EL VALOR

Uno de los más grandes poetas que haya tenido jamás la humanidad, Goethe, ha hablado varias veces despectivamente de la teoría y de la especulación. «Gris, caro amigo —dice Goethe—, es toda teoría». Y sin duda conocen ustedes el lugar en que dice: «Un individuo que especula es como un animal en una estepa seca, llevado al retortero por un espíritu maligno». Yo creo que Goethe, y con él todos los poetas y acaso también las mujeres, que piensan generalmente como los poetas, tienen razón en defenderse contra las exageraciones del pensar teorético. La verdad es que el hombre no se enfrenta sólo contemplativamente con la realidad. No sólo la ve, sino que la valora o estima. El hombre siente la realidad como bella o fea, como buena o mala, como agradable o penosa, como noble o vil, como santa o no santa, etc. Ya de suyo, sólo con gran esfuerzo nos levantamos a una actitud puramente contemplativa, y aun ello sólo en raros momentos de nuestra existencia. De modo general, nuestra vida está determinada por la valoración y los valores. Partiendo de este hecho, pudiera naturalmente decirse: ¿A qué tanto filosofar y meditar? Zambullámonos en el mundo de los valores y vivamos. Goethe contrapuso a la gris teoría el árbol eternamente verde de la vida. Así piensan también muchos filósofos de hoy; entre otros, Gabriel Marcel, que sentó la regla básica «No estás en un teatro», es decir, no eres espectador, no tienes que mirar. A mi ver, empero, el pensamiento, la pura contemplación es también un pedazo de vida, y la antítesis goethiana de teoría y vida es torcida o inadecuada. Una vida sin algunos momentos al menos de pura teoría, de pura contemplación no sería vida plenamente humana. Sin embargo, la contemplación no lo es todo en la vida, ni siquiera todo lo que la hace humana. La valoración y todo lo que a ella va anejo pertenece también a la vida de manera tan esencial como la teoría.

De ahí también el deber del filósofo de ocuparse en el tema de los valores. De hecho, la teoría del valor, el intento de aclarar este flanco de nuestra vida, es pieza fundamental de toda filosofía desde hace miles de años. Y esto por la razón misma de que este campo de los valores es acaso el que ofrece entre todos las máximas dificultades. Tan sencillos y evidentes como se presentan los valores a nuestro ojo espiritual, la situación se complica terriblemente apenas intentamos entenderlos rectamente.

Lo mejor será que empecemos con un ejemplo. Un ejemplo tal vez no poco burdo; pero éstos son a veces los que mejor ilustran o evidencian una cuestión. He aquí nuestro ejemplo: Un joven criminal, llamémosle Juan, aconseja a su amigo Luis que, durante la noche, saque del cajón la navaja de afeitar y corte el cuello a su madre durante el sueño para quitarle luego tranquilamente el dinero. Con este dinero disfrutarán los dos mozos una alegre noche en la taberna. Si suponemos que Luis es un muchacho normal, contestara a su compañero que él no hará eso jamás. Ahora Juan le pregunta: «¿Por qué no? La cosa es bien sencilla y sería de provecho». ¿Qué contestaría Luis a eso? Pongámonos en su caso. ¿Qué contestaríamos? Me temo que no hallaríamos respuesta adecuada. Acaso diríamos que eso es un crimen, una vileza, algo ilícito, una mancha, un pecado. Y si nuestro Juan nos preguntara por qué no puede hacerse algo criminal, una mancha, un pecado, etc., nosotros sólo podríamos decir que esas cosas sencillamente no se hacen. Es decir, que no le con testaríamos nada. No podríamos darle una demostración lógica de nuestra actitud o conducta. La proposición: «No cortarás el cuello a tu madre para quitarle el dinero», no puede ser demostrada: es evidente. Lo más que puede decirse es que así es y que sobre ello no cabe discusión.

Tal es, pues, la situación. Intentemos ahora analizarla un poco a fin de descubrir los elementos que van implícitos en ella. Y aplicaremos el método fenomenológico descrito en la meditación anterior, pues para este objeto no hay otro en absoluto.

