LOS CABALLEROS DEL ESTE

 

 

Al llegar al extremo norte de la plaza, Elendor vio que la puerta del muro de palacio estaba entreabierta, y pudo comprobar que, al otro lado, antes de la entrada de la fortaleza, en lo que constituía el patio de caballos, los corceles de los jinetes del Este comían algo de hierba que uno de los sirvientes del rey colocaba sobre grandes cestos. Los animales parecían estar bastante cansados, después de los peligrosos senderos que habrían tenido que atravesar para llegar hasta allí.

En la puerta del muro, que medía unos seis metros de altura y aislaba la plaza del recinto real, hacían guardia varios soldados. En la parte alta de la muralla, entre las almenas, sobre las que se habían encendido largas antorchas, hombres armados vigilaban los alrededores, caminando de un extremo a otro. Todos ellos vestían el mismo uniforme, de color dorado, con el emblema de la ciudad situado a la altura del pecho: un castillo de tres torres y la montaña en su interior, de la cual sólo se veía la cima. Este símbolo había sido creado muchos años atrás, y hacía referencia a las tres grandes murallas de la ciudad y a la montaña situada en el punto más alto. Todos los hombres que formaban la guardia real lo llevaban puesto, y a muchos otros ciudadanos también les había sido entregado, para que, llegada la hora de defender la ciudad, la mayoría de los hombres que la habitaban pudieran acudir a luchar por su pueblo. El rey contaba con una numerosa guardia, que siempre se encontraba por los alrededores del palacio, preparada para actuar si así lo requiriese el monarca.

La fortaleza real había sido siempre el refugio más seguro para los habitantes de Crossos. Si algún enemigo intentara invadir la ciudad, primero tendría que traspasar la gran muralla exterior y el resto de muros que forman los diferentes niveles. Mientras tanto, los habitantes, especialmente las mujeres y los niños, tendrían tiempo suficiente como para huir por las calles de la capital y llegar hasta la fortaleza, en cuyo interior podían sentirse protegidos.

En las diferentes guerras que habían tenido lugar allí, parte de las murallas habían sido destruidas, al igual que algunos de sus edificios más importantes, que, reconstruidos en varias ocasiones, habían sobrevivido al paso del tiempo. Pero la fortaleza real nunca había sufrido daño alguno. Ningún enemigo de Crossos había llegado a alcanzar su interior, debido, en gran parte, a los hombres que la guardaban, los más fuertes y diestros del reino.

Elendor se detuvo frente a la muralla. Pronto se le acercó uno de los soldados que formaban parte de la guardia personal del rey. Vestido con una armadura ligera, yelmo plateado y una gran espada envainada, se dirigió lentamente hacia el anciano. Su rostro no parecía extrañado por aquella inesperada visita, sino más bien al contrario. Su inquietud dio paso a una sensación de alivio ante la llegada de Elendor, a quien estaban aguardando en el interior de la fortaleza.

Necesito ver al rey.

El joven soldado, haciendo un gesto con la mano, invitó a Elendor a traspasar el muro. Una vez que ambos estuvieron dentro, el guardia habló al anciano con un tono de preocupación.

El rey lleva un tiempo esperándote. Parece angustiado por algo, que debe tenerle atemorizado. De hecho, ahora mismo iba en busca de varios hombres para enviarlos a tu casa.

Elendor se quedó confuso ante aquellas palabras, pues, según recordaba, nunca antes el rey había mandado a alguno de sus soldados a buscarle. Algo raro estaba pasando, y aunque él ya se lo imaginaba, no pensaba que fuera tan urgente como para necesitarle en el palacio. Primero la llegada de los caballeros del Este, a quienes no se había visto en mucho tiempo por Northam, y ahora la impaciencia del rey por hablar con él. Estaba convencido de que algún peligro se avecinaba.

El anciano atravesó el patio que conducía hasta la puerta de la fortaleza, situada sobre la roca de la montaña. En el interior del patio, ajenos al paso de Elendor, los herlais disfrutaban de su merecido premio, pues durante varias semanas habían recorrido velozmente la larga distancia que separa el reino del Este de Crossos. Desde la desaparición de los dragones, los herlais se habían convertido en los animales más admirados, entre otras cosas por su capacidad para realizar largos recorridos con una presteza más que aceptable, así como por sus dotes para desenvolverse con agilidad en el campo de batalla. 

