Zonara
Diego había notado la agitación de Josef.
—¿Zonara? ¿Acaso te refieres a una ciudad, o a una mujer, a una razón?
—No, no es nada de eso —replicó el judío—. Pero el asunto reviste suma gravedad. Zonara significa en arameo «Mesías», el eje de nuestra fe, el profeta añorado de Israel por el que el pueblo elegido ha amado, matado, llorado y respirado a lo largo de los siglos. El deseado que instaurará el reino de la Paz en el mundo y que solicitamos con nuestras humildes oraciones.
—¿Y aún lo aguardáis? —le preguntó el algebrista—. ¿No visitó ya la tierra y a su raza encarnándose en Jesús de Nazaret, el Cristo?
Con la frente alta y sin avergonzarse, dijo con acritud:
—No para nosotros, Yoshua ben Josef, que murió crucificado en tiempos de los sumos sacerdotes Anás y Caifás y del emperador Tiberio, es un hombre santo más de Israel. Los falsos Mesías germinan en Tierra Santa como la mala hierba.
—Entonces ¿aguardáis una nueva aparición del Enviado en estos tiempos?
—Lo que voy a revelarte contestará a tus preguntas —dijo Josef—. Hace dos años se propaló en las sinagogas de la diáspora una buena nueva que conturbó nuestros corazones. Se anunció que al fin el Zonara o Mesías se manifestaría con prodigios en los desiertos de Judea, según pronosticaban las tablas astronómicas de nuestros rabinos alejandrinos. Tan espectacular suceso hizo emerger de un sueño de siglos el delirio de la reconstrucción de la nación judía. Así que los guías más impulsivos de Israel se apresuraron a acoger al iluminado y emigraron a Palestina en busca de señales sagradas. No obstante otros, más cautos, imaginan que algunos canallas esparcen este rumor interesadamente para apropiarse de sus bienes.
—Y pensáis que don Zakay y su hijo han acudido a esa llamada.
—Efectivamente. Ha abandonado Barcelona y sus negocios por ese sueño quimérico —lo ratificó—. Sospechamos que mi tío ha sucumbido como otros maestros del Talmud, la patria espiritual de Israel, a los cantos de sirena del Zonara, y que los dos, padre e hijo, se han extraviado en los vericuetos de un sueño muy deseado por el pueblo de Israel, pero imposible. Ignoran que se han empeñado en una empresa que conlleva la amenaza del exterminio, aunque en el fondo los judíos esperamos que esa promesa de salvación tenga un final feliz. Para nosotros se trata de una cuestión capital, y para ellos de vida o de muerte. Así de crudo y de trágico es todo amigo mío.
Diego se había quedado seducido ante la expresión encendida de su rostro.
—Consternados nos preguntamos dónde se hallan exactamente —prosiguió—. ¿En Alejandría, en Berseba, en Petra, en Cesárea, en Jaffa, en Jerusalén quizás? ¿Por qué no nos escriben y esconden su paradero tras un velo? ¿Qué locura los ha seducido tanto como para desaparecer de esta manera? Mi tío Zakay posee la malhadada virtud de contagiar de pasión a quienes lo escuchan, pues su palabra es elocuente y su corazón puro. La indiferencia y la pasividad son pecados para su animoso espíritu.
—¡Qué decepción, Josef! —gimió el aragonés—. Esta huida de tu tío puede sepultar mi búsqueda. Pensaba hallarlo aquí y que contestara a mis interrogantes. Persigo una fantasía, y por la edad de él es muy factible que nunca pueda encontrarlo cara a cara.
—Es más que posible. Don Zakay es septuagenario —dijo.
—¿Y a qué negocios se dedicaba antes de abandonarlos?
—Mi tío, hombre especialmente dotado para los lucros y la banca, mantiene relaciones comerciales con gentes de otras leyes, musulmanes y cristianos. Estamos al tanto de que sus intereses en Alejandría los despacha un mayordomo griego de nombre Ifistos. Pero su verdadero socio, que es barcelonés, debe andar tan perplejo como nosotros por su desaparición. Está escrito en el libro de los Reyes: «Yo añadiré aún más peso a vuestro yugo». Que sea la voluntad de Dios la que nos sostenga en la aflicción. Es cuanto puedo decirte.
La aparición de otros dos nombres en la tragedia de su vida inflamó sus ansias de hallar al escurridizo Zakay, un hombre interesado por los milagros, que al final suelen consumir con el fuego de su ilusión a los que los persiguen.
