La Roda

Diego Galaz se detuvo bajo la cumbrera y alzó los ojos hacia la rueda que colgaba de un clavo mohoso. Permaneció contemplándola unos instantes y cruzó decidido el portón.

Aguzando los sentidos observó la visión que se le mostraba ante su mirada. El depósito, repleto de fardos, barricas, jaulas y estantes, se le ofrecía como una colmena de laboriosidad donde la marinería faenaba con las sacas, apilaba embalajes y pesaba los costales y atadijos en las romanas. Una claridad traslúcida se filtraba por los tragaluces inundando los rincones más recónditos y creando caprichosos haces de luz, que, como estiletes de cristal, desintegraban las partículas del polvo en suspensión.

Con indiscreta curiosidad ojeó la hilera de cuerpos envueltos en mortajas blancas, extrañándole su inconcebible tiesura, como si hubieran sido rescatados apresuradamente de una hoguera, o embadurnados de pez o resina. El corazón se le encogió al verlos alineados en el suelo junto a un brasero que crepitaba emitiendo un vaho a haya quemada, que se mezclaba con un dulzón tufo a especias y rancias excreciones de gato, pues una legión de peludos felinos deambulaba entre los bultos, ahuyentando las ratas. Cautivado por la atmósfera, se fijó en el fondo del depósito, donde en un ecrit, el escritorio que usaban los burgueses, y en el que el asiento, mesa y estantería constituían una misma pieza, un hombre de ademanes distinguidos anotaba datos y amontonaba pliegos, al tiempo que movía nerviosamente una pluma que insertaba en un ebúrneo tintero. Nadie había reparado en el recién llegado, hasta que un cargador de ojos pitarrosos lo sacó de su arrobamiento:

—¿Buscáis a alguien senyer? —y le exhaló su fétido aliento.

—A l’honorable Jacint Blanxart —trastabilló con una voz impropia.

—Allí lo tenéis, en el escriptori. Pasad.

En aquel momento las miradas se clavaron en él como si hubiera profanado un ritual íntimo. Los marineros que habían desembarcado al amanecer dejaron sus ocupaciones momentáneamente y siguieron con indiscreción sus pasos, chismorreando entre ellos. Diego, inmovilizado por la tirantez del momento, comprendió que aquel lugar no era precisamente una cueva de ladrones o un antro de asesinos, de modo que sus temores comenzaron a desbaratarse como un castillo de naipes, y se sosegó.

Tal vez la tensión de la espera, la dura boga, la sugestión y su imaginación, lo habían conducido a un error imperdonable. Allí no se palpaba ambiente alguno de encubrimiento, sino de afán, orden y trabajo. Pero entonces, ¿qué representaban aquellos amortajados tan rígidos como virotes? El personaje del escritorio, encorvado sobre la mesa, alzó sus ojos con extrañeza. Echó un vistazo apreciativo y le hizo una enérgica señal con la mano. Diego se acercó vacilante. Las manos le sudaban y la respiración se le aceleró.

Jacint Blanxart frisaba los cuarenta años y parecía un individuo templado, aunque su gesto era tan inexpresivo como una máscara de comediante. Vestía con terciopelo de Gante, del color del vino de Burdeos, cuyos pliegues afelpados le caían elegantemente sobre las hebilladas botas. Usaba limosnera de Brujas, que sobresalía de una rica garnacha milanesa, lo que denotaba gusto por el lujo y la vida regalada. En su mano lucía un sellador blasonado con una rueda esmaltada y de su cuello colgaba una leontina de oro, distintivos ambos de innegable prosperidad. Esgrimía una sonrisa formal, y no evidenció gran interés por mostrarse afable.

Al aproximarse a la escribanía, Diego resolvió por qué lo apodaban el Cargol, y esbozó una imperceptible sonrisa. Del rico ropaje sobresalía un cuello interminable, sostén de una cabeza desproporcionadamente pequeña respecto a su corpulencia. Unos exiguos cabellos rojizos, como cuernecillos de cobre, un rostro barbilampiño, arrugado y hundido, donde sobresalían unos dientes insignificantes y dos pupilas que sugerían talento, lo asemejaban al torpe y lento animalejo de los herbajes, el caracol. Pronto la evidencia penetró en su cabeza. Aquel hombre de refinado porte no justificaba su desconfianza.

—¿Quién sois? —le preguntó el catalán con frialdad.