La entrada a la fortaleza estaba constituida por una gran puerta, situada en medio de dos enormes columnas de piedra incrustadas en la roca. En la parte alta de la entrada, varias figuras la decoraban: la imagen de un guerrero, un dragón y un hechicero constituían un recuerdo del pasado. Debajo de estas siluetas, esculpido en el centro de la puerta, el emblema de Crossos se alzaba justo por encima de unas letras, que dejaban leer lo que un día había sido el lema de los gobernantes de Northam: «Un pueblo que honre a su rey, y un rey que proteja a su pueblo». Estas palabras resumían el compromiso que debía aceptar todo aquel que fuera coronado rey del Norte.

En el interior del palacio, lo primero que se encontraba era una espaciosa sala, en la que el monarca acostumbraba a recibir a sus invitados. Era una estancia de suelos y paredes de mármol, en la que se había colocado, en dos filas, grandes figuras con brillantes armaduras de color plateado, situadas unas frente a otras, que vigilaban el paso de todo aquel que atravesara la sala. Algunas de ellas empuñaban armas e incluso escudos, y las dos últimas sujetaban dos estandartes con la insignia del reino del Norte. Al igual que en el uniforme de los soldados, podía verse el castillo y la montaña sobre el color dorado de la tela. En cada una de las dos paredes, antorchas iluminaban el pasadizo, con una pequeña llama que se movía agitada por las corrientes de aire que lo atravesaban.

En aquel momento, algunas de las antorchas estaban apagadas, por lo que la sala se encontraba escasamente iluminada, y las sombras de las armaduras parecían moverse al compás de las llamas, dando un siniestro aspecto al pasillo que las cruzaba.

Al otro extremo de la sala se veía una pequeña puerta de madera, que conducía a los pasadizos interiores de la fortaleza que formaban todo un laberinto repleto de salas y escaleras. Muchas de aquellas estancias se utilizaban como almacenes de comida o de armas. Incluso hubo un tiempo en el que se crearon unas mazmorras, en los sótanos del palacio. Afortunadamente, ahora las celdas que se habían construido estaban vacías. 

Elendor atravesaba el pasillo entre las armaduras, invadido por el temor a lo que se cernía sobre Northam. El rey no había salido a recibirle. Seguramente, estaría ocupado, reunido con los caballeros del Este y, por lo que había deducido de las palabras del guardia de la entrada, él también debía asistir a esa reunión.

Al llegar hasta la pequeña puerta, ésta se abrió desde el otro lado y dejó ver a uno de los capitanes del rey, cuyo aturdido rostro cambió de expresión al ver a Elendor. Aquel hombre uniformado destacaba entre los demás guardias del rey por su mayor edad, que dotaba a sus cabellos de un color grisáceo, aunque ni mucho menos había desaparecido en él la fuerza y agilidad que le habían caracterizado tiempo atrás. El capitán posó una de sus manos sobre la espalda del anciano, que no comprendía nada de lo que estaba ocurriendo a su alrededor. 

Ya era hora de que llegaras. El rey está muy nervioso. Ha preguntado varias veces por ti. ¿Dónde te habías metido?

He pasado la tarde en la plaza, con mis alumnos.

¿Los hermanos Dogrian? Esos chicos van a acabar contigo. Desde que llegaste hace unos años no has hecho otra cosa que cuidar de ellos.

También he tenido tiempo para ocuparme de los asuntos del rey, ¿no es cierto? respondió Elendor, algo molesto por las palabras del capitán, que asintió con la cabeza. Reconocía su error al hablarle así.

De acuerdo, tienes razón. Siempre que el rey te ha llamado para que le ayudases, has acudido con presteza.

El capitán abría el camino, guiando al anciano mientras hablaban.

Le prometí a la madre que cuidaría de sus tres hijos hasta que crecieran. Ahora, esos chicos, como tú dices, ya son unos auténticos hombres. En un futuro próximo serán los guardianes de la ciudad.

Quizá tengan que serlo mucho antes de lo que imaginas.

Al escuchar las palabras del capitán, Elendor se detuvo en medio del pasillo. Miró fijamente a su guía, mientras sentía cómo le empezaba a faltar el aire. Se echó la mano al pecho mientras palidecía de temor, temor por sus ahijados. No estaban preparados para luchar por su pueblo. La idea de imaginar a los tres hermanos poner en juego sus vidas le atormentaba la mente.