—¿Un catalán su socio? ¿Y anda por estos reinos? —preguntó Diego sin poder disimular su interés, moviéndose inquieto en el escabel.
—Lo desconozco, pero cuando precisamos cursar un mensaje a mi tío, o a Yehudá, su hijo, lo solemos hacer dirigiéndonos al Consolat de Mar de Barcelona, su refugio habitual —le aclaró Josef.
—¿Y cuál es su nombre? —preguntó ansioso por saber su identidad.
—Jacint Blanxart d’Anglesola —atestiguó—. Es un tratante sagaz y disoluto, y home d’honor, osea caballero prestigioso en la ciudad de los condes. Sus naves navegan por el Mediterráneo y las factorías que posee en Barcelona, Palermo y Alejandría gozan de acreditado prestigio. Controla rutas de maderas preciosas, incienso y las especias del fabuloso País de los Aromas, cerca de las fuentes del Nilo, y es socio de mi tío.
Amante del riesgo y de lo desconocido, aquellos datos espolearon la mente aventurera de Diego. La expectación se sintió en su rostro. Si aquella no era una historia inventada, sus sospechas anteriores al paso por Besalú, se multiplicarían hasta lo inconcebible, hasta lo inesperado. Para Diego, el empeño en hallar a Zakay ben Elasar se estaba convirtiendo en una obsesión de la que no podía sustraerse. Aquel nuevo nombre, Jacint Blanxart, iluminaba las tinieblas que envolvían el paradero de don Zakay y el rompecabezas de su niñez. Pensó en Isabella y en el prior de San Juan, pero un fuego interno lo consumía. Debía seguir aquel rastro. Se lo demandaba su sangre.
—Por tu mirada noto que estás dispuesto a entrevistarte con Blanxart —dijo Josef, que sonrió con ironía.
—En eso pensaba, Josef, sí. Pero no sé si tendré arrestos para desafiar lo que puede aguardarme de aquí en adelante. He hecho promesas y no estaba entre mis proyectos llegar tan lejos. Además, he de reponer mi bolsa y mis pertenencias.
—En Besalú hallarás mesas de cambio y crédito. Yo seré tu garante.
—No olvidaré tu apoyo, Josef ben Elasar, amigo; no cejaré hasta desentrañar el misterio de mi nacimiento, aunque mis afectos hayan de aguardar, y bien que lo siento.
—Entonces, ¿partirás hacia Barcelona? —se interesó el hebreo.
—Sé que lo lamentaré algún día, pero lo haré sin demora, Josef. He prometido estar de regreso en Zaragoza en un mes. Averiguaré el refugio de micer Blanxart; luego Dios y el azar proveerán.
—¿No te parece disparatado sumergirte en una ciudad tan desconocida como insegura para ti? La peste negra cabalga con las alas negras de la muerte y micer Blanxart no sabe más que nosotros del asunto.
—¿Y condenarme a una vida vacía sin conocer quién soy ni de dónde vengo? ¡No! La rueda de mi tiempo se ha detenido y he de volver a sus primeros giros. De lo contrario se parará para siempre. Ahora he atisbado un resquicio. Te mantendré informado de mis pesquisas, te lo juro por este anillo.
—Que Yahvé te asista, Diego —dijo, rogándole que mantuviera en secreto lo que le había dicho—. Aunque hayas irrumpido como un intruso en nuestras vidas y hemos sospechado de ti, rezaremos a Adonai. Pero ten cuidado: a veces en nuestros deseos más honorables surgen compañías y luces engañosas.
—Tu generosidad me abruma, Josef. Gracias eternas por tu acogida.
Con muestras de afecto lo condujo a un comedor abierto a un patio de adelfas de donde llegaba el borboteo de un surtidor. Lo aguardaban con mirada expectante los hijos y la esposa del hebreo, ataviados con ziharas y bonetes de brocado. Candelabros de sebo almizclado, cera perfumada y candiles de aceite se distribuían por los estantes, mientras en unos braseros chisporroteaban aromáticos granos de ámbar. Josef cumplió con el hagadad, la lectura del libro del Éxodo, y se entregaron a la degustación de una escudella de cordero al gusto catalán, sazonada con cilantro, picante alcaravea y esencias de azafrán.
Diego no podría arrinconar en el olvido aquellas horas de sincero apego y de confianza. Por vez única en su vida había experimentado el calor de un hogar auténtico donde era aceptado abiertamente. La mujer de Josef lo obsequió con una cadeneta de plata rematada con una estrella de David que el aragonés colgó agradecido de su cuello. Subyugado por la cordialidad que le profesaban aquellas personas, hasta ahora desconocidas para él, desgranó sus recuerdos, que fueron escuchados atentamente por los Elasar y prolongaron la cena hasta la segunda vigilia.
