Capítulo II. EUROPA ANTES DE LA GUERRA
Antes de 1870, diferentes partes del pequeño continente europeo se habían especializado en sus productos propios; pero, considerada en conjunto, Europa, substancialmente, se bastaba a sí misma. Y su población estaba acomodada a tal estado de cosas.
Desde 1870 se desarrolló en gran escala una situación sin precedente, y la condición económica de Europa llegó a ser, durante los cincuenta años siguientes, insegura y extraña. La relación entre la exigencia de alimentos y la población, equilibrada ya gracias a la facilidad del aprovisionamiento desde América, se alteró por completo por primera vez en la Historia. Conforme aumentaban las cifras de la población, era más fácil asegurarle el alimento. Una escala creciente de la producción daba rendimientos proporcionalmente mayores en la agricultura así como en la industria. Con el aumento de la población europea hubo, de un lado, más emigrantes para labrar el suelo de los nuevos países, y de otro, más obreros utilizables en Europa para preparar los productos industriales y las mercancías esenciales para mantener la población emigrante y construir los ferrocarriles y barcos que habían de traer a Europa alimentos y productos en bruto de distante procedencia. Hasta 1900 aproximadamente, la unidad de trabajo aplicada a la industria producía de año en año un poder adquisitivo de una cantidad creciente de alimentos. Acaso hacia el año 1900 empezó a trastornarse esta marcha, y se inició de nuevo un proceso decreciente en la compensación de la Naturaleza al esfuerzo del hombre. Pero la tendencia de los cereales a elevar su coste real fue contrapesada por otras mejoras, y, entre otras muchas novedades, empezaron entonces a utilizarse por primera vez en gran escala los recursos del África tropical, y un gran tráfico en semillas oleaginosas empezó a traer a la mesa de Europa, en forma nueva y más barata, una de las substancias alimenticias esenciales para la Humanidad. Muchos de nosotros alcanzamos este Eldorado económico, esta utopía económica, que hubieran imaginado los primeros economistas.
Aquella época feliz perdió de vista un aspecto del mundo que llenó de profunda melancolía a los fundadores de nuestra economía política. Antes del siglo XVIII, la Humanidad no mantenía falsas esperanzas. Para echar por tierra ilusiones que se habían hecho populares a fines de aquella época, Malthus soltó un diablo. Durante medio siglo todos los escritos serios de economía colocaban aquel diablo a la vista. En la siguiente segunda mitad del siglo se le encadenó, se le ocultó. Acaso ahora lo hemos vuelto a soltar.
¡Qué episodio tan extraordinario ha sido, en el progreso económico del hombre, la edad que acabó en agosto de 1914! Es verdad que la mayor parte de la población trabajaba mucho y vivía en las peores condiciones; pero, sin embargo, estaba, a juzgar por todas las apariencias, sensatamente conforme con su suerte. Todo hombre de capacidad o carácter que sobresaliera de la medianía tenía abierto el paso a las clases medias y superiores, para las que la vida ofrecía, a poca costa y con la menor molestia, conveniencias, comodidades y amenidades iguales a las de los más ricos y poderosos monarcas de otras épocas. El habitante de Londres podía pedir por teléfono, al tomar en la cama el té de la mañana, los variados productos de toda la tierra, en la cantidad que le satisficiera, y esperar que se los llevara a su puerta; podía, en el mismo momento y por los mismos medios, invertir su riqueza en recursos naturales y nuevas empresas de cualquier parte del mundo, y participar, sin esfuerzo ni aun molestia, en sus frutos y ventajas prometidos, o podía optar por unir la suerte de su fortuna a la buena fe de los vecinos de cualquier municipio importante, de cualquier continente que el capricho o la información le sugirieran. Podía obtener, si los deseaba, medios para trasladarse a cualquier país o clima, baratos y cómodos, sin pasaporte ni ninguna formalidad; podía enviar a su criado al despacho o al Banco más próximo para proveerse de los metales preciosos que le pareciera conveniente, y podía después salir para tierras extranjeras, sin conocer su religión, su lengua o sus costumbres, llevando encima riqueza acuñada, y se hubiera considerado ofendido y sorprendido ante cualquier intervención. Pero lo más importante de todo es que él consideraba tal estado de cosas como normal, cierto y permanente, a no ser para mejorar aún más, y toda desviación de él, como aberración, escándalo y caso intolerable. Los propósitos y la política de militarismo e imperialismo, las rivalidades de razas y de cultura, los monopolios, las restricciones y los privilegios que habían de hacer el papel de serpiente de este paraíso, eran poco más que el entretenimiento de sus periódicos, y parecía que apenas ejercían influencia ninguna en el curso ordinario de la vida social y económica, cuya internacionalización era casi completa en la práctica.