El capitán, agarrando del brazo a Elendor, le ayudó a seguir caminando mientras intentaba calmarle.

Tranquilo, amigo. Confía en el rey. Él vela por nuestro pueblo. Ahora más que nunca necesitamos su ayuda, y también la tuya.

El anciano hizo un marcado esfuerzo por responder.

¿Mi ayuda?

Necesitamos de tu sabio consejo, Elendor, pues nadie mejor que tú puede comprender los extraños acontecimientos que están teniendo lugar fuera de nuestro reino.

¿Qué acontecimientos?

El rey y los hombres del Este te lo explicarán todo. Por aquí. Están reunidos en esta sala. Iré en busca de tu vara. Suerte, amigo mío.

El capitán Meliat se alejó por el estrecho pasillo, mientras el anciano recuperando el color de su cara, abría la puerta donde su amigo le había dejado, a la altura de una sala en la que se reunía habitualmente con el rey y sus consejeros. Era una habitación sencilla, con paredes de piedras pegadas unas a otras. Allí habían tomado difíciles decisiones.

Meliat se marchó preocupado, recordando la cara que puso Elendor al escuchar sus palabras. Le había visto más débil que nunca. Conocía al anciano de años atrás, ya que juntos habían ayudado en numerosas ocasiones al rey, y se habían convertido en sus más preciados consejeros, aunque casi siempre se trataba de temas no muy relevantes. Con el paso del tiempo, Meliat había sentido una admiración especial por Elendor. Su inmensa experiencia, así como su sabiduría, ocultas bajo su amigable apariencia, le habían convertido en una persona que gozaba de un carisma inusual dentro de los muros de la fortaleza real. El anciano abrió lentamente la puerta que le separaba del rey y los hombres de Estham.

Al entrar en la sala, la escena que tenía ante sus ojos era bastante desoladora. Los caballeros del Este permanecían sentados en grandes sillas alrededor de una larga mesa, presidida por el rey que, con la corona sobre la madera, mantenía su mirada perdida. Pensativo y preocupado, se levantó rápidamente ante la llegada de Elendor.

Amigo mío. Te esperábamos con impaciencia. He enviado a varios de mis hombres en tu busca. Tienes mal aspecto, siéntate, por favor. Tenemos que hablar de temas importantes.

Elendor fijó su mirada en los rostros de los hombres del Este, entre los cuales distinguió al hijo de Edmont, al que tantas veces había visto cuando era un niño en compañía de su padre. El príncipe había cambiado bastante desde la última vez que el anciano había tenido la ocasión de contemplarle. Siul era, al igual que la mayoría de los hombres de Estham, alto y corpulento. Tenía largos cabellos rizados, que le caían hacia los lados, y una pequeña barba rubia del mismo color que su pelo. Era, seguramente, el más joven de todos los jinetes que habían viajado hasta Crossos. Con el paso del tiempo, se había olvidado de Elendor y de las numerosas ocasiones en las que habían hablado. Las preocupaciones de su reino le habían hecho borrar de su memoria muchos recuerdos de su niñez.

Los caballeros del Este miraron al anciano de arriba abajo, pensando que aquel andrajoso no podría ayudarles. Quizá esperaban a alguien con una apariencia más imponente, algún valeroso capitán. En lugar de un gran guerrero, el rey les había traído a un mendigo. No estaban acostumbrados a seguir los consejos de los hombres sabios, pues la cultura de los pueblos del Este era muy diferente. En aquel reino, la sabiduría de los ancianos era menospreciada, sustituida por la energía de los jóvenes guerreros. No se guiaban por la inteligencia y la razón, sino por la fuerza y la espada. Es por ello que no se conocía a ningún hechicero poderoso que procediera de los pueblos del Este.

Se hizo un breve silencio, interrumpido por el sonido de la puerta que se abría de nuevo. Entonces apareció el capitán Meliat, con la vara del anciano en la mano.

Aquí tienes, Elendor.

Contempló los rostros de todos los que estaban en la habitación, y en seguida creyó conveniente salir de allí lo antes posible, si su rey no le daba ninguna orden más.