—Mi nombre es Diego Galaz, licenciado por Perpiñán, e hijo de Conrado Galaz, adalid de rey de Aragón —descubrió su identidad con cautela.

—El rol de mis barcos no se completa con maestros, amigo.

—No me trae el empeño de ser contratado. He andado muchas leguas para interesarme por un hombre, que creo que es socio y amigo vuestro, señor.

Blanxart, en una actitud patricia, abandonó el recuento de sus notas y las guardó como si ocultara textos prohibidos y heréticos. Lo estudió detenidamente de arriba abajo, mientras uno de sus estibadores le susurraba algo al oído; después asintió y le preguntó curioso:

—¿Sois vos quién ha preguntado a diario en el Consolat por mi arribada?

—En efecto —corroboró Diego.

—¿Y qué mortal merece esas insistentes pesquisas, si puede saberse?

—Zakay ben Elasar —se expresó con su natural franqueza.

El mercader entrelazó sus dedos y se agitó impaciente en el asiento. Aquel desconocido lo había alarmado, pero fingió aplomo. Después, cuando abrió la boca, su voz delató zozobra e incredulidad. No se fiaba del desconocido.

—Y suponiendo que me halle vinculado a esa persona, ¿qué os hace pensar que estoy al tanto de su paradero o que os lo voy a revelar?

—Sus allegados de Besalú así me lo han asegurado —lo desafió—. Vengo de allí.

—Suelo ser reservado con quienes hago negocios —se escabulló Blanxart, grave.

Galaz, por toda réplica, se adelantó, con determinación colocó el sello del Nejustán sobre la lustrosa tapa del escritorio, y luego dio un paso hacia atrás. Blanxart, la tanteó detenidamente, y sin mover un músculo de su apergaminada cara se lo devolvió, más desconfiado aún. El anillo no había mellado su imperturbabilidad.

—Disculpadme, pero si no sois más explícito, no entiendo la relación de ese judío con vos. Ese anillo puede haber sido robado, comprado a un empeñador o extraviado por su dueño.

—¿Identificáis ese emblema con don Zakay, caballero?

—Tal vez —respondió Blanxart—. Me he relacionado a lo largo de mi vida con judíos, musulmanes y paganos. Pero esa imagen me es conocida, sí.

Diego se sentía como un zorro merodeando entre gallinas, pues todo en aquel comerciante traslucía desconfianza. No obstante parecía conocer, y ya lo consideraba importante, al escurridizo hebreo Zakay ben Elasar, y sólo aguardaba algo que lo animara a hablar. Diego acudió a un recurso, que presumía sagrado para todo catalán, confiado de que ejercería la presión oportuna en el naviero. Diego hurgó en la faltriquera y extrajo una carta. Carraspeó, se alisó el jubón y manifestó con gesto duro y resuelto:

—Esta carta del abad de San Juan de la Peña aclara mi identidad, los servicios de mi padre al conde Federico en Atenas y al gran senescal Mateu de Montcada, y mis empeños. Leedla, os lo ruego.

Aunque el pergamino estaba redactado en latín, el mercader lo leyó como si lo hiciera en su lengua vernácula. Diego sabía que sus líneas esclarecían determinados extremos de su investigación y sus conocimientos, entre ellos su conocimiento del álgebra, del poder curativo de las plantas y la elaboración de electuarios medicinales. Por su gesto, conjeturó que el escrito y los lemas burilados en el sello, habían hecho mella en Blanxart.

—He de confiaros que cuanto se desprende de este documento me conmueve y os honra —dijo cambiando el gesto—. Tenéis ante vos a un fiel protector de la abadía de los monjes blancos de Vimbodí, recientemente instaurado panteón de los reyes de Aragón. El abad de San Juan y el de Poblet compartieron asiento conmigo en el Parlament del reino. Desde entonces, para alivio de mi alma pecadora, contribuyo con mis limosnas a las obras que ha emprendido en sus claustros mi amigo el mestre Aloy, un cantero de excepcional talento. Pero, sentaos. Felip, un escabel. ¡Redeu!

La curiosidad, primera y última pasión de todo hombre, había despejado momentáneamente los recelos del mercader catalán, como lo probaba la pregunta que le formuló, entornando sus párpados.

—No me habéis aclarado aún la causa de vuestra búsqueda.