Sentamos, pues, en primer término que la tesis o el imperativo: «No cortarás el cuello», etc, se nos aparece a todos como cosa dada. Está ahí, ante los ojos de nuestro espíritu, como algo independiente de nosotros, algo que consiste en sí, exactamente como un objeto del mundo. Acaso con más dureza que las simples cosas. Es, como dicen los filósofos, un ente. ¿Qué clase de ente? Desde luego no es un ente concreto, pues la frase no es una cosa que esté en el mundo, y conserva su valor por encima del tiempo y del espacio. Es un ente ideal, a la manera de las figuras matemáticas.

Pero ahora viene la gran diferencia. Esa proposición no está ahí como una fórmula matemática. Ésta dice simplemente lo que es. Nuestra proposición exige: dice lo que debe ser. Está ante nuestro espíritu como una llamada, como un mandato. Esto es extraño, pero es así.

En tercer lugar, este mandamiento, este imperativo, como notó Kant, es categórico. Esto significa que no tiene sentido preguntar por qué tengo que obrar así. En la técnica, el caso es distinto. En la técnica, por ejemplo, de la conducción del automóvil hay o se da el siguiente mandato: «A los dos tercios aproximadamente de la curva, darás gas». Este imperativo es hipotético, es decir, depende de un fin. Sólo tiene vigor en cuanto queremos pasar la curva rápida y seguramente. Si no queremos eso, el mandato del gas pierde su significación. La cosa cambia con nuestra proposición sobre la madre: es categórica. Exige incondicionalmente, sin respecto a fin alguno. Así reventara la tierra de no matar a mi madre, seguiría siendo un mandato que yo no debo matarla.

En cuarto lugar —pero sólo en cuarto lugar—, comprobamos que la evidencia de tal imperativo, de tal proposición obra inmediatamente sobre nosotros. Cuanto más clara es, tanto más enérgica es nuestra reacción, más vigorosa nuestra voluntad, la indignación o el entusiasmo. Naturalmente, esta reacción depende también de nuestro momentáneo estado de cuerpo y espíritu. Si estoy cansado, reacciono más débilmente. Pero la reacción está determinada en primer término por el objeto y su evidencia.

Hasta aquí la descripción de la situación. Vamos ahora a la explicación de este raro e importante fenómeno. Sólo quisiera anteponer una breve observación acerca de los distintos conceptos y especies de valores que aquí ocurren.

Así pues, según lo dicho, hay que distinguir bien tres cosas: Primero, una cosa, algo real que es valioso positiva o negativamente; por ejemplo, bueno o malo. En nuestro caso, esa cosa real es la acción del asesinato. Esta cosa real, en nuestro caso la acción, está caracterizada por una cualidad que la hace precisamente valiosa. Y esta propiedad —y éste es el segundo punto— se llama, en sentido propio de la palabra, valor. Pero, en tercer lugar, como hemos advertido, hay que contar con nuestras relaciones y reacciones, nuestra intuición de los valores, nuestra voluntad que apetece o repele algo. No hay que confundir estas tres cosas, pues son objetos completamente distintos: el portador (objeto o sujeto) del valor, el valor mismo y la actitud humana ante el valor.

Respecto a los valores, hay en el terreno espiritual por lo menos tres grandes grupos: valores morales, estéticos y religiosos. Los valores morales son los mejor conocidos. Lo característico en ellos es su imperativo de acción. Es decir, contienen un deber-hacer, no sólo un deber-ser, como todos los valores. Los valores estéticos —lo bello, lo feo, lo elegante, lo grosero, lo noble, lo vil, lo delicado, lo sublime, etc.— son también notorios. Lo característico de ellos es que contienen un deber-ser, pero no un deber-hacer. Al contemplar un hermoso edificio, se ve también que así debe ser; pero este valor no lleva consigo, por lo menos de manera inmediata, un llamamiento a nuestra conciencia. Finalmente, de otra especie son los valores religiosos. Sin embargo, el análisis de estos valores es muy difícil. Es cosa averiguada que producen en nosotros un sentimiento de horror o de terror y, a la par, de atracción y rendimiento, unido con una cantidad realmente enorme de reacciones estéticas y morales. Pero no parece que pertenezcan a los valores morales y estéticos. Así, el asesinato de la propia madre, desde el punto de vista moral, es un crimen, una acción mala; desde el punto de vista religioso, es algo completamente distinto: un pecado. Los valores morales han sido los mejor estudiados por los filósofos, los estéticos han sido mucho menos analizado, y los religiosos están aún esperando un trabajo a fondo. ¿Qué es, por ejemplo, la santidad? El difunto filósofo francés LOUIS LAVELLE escribió un bello libro sobre el tema, titulado: Quatre saints[1]; pero tampoco lleva muy adelante el análisis.