Elendor tomó la vara, y cuando el capitán se marchó, miró hacia los caballeros del Este. Se percató muy pronto de la desilusión que les había invadido al verle.

El rey procedió a presentarle ante aquellos guerreros.

Por favor, no os dejéis llevar por las apariencias, pues el descuidado aspecto de este hombre oculta una de las mentes más sabias de nuestro reino.

Aquellas palabras no tranquilizaron a los caballeros, que empezaron a murmurar entre ellos, lanzando agresivas miradas contra el anciano, que permanecía quieto y en silencio.

¿Acaso este hombre puede ayudarnos a acabar con la maldición que se cierne sobre mi pueblo? preguntó Siul, mostrando su rechazo a Elendor.

Creo que este hombre merece un mayor respeto del que estás mostrando, príncipe Siul le increpó el rey.

No hemos venido hasta aquí para escuchar a un carcamal gritó uno de aquellos individuos, dejándose llevar por la ira.

El rey no dudó en continuar defendiendo a quien siempre había considerado su mejor consejero, y dirigiéndose al insensato que había hablado, le reprochó con dureza.

Si no estás acostumbrado a tratar con gente que es más sabia que tú, entonces es mejor que montes en tu caballo y te marches.

Creo que eso es lo que voy a hacer respondió el capitán del Este, levantándose precipitadamente de su asiento.

Elendor no se inmutó ante la temible apariencia de aquel individuo, que probablemente mediría más de dos metros. Sus cabellos rojizos, del mismo color que sus largas barbas, y su nerviosa mirada le daban un aspecto ciertamente aterrador. Mientras el resto de hombres callaban, sin moverse de sus asientos, aquel individuo volvió a hablar en un tono alto y brusco.

Ha sido una mala idea venir hasta aquí. ¿Acaso creísteis que nuestros vecinos del Norte iban a resolver nuestros problemas? ¿De verdad alguno de vosotros pensó que nos iban a ayudar?

El príncipe Siul, sentado al lado del rey, intentó calmar a su hombre.

Hadrain, vuelve a tu silla. Hemos venido aquí para hablar con el rey de un problema que nos afecta a todos, no sólo a nuestro reino.

El corpulento guerrero hizo caso omiso y se dirigió hacia la puerta, mirando con desprecio a Elendor. El anciano sonrió ante el soberbio comportamiento del caballero que, girándose violentamente, volvió a arremeter contra él.

¿Qué miras, viejo? ¿Quieres que borre tu estúpida sonrisa?

Siul, al ver cómo su guerrero avanzaba rápidamente hacia Elendor desenvainando su espada, temió por su vida. Intentó levantarse, pero el rey, con aparente calma, le puso la mano sobre el hombro y le incitó a permanecer sentado.

Los otros guerreros también contemplaban atónitos la desmesurada reacción de su capitán.

Hadrain alzó su espada, dispuesto a utilizarla contra Elendor, pero para sorpresa de todos, menos del rey, el anciano alzó los brazos y, pronunciando unas palabras en una lengua extraña, movió rápidamente la mano con la que sostenía su vara y la apuntó hacia su adversario. Inmediatamente, la espada de Hadrain se separó de su dueño y acabó en la mano de Elendor, mientras el guerrero caía varios metros hacia atrás, impulsado por una extraña fuerza.

Los caballeros quedaron perplejos ante la intensidad de la luz que acababa de salir de la vara y que había arrollado a Hadrain, que ahora permanecía en el suelo, confuso y temeroso. No se atrevía a ponerse en pie, ante la imagen del rostro severo del anciano, que ahora sujetaba su espada en una mano, mientras le apuntaba con la vara.

Ninguno de aquellos hombres se atrevió a decir nada. Estaban aterrados, pues la dura mirada del anciano se posaba ahora sobre cada uno de ellos.

Elendor avanzó lentamente hacia el capitán, y al llegar a su altura, le miró fijamente a los ojos.

Ahora… ¿podemos hablar?

Hadrain movió la cabeza de arriba abajo, con nerviosismo.

Entonces, será mejor que nos sentemos a la mesa dijo el anciano, comprendiendo que aquel hombre de mucha fuerza y poco cerebro había aprendido la lección.

Elendor se sentó al otro extremo del rey, contemplando cómo ahora los caballeros del Este le miraban con mucho más respeto del que habían mostrado al verle entrar.