Nos ayudará a apreciar el carácter y consecuencias de la Paz que hemos impuesto a nuestros enemigos el poner un poco más en claro algunos de los principales elementos alterables de la vida económica de Europa, ya existentes cuando estalló la guerra.
I. Población
En 1870, Alemania tenía una población de unos 40 millones de habitantes. Hacia 1892, esta cifra subió a 56 millones, y en 30 de junio de 1914, a 68 millones. En los años que precedieron inmediatamente a la guerra, el aumento anual fue de unos 850.000, de los cuales emigró una insignificante proporción1. Este gran aumento sólo pudo hacerlo posible una transformación de mucho alcance de la estructura económica del país.
Alemania, que era agrícola y que en todo lo esencial se sostenía a sí misma, se transformó en una vasta y complicada máquina industrial, que dependía para su trabajo de la combinación de muchos factores, tanto de fuera de Alemania como de dentro. El funcionamiento de esta máquina, continuo y a toda marcha, era indispensable para que encontrara ocupación en casa su creciente población, y para que lograra los medios de adquirir sus subsistencias del exterior. La máquina alemana era como un peón que, para mantener su equilibrio, tiene que marchar mas y mas de prisa.
En el Imperio austro-húngaro, que había aumentado desde unos 40 millones de habitantes en 1890 a por lo menos 50 millones al estallar, la guerra, se mostró la misma tendencia, aunque en menor grado; siendo el exceso anual de nacimientos sobre las muertes de medio millón, aproximadamente, a pesar de que había una emigración anual de un cuarto de millón.
¡Para comprender la situación presente, tenemos que penetrarnos de lo extraordinario que es el centro de población en que se ha convertido la Europa central por el desarrollo del sistema alemán. Antes de la guerra, la población de Alemania y de Austria-Hungría juntas no sólo excedía realmente a la de los Estados Unidos, sino que era casi igual a la de toda la América del Norte. En la reunión de tales cifras dentro de un territorio unido descansa la fuerza militar de las Potencias centrales. Pero estas mismas cifras de población, que la guerra no ha disminuido de modo apreciable2, sin medios de vida, implican un grave peligro para el orden de Europa.
La Rusia europea aumentó su población en proporciones aún mayores que Alemania: de menos de 100 millones en 1890, llegó a unos 150 millones al estallar la guerra3; y en los años que precedieron inmediatamente a 1914, el exceso de nacimientos sobre las muertes en Rusia llegó en conjunto a la prodigiosa proporción de 2 millones por año. Este desordenado crecimiento de la población de Rusia, que no se ha apreciado debidamente en Inglaterra, ha sido, sin embargo, uno de los hechos de más significación de estos años recientes.
Los grandes acontecimientos de la Historia son debidos frecuentemente a cambios seculares en el crecimiento de la población y a otras causas económicas fundamentales, que, escapando, por su carácter gradual, al conocimiento de los observadores contemporáneos, se atribuyen a las locuras de los hombres de Estado o al fanatismo de los ateos. Así, los acontecimientos extraordinarios de los años pasados en Rusia, esa inmensa remoción social que ha trastornado lo que parecía más estable —la religión, las bases de la propiedad, el dominio de la tierra, así como las formas de gobierno y la jerarquía de clases— puede ser debida más a las profundas influencias del crecimiento de los primeros que a Lenin o a Nicolás; y al poder demoledor de la fecundidad nacional excesiva puede haberle cabido parte mayor en la rotura de ligaduras de todo lo convencional, que al poder de la idea o los errores de la autocracia.
II. Organización
La delicada organización en que vivían estos pueblos dependía, en parte, de factores internos del sistema.
El inconveniente de las fronteras y de las aduanas se redujo a un mínimo, y casi unos 300 millones de hombres vivían dentro de los tres Imperios de Rusia, Alemania y Austria-Hungría. Los varios sistemas de circulación, fundados todos sobre una base estable en relación al oro, y unos en otros, facilitaban el curso fácil del capital y del comercio en tal extensión, que sólo ahora, que estamos privados de sus ventajas, apreciamos todo su valor. Sobre toda esta extensa área, la propiedad y las personas gozaban de una seguridad casi absoluta.
