrano, un judío o un converso? Son el blanco de las iras de este pueblo fanático, el nuestro, engañado por un clero inculto. Vuela libre. No pertenezcas a nadie, Diego.

Al algebrista parecieron desvanecérsele sus recuerdos. No se sentía atado a nada tras haber sobrevivido a imposturas y ambiciones.

—Gracias por vuestras revelaciones y consejos, señor. Habéis contribuido a abrir mis ojos a una verdad que deseaba interpretar. Contadme como amigo y perdonad mi intemperancia, achacable sólo a una ofuscación irreflexiva.

—No has de dármelas, y sí excusar la rudeza de este viejo por allanar tu alma, cuando mi propósito era proporcionarte luz y consuelo. Pero sí te ruego que aceptes mi hospitalidad por este día. Hemos de conversar sobre Séfora, de la que has heredado sus gestos, sus ojos y el color de su pelo. Te reconfortará. Séfora era tenida por una mujer ilustrada. Algo insólito en una hembra de su tiempo.

—Algo me descubrió mi abuelo, al que el cielo absuelva, pues a mí me resultará enojoso —replicó—. Ahora mismo una barrera insalvable se alza entre nosotros dos.

El viejo cambió el rumbo de la plática. Alzó la mano y señaló su biblioteca.

—Todos estos libros que ves ahí los compré a su dictado y gasté una fortuna en su adquisición —y le señaló los Anales de Tácito, la Filosofía de Aristóteles y el admirado Carmina de mystica philosophia de Heliodoro y el Calila e Dimna persa—. Yo, como muchos nobles, apenas si sabía leer en mi juventud. Hoy me deleito ojeando sus páginas y absorbiendo su saber. Y se lo debo a tu madre. ¿Cómo olvidar su delicada voz cuando nos recitaba trovas en la corte, o componía donosas cantigas, con don Joan arrobado a sus pies? Hasta el joven rey Alfonso XI la oía ensimismado y enrojecía cuando tu madre le dedicaba alguna letrilla. Fueron tiempos felices, rotos únicamente por la ambición del Tuerto y por la estupidez humana.

—Será para mí una fuente de satisfacción escuchar vuestros relatos.

—Antes te mostraré un libro peculiar y muy próximo a mi corazón. Perteneció a tu padre y más tarde a tu madre. Se intercambiaban libros, a la par que sentimientos de afecto. Encierra una dedicatoria y un papel prendido a una flor marchita, con unos versos ofrendados a su belleza.

El anciano le rogó que extrajera de los anaqueles un compendio iluminado con miniaturas que atendía al nombre del Roman de la Rose, y que narraba los sueños de un poeta recluido en un jardín edénico. Diego notó que de sus hojas sobresalían pajas de avena que servían de separadores. Al alzarlo, una octavilla amarillenta de papiro se escapó de su interior y mansamente planeó hasta posarse en su mano. Diego, animado por De la Vega, la expuso a la luz del candil y descubrió unos conmovedores versos en catalán, escritos con pulcras letras sajonas. Abajo, cerca de la firma en la que se leía, Joan D’Aragó, sobresalía un lacre estampado con tres escudos heráldicos, el cuatribarrado aragonés, la cruz del condado barcelonés y un san Jorge lidiando con un dragón.

—El sello de mi padre. Me hubiera gustado conocerlo —confesó.

Súbitamente se detuvo en el examen del papel y en una flor seca pegada a él, y se sorprendió. «¿Qué es esto?», se dijo recreándose en los pétalos resecos, que parecían prestos a deshacerse en el pliego. Cosida con hilo negruzco, la flor desecada de acónito, desentonaba en aquel madrigal amoroso. Diego permaneció en silencio observando la flor marchita y en su mente se sucedieron irrevocables conclusiones. Dudaba que aquel capullo consumido por el tiempo, que fray Bernardo hubiera identificado como «veneno de lobo», hubiera sido colocado allí por el enamorado príncipe don Joan. Estaba seguro que había sido adherido al poema por su madre Séfora, pues la extraña flor no simbolizaba el amor sino todo lo contrario, la muerte y la destrucción. ¿Era una advertencia para una mente avisada? ¿Una pista para denunciar su muerte?

