La erótica de Kijû Yoshida
¿Qué es un encuentro?
Por Mathieu Capel
Imagen
En la obra de Kijû Yoshida, la teoría del cine suele asociarse a la autobiografía. Su infancia y las cosas que lo llevaron a descubrir el cine (pero sobre todo su importancia) son el corazón de una teoría personal de la percepción como fondo conceptual hacia el cual retorna en el momento de exponer su visión cinematográfica. Y entonces vuelven, de manera recurrente, los mismos relatos de emociones infantiles, dibujando la figura de una imagen primordial que posee dos características: ser hipnótica y provocar un plácido regocijo. La imagen pide la retirada de toda dramaturgia, considerada no sólo superflua sino también una amenaza para sus impresiones. Pero ¿por qué atarse a ellos y no tener la voluntad de corregir las imágenes, un riesgo que quizá permita obtener una nueva visión? Tal vez sea por fidelidad a la experiencia fundacional creada por una especie de esquizofrenia conectada a la génesis de su mirada como cineasta.
“[…] El verano de la derrota, apenas una semana antes del 15 de agosto, mi hermana y yo caminábamos en plena noche por la ciudad. Las autoridades habían impuesto un apagón. Mi padre había escuchado en el noticiero de la tarde que una formación de B29 se dirigía hacia el norte del lago Biwa y tenía el presentimiento de que la ciudad sería bombardeada esa misma noche. Nos dijo que huyamos. Lamentablemente, sus predicciones se cumplieron. Antes de llegar a las afueras, el cielo, a lo lejos, se poblaba de ruidos y amenazantes detonaciones. Inmensas y furtivas bolas, rayos púrpuras y violetas explotaban. En medio de la danza vacilante de las bengalas, vi muy claramente que mi sombra se dibujaba sobre la tierra negra. Fue un momento de un silencio impresionante; sin embargo, no duró mucho. El suelo temblaba acompañado por una cacofonía indescriptible, y yo me cubría la cabeza mientras explotaba un número incalculable de bombas incendiarias. Cuando al fin recuperé mis sentidos, mis ideas, quizás impulsado por un deseo instintivo, corrí hacia la casa familiar, aunque allí el riesgo era mayor.
Mi conciencia, mi cuerpo, mi propio delirio me impulsan a estos actos que probablemente no son otra cosa que sinónimos de muerte.
A partir de ese momento, la manera en que me veo a mí mismo cambió. En medio de los bombardeos me trastorné (yo era un niño de 12 años): ¿cómo podía hacer para huir y sobrevivir? No cabía duda, otra parte de mí me veía huir hacia un estado de delirio. En ese momento, si pude escapar de la muerte, fue porque yo era otro yo. Estaba forzado a tomar conciencia de que había aparecido una división. Algo se produjo: un otro estaba presente”.
Otros ejemplos de ese nexo autobiográfico pueblan las obras de Yoshida. Pero lo que es necesario ver aquí no son tanto las imágenes como principio del mito del descubrimiento de una vocación, sino más bien la obstinación con la que Yoshida vuelve siempre a ellas a lo largo de toda su carrera. Muchas experiencias vividas por el joven Yoshida, imágenes grabadas en sus ojos para siempre, han sido decisivas en su camino hacia convertirse en un cineasta. Pero su filmografía y el trabajo sensorial y conceptual de sus películas lo llevaron a revisar esas mismas imágenes, y siempre han vuelto manteniendo aquel asombro. Imágenes libres de todo relato, ilegibles por fuera del marco de toda legibilidad. Su sentido cruza una frontera y crea una especie de infinito, imágenes inmóviles que están paradójicamente concentradas en la imagen primaria y primera que Yoshida recuerda, al menos en el cine: la de un pañuelo en el viento.
Yoshida no detiene el relato. Pero sólo lo desarrolla para organizar la eliminación progresiva de los sentidos. Las palabras se utilizan para desarticular, precisamente, el significado de sí mismas, del lenguaje. La figura paroxística podría ampliarse a una expansión vana del lenguaje, carente del peso del sentido, en un delirio del que no queda otro rastro que la materia sonora elemental: la palabra. En esta dirección se crea una imagen similar a esa idea de ausencia de sentido, y alrededor de ella la lengua, en un solo movimiento, ha consumido y vuelto a su propio impulso.
Esta imagen se corresponde igualmente con un estado límite del sujeto: el pañuelo de Enoken, las cañas de pescar, la sombra de un avión en la arena. Imágenes que en el joven Yoshida provocan éxtasis, entendido como júbilo profundo, como momento de pérdida, de olvido.