Micer Blanxart, os seré franco. Mi pasado es un libro imperfecto donde faltan fragmentos de mi infancia. Abandonado por mi padre, capitán del rey, sin saber aún la razón, don Zakay, contra toda lógica, se convirtió en el valedor de mi niñez y el sustento material de mi infancia. Sin su favor y sus dineros, no hubiera cursado estudios en universidades tan prestigiosas. Y yo os pregunto: ¿no os extraña semejante conducta en el proceder de un judío? Ese inconcebible amparo hacia un niño cristiano oculta un secreto que desentrañaré aunque haya de atravesar mares, el lago Averno o llegar a las fronteras de Tamerlán. Él y sólo él, el que me amparó desde mi nacimiento, está en condiciones de reparar la inconclusa memoria de mi vida. Por eso lo busco, senyer.

El naviero se sumió en una profunda cavilación, presa del asombro.

—Ciertamente que no lo entiendo. ¡Redeu! Y más conociéndolo —se confesó desconcertado—. ¿Sabéis qué es peor que un judío chiflado?

—No sabría deciros, senyer —replicó Diego sin saber dónde quería llegar.

—Pues un judío con el sueño del Mesías empotrado en su cerebro —ironizó en tono misterioso—. Bueno, vuestro empeño no merece la callada por respuesta. Efectivamente he de participaros que hasta ha poco, ese terco y místico judío, magnánimo amigo y sagaz tratante, fue mi asociado en negocios que llenaron nuestras bolsas. Gran amigo, pero un loco del diablo, creedme.

—Parece como si vuestros labios resucitaran un pasado que añoráis.

—Sucesos recientes, no creáis. Os he dicho que es un amigo, pero no que confíe en él —reconoció Blanxart—. Hace poco más de un año Zakay ben Elasar se esfumó sin concederme tan siquiera la bondad de una razón, aunque os aseguro que no le guardo resentimiento. Lamenté su marcha tanto como si la parca me hubiera arrebatado a un hermano. Pero debí presagiarlo. Andaba dedicado a disparatadas teologías, con el seso sorbido por esos judíos enajenados de Alejandría que pregonan la inminente Parusía del Mesías hebreo. Cuando partió con su hijo Yehudá, so pretexto de controlar la caravana de Alepo, supe que no volvería a verlo por algún tiempo, como así ha sido. ¿En qué vericuetos se habrán metido ese par de chalados?

—¿Y no lo buscasteis, si tan imprescindible os era, senyer Blanxart?

—Cómo no iba a hacerlo —se exculpó irascible—. No hubo caravana en la que no rebuscaran mis agentes. Indagaron entre los beduinos que viajan a Yawa y Battala, en la India, interrogaron a los especieros selyúcidas que cubren las rutas de Siraf y Samarra, e incluso a los mercaderes que se adentran en los peligrosos estrechos de Ormuz y Mascate a comerciar con la pimienta; y también realicé pesquisas en los consulados venecianos de Chipre, Ascalón, Acre y Jerusalén, sin éxito alguno.

—Parece entonces como si la tierra se los hubiera tragado.

—Deben permanecer apartados en alguna sinagoga de Palestina esperando la llegada del Mesías, supongo —sentenció el catalán.

—¿Abandonando sus negocios? ¿No os parece impropio de un judío? —preguntó Diego. Recordó el Zonara de Josef y comenzó a atar cabos sueltos.

—Así lo he creído yo hasta ahora —reconoció Blanxart—. Aunque su mayordomo, un griego desnaturalizado, los cuida en su nombre en Alejandría. ¡Que el maligno le queme las entrañas, redeu!

Se produjo un prolongado silencio, durante el que Diego ojeó los cadáveres amortajados, cuya presencia seguía inquietándolo. Advertido el catalán, este los señaló con su dedo. Con un halo de misterio que lo sobrecogió, le reveló:

—Ese filón que veis ahí lo ideó Zakay. Es un magistral estratega para los negocios y las finanzas. Él consiguió antes que nadie el privilegio de los sultanes mamelucos para exportarlos a Europa, lo que reportó a La Roda ganancias sin cuento —y señaló el rosario de acartonados cadáveres tendidos en el suelo.

La estupefacción creció como la espuma en el cerebro de Diego Galaz.

—¿Ganancias decís? —preguntó sin comprender, más asustado aún.