Y pasamos a las explicaciones. El centro de la discusión lo ocupa aquí la cuestión del cambio y variedad de las valoraciones. Pudiera efectivamente pensarse que la estimación de los valores es constante, que nuestra tesis sobre la madre es reconocida siempre y dondequiera. Sin embargo, no es así. Los valores morales —y en grado mayor los estéticos y religiosos— son muy distintos en diversos tiempos y en diversas civilizaciones. Malinowski, etnólogo polaco que investigó en Australia, escribió un libro francamente estremecedor acerca de la moral sexual de los salvajes de aquellas tierras. Si se lee este libro, se siente la impresión de que, prácticamente, todo lo que entre nos otros pasa por válido y hasta por santo es tenido en otras partes por malo y criminal. Por lo que a los valores estéticos atañe, es bien sabido que mujeres que a nosotros nos parecen horribles son tenidas en ciertas tribus de negros por maravillas de belleza. Las valoraciones, pues, parecen ser sumamente relativas.

Dos grandes teorías filosóficas tratan de explicar esta situación: de un lado, la positivista; de otro, la idealista (idealista en el más alto sentido de la palabra).

La teoría positivista, representada sobre todo por los positivistas británicos, afirma que la relatividad y variación de los valores se explica por la relatividad y variación de los valores mismos. Los valores, según estos pensadores, no son otra cosa que una especie de pozo o sedimentación de valoraciones. Los hombres se han acostumbrado por este u otro motivo —generalmente por motivos de utilidad— a estimar de una manera determinada, y así se han ido formando los valores correspondientes. Si la situación y los objetos y acciones correspondientes no resultan ya útiles, cambia también el valor. Aplicando esta explicación a nuestro ejemplo, dicen los positivistas que matar a la propia madre resultaría socialmente dañoso en nuestra civilización, pues la madre es útil, en primer lugar, para criar al hijo; en segundo lugar, porque todavía puede tener otros. Pero puede imaginarse otra civilización en que no fuera así; una civilización, por ejemplo, en que los hijos fueran exclusivamente criados en establecimientos del estado o, como en la famosa novela de Aldous Huxley, fueran producidos sintéticamente en fábricas especiales. La madre, como tal, no sería ya necesaria. En dicha civilización, nuestro imperativo acaso no fuera ya valedero, pues no sería útil. ¡Valdría más cortar en cualquier momento el cuello a la madre! Hasta aquí los positivistas. También afirman, claro está, que los valores son cosas reales, es decir, actitudes determinadas del hombre.

Los idealistas no se sienten conmovidos por estos argumentos. Están de acuerdo con que nuestras estimaciones varían y muchas cosas que aquí se miran como buenas son vistas en otra parte como malas. Sin embargo, hacen notar que esto no sucede sólo en el orden de los valores. Los antiguos egipcios, por ejemplo, tenían una fórmula para calcular la superficie de un triángulo que, en nuestra geometría, es evidentemente falsa. Esta fórmula la usaron durante cientos de años. ¿Prueba esto que hay dos fórmulas válidas para calcular la superficie del triángulo? En manera alguna, dicen los idealistas. El hecho sólo prueba que entonces no se había aun encontrado la fórmula precisa. Así también, exactamente, en el orden de los valores. Una valoración —una estimación, la visión de los valores y nuestra reacción ante ellos— es algo del todo distinto del valor mismo. Las estimaciones son variables, relativas, en perpetuo cambio. Los valores en sí son eternos e inmutables. Si se pregunta a los idealistas qué motivo tienen para afirmarlo, responden como el Luis de nuestro ejemplo: «¡Es evidente!». Una vez se ha visto y comprendido lo que es una madre, no puede caber duda de que matar a la madre es y será siempre un crimen. Quien lo niegue está en esto ciego. Como hay hombres ciegos para los colores, así hay también ciegos para los valores.

Esta doctrina, que, en lo esencial, procede de Platón, ha sido grandiosamente desarrollada en nuestro siglo por el gran moralista de los tiempos modernos, el filósofo alemán Max Scheler. Todo aquél que toque estas cuestiones tiene que haber leído a Scheler. Podrá luego rechazársele, pero hablar de los valores sin conocer a este gran pensador es, en mi sentir, inseguro.