En Perpiñán y en la abadía de San Juan la usaban los físicos con finalidades abortivas y en el catálogo de plantas proscritas por la santa Iglesia, el temido índice o Scarapsus, aparecía condenado su uso por considerarlo diabólico y mortífero. No le cabía duda, no estaba allí por azar. Séfora, mujer entendida en farmacopea, muy bien pudo darse cuenta de que trataban de provocarle el parto con aquel veneno, y al hallarse enclaustrada y apartada del contacto humano, sagazmente decidió divulgar a la posteridad, o a quien pudiera interpretarla, la felonía de que era objeto. «Me están envenenando con acónito», parecía proclamar a la posteridad. Y el tornadizo albur había querido que el fruto de sus entrañas, a quien en verdad querían aniquilar, supiera por su mano la auténtica verdad de su envenenamiento.

Aquel papel había conmocionado su corazón.

Ya no le cabía la duda, su madre había sido envenenada.

—¿Has encontrado algo que te haya sorprendido? —se interesó De la Vega, extrañado por la tardanza—. Es tan sólo una lisonja galante de tu padre a su dama, Séfora Elasar, una mujer de talento y sublime perfección.

—Excusadme, me había trasladado con mi imaginación a otros tiempos —simuló, sin poder aceptar que en aquel libro acariciado por los autores de sus días encontrara la clave final de sus búsquedas, la pieza definitiva que se ensamblaba en el jeroglífico de su vida, culminando sus búsquedas.

«Todo ha acabado —pensó—. Al fin hallé la verdad de las verdades. Ahora comprendo el pesar del alma atormentada de mi madre, a la que amo más que nunca».

—Gracias, messire. Habéis contribuido a tranquilizar mi espíritu.

—Lo celebro por la memoria de tu madre —se alegró el viejo caballero.

Era cuanto poseía de sus padres, su único asidero, la única presencia en el tiempo, la evidencia que necesitaba para concluir su empresa. Lo contempló y sus manos temblaron. Luego, recibiendo la luz del hogar, y con voz balbuciente, declamó los versos de su padre don Joan destinados a su amada Séfora, que cobraron vida en su corazón.

«Blanc Ocell, l’enyorament e el gran desir, quan llunvats vos ets, que ieu hai per vos me cuida alcir desesperats quaix viu mon cor. E bien lici porai tost morir per vos per pauc no mor, si en breu deçai no us vei tornat si breu no n’hay güirença. Joan d’Aragó», «Blanco Pajarillo, la añoranza y el mucho deseo que de vos tengo, a punto están de matarme, y bien pudiera ser que pronto muriese por vos, si en breve aquí no os veo volver. Cuán lejos estáis de mí, casi desesperado vive mi corazón, y a poco moriré, si en breve no tengo curación. Juan de Aragón».

—¿Y cómo llegó a vuestras manos, don Garcilaso? —preguntó interesado.

—A ti no puedo ocultártelo —testificó cordial—. Tu abuelo ordenó quemar sus tratados y escritos, pues el Tuerto andaba husmeando pruebas inculpatorias para delatarla al obispo como hechicera. ¡Jodido bastardo! Yo lo rescaté antes de que se convirtiera en pasto de las llamas. Pensaba regalártelo en cuanto pisaras esta casa, y ese día ha llegado. Yo ya he gozado de él y a ella le hubiera agradado que tú, su hijo, lo disfrutaras para siempre.

—No lo sabéis bien cuánto lo pudo desear mi madre, señor —replicó, y el anciano compuso una mueca de incomprensión.

—¿Visitarás el sepulcro de tu padre? Se halla en la catedral de Tarragona.

—Resulta para mí un deber ineludible, messire De la Vega. Gracias eternas. Al fin he hecho las paces con mi pasado y he cicratizado la última herida de mi alma.

Diego sintió una inusitada calma pues al fin había reconstruido los pedazos rotos de su pasado, ordenando el rompecabezas de su origen y colocado su última pieza. El sendero de su ansiado retorno para encontrarse con Isabella estaba libre. Pronto los puertos nevados se llenarían de jaurías de lobos y ningún mortal osaría cruzarlos. Sus ansias de reparación lo empujaban a no demorarse un solo día más en hacerse cargo de su casa de Besalú, aunque hubiera de transitar por sendas heladas.

Desde la ventana Diego contempló cómo los matacanes de la villa eran cubiertos por el manto crepuscular. Comenzó a llover y las inmediaciones del caserón se convirtieron en un cenagal. Era la noche de San Jorge y Diego no pudo conciliar el sueño. Los viajes lo habían agotado y aún debía visitar la catedral de Tarragona. ¿Por qué? ¿Seguía aún encadenado por un misterio oculto que lo atrajera con una fuerza a la que no podía sustraerse? En su mente seguía sonando el verso de don Joan ofrendado a su madre, Séfora, como una música que hiciera florecer en su corazón desconocidas emociones. Vencidos sus ojos, Diego se sumió en un profundo sopor en el que resonaba el canto de una mujer que acariciaba con ternura sus cabellos, mientras entonaba una balada sobre «el blanco ruiseñor».

