LA DERROTA DE THANDOR
La plaza de Crossos era uno de los lugares más bellos de todo Northam. Estaba situada en la parte más alta de la ciudad y medía algo más de doscientos metros de longitud. Su suelo adoquinado permanecía siempre brillante y limpio.
La única entrada a la plaza, a la que se accedía por una imponente puerta de bronce, estaba custodiada por dos altas estatuas de piedra, de unos tres metros de altitud cada una, honrando la memoria de Heveas y su hermano Hedreas. Ambos fueron reconocidos guardianes de la ciudad. Habían defendido a su pueblo de los ataques de numerosos bandidos del Sur durante los últimos tiempos de conflictos que el reino había vivido. Ellos murieron, pero su recuerdo permanecería siempre vivo en quienes les habían conocido, y en sus descendientes.
En la parte central, entre unos cuadrados cubiertos de hierba, se encontraban las estatuas de los grandes héroes que antaño habían defendido la ciudad, durante las guerras que tuvieron lugar en los inicios de la Segunda Edad de los hombres.
En el mismo centro de la plaza, sobre un pedestal, se había colocado una gran imagen del Rey bueno. La estatua, de más de cinco metros, hecha de bronce, representaba la majestuosidad de Zorac, montado sobre su caballo, empuñando la espada Abantiem. El benévolo rostro del rey contrastaba con la ferocidad del aspecto de su corcel, un herlai que le había guiado en todas sus batallas.
La estatua de Zorac era una de las construcciones más antiguas de toda la ciudad, que años atrás había sido objeto de asedio en repetidas ocasiones por parte de los saqueadores del Sur. Afortunadamente, en los últimos tiempos no se había vuelto a ver a ninguno de aquellos bandidos, por lo que Crossos atravesaba por un periodo de relativa paz y prosperidad.
Al fondo de la plaza, al otro lado de la gran puerta, que siempre permanecía abierta, se encontraba el palacio del rey, una fortaleza hecha sobre la piedra de la montaña Abantiem, cuya cima no llegaba a contemplarse desde la parte baja de la ciudad.
La gran fortaleza del rey tenía su entrada en la roca, y todo su interior se extendía por las entrañas de la montaña, donde se habían creado numerosas salas y pasillos iluminados con antorchas y lámparas de aceite.
En el interior del palacio, escondidos detrás de la monumental puerta de entrada, unos pasadizos secretos repletos de escaleras conducían hasta la cima donde había tenido lugar el pacto entre hombres y dragones. Aquellos conductos constituían un peligroso camino, por lo que su acceso permanecía cerrado. Nadie podía subir hasta la cima de la montaña, rodeada en su exterior por pronunciadas rocas que hacían imposible el ascenso por cualquiera de sus extremos. Sólo podía llegarse hasta allí por los túneles del interior, y eran muy pocos los que conocían el camino que conducía hacia ellos.
Si en el extremo sur de la plaza estaba la puerta de entrada y en el norte se encontraba la parte más alta de la montaña Abantiem, en los lados este y oeste un conjunto de arcos separaba la plaza de algunas de las construcciones más bellas de la ciudad.
La Plaza de los Guerreros, que era así como se llamaba aquella espléndida construcción, levantada en honor de sus héroes caídos, constituía el punto más alto de la ciudad, rodeada de gruesos muros, situados en varios niveles.
A lo largo del tiempo, los reyes del Norte habían mostrado una gran preocupación por la defensa de la capital, y habían dedicado ingentes esfuerzos a fortalecerla con enormes muros y altas y numerosas torres que la habían convertido en un lugar casi inexpugnable.
A las afueras de la ciudad, en la colina sobre la que se levantaba, se había construido una primera muralla defensiva de unos quince metros de altura y cinco de grosor. A lo largo de esta muralla, se habían situado varias torres de vigilancia, en las que se ocultaban un gran número de armas, sobre todo arcos, flechas y escudos, que deberían utilizar los soldados en caso de que la ciudad fuera asediada.
En el punto medio de la ciudad había otro muro un poco más pequeño, que separaba las casas de los ciudadanos de los lugares públicos.
Finalmente, otra robusta pared protegía las construcciones situadas en el punto más alto, incluyendo la plaza y la fortaleza real.