Ahora bien, Max Scheler y demás filósofos idealistas insisten una y otra vez en que, en el campo de las estimaciones, el cambio y la variedad son notable mente mayores que en cualquier otro dominio teórico. Esto depende en primer lugar de que el reino de los valores es de una riqueza inmensa y nadie puede agotarlo totalmente. Es más, no hay hombre que pueda penetrar plenamente un solo valor. Cuando Cristo dice en el evangelio que nadie es bueno fuera de Dios, quiere decir, entre otras cosas, que sólo el Infinito, un espíritu infinitamente santo puede comprender plenamente un valor. Los hombres sólo podemos verlo fragmentariamente, a trozos, superficialmente, siempre de un lado. Es esta una doctrina de gran importancia práctica para la vida. De aquí se sigue, en efecto, que no hay dos hombres que tengan exactamente la misma visión de un valor. Uno ve mejor uno —por ejemplo, el valor de la valentía—, otro, otro —por ejemplo, el valor de la bondad o la pureza—. Y de ahí se sigue que no debemos tener por loco a nadie porque no comprendemos su conducta. Acaso sea un héroe, un santo, un genio. Por desgracia, la inteligencia de esta verdad no está muy difundida, y los mejores de nuestra raza, los que tuvieron la más lúcida visión de los valores, han sido regularmente perseguidos por la masa de los ciegos. Y, sin embargo, el progreso de la humanidad depende de estos mejores, de estos hombres que ven mejor. Pero no es éste el aspecto único del cambio y variedad. Sucede, efectivamente, en los valores que la visión no depende sólo de la inteligencia, sino, sobre todo, de la voluntad. Un hombre muy decente ve más claro que otro poco decente; ve mejor la rectitud o no rectitud, la conveniencia o inconveniencia de una acción en este orden. De ahí el caso de un hombre mejor dotado y más erudito que otro, pero que en determinado orden de valores se queda muy atrás del menos dotado, y hasta puede ser un perfecto bárbaro (un ingeniero que se aburre con la novena sinfonía de Beethoven).

Tal es la contienda entre positivistas e idealistas en el campo de los valores. Voy a decir ahora a ustedes lo que yo pienso. A mi parecer, el positivismo no es sostenible, como quiera que confunde la valoración y el valor, nuestra visión y reacción frente a los valores con los valores mismos. Todos los hechos aducidos por el positivismo pueden igualmente explicarse desde el punto de vista del idealismo. Pero, además, el idealismo no se ve forzado, como el positivismo, a negar la evidencia inmediata de los valores. Esto ante todo.

Con ello va unido que yo veo los valores como algo ideal. No son partes o precipitados de nuestra actividad espiritual. Pero yo no pondría los valores en ningún cielo platónico. Sólo tienen consistencia en nuestro espíritu, exactamente como las leyes matemáticas. En el mundo sólo hay cosas particulares y, desde luego, reales.

Sin embargo —y éste es el tercer punto—, los valores tienen cierto fundamento en el mundo. ¿Qué fundamento es ése? Yo no veo aquí más que una respuesta posible: los valores están fundados en la relación entre el hombre y las cosas. ¿Por qué hay, por ejemplo, un valor que es el amor a los padres? Porque la constitución humana espiritual y corporal es tal, que el hijo, para hacerse hombre, tiene que amar y obedecer a sus padres. Si la constitución del hombre fuera otra, tendríamos también otra estética y otra moral. ¿Se sigue de ahí que los valores son variables? Sí y no. Sí, en cuanto el hombre mismo es variable. No, en cuanto su constitución es fundamentalmente constante. Ahora bien, es cierto que las dos cosas se dan en nosotros: las particularidades varían, el núcleo fundamental permanece. De ahí que los valores fundamentales son también invariables. Mientras el hombre sea hombre, nadie, ni Dios mismo, puede cambiarlo. El asesinato de la propia madre será siempre un crimen. Lo que acontece es que el hombre es o se vuelve ciego para determinados valores.

Mas con esta afirmación nos hemos acercado a la frontera entre la filosofía teórica, que sólo quiere entender, y la práctica, que enseña lo que hay que hacer. Séame permitido, para terminar, tomar de esta filosofía práctica una verdad que me parece ser central para la vida humana: la luz, la inteligencia de los valores y la fuerza para realizarlos es lo que más debiéramos apetecer en esta vida para el espíritu.