Diego volvió la cabeza con rostro dubitativo. ¿Resultaba ahora que Zakay era el causante de la aparición de aquellos cadáveres en Barcelona? ¿Qué provechoso negocio podía suponer aquella tétrica hilera? —se repetía incrédulo—. Las perplejidades se despeñaban unas a otras por su mente y su semblante era un espejo de confusión. Blanxart sonrió de forma inquietante, incorporó su fornida humanidad del ecrit y lo invitó a seguirlo.

—Felip, tráenos una copa de vino, y tenme al tanto de la marea.

Un gato de pelaje blanco se relamía entre los calcinados restos humanos, pero un certero puntapié de Blanxart lo espantó.

—Me habéis asegurado que sois herbolario, ¿no es así? —lo desorientó más aún—. ¿Y no os habéis relacionado con un revolucionario remedio medicinal contra la peste negra que invade las farmacopeas de Oriente y de la cristiandad entera?

La luz de la mañana incidió en sus pupilas paralizadas, volviéndolas amarillas.

—¿A qué os referís? Me siento confundido —respondió desconcertado.

—Acercaos, mestre Galaz —soslayó despreocupadamente.

El mercader y Diego, con creciente curiosidad, se aproximaron al rincón donde los cargadores habían depositado las mortajas en simétrica formación.

—Ahí las tenéis. ¡Momias egipcias! —dijo a su estupefacto interlocutor, que difícilmente podía dominar su desconcierto.

«¡Vaya ridículo! Cuerpos momificados de los faraones del antiguo Egipto», se dijo Diego.

Inmediatamente Blanxart, como si le narrara un relato de abuelos en las noches invernales, abrió sus cuidadas manos y le apuntó con gesto amistoso:

—Os diré que a principios de este siglo, los infieles soldanes relegaron al más infamante de los olvidos la joya de la antigüedad, Alejandría. Prefirieron El Cairo y los canales del Nilo a la capital de los Ptolomeos. Ante tal abandono, mercaderes venecianos, judíos y catalanes nos instalamos en la ciudad arruinada, restaurando su esplendor hasta transformarla al poco en un centro comercial de primera magnitud. En ese momento, un médico judío de ascendencia toledana, Josua Pintadura, fabricó a partir del polvo de las momias faraónicas distintos productos de cosmética femenina, emplastos y aceites, destinados a los harenes de Arabia, Bizancio y Persia y de las favoritas de los sultanes mamelucos. Pero, con el tiempo, las damas de Europa también se dejaron seducir por las sutiles costumbres orientales y llenaron sus arcones de sedas de Cipango, espejos damascenos, brocados de Samarcanda, muselinas de Basora y untos para sus tocadores, extraídos de estas trancas y huesos embalsamados del Egipto faraónico.

—¡No puedo creerlo! —exclamó Galaz, boquiabierto—. Si os dijera que he imaginado horrendas suposiciones, os reiríais de mí. Sin embargo, me asalta una duda: ¿su virtud curativa está probada?

—Únicamente puedo deciros que nos lo quitan de las manos, micer Diego —palmeó la espalda del joven—. Tuvo que aparecer la malhadada peste atizada por Satanás y los malditos genoveses[3], claro está, para que un erudito de la Universitas de Montpellier, Hieronimus de Tilbury, descubriera en el bálsamo de las momias egipcias una panacea medicinal contra la pestilencia, la «droga de momia o mumia» se llama. Resulta insuperable para restañar heridas, restablecer la circulación de la sangre y sobre todo para expeler del cuerpo cuanto de nocivo se adhiera en él, como el temible vómito negro. Y, al parecer, posee milagrosos efectos. Mis marinos y yo la consumimos cuando recalamos en puerto, y desde que apareció el morbo ninguno de mis hombres ha sido contagiado.

A Diego ya nada podía apartarle de aquel asunto y asintió maravillado.

—Sorprendente, en verdad. Os aseguro que no lo sabía.

—Pues fue Zakay ben Elasar, con su inigualable olfato para los negocios, quien reconoció en la erudita opinión de Tilbury una ocasión única para abordar una operación muy rentable, adelantándonos a los venecianos. Baste deciros que por un cantero de pimienta obteníamos unas treinta doblas, mientras que por el extracto de un solo cadáver de estos, superamos el centenar. La Roda ha subido como la espuma en sus rentas, aunque muy pronto Venecia y Génova nos imitaron, e inhumaron necrópolis faraónicas enteras; incluso fabricaron falsos momios con cadáveres de mendigos y esclavos etíopes a los que mataban cubriéndolos de pez, para luego desecarlos al sol del desierto. ¡El Maligno los confunda!