En cada una de las tres murallas que defendían la ciudad se habían construido varias puertas, todas ellas hechas de bronce. Normalmente, las entradas del muro exterior permanecían abiertas durante el día, hasta la llegada de la oscuridad de la noche. En caso de ataque, cada una de ellas sería cerrada desde la parte interior por grandes cerrojos. Su grosor y su peso hacían que estas puertas fueran difíciles de mover y de derribar, por lo que servían perfectamente al fin para el que fueron levantadas, que no era otro que poder resguardar a los habitantes.
Crossos constituía la ciudad más segura y esplendorosa de todo el reino, o mejor dicho, de todos los reinos. Desde la lejanía podían contemplarse las largas banderas que permanecían izadas en su torre más alta. Sus estrechas calles llenas de muros de piedra descendían por la colina, hasta llegar a una pequeña llanura que separaba las primeras casas de la muralla exterior. Era allí donde se compraba y vendía comida, pieles y animales, en un amplio mercado que era además un punto de encuentro entre los habitantes, que aprovechaban sus numerosos jardines para pasear.
La herrería de los hermanos Dogrian se encontraba en la parte alta de la ciudad, no muy lejos de la plaza, ni tampoco de la pequeña casa de Elendor.
La noche no tardaría en caer, y las calles estaban prácticamente desiertas. El único sonido que se escuchaba era el caminar de los tres hermanos por el adoquinado suelo de la plaza, pues las sandalias de Elendor hacían que sus pasos fueran silenciosos.
Mientras abandonaban la plaza, caminando lentamente al ritmo del anciano, éste terminó de contarles la batalla entre hombres y dragones.
—Mientras Thandor y su bestia luchaban contra el gran Dragón, a las afueras de la ciudad, al otro lado de las antiguas murallas, más pequeñas que las actuales, se libraba la mayor de las batallas que nuestra tierra ha vivido. Guerreros venidos del Este y del Oeste se habían unido al rey, junto con los pocos dragones que, inmunes a los hechizos del Libro, defendían la ciudad. Frente a ellos, las hordas del príncipe, compuestas por grandes bestias y fuertes hombres procedentes del Sur, amenazaban con lograr atravesar los muros y destruir Crossos.
El tono de voz de las palabras del anciano, describiendo lo que había constituido el mayor enfrentamiento entre los reinos, así como sus exagerados gestos, emulando a los caballeros que habían luchado junto al rey, hacían que la historia resultara aún más interesante. Era como si el anciano se hubiera visto en medio de aquellos poderosos ejércitos, luchando por defender a su pueblo. Los hermanos no pudieron evitar que se les escapara alguna sonrisa mirándose unos a otros. Entusiasmado por su propio relato, Elendor terminó de describirles la batalla y el enfrentamiento final.
—Como os decía en la plaza, cuando Zorac llegó hasta aquí montado sobre su herlai, el gran Dragón se desangraba lentamente sobre el suelo, sin fuerzas para intentar levantarse. Pero el rey no estaba solo, ya que uno de sus hijos, el príncipe Raifat, le había seguido.
Mientras el monarca intentaba, sin éxito, curar al Dragón, Raifat avanzó contra su hermano, cuya bestia se disponía a rematar a la noble criatura, que ya había empezado a perder la visión de sus extraordinarios ojos verdes y agonizaba en sus últimos momentos. Pero antes de que la bestia pudiera realizar un segundo ataque, Raifat, de un certero lanzazo, atravesó su corazón y la hizo caer al suelo con su amo. Thandor se levantó rápidamente, desenvainó su espada y la cruzó con la de su hermano, lo que inició una lucha fraticida que no duraría demasiado tiempo.
—¿Y quién venció? —preguntó Arthuriem.
—Calla, no le interrumpas —le reprochó Yunma.
Elendor se detuvo en la entrada, frente a las grandes puertas. Dejaba el interior de la plaza a sus espaldas.