Estos factores de orden, seguridad y uniformidad, que hasta ahora no había disfrutado Europa en tan amplio y poblado territorio, ni por un período tan largo, preparaban el camino para la organización de aquel vasto mecanismo de transportes, distribución de carbón y comercio exterior, que hacían posible una organización industrial de la vida en los densos centros urbanos de población nueva. Esto es demasiado conocido para requerir explicación detallada con cifras. Pero puede ilustrarse con las relativas al carbón, que ha sido la llave del crecimiento industrial de la Europa central poco menos que del de Inglaterra; la extracción de carbón alemán aumentó de 30 millones de toneladas en 1871 a 70 en 1890; 110 millones en 1900, y 190 en 1913.
Alrededor de Alemania, como eje central, se agrupó el resto del sistema económico europeo; y de la prosperidad y empresas alemanas dependía principalmente la prosperidad del resto del continente. El desarrollo creciente de Alemania daba a sus vecinos un mercado para sus productos, a cambio de los cuales la iniciativa del comerciante alemán satisfacía a bajo precio sus principales pedidos.
La estadística de la interdependencia económica de Alemania y sus vecinos es abrumadora. Alemania era el mejor cliente de Rusia, Noruega, Bélgica, Suiza, Italia y Austria-Hungría; era el segundo cliente de Gran Bretaña, Suecia y Dinamarca, y el tercero de Francia. Era la mayor fuente de aprovisionamiento para Rusia, Noruega, Suecia, Dinamarca, Holanda, Suiza, Italia, Austria-Hungría, Rumanía y Bulgaria, y la segunda de Gran Bretaña, Bélgica y Francia.
En cuanto a Inglaterra, exportábamos más a Alemania que a ningún otro país del mundo, excepto la India, y le comprábamos más que a ningún país del mundo, salvo los Estados Unidos.
No había país europeo, excepto los del occidente de Alemania, que no hiciera con ella más de la cuarta parte de su comercio total, y en cuanto a Rusia, Austria-Hungría y Holanda, la proporción era mucho mayor.
Alemania no sólo proveía a estos países con el comercio, sino que a algunos de ellos les proporcionaba una gran parte del capital que necesitaban para su propio desarrollo. De las inversiones de Alemania en el extranjero antes de la guerra, que ascendían en total a 1.250 millones de libras aproximadamente, no menos de 500 millones de libras se invertían en Rusia, Austria-Hungría, Bulgaria, Rumanía y Turquía. Y por el sistema de la penetración pacífica, daba a estos países no sólo capital, sino algo que necesitaban tanto como el capital: organización. Toda la Europa del este del Rin cayó así en la órbita industrial alemana, y su vida económica se ajustó a ello.
Pero estos factores internos no hubieran sido suficientes para poner a la población en condiciones de sostenerse a sí misma si no hubiera existido la cooperación de factores externos y de ciertas disposiciones generales comunes a toda Europa. Muchas de las circunstancias ya expuestas eran ciertas respecto de Europa toda, y no peculiares de los Imperios centrales; pero, en cambio, todo lo que sigue era común al sistema europeo en conjunto.
III. La psicología de la sociedad
Europa estaba, pues, organizada social y económicamente para asegurar la máxima acumulación de capital. Aunque había cierta mejora continuada en las condiciones de la vida corriente de la masa de la población, la sociedad estaba montada en forma que la mayor parte del aumento de los ingresos iba a parar a disposición de la clase menos dispuesta probablemente a consumirla. Los ricos nuevos del siglo XIX no estaban hechos a grandes gastos, y preferían el poder que les proporcionaba la colocación de su dinero a los placeres de su gasto inmediato. Precisamente la desigualdad de la distribución de la riqueza era la que hacía posibles de hecho aquellas vastas acumulaciones de riqueza fija y de aumentos de capital que distinguían esta época de todas las demás. Aquí descansa, en realidad, la justificación fundamental del sistema capitalista. Si los ricos hubieran gastado su nueva riqueza en sus propios goces, hace mucho tiempo que el mundo hubiera encontrado tal régimen intolerable. Pero, como las abejas, ahorraban y acumulaban, con no menos ventaja para toda la comunidad, aunque a ello los guiaran fines mezquinos.