—Empeño mi palabra y os prometo que me veréis aparecer con Zakay por el puente de Besalú —declaró al despedirse, con una expresión de agradecimiento en su mirada—. El deber y el interés me obligan a partir.
—Que El Muy Sabio que escruta los secretos del alma, atienda a tu ruego —dijo el judío, quien le deseó que no lo consumiera su empresa, observando la expresión osada de sus ojos. «¿Por qué lleva ese hombre el sello de los algebristas de Sadoq?».
La infinitud de un cielo sin estrellas recibió el tajo de luz del amanecer. Diego arreó la mula para unirse en el viaje a Barcelona con sus dos amigos, los frailes mendicantes del convento de Nazaret, con los que compartiría viático y cabalgada. Tras la inolvidable cena en la morada de Josef y las libaciones de un espumoso clarete de Rivas y una exquisita malvasía de Sitges, la cabeza le daba vueltas y el estómago le ardía como si tuviera en las tripas un hachón de brea. ¿Zonara? ¿Barcelona? ¿Jacint Blanxart? ¿Alejandría? ¿Jerusalén? Aunque firme en los estribos, apenas si podía cabalgar; uno de los frailes lo advirtió y le dijo con ironía:
—Maese Diego, ¿no halláis en vuestra bolsa remedio para las ardentías? Tomad de este clarete de Alella bendecido por nuestro prior y aliviad vuestra pesarosa mente —y le lanzó un pellejo rezumante, del que el físico probó unos sorbos.
—Bonum vinum laetificat cor hominis —sentenció Diego echándose a pechos la bota y eructando.
Tras aliviarse el vientre, reanudaron la marcha, mientras en el firmamento se desvanecían negros nubarrones, dando paso a un inabarcable cielo azul que bañaba los campos y viñas otoñales. Al mediodía desembocaron en la calzada condal, limpia de ladrones desde que las milicias reclutadas por los consells catalanes las limpiaran de salteadores que la acechaban como lobos hambrientos.
La marcha no podía ser más tranquila hasta que la alteró el polvo, el centelleo de arneses de acero y los gallardetes que venían en tropel por el horizonte. Era una patrulla del arzobispo de Barcelona, su ilustrísima Françesc Savall, que los interrogó de mala manera creyéndolos mercenarios del señor de Anjou pues buscaban por su mandato a una caterva de monjes errabundos del Condado de Tolosa, herejes turlupines y bergados espiritualistas que andaban soliviantando a los crédulos payeses con sus mensajes de fraternidad universal y apaleando a clérigos disolutos, ideas revolucionarias según el prelado, que serían pagadas con la horca.
—Esos santones y frailes iluminados soliviantan a los labriegos crédulos y a las gentes sencillas, induciéndolas a la herejía —les advirtió el oficial—. ¡Andad con cuidado!
Agradecieron el consejo, pues los caminos cada día eran más peligrosos. Bandas de malhechores y falsos clérigos asaltaban a las gentes, sobre todo a los carros de los clérigos, altos eclesiásticos y patricios para robarles y recordarles la pobreza de Cristo. Ahuyentaban a los mercaderes y labriegos impresionables y se comportaban como almas sin la caridad que decían predicar. Con el corazón en un puño y avanzando lentamente, les llegó la noche.
Unos campesinos de Tona consintieron en que, a cambio de unas oraciones, pernoctaran en el pajar, donde se acomodaron al calor de las bestias. Los tres viajeros dieron buena cuenta de un queso del Vallés y un sopicaldo de avena, tras lo cual los limosneros se aprestaron a recontar las ganancias, que alcanzaban casi el centenar de maravedíes. Extrajeron de su faltriquera un revoltijo de escapularios y pergaminos ilegibles; luego, con místico recogimiento, una arqueta en cuyo interior guardaban unas astillas que los frailes sobaron con unción y ofrecieron a Diego para que las besara. Este, extrañado, los miró con indiferencia y reclamó una explicación a su invitación. Uno de ellos, el monje hidrópico, se la ofreció con voz paternal:
—Se trata de un lignum crucis, hijo mío. Reliquias por las que muchos cristianos han cruzado continentes, derramado su sangre o peregrinado de rodillas a tierras de infieles. ¿Qué es una catedral o iglesia sin una reliquia de la Pasión? ¡Nada, pecador, nada!