—¡Cuánta maldad! —exclamó Galaz—. Imagino que aún deben subsistir aceites y perfumes de las esencias empleadas en el embalsamiento en estos restos mortales; pero de ahí a considerar medicinal esa fúnebre pócima… prefiero mantenerme en el escepticismo. La peste negra necesita otros cuidados y no cede ni ante potingues ni a mixturas, por muy faraónicas que sean.

—El Creador manda el mal al mundo, pero también vela por sus criaturas enviándole el remedio. Os aseguro que es un preventivo de alto valor terapéutico —repuso incómodo el armador—. Podíais andar errado y me gustaría que vierais con vuestros propios ojos esa materia resinosa. Por medio de los alambiques y atanores es convertida en un fluido aromático que por su exquisita fragancia hace revivir al cuerpo, protege la piel y revitaliza las defensas de nuestros humores corporales.

—El desamparo por parte del Cielo de los mortales es inequívoco, señor, y el Creador lleva milenios ocupado en otros universos —replicó; y se interesó—: ¿Vos mismo ejecutáis esa operación alquímica micer Blanxart?

—Lo realizan por mí en sus alquitaras unos monjes cistercienses aquí, en Cataluña, en un emplazamiento que no puedo revelaros. Obtienen una sustanciosa recompensa por su manipulación, que luego La Roda comercializa. Es la contribución de La Roda a mitigar el dolor de la humanidad.

—Singular negocio. Ahora comprendo la escrupulosa reserva con la que procedéis —declaró Galaz—. El desembarco de la mercancía fue un dechado de sigilo. Lo presencié por casualidad mientras me dirigía a vuestro almacén. Pensé hasta en diabólicas procesiones de almas en pena.

El marino hizo una mueca de confusión, y le aclaró sonriente:

—Se trata de simple discreción. Los odiosos genoveses y los venecianos venderían sus almas al diablo por conocer los obradores donde se extracta el aceite curador. El Consolat de Mar conoce mis operaciones y vela por mis intereses cubriendo mis atraques con un velo de confidencialidad. De otro modo no me arriesgaría a perder el cuello y mi hacienda. Luego satisfago mis tributos religiosamente como mandan las leudas, las leyes marítimas de Aragón y Cataluña, y todos en paz y ganando.

—Ahora comprendo la cautela que os precede, micer Blanxart, y os comprendo.

El catalán barajó la posibilidad de hacerlo partícipe de sus confidencias.

—Os voy a confesar algo ya pasado, que quizás os turbará. En principio se os tomó por un agente de la república genovesa, aunque la presencia del fill de Bassa, y ciertas preguntas en El Patum, aclararon vuestros bienintencionados propósitos. Fuisteis demasiado contumaz en vuestros deseos de saber de mí y bien pudisteis encontraros con una daga anónima hundida en el cuello.

Decididamente a Diego aquel individuo lo intranquilizaba, pero lo había puesto tras la pista de Ben Elasar, y el contento se agitaba en su pecho. Compuso una sonrisa sarcástica con los labios y volvió al judío extraviado.

—Entonces la desaparición de Zakay ha retrasado las acostumbradas transacciones de las momias, supongo.

La voz del mercader sonó desmadejada, alterada.

—Han lesionado gravemente los intereses de La Roda, aunque espero que por poco tiempo. Él y su hijo Yehudá conocen como nadie a los ladrones de tumbas y a los proveedores de momias de Deir al-Bahari, una región diez veces más grande que Cataluña, de donde nos surtimos de esta materia prima —adujo afable.

Blanxart sorbió ruidosamente el vino e hizo un ademán de proseguir con sus cómputos, con lo que pareció dar por finalizada la entrevista. Pero Diego, intrigado al principio y ahora atrevido, decidió que debía buscar al escurridizo Elasar. Aunque la empresa pudiera resultar descabellada, lo atraían la aventura y el riesgo. Aprovechó el desmoronamiento de la rigidez de Blanxart y se dispuso conseguir lo que deseaba. Fue entonces cuando se dio cuenta de la magnitud de lo que le esperaba. Su búsqueda podría prolongarse más de lo que pensaba, pero estaba embargado por la ilusión. Una apasionante empresa se cruzaba en su vida y aunque se veía como un frágil esquife en medio de un océano de peligros, gentes hostiles y sucesos inesperados, estaba seguro de sortearlos con su voluntad.