Las inmensas acumulaciones de capital fijo que con gran beneficio de la Humanidad se constituyeron durante el medio siglo anterior a la guerra, no hubieran podido nunca llegar a formarse en una sociedad en la que la riqueza se hubiera dividido equitativamente. Los ferrocarriles del mundo, que esa época construyó como un monumento a la posteridad, fueron, no menos que las pirámides de Egipto, la obra de un trabajo que no tenía libertad para poder consumir en goces inmediatos la remuneración total de sus esfuerzos.
Así, este notable sistema dependía en su desarrollo de un doble bluff o engaño. De un lado, las clases trabajadoras aceptaban por ignorancia o impotencia, o se las obligaba a aceptar, persuadidas o engañadas por la costumbre, los convencionalismos, la autoridad y el orden bien sentado de la sociedad, una situación en la que sólo podían llamar suyo una parte muy escasa del bizcocho que ellos, la Naturaleza y los capitalistas contribuían a producir. Y en cambio se permitía a las clases capitalistas llevarse la mejor parte del bizcocho, y además, en principio, eran libres para consumirlo, con la tácita condición, establecida, de que en la práctica consumían muy poco de él. El deber de «ahorrar» constituyó las nueve décimas partes de la virtud, y el aumento del bizcocho fue objeto de verdadera religión. De la privación del pastel surgieron todos aquellos instintos de puritanismo que en otras edades se apartaban del mundo y abandonaban las artes de la producción y las del goce. Y así creció el pastel; pero sin que se apreciara claramente con qué fin. Se exhortó al individuo no tanto a abstenerse en absoluto como a aplazar y a cultivar los placeres de la seguridad y la previsión. Se ahorraba para la vejez o para los hijos; pero sólo en teoría, la virtud del pastel consistía en que no sería consumido nunca, ni por vosotros, ni por vuestros hijos después de vosotros.
Decir esto no significa rebajar las prácticas de esa generación. En la recóndita inconsciencia de su ser, la sociedad sabía lo que había acerca de ello. El pastel era realmente muy pequeño en relación con el apetito de consumo, y si se diera participación a todo el mundo, nadie mejoraría gran cosa con su pedazo. La sociedad trabaja no por el logro de los pequeños placeres de hoy, sino por la seguridad futura y por el mejoramiento de la raza; esto es, por el «progreso». Si no se repartiera el pastel y se le dejara crecer en la proporción geométrica predicha por Malthus para la población, y no menos cierta para el interés compuesto, acaso llegara un día en el que bastara con sentarse a descansar y que la posteridad entrara en el disfrute de nuestros trabajos. Ese día acabarían el exceso de trabajo y de aglomeración, y la escasez de alimentación, y los hombres, cubiertas sus necesidades y sus comodidades corporales, podrían dedicarse a los más nobles ejercicios de sus facultades. Una proporción geométrica puede contrapesar otra, y así, el siglo XIX, en la contemplación de las virtudes mareantes del interés compuesto, fue capaz de olvidar la fecundidad de las especies.
Esta expectativa ofrecía dos inconvenientes: nuestra abnegación no puede producir felicidad mientras la población sobrepase la acumulación, mientras, al fin y al cabo, el pastel hubiera de consumirse prematuramente en la guerra, consumidora de todas aquellas esperanzas.
Pero estas ideas me llevan demasiado lejos de mi propósito. Trato tan sólo de hacer ver que el principio de la acumulación, basado en la desigualdad, era una parte vital del orden de la sociedad en la preguerra y del progreso como nosotros lo entendimos entonces, y de hacer resaltar que este principio dependía de condiciones psicológicas inestables que es imposible reproducir. No era natural que una población en la que eran tan pocos los que gozaban de las comodidades de la vida, hiciera tan enormes acumulaciones. La guerra ha revelado a todos la posibilidad del consumo, y a muchos, la inutilidad de la abstinencia. Así queda al descubierto la farsa; las clases trabajadoras pueden no querer seguir más tiempo en tan amplia renuncia, y las clases capitalistas, perdida la confianza en el porvenir, pueden tener la pretensión de gozar más plenamente de sus facilidades para consumir mientras ellas duren, y de este modo precipitar la hora de su confiscación.
IV. La relación del Viejo Mundo con el Nuevo
Los hábitos de ahorro de Europa, antes de la guerra, eran la condición precisa del mayor de los factores externos que sostenían el equilibrio europeo.