La estupefacción se pintó en el semblante de Diego.
—No me tachen vuestras paternidades de blasfemo, pero he besado tantos falsos vestigios de la cruz del Salvador que bien parece como si lo hubieran crucificado junto a los doce apóstoles y todos los santos varones. La cristiandad entera podría reunir toda una algaba de cruces que se dicen auténticas —añadió—. ¿Y son legítimos estos trozos que revendéis a estas incultas gentes?
—¿Cómo puede un algebrista devoto de la ciencia dudarlo tan siquiera? Tan auténticos como la Vera Creu de Anglesola —gritó malhumorado el gordinflón—. El Dies Amaritudinis o Viernes Santo nuestro superior, tras la consagración del pan y del vino, dispone sobre un lienzo una veintena de fragmentos de un cedro traído de Jerusalén que crece en nuestro claustro. Uno a uno los empapa en el vino del cáliz, convertido en la sangre de Nuestro Señor. Y yo te pregunto, hombre descreído, ¿acaso no ha chorreado la sangre de Cristo por estas esquirlas, como lo hizo en el santo madero del Gólgota?
Diego se negó a aceptar la impostura. Siempre se había mostrado contrario a la falsedad y le resultaban intolerables aquellos engaños con los que embaucaban a los ilusos abates, mosenes y sacristanes de las aldeas perdidas de Aragón y Cataluña, a los que vendían las astillas a precio de oro.
—Bueno, dicho así no deja de ser un sofisma —balbució, siendo interrumpido con crudeza por el monje que despedía fuego por los ojos.
—La fe es lo que cuenta, licenciado incrédulo —le recriminó.
—Eso sólo convence al supersticioso y desamparado pueblo, hermanos.
—Nadie puede discutir que el fluido vivificador de Cristo ha divinizado esta materia ruin. Además, aportamos estos títulos refrendados por el abad, con el placet del archimandrita de la diócesis de Cirenaica, Macarios Décimo, que testimonia con sellos y rúbricas la autenticidad de estas reliquias.
Diego no salía de su desconcierto, rumiando el engañoso argumento con el que intentaban persuadirlo. «Vergonzante milagro del demonio, diría yo», pensó. A modo de disculpa, tras deducir que con sus argumentos únicamente conseguiría exacerbarlos más, dio por zanjada la disquisición:
—Roma locuta, causa finita, hermanos —y con indiferencia les volvió la espalda para dormir, eludiendo cualquier controversia teológica.
Ufanos por su lúcido juicio, improvisaron unos camastros entre las sacas y tras desearle un sueño sosegado, echaron mano de las disciplinas. En un rincón, a cuatro patas, se sometieron a una tanda de leves zurriagazos, mientras salmodiaban los rezos canónicos de Completas. Diego se arropó en el capote y tras rebullir por el frío se fue adormeciendo, hasta que en el borde de la ensoñación, lo sobresaltó un rumor. Agudizó el oído y avizoró en la oscuridad el perfil de los monjes que proferían jadeantes gruñidos, sumidos como dos súcubos a los goces del pecado nefando. El más corpulento ahormaba en su grasiento cuerpo al más joven, que recibía entre gemidos entrecortados su descomunal verga y el deleite del fluyente placer. Diego, lejos de escandalizarse, se sonrió, cavilando cómo no había de vacilar su fe con tales ministros de Dios.
—Avaros rezalatines —susurró para sus adentros, y se durmió.
Los tres viajeros exhibían un aspecto lastimoso y el cansancio los torturaba. Al cuarto día de machacona marcha dejaron atrás las ciénagas y los ondulantes valles de Osona y alcanzaron los altos de Monte Carmelo. Al fin, entre el mágico hálito del atardecer, surgió ante sus ojos Barcelona, capital de Cataluña, agazapada entre los pliegues de las laderas lamidas por un mar magenta. Herida por una difusa claridad, las gallonadas torres de Santa Catalina, Montesión y Santa Ana emergían sobre las murallas trepando hacia el cielo, ávidas de la calidez del ocaso.
Más lejos, la ciudad se ensanchaba con la nueva fábrica de Santa María del Mar y las excrecencias del Tibidabo y de Montjuich que, como ciclópeos vigías, se recortaban en el confín de su alfoz. Sin desmontar, se sumaron al flujo de los transeúntes que al amparo de los matacanes de Canaletes, alcanzaban el Portal de Trentaclaus. No obstante, un funesto anuncio los hizo detener sus monturas, mientras uno de los frailes se persignaba y el otro con los brazos alzados rogaba al cielo.