A pesar del recuerdo y las promesas que había hecho a Isabella y al abad de San Juan, con su comprensión, la plegaria y el coraje afrontaría los peligros. La excitación y la resolución se leían en sus ojos. ¿Acaso no había entrado en aquel almacén con el propósito de hallar una pista fiable y seguirla a pesar de los riesgos que conllevara? No pretendía desaprovechar la única coyuntura posible que se le ofrecía, y se arriesgó.

—Y, ¿regresáis pronto a Alejandría? —inquirió.

Aquel jodido aragonés comenzaba a exasperarlo y su tiempo valía oro. Recompuso su expresión indiferente y lo señaló con el dedo.

—Si pretendéis en vuestra demencia que os portee a Alejandría para husmear los pasos de esos dos locos judíos, andáis errado. Nadie sabe que estoy aquí y trato de salir con el alba e invernar en Ponto Leone, en el ducado de Atenas. Hasta después de Cuaresma no recalaré en Alejandría —dijo mudando su gesto de conciliación—. No contéis conmigo como cómplice de vuestro sueño aventurero y de una más que posible y estéril muerte, si pretendéis seguir la estela de los Elasar. En Oriente no rigen los principios cristianos de la caridad, ni la compasión evangélica. No es un mundo placentero ni fiable. Podríais pagar vuestro empeño con la vida, amigo mío, si no os consumen antes las fiebres, la disentería, el mar, un alfanje mameluco o el calor.

—Despreocupaos por mi seguridad. Yo soy el superviviente del naufragio de los de mi sangre y el vástago de una tragedia familiar —se defendió Diego—. Sé por mis reiteradas visitas a la Lonja que hasta pasada la Semana de Pasión no parten naos para Alejandría. Estoy decidido a buscar a Zakay, así que no os desveléis por mi pellejo. Os ruego por compasión, si partís en breve, me aceptéis como peregrino. A donde os dirijáis, siempre estaré más cerca de mi destino que permaneciendo ocioso en Barcelona o en Zaragoza.

Las grises pupilas del Cargol se clavaron como alfileres en las del aragonés.

—No acostumbro a llevar pasajeros en mis naves. No es buen negocio y vos sois un engorro. Además, ¿por qué habría de ayudaros? —espetó desabridamente.

Diego encajó con aparente indiferencia el comentario, que cerraba cualquier posibilidad de arreglo, pero la decepción le atravesó las entrañas. La presa había volado y la búsqueda en la que se había empeñado estaba resultando cada día más infructuosa, pero ahora se le ofrecía una salida. Aquel duelo absurdo de palabras no daba el fruto apetecido, así que recurriría a la súplica.

Senyer —dijo implorante—, os ayudaré en cuerpo y alma a encontrar a los Elasar, pues he empeñado mi honor en esta empresa y espero mi recompensa. Además auxiliaré desinteresadamente a los enfermos de vuestra galera. Me tengo por experimentado aromatorio, pues interpreto las virtudes curativas de las hierbas y puedo ayudaros en la reconversión de las momias. Elaboro electuarios, elixires y afrodisíacos y puedo ayudar a vuestros escribanos como amanuense, ya que estoy versado en latín y lo esencial del hebreo y el árabe, que estudié en Perpiñán. No seré una carga para vos y os pagaré si es necesario. Hoy mismo os demostraré mis conocimientos revelándoos que los monjes benitos de San Juan elaboran un secreto afrodisíaco para rendir a bellas damas, si me proporcionáis sus componentes.

La expresión de desgana del naviero se trocó, por mor de sus súplicas, en interés. Sabía que el excitante erótico elaborado en las abadías de los benedictinos era muy codiciado por ricos vejestorios, cardenales y obispos rijosos y prebostes lascivos de media cristiandad, que lo pagaban a precio de oro. La proposición pareció seducirle. Bostezó y lo miró con intensidad a los ojos. Aquel cambio de humor poseía un aire sospechoso.

—¿Decís que habéis ejercido de herborista en San Juan? Tal vez pueda aprovechar vuestros conocimientos. La gente ha perdido la fe en la Iglesia y en los médicos y curanderos y busca la salud en los fármacos y hierbas orientales. ¡Un negocio, os lo aseguro! Los afrodisíacos se pagan bien entre los soldanes, los jeques y la jassa o aristocracia de Oriente. Pero vuestro excesivo celo me refrena.