—Me hubiera gustado poder contaros un final un poco más feliz, pero, por desgracia, nuestro pueblo se ha forjado mediante un violento pasado, a costa de la sangre de hombres valientes y criaturas que han luchado con honor por acabar con el mal. Raifat no era más fuerte que su hermano, pero sí más hábil y rápido. Había tomado la espada Abantiem de manos de su padre y, en su lucha contra Thandor, en una de sus acometidas, dos fuertes golpes rompieron la espada en tres partes. Cuando Raifat estaba a punto de abalanzarse sobre su hermano para acabar con su vida, su padre se lanzó contra él y le arrebató el arma. No quería perder a ninguno de sus hijos. Zorac, espada en mano, compadecido de Thandor, se acercó a él para levantarle del suelo. En ese preciso instante, el gran Dragón hizo un último esfuerzo por acabar con el príncipe traidor. Por desgracia, no vio al Rey bueno, situado detrás de éste, y lanzó su último río de fuego antes de morir, con tan mala fortuna que las llamas llegaron hasta padre e hijo, quemaron sus cuerpos, y éstos se desplomaron sin vida sobre el suelo. El príncipe Raifat, paralizado por el miedo, cayó a tierra, contemplando con estupor los tres cadáveres que tenía ante sus ojos. Su intento por salvar la vida de su padre había sido en vano y, sentado junto a su cuerpo sin vida, lloró su pérdida. En el exterior, los valerosos ejércitos procedentes de la unión de los pueblos del Norte, Este y Oeste seguían luchando por defender la ciudad.
Con la muerte de Thandor, todos sus hechizos y poderes desaparecieron, y las criaturas que había conjurado huyeron del campo de batalla, o incluso se volvieron contra los hombres del Sur. Finalmente, nuestro pueblo se alzó con la victoria, acabó con las bestias de Thandor y expulsó a los pocos adversarios que sobrevivieron.
—¿Cómo sabes todas esas cosas? —preguntó Gorgian.
Elendor, que parecía haberse emocionado contando aquella batalla, no supo muy bien qué responder.
—Han sido nuestros antiguos hechiceros los que han recogido todas estas historias en los manuscritos que se encuentran por todo el reino. Algunos de ellos se depositaron en nuestra gran biblioteca.
Gorgian siguió interrogando al anciano.
—¿Qué paso después con Raifat?
—Con la muerte de Zorac y Thandor, el reino quedó dividido entre los cuatro hermanos. Sin embargo, Raifat no quiso convertirse en gobernante. Según dicen, se marchó de su tierra, a un lugar donde nadie pudiera encontrarle, lejos de las ciudades. Nunca más se volvió a saber de él.
—Entonces, ¿qué hicieron con las tierras? —preguntó Arthuriem, ante el prolongado silencio del anciano.
—Las Tierras Antiguas fueron divididas y se crearon los Cuatro Reinos. Los hechiceros más sabios se reunieron en un concilio y decidieron poner al frente de los reinos a los tres hijos de Zorac, que se convirtieron en los monarcas de Northam, Estham y Oestham.
—¿Y quién gobernó en el Sur?
—El reino del Sur quedó sin rey. Allí fueron desterrados los siervos de Thandor que habían quedado con vida tras la guerra. Se les condenó a no salir de aquellas tierras repletas de volcanes y hogueras de fuego. El único paso a través de las montañas por el que se podía escapar del Sur hacia los demás reinos constituía un estrecho sendero entre las rocas Acadias. Allí se levantó una alta muralla para que los traidores no pudieran volver a mancillar las tierras de los tres reyes, cuya estirpe ha gobernado durante todos estos años. Y esperemos que siga siendo así por mucho tiempo.
Elendor se detuvo. Acababan de llegar a su casa. Sabía que los jóvenes querían seguir escuchando más acerca de la historia de los reinos. Pero eso ya tendría que ser al día siguiente.
—Bien, mis queridos amigos, creo que por hoy ya es suficiente.
—Cuéntanos algo más, ¿cuándo desaparecieron los dragones?
—Yunma, ya es tarde. Si estáis interesados en cómo eran los dragones, mañana vemos algunos de los manuscritos que se conservan de la Primera Edad de los hombres, ¿de acuerdo?
Los hermanos, con cierta desilusión, aceptaron la respuesta del anciano. Quizá tenía razón. La noche se les había echado encima y su maestro tenía los ojos cansados. Gorgian habló antes de que sus hermanos pudieran insistir.
—Está bien. Ha sido un día bastante duro. Será mejor que descanses, pareces agotado.
—Entonces, ¿nos vemos mañana?
—De acuerdo —dijo Arthuriem—. Hasta mañana, Elendor.
