LA LEY
Hoy quisiera meditar con ustedes acerca de la ley. Pero no me refiero a las leyes que son votadas por el parlamento y se aplican luego en los tribunales, sino a las leyes en el sentido científico de la palabra; por ejemplo, las leyes físicas, químicas, biológicas y, sobre todo, las de las ciencias puras, como las diversas ramas de la matemática. Ahora bien, todo el mundo sabe que existen esas leyes. También debiera ser cosa clara que tienen una importancia realmente enorme para toda la vida humana. La ciencia efectivamente, establece las leyes y por ellas ha formado la técnica. Las leyes son lo claro, lo cierto, el apoyo último de toda acción racional. Si no conociéramos las leyes matemáticas, seríamos sencillamente bárbaros, seres indefensos, entregados al imperio caprichoso de las fuerzas naturales. No exagero al decir que conocemos pocas cosas que tengan para nosotros tanta importancia vital como las leyes. Tales son entre otras y, acaso, sobre todas las leyes matemáticas, las leyes puras. Pues bien hay hombres que se sirven tranquilamente de un instrumento sin tener la menor idea de su estructura. Conozco locutores de radio que no saben siquiera si su micrófono es un micrófono de cinta o un micrófono de condensador, y conductores de auto que sólo conocen en su coche el lugar donde está el acelerador. Incluso parece que el número de tales hombres que diríamos automáticos, que lo manejan todo y no saben nada, va constantemente en aumento. Es un hecho realmente triste que muy pocos de entre el número inmenso de radioyentes se interesen por esta verdadera maravilla de la técnica que es el receptor. Sin embargo, aun cuando fuera cierto que la mayor parte de nosotros hubiéramos perdido todo interés por los aparatos, yo me permito esperar que no suceda así con las leyes. Porque la ley no es sólo un instrumento o aparato. La ley entra profundamente en nuestra vida es el supuesto de nuestra civilización y, como hemos dicho, el elemento de claridad y racionabilidad en nuestra visión del mundo. Por eso creo yo que hemos también de plantearnos la cuestión de qué es una ley. Basta plantearla y reflexionar un momento sobre ella para damos cuenta de que la ley es algo muy notable y extraño. Acaso lo veamos mejor de la siguiente manera: El mundo que nos rodea consta de muchas y muy diversas cosas; pero todas estas cosas, que los filósofos llaman entes poseen determinadas cualidades comunes. Por «cosa» o «ente» entiendo aquí absolutamente todo lo que en el mundo existe: hombres, animales, montes, piedras y así sucesivamente. Las cualidades comunes de estas cosas son, entre otras, las siguientes: Primeramente, todas las cosas se hallan en algún lugar ahora: por ejemplo, yo me hallo en Friburgo, sentado ante mi mesa de trabajo.
En segundo lugar, las cosas están o suceden en determinado tiempo: para mí, por ejemplo, ahora es martes, 12 de la mañana. En tercer lugar, no conocemos cosa alguna que no haya tenido origen o principio en un punto determinado del tiempo y, en cuanto sabemos, todas las cosas son contingentes o perecederas. Viene un tiempo en que desaparecen. En cuarto lugar, todas están sometidas a cambio: un día el hombre está sano, otro día enfermo; el árbol pequeño se hace grande. En quinto lugar, cada cosa es única e individual. Yo soy yo y no otro. Este monte es precisamente este monte y no otro. Todo lo que hay en el mundo es individual y único. Finalmente —y este punto es muy importante—, todas las cosas que conocemos en el mundo son de tal naturaleza, que podrían ser también de otro modo y dejar de existir. Cierto que muchos hombres se tienen a sí mismos por necesarios, pero se engañan. Podrían muy bien no ser, y, probablemente, sin gran daño para el universo.
Tales son, pues, las notas de todo ente en este mundo: todo está en un espacio y en un tiempo, todo tiene origen, pasa, cambia, es algo individual y no es necesario. Así es el mundo o, por lo menos, así nos parece ser.
Ahora bien, en este cómodo mundo del tiempo y del espacio, compuesto de cosas contingentes e individuales, aparece la ley.
Pero la ley no tiene ninguna de las cualidades de las cosas que acabamos de enumerar, ni una sola.
Porque, en primer lugar, no tiene sentido alguno decir que una ley matemática está en un lugar. Si la ley es cierta, lo es igualmente en todas partes. Cierto que me formo en la cabeza una idea de esa ley; pero es sólo una idea, no se identifica con la idea, sino que está fuera. Y este algo está por encima de todo espacio.
En segundo lugar, está también sobre el tiempo. Es absurdo decir que una ley nació ayer o que ha dejado de existir. Indudablemente, fue conocida en un momento determinado del tiempo, acaso en otro momento se caerá en la cuenta de que es falsa, de que no era tal ley; pero la ley, de suyo, es intemporal.