—¡San Roque y san Sebastián protégenos del vómito negro!
Entre el perfil de Jonqueres se alzaban humos grises y murmullos de antífonas de difuntos, mientras planeaban tétricos pajarracos por los torreones, signos inequívocos de que la peste negra había desenterrado su guadaña de muerte y estaba dejando un atroz rastro de cadáveres y de dolor.
—Hermano Galaz, no existe poder humano que pueda detener el letal aliento de la hidra apocalíptica. Si el Creador no lo remedia pereceremos todos. ¿O acaso tuvo piedad con la reina Leonor, la virtuosa esposa del rey don Pedro, que echó el alma por la boca, atacada por el mal? —se lamentó el fraile bujarrón entre lamentos.
—Si Dios es amor y poder, ¿por qué no lo demuestra y cesa su castigo?
—El cielo escucha y calla; luego castiga para toda la eternidad —dijo el monje.
Pendones de sedas negras colgaban de las garitas de la muralla en señal de duelo, mientras una caótica procesión de frailes y plañideras vestidas de sayal, y entonando lúgubres salmodias, acompañaban a cinco féretros en dirección al camp de Sant Pau. Diego y los frailes se detuvieron ante el jubileo de penitentes cubiertos de ceniza y con las espaldas sangrantes. Diego sabía que la enloquecida cristiandad sufría la plaga, que turbas de fanáticos quemaban judíos en una orgía de muertes que se extendía de norte a sur y que los miedos ocultos en su corazón golpeaban a la cristiandad. Un clérigo lanzaba frases luctuosas que encogían el corazón:
—¡Calamitas calamitatis! ¡Temed la ira de Dios, hermanos! ¡Penitencia! ¿On son, fills, tants homes bons qui sont passats d’esta vida? ¡La mort se acosta!
—¡Ora pro nobis, ora pro nobis! —contestaban los deudos.
—La cristiandad se ha convertido en una inmensa tumba de apestados —musitó para sí el aragonés—. Apiádate de nosotros, Señor.
Se colaron por el encenagado portalón, y para conjurar el maleficio, hubieron de santiguarse ante una pica que esgrimía la cabeza aún sangrante de un proscrito, antes de encaminarse hacia la Plaça Nova, cerca de la muralla romana. Diego se maravilló con el manejo de un ingenioso artilugio movido por un árbol de levas, que impulsaba una bomba de pellejos y que con una celeridad sorprendente desecaba un cenagal apestoso de aguas fecales. Uno de los frailes le aclaró amistoso:
—Tras la muerte de la reina Leonor de Portugal, nuestro bienamado conde y monarca don Pedro, a instancias del médico real Jaume d’Agramont, ha ordenado desecar las charcas del burgo. Es el soberano que más ha engrandecido la ciudad, aun en contra de los consellers, que sólo miran por sus bolsillos. Según el físico ilerdense, estos fangales pestilentes son el origen del mal que asola estos reinos.
—Eficaz innovación y útil medida, os lo aseguro fratres —aseguró Diego.
Aquí y allá rebullía un enjambre de canteros que alzaba la catedral, el regio antojo de don Pedro IV, e instalaba las fantasmagóricas gárgolas del Palacio Nuevo, en cuyas escalinatas hozaban los cerdos entre damas, trompeteros y vendedores de falsas reliquias, escapularios y lamparillas. Diego se separó de la pareja de monjes y declinó su invitación para pernoctar en la hospedería de su convento, ya que pretendía albergarse en una fonda del puerto y hablar lo antes posible con el armador Blanxart.
—Benedicite, hijo mío. Que el Salvador te ampare.
—Vayan con Dios hermanos —dijo lacónico, y se separó de ellos sin más, abriéndose paso entre una multitud de marinos sicilianos y portugueses, consignatarios alejandrinos, negociantes de la Serenísima veneciana y banqueros judíos, que regresaban de la Lonja discutiendo sobre sus tratos, en medio de un híbrido mestizaje de voces y atuendos que hacían de la cosmopolita ciudad portuaria el ágora mediterránea de las finanzas y del regateo a gran escala.