El éxtasis es el momento en el que me fundo con la imagen; yo mismo devengo en un elemento de esa imagen, y se desvanece en mí un sentido de alteridad (de ser otro) esencial. En el instante en que me veo, me reconozco, desaparece la imagen misma. La dichosa contemplación, el misticismo en el que mi abismo se abre sobre la experiencia inmediata del afuera. Pero perderse en la imagen puede también conducir a la repetición infinita; el sujeto que mira no existe más en esa imagen y no puede vivir hasta organizar su retorno desde ella, su escape. El afuera se cubre de una película opaca, se anula en un mundo de fantasmas. Reconociéndome sólo en una forma neutral, inmóvil de realidad, me abandono a la obsesión. El delirio, las puertas de la muerte, el joven Yoshida atrapado en llamas: el instante preciso en el que nace el estupor de descubrirse a uno mismo.
Emergen, entonces, dos figuras opuestas. La figura de disolución, de expansión, del universo infinito, contra la figura entró-pica del agujero negro que absorbe y destruye toda alteridad. Los dos momentos se juntan en la medida en que tanto uno como el otro aumentan la contradicción y esto compromete la existencia del lenguaje mismo. Se describen dos experimentos límites, por los que se puede sentir, hasta el final, la alteridad del afuera o mi identidad como ser.
La pared del cine
La doble figura de la fascinación mencionada en el párrafo anterior sugiere una concepción nostálgica de la infancia. Pero el esquema biográfico, aunque es atractivo, no tiene en cuenta la función empírica de estas imágenes. Que el niño Yoshida haya después transformado el cine poco y nada importa. Al contrario: los recuerdos no actúan de una manera nostálgica, sino que se actualizan mediante el diálogo en el que entran al momento de la elaboración de los films. De manera eminentemente práctica, los recuerdos proponen las formas experimentales. Pero si Yoshida conserva las imágenes edénicas por puro placer, ¿cómo considerar su evolución en un modo cinematográfico propiamente narrativo? En este contexto, una película de dimensiones documentales o experimentales habría sido más comprensible. Por el contrario, Yoshida siguió la ruta del sistema de los asistentes y directores impuesto por las grandes compañías de producción (en este caso, la Shochiku). Trabajó desde mediados de los cincuenta en el equipo del director Keisuke Kinoshita, a quien primero asistió en la puesta en forma del escenario de sus películas. También fundó el grupo Sichinin, de acuerdo con los dichos de Ôshima (quien consideraba al escenario como el centro irrompible del cine).
En noviembre de 1960, Yoshida publicó en la revista Scénario un texto que se parece bastante a un manifiesto: “La pared del cine - Crítica de la historia entendida como principio”.
“El debilitamiento y la confusión en que el cine japonés se encuentra hoy en día se deben obviamente a las contradicciones de la industria misma del cine. Sin embargo, el problema no responde simplemente a este tipo de condiciones externas; es también inherente a los que hacen películas, a su posicionamiento. Dentro de una producción a gran escala (superior a 500 películas anuales), en medio de una multitud de obras que están desapareciendo una tras otra como pompas de jabón, ¿cuántos autores han transmitido una obra totalmente subjetiva? A pesar de que hay un número impresionante de películas’, casi ninguna obra pudo mostrarse como el efecto de la subjetividad de un autor.
[…] La censura a la que los autores de cine se autosometieron, con el afán de mantener en la superficie un lenguaje y unas preocupaciones comunes a la industria y a los espectadores, no es ni más ni menos lo que llamamos “la Historia”. La obstinación sorprendente que arrastra el cine japonés nace, naturalmente, de la pérdida de la subjetividad por parte de los autores.
[…] El cine japonés se aferra a esta historia sin sustancia, ahora y siempre.
[…] Es necesario remarcar la idea de que el cine no tiene ninguna obligación para con el relato. El cine debe ser concebido como imágenes, como la vinculación de las palabras, del relato y de los fragmentos de la narrativa tomados directamente de la realidad. Sobre la base del documental, debemos esperar la revitalización del cine, de un arte de la grabación, abstrayéndonos del relato. El escenario no es sino, en último lugar, el reconocimiento de las imágenes de un autor. En cuanto a la cámara, es necesario que ésta retorne a su función esencial, hacia la realidad, el corazón de la realidad”.
Entonces, desde 1960 Yoshida considera al relato como un factor problemático. Sin embargo, no aboga por su abolición pura, a pesar de que considera algunas fórmulas narrativas, al menos a priori, inaceptables. Se trata de poner en duda una jerarquía etérea, según la cual la imagen está al servicio de la historia. Volvemos a encontrar bajo una forma pragmática nuestras dos figuras de la fascinación, acompañadas por una nueva escala de valores. El imposible relato del que habla Yoshida es un relato de cuerdas gastadas. El autor, la importancia del relato (¿por qué relatar?), la imagen de lo real… todas esas preguntas que se hace Yoshida intentan volver a su violencia primera, que se expresa, sin lugar a dudas, en las experimentaciones narrativas de Eros + Massacre (1969) o Rengoku eroica (1970), pero encuentra su primera expresión en una erótica, comprendida y entendida como el arte de amar, como un conjunto de preceptos en el que se expresan las condiciones de posibilidad de un encuentro.
Fragmento de “L’erotique de Kijû Yoshida” publicado originalmente en Trafic N°67, 2008.