—Tenéis razón, nada se graba tan fijamente en la memoria de un hombre como aquello que se ha empeñado en olvidar. Pero no puedo aspirar a la felicidad si no desenredo el misterio de mi nacimiento. Puedo aseguraros que la honradez ha acompañado siempre mi conducta. No seré un engorro. Probadme.

En el rostro flácido del Cargol se abrió paso la duda. ¿Estaba pensando que podía servirle de algo, o estaba retrasando su negativa?

—Veamos —declaró fríamente Blanxart—. No sé si realmente merecéis mi atención, pero vuestras intenciones no me parecen perversas. Además, si finalmente sois un embaucador tengo la posibilidad de arrojaros por la borda, desampararos en el desierto, o entregaros a los tratantes de esclavos de Quíos. Sabed que me muevo en las altas esferas de estos reinos y os llevaría a la horca si realmente sois un confidente de los enemigos de Aragón.

La búsqueda le había facilitado una bifurcación definitiva de sus empeños, un ramal definitivo en su camino que debía explorar si no quería arrepentirse toda su vida.

—Os juro por los santos Evangelios que nada espurio me mueve en este negocio. Soy hijo de un oficial de rey que murió por la gloria de las armas de Aragón en Grecia. Además no soy portador de enfermedades venéreas —le garantizó—. ¿Puedo acompañaros?

El Cargol lo miró con fijeza. Aquella escena le parecía ridícula.

Redeu, vuestra osadía me resulta temeraria —dijo con aspereza—. No sabéis el riesgo que acometéis. Gentes hostiles, galeras corsarias, enfermedades terribles y calor sin cuento.

—Esta decisión ha sido largamente madurada, senyer.

El armador poseía fama entre sus hombres de obtener beneficio de lo aparentemente despreciable y de emplear cualquier resquicio por baladí que pareciera para incrementar sus beneficios. Era regente de una comenda, sociedad mercantil en la que unos contribuían con sus caudales y otros con su trabajo en las naves, almacenes o factorías del consorcio, compartiendo beneficios y cargas. Terminó por ceder con un visible interés.

—¿Y fabricaréis para mí ese afrodisíaco que decís conocer?

Diego hizo un aparte con el armador y le susurró en secreto al oído:

—Señor, lo que os voy a revelar se tiene por gran arcano en San Juan, y lo elaboraré solo y en lugar reservado. He de callar las proporciones exactas y sólo os diré que preciso de hilos de seda, una olla, fuego y carbón, media onza de clavo, nuez, canela, almástiga, pimienta larga, jengibre, miel y tapsia. En menos que se tarda en rezar una salve regina, el elixir estará listo para arrancar la tristeza sexual al más infecundo, o saborear las benignidades de la hembra más frígida. Puedo garantizaros que sus beneficios son realmente milagrosos, y lo podéis dar a probar a quien ande flojo de la méntula. Altos eclesiásticos, varones y hasta testas coronadas de Hispania y Francia, lo han probado con resultados sorprendentes —aseguró Diego, misterioso.

El armador le sostuvo la mirada, tratando de parecer amenazador. Ahora le tocaba negociar a él.

—Tengo prisa. Felip, proporciona al mestre Diego cuanto os pida. Veamos si es cierto lo que aseguráis. Pondré a prueba vuestros conocimientos —bufó para provocarle, con una mueca de impaciencia.

—Descuidad. Gracias por vuestra confianza —se mostró jovial.

—Podéis quedaros aquí con nosotros —dijo recuperando su autoridad—. Aguardo esa pócima magistral para mañana. Yo regreso a la galera. A la hora prima decidiré si os embarcáis conmigo o no, señor Galaz. Aunque os vigilaremos, no lo dudéis.

Diego se abrigó con la sobreveste y salió a rescatar a Romeu, al que halló asustado, al abrigo de la barquichuela. Nada podía reprochar al mercader y tras apaciguar al chiquillo, buscó a Felip, dispuesto a fabricar el elixir. Un centelleo irreductible irradiaba de sus ojos, mientras pensaba que de sus manos, de su memoria y de la ciencia de los monjes benedictinos, dependía ser aceptado en la galera de micer Blanxart como pasajero y seguir los pasos de los Elasar.

«La infinita vanidad del hombre me ha salvado», caviló Diego sonriente.