En tercer lugar, la ley no está sometida a cambio alguno, ni puede tampoco estarlo. Que dos y dos son cuatro es cosa que permanece así eternamente, sin cambio posible —sería absurdo imaginar semejante cambio—. Finalmente —y esto sea acaso lo más notable—, la ley no es un individuo, no es particular, sino general. Se halla acá y allá, y más allá, hasta lo infinito. Hallamos, por ejemplo, que dos y dos son cuatro no sólo sobre la tierra, sino también en la luna, y en casos innumerables hemos hallado siempre exactamente la misma ley; subrayo: exactamente la misma ley.
Con esto está relacionado lo más importante: la ley es necesaria, es decir, no puede ser de otro modo que como se enuncia. Aun cuando se trate de las llamadas leyes de probabilidad, éstas dicen que algo sucede con esta o la otra posibilidad; pero lo necesario es que se dé precisamente con esta y no con otra probabilidad. Se trata realmente de algo muy peculiar que no hallamos en ninguna parte del mundo fuera de las leyes. Porque, como hemos dicho, todo es en el mundo solamente de hecho, y pudiera ser de otro modo. Tales son los hechos; por lo menos, así nos parecen ser. Hay leyes, y las leyes parecen ser tal como acabamos de ver. Pero, como ya hemos recalcado, este hecho es extraño. El mundo, nuestro mundo, con el que tenemos que habémoslas diariamente, es muy distinto de estas leyes. El mundo es bellamente variado y contiene, digamos, distintas especies de objetos; pero todo lo que contiene lleva el cuño, que nos es familiar, de lo temporal y espacial, de lo perecedero, individual y contingente o no necesario. ¿Qué tienen que hacer en el mundo estas leyes fuera del tiempo y del espacio, universales, eternas y necesarias? ¿No tienen cara de espectros? ¿No sería más fácil poderlas explicar de alguna manera y deshacernos de ellas, echarlas del mundo y demostrar a la postre que no son en el fondo de distinta calaña que las cosas ordinarias del universo? Ésta es la primera idea que se nos ocurre una vez que hemos visto con claridad que existen leyes. Y con ello surge el problema filosófico.
¿Por qué nos hallamos aquí ante un problema filosófico? Nos hallamos aquí ante un problema filosófico porque todas las otras ciencias dan por supuesto el hecho de que existen leyes. Las ciencias establecen leyes, las buscan e investigan; pero a ninguna de ellas le interesa lo que es una ley. Y, sin embargo, la cuestión no sólo parece sino importante. Porque, de admitirse la ley, se desliza en nuestro mundo algo así como un transmundo. Ahora bien, lo transmundo, lo ultraterreno es notoriamente desagradable, tiene algo de espectral. Realmente, valdría la pena desentendernos de estas leyes con una buena explicación… De hecho, no faltan tales explicaciones. Cabe, por ejemplo, opinar que las leyes son entes de razón. El mundo sería, por decirlo así, totalmente macizo, material, de suerte que en él no podría en absoluto hallarse una ley. Las leyes serían puras ficciones de nuestro pensamiento. En este supuesto, una ley sólo existiría en el pensamiento del científico —de un matemático o físico, por ejemplo—. Sería una parte de su conciencia.
De hecho, esta solución se ha propuesto frecuentemente. Así, entre otros, por el gran filósofo escocés, David Hume. Según Hume, las leyes reciben su necesidad del hecho de que nos acostumbramos a ellas. Así, por ejemplo, al ver que muy frecuentemente dos y dos dan cuatro, nos acostumbramos a pensar que así es. Luego la costumbre se convierte en una nueva naturaleza y el hombre no puede ya pensar contra su costumbre. De modo parecido explican Hume y sus partidarios las otras supuestas características de las leyes. Al término de su análisis no queda ni una sola de tales características. La ley se revela como algo que se ajusta dócilmente a nuestro buen mundo del tiempo y del espacio, perecedero e individual.
Tal es nuestra primera explicación posible. Tratemos de reflexionar un poco sobre ella: Hay que confesar que tiene algo de simpático y, como si dijéramos, de humano. Esta solución nos permite echar del mundo a las leyes con sus propiedades desagradables de espectros. Y el fundamento parece ser realmente racional. Es, efectivamente, un hecho que nos acostumbramos a las cosas más diversas y nos creamos así una necesidad. Basta pensar en la necesidad que experimenta el fumador de consumir cigarro tras cigarro.
Sin embargo, contra esta solución surgen varios e importantes reparos.
Primeramente, a cualquiera se le alcanza que hay por lo menos un hecho que no se explica así: el hecho de que las leyes rigen realmente en el mundo. Tomemos el