Del excedente de capital en forma de mercancías, acumulado por Europa, se exportó una gran parte al extranjero, donde su aplicación hacía posible el desarrollo de nuevos recursos en alimentos, materia-, les y transportes, y al mismo tiempo ponía en condiciones al Viejo Mundo de reclamar, fundadamente, su parte en la riqueza natural y en la productividad virgen del Nuevo. Este último factor llegó a ser de la mayor importancia. El Viejo Mundo empleó, con inmensa prudencia, el tributo anual que tuvo así títulos para obtener. Es cierto que se disfrutaba y no se aplazaba el disfrute de los beneficios de los aprovisionamientos baratos y abundantes, resultado del nuevo desarrollo que el exceso de capital hacía posible. Pero la mayor parte del interés del dinero, acrecentando estas inversiones extranjeras, era invertida nuevamente y se dejaba que se acumulara, como una reserva (así se esperaba entonces), para el día menos feliz en que el trabajo industrial de Europa no pudiera seguir adquiriendo, en condiciones tan fáciles, los productos de otros continentes, y para cuando corriera peligro el conveniente equilibrio entre su civilización histórica y las razas pujantes de otros climas y otros países. Así, todas las razas europeas tendían a beneficiarse también del crecimiento de los nuevos recursos, ya persiguiendo su cultivo en el país, ya aventurándose en el extranjero.
De todas suertes, aun antes de la guerra, estaba amenazado el equilibrio así establecido entre las viejas civilizaciones y los nuevos recursos. La prosperidad de Europa se basaba en el hecho de que, debido al gran excedente de provisiones alimenticias en América, podía adquirir sus alimentos a un precio que resultaba barato, apreciado en relación con el trabajo requerido para producir sus productos exportables, y que, a consecuencia de la inversión previa de su capital, tenía derecho para adquirir una suma importante anualmente, sin compensación alguna. El segundo de estos factores parecía, pues, libre de peligro; pero como resultado del crecimiento de la población en ultramar, principalmente en los Estados Unidos, no estaba tan seguro el primero.
Cuando por primera vez se pusieron en producción las tierras vírgenes de América, la proporción de la población de estos mismos continentes, y, por consiguiente, de sus propias exigencias locales, eran muy pequeñas comparadas con las de Europa. Hasta 1890, Europa tuvo una población tres veces mayor que la de América del Norte y la del Sur juntas. Pero hacia 1914, la demanda interior de trigo de los Estados Unidos se aproximaba a su producción, y estaba, evidentemente, cercana la fecha en que no habría sobreproducción exportable más que en los años de cosecha excepcionalmente favorable. La demanda interior actual de los Estados Unidos se estima, en efecto, en más del 90 por 100 de la producción media de los cinco años de 1909-1913.4 No obstante, en aquella época se mostraba la tendencia a la restricción, no tanto por la falta de abundancia como por el aumento constante del coste real. Es decir, tomando el mundo en conjunto, no faltaba trigo; pero para proveerse de lo suficiente era necesario ofrecer un precio efectivo más alto. El factor más favorable de esta situación había que encontrarlo en la extensión en que la Europa central y occidental había de ser alimentada, mediante los sobrantes exportables de Rusia y Rumanía.
En resumen: la demanda de Europa de recursos al Nuevo Mundo se hacía precaria; la ley de los rendimientos decrecientes volvía al fin a reafirmarse, y se iba haciendo necesario para Europa ofrecer cada año una cantidad mayor de otros productos para obtener la misma cantidad de pan; no pudiendo Europa, por consiguiente, de ningún modo soportar la desorganización de ninguna de sus principales fuentes de aprovisionamiento.
Se podría decir mucho más en un intento de describir las particularidades económicas de la Europa de 1914. He escogido como característicos los tres o cuatro factores más importantes de inestabilidad: la inestabilidad de una población excesiva, dependiente para su subsistencia de una organización complicada y artificial; la inestabilidad psicológica de las clases trabajadoras y capitalistas, y la inestabilidad de las exigencias europeas, acompañada de su total dependencia para su aprovisionamiento de subsistencias del Nuevo Mundo.
La guerra estremeció este sistema hasta poner en peligro la vida de Europa. Una gran parte del continente estaba enferma y moribunda; su población excedía en mucho el número para el cual era posible la vida; su organización estaba destruida; su sistema de transportes, trastornado, y sus abastecimientos, terriblemente disminuidos.
Era misión de la Conferencia de la Paz honrar sus compromisos y satisfacer a la justicia, y no menos restablecer la vida y cicatrizar las heridas. Estos deberes eran dictados tanto por la prudencia como por aquella magnanimidad que la sabiduría de la antigüedad aplicaba a los vencedores. En los capítulos siguientes examinaremos el carácter efectivo de la Paz.