Y dando una ligera palmada al anciano en la espalda, los hermanos se marcharon hacia la herrería, hablando entre ellos.
Gorgian, el mayor de los tres, se había percatado del extraño comportamiento de su maestro, y así se lo hizo saber a Yunma y Arthuriem cuando empezaban a perderse entre las calles que rodeaban la plaza.
La casa del anciano estaba en una esquina, pegada a un muro de piedra. Era más bien pequeña, formada por un estrecho pasillo que conducía a unas reducidas salas. La más importante de ellas era una en la que guardaba un buen número de escritos, colocados en pequeños estantes, cercanos a una mesa siempre repleta de papeles. Sentado en una silla, Elendor pasaba una buena parte del día leyendo y estudiando algunas de las historias que luego contaba a todos aquellos que quisieran escucharle. Para él, era muy importante que los jóvenes habitantes de Crossos conocieran el pasado de su pueblo. Ello les ayudaría a valorar todo lo que tenían, y a no olvidar nunca que fueron muchos los que murieron por conseguir la paz y el esplendor del que gozaban en estos últimos años. Es por ello que el anciano conocía mejor que nadie las razas, pueblos e incluso criaturas que habitaban a lo largo de las tierras. En sus numerosos viajes se había cruzado con reyes, enanos, centauros… Había encontrado a muchos importantes hombres que tenían en sus manos el destino de los reinos. El único lugar al que no había viajado en mucho tiempo era el Sur, cuyas inhóspitas tierras se habían transformado con el paso del tiempo, se habían convertido en un lugar lleno de volcanes y desiertos, rodeado de tinieblas que sumergía a Surtham en una oscuridad casi permanente.
Elendor entró en su casa y esperó a que los hermanos se alejaran. Entre todos los manuscritos y antiguos libros, también guardaba mapas que había dibujado durante algunos de sus viajes. «¿Dónde lo habré guardado?», se preguntaba una y otra vez, mientras removía entre todas aquellas hojas repletas de historia en busca de uno de sus dibujos, un mapa en el que aparecían las rutas que unían los reinos de Northam y Estham, rememorando la visión de Siul y sus caballeros. Finalmente, encontró lo que buscaba. Esbozando una amplia sonrisa, extendió el viejo pergamino sobre la mesa, y pudo contemplar los trazos que años atrás había realizado y que dejaban fielmente descritos cada uno de los caminos que había recorrido en su último viaje desde el Este. «Un viaje demasiado largo y agotador», se decía a sí mismo. Estaba seguro de que algún mal acechaba a los pueblos de los hijos de Zorac. Su intuición siempre le había dado importantes ventajas. Enrollando de nuevo el pergamino, sus temores le empujaron a abandonar su casa.
Convencido de que los hermanos Dogrian ya habían llegado a la herrería, salió sigilosamente, obsesionado con una sola idea, que durante todo el trayecto junto a los hermanos había asaltado su mente y ahora le hacía sentirse inseguro: descubrir el motivo que había llevado a los caballeros del Este a la fortaleza de Crossos. ¿Qué estaría haciendo el capitán Siul tan lejos de su ciudad?
Ahora el silencio en el exterior era absoluto. La noche había terminado de adueñarse de la ciudad, y todos sus habitantes se habían ocultado en sus casas.
Elendor empezó a recorrer presurosamente las calles hasta llegar a la plaza, deteniéndose un instante frente a la estatua de Heveas para recuperar el aliento y proseguir su camino. Miró el rostro de la imponente figura, que apenas podía distinguirse entre las sombras de la noche, y vio en él la imagen de sus tres hijos: Gorgian, con sus largos cabellos morenos y rizados, Yunma y la expresiva mirada de sus ojos marrones, y Arthuriem, con su pequeña nariz y su cara de travieso. Los tres habían heredado algún rasgo significativo de su padre, el gran Heveas.
—Debes estar orgulloso de ellos, querido amigo. Son buenos chicos. Tienen la inteligencia de su madre, y la valentía y el honor de su padre. Si hubieras vivido para poder verles crecer…
Volviendo en sí, echó a correr hacia el interior de la plaza. Ya le quedaba poco para llegar a las grandes puertas de la fortaleza. Con las prisas, no se percató de que alguien le seguía de cerca, bajo la tenue luz de la luna. El anciano no estaba solo.