Preguntó a un mercader por la plaça del Blat, donde se abrían al público las afamadas Taulas de Canvi Santceloni, y volvió sobre sus pasos. Un hervidero de toneleros, doladores, tejedores y cambiadors, publicaban bajo los aleros de los soportales las excelencias de sus productos a los cavallers y a sus damas, ataviadas a la borgoñesa con extravagantes hopalandas de cendal. Los maravedíes, mancusos, croats y los besantes mallorquines corrían de mano en mano, y Diego, animado por la bulla, se acercó al banco de trueque. Canjeó cinco sueldos de oro por florines, que guardó en un falso bolsillo bajo el cinto, mientras los menestrales discutían el precio del celemín de trigo, y los domésticos abrían paso a las literas repartiendo bastonazos a diestro y siniestro.
—Paso franco al conseller Muntaner —voceaba un criado alejando curiosos.
—¡Muntaner cabró! —salió una voz de la chusma, contestada con risotadas.
Pasado el fugaz alboroto, consultó el aragonés a algunos cambistas sobre el paradero de micer Blanxart, pero nadie supo darle una orientación segura. De repente, mientras ojeaba los tenderetes, reparó en la presencia de un insolente y harapiento mocoso, pálido y descalzo, de unos diez años quien, apremiado por la gazuza, con el vientre abultado y costras de cochambre en la cabeza, acariciaba su mula. Diego, ignorando sus intenciones lo despachó y atajó por unos callejones jalonados de huertos, instante en el que las campanas de Sant Jaume tañeron provocando la desbandada de los pájaros que sesteaban en el tétrico olmo donde eran ahorcados los salteadores en Barcelona. De repente las moscas de muladar dejaron de revolotear, y el hedor humano y el tufo a bosta se fue diluyendo ante la brisa marina que oreaba el ocaso.
Mientras observaba con la mirada pensativa, le llegó un rabioso olor a pescado frito, a especias y salitre, que aspiró con delectación. Y como las huérfanas tripas le rogaran pitanza, se dirigió a la rúa de Escudillers con el cansancio en el rostro y los ojos rendidos, pues en sus rincones se levantaban animadas mancebías y fondas de mala reputación. Diego detuvo la cabalgadura y desde el promontorio del castell de Regomir se suspendió en la contemplación de la ordenada geometría de Barcelona, tan accesible a los sentidos y abierta al dócil Mediterráneo, el mar que hacía libre a la ciudad.
Contagiado por la tranquilizadora visión, desmontó atraído por el reclamo de las vihuelas y folías de un mesón empotrado entre dos míseras casas del arrabal de Viladaus, en el que menudeaban los proxenetas y las rameras sudanesas, morenas como el ébano, y las eslavas tudescas de ojos garzos, acicaladas con almizcles y afeites orientales. El veguer real las había reunido en aquel lugar, despejando la concurrida calle de Claramunt, y dejando la Volta de la Torre, en la Rambla, para las meretrices de más baja estofa. Descubrió de nuevo tras de él al chiquillo que lo había estado espiando antes. En sus ojos adivinó una mirada de necesidad, y cuando se disponía a entrar en el fonducho, el galopín lo avisó:
—Senyer, si buscáis buena comida y lecho limpio, unas manzanas más arriba encontraréis la posada de Las Dos Doncellas. Allí no os atormentarán ni los piojos, ni las chinches, y las putas son limpias y gustosas. Os lo aseguro.
Galaz le sonrió y decidió seguir su consejo. Posiblemente a sus tiernos años supiera más de la vida que muchos mozalbetes talludos, y sus únicas enfermedades eran el miedo y el hambre. Le guiñó un ojo y le arrojó una moneda de cobre que el mocoso atrapó al vuelo en una ágil cabriola. Su sonrisa agradecida iluminó la noche, antes de que desapareciera como una rata de alcantarilla, engullido por la oscuridad. Diego, tonificado con buenos aires se preguntó si su abnegación obtendría algún premio y si allí concluiría su búsqueda. ¿Hallaría en la trepidante tolvanera de sus callejas a Jacint Blanxart y al inasible Zakay ben Elasar? Al menos deseaba que una verdad, aunque fuera leve, lo reconciliara con su pasado.
«¿Se esfumarán las pistas que me dio Josef? ¿Se cierne sobre los Elasar algún peligro? —caviló—. ¿Qué sentido tendrá entonces mi sacrificio si no logro borrar el estigma de mi nacimiento?».
La campana del veguer resonó en la ciudad y las puertas se cerraron entre un rumor de postigos atrancándose. Una luna amarillenta emergió de la apacibilidad del mar, colmándolo de sendas luminosas que transformaban la noche en una alborada precoz.
A Diego ya nada lo perturbaba.