Celajes púrpuras tachonaban el cielo de Tarragona, prestándole a las piedras de la catedral la tonalidad del bronce dorado.

Diego, acompañado por Jacint Blanxart, abandonó avanzada la mañana una posada de notables sutilezas gastronómicas, La Augusta, donde habían pernoctado. Sortearon a una piara de cerdos que hozaban en las escorias y atravesaron el carrer de la Mercería, saltando sobre el barrizal. Penetraron en la silenciosa fábrica del templo, que los monjes de Santes Creus habían construido con no pocos esfuerzos y con las limosnas del pueblo agradecido. Un sol nimbaba una luz que lamía las agujas del templo, que se incrustaban como flechas en el firmamento.

Del claustro les llegaba un ligero olor a incienso y el arrullo de las palomas en las techumbres. Entre el escaso flujo humano, Diego caminaba por la nave alumbrada por cirios parpadeantes. De pronto se volvió como si alguien los observara. Se detuvo en la capilla mayor y la escrutó como si buscara algo escondido en ella. Jacint se quedó dos pasos atrás, extrañado por la inexplicable conducta de su amigo, imposibilitado desde hacía rato para emitir una palabra de lo que se disponía a hacer.

Entre un halo de irrealidad y de la aureola de una luz acuática, el algebrista se acercó hasta un sepulcro cincelado en mármol que presidía la capella. Se quedó observando la espiritualidad que emanaba de las facciones de la imagen yacente, abrazada al báculo episcopal. La perfección de sus aristas y de los elementos vegetales, le conferían una poderosa grandeza. Diego observó el reborde poliédrico, la solemnidad del rostro afilado e imperturbable de la estatua, los párpados serenos y la nariz aquilina del cardenal Joan de Aragón. ¿Era en realidad su padre aquel cúmulo de huesos, cenizas y damascos deshilachados que ocultaban el sepulcro? Sólo Séfora lo sabía.

«La conspiradora muerte, la dominadora, la que se carcajea de los mortales, la que no conoce de estirpes ni sangres y a todos iguala y a todos llega», caviló.

En la mente de Diego brotaron los recuerdos y las palabras de Zakay y de Garcilaso, pero no rezó una oración, ni tan siquiera admiró la deslumbrante imagen, pues parecía como si hubiera comparecido en aquel lugar para soltar el lastre de su pasado. En unos segundos eternos sintió que ya no necesitaba el asidero de sus orígenes. Aquel pensamiento le dio ánimos; y esbozando un rictus de satisfacción, extrajo un pergamino de su cinturón. Ante la estupefacción de Blanxart, recitó un poema:

—«Blanc Ocell, l’enyorament e el gran desir…».

Al concluir la declamación, una lágrima, recordando a Séfora Elasar, su madre, afloró mansa hasta llegar a sus labios y deslizarse luego por la barbilla. Y como tocado por el demonio de la demencia, dándole la espalda a Jacint, que ya no se sorprendía de su proceder, musitó unas palabras dirigidas al sepulcro:

—No toméis mi indiferencia como un acto de animosidad, ni tan siquiera como una muestra de ingratitud o de reproche, senyer Joan de Aragón. Se trata de un sentimiento de confusión, nada más. Si sois realmente mi padre, sólo Aquel que habita en nuestros corazones lo conoce, y claro el blanc ocell. Descansad en el sueño eterno.

Y emergiendo de su transitoria locura, mientras la capellanía entonaba en la capella de Santa Tecla el Tantum Ergo ante el Santísimo, salieron al alboroto del atrio.

—Jacint, sé que me has tomado por loco, pero te aseguro que los hombres hemos de romper con los fantasmas del pasado alguna vez o el futuro nos será esquivo. ¡Ea, salgamos para Barcelona! Pasaremos unos días juntos y hablaremos de los negocios de La Roda; luego he de partir cuanto antes para Besalú y conciliar mi corazón con el de una mujer. El temor a perderla me hace temblar.

—Qué no serás capaz de hacer —ironizó Jacint—. Nos espera un jabeque en la rada, maestrillo, y un buen vino del Penedés en mi casa. ¡Vámonos!

Era un día de frío intenso que descendía desde el otero donde había estado enclavado el hipódromo romano, y los dos viajeros se estremecían bajo sus tabardos de piel. Diego adoptó una compostura templada, como de quien ha concluido un negocio con pingües provechos para su bolsa, su paz y su reputación.

Diego Galaz, desde aquel día, ya no volvería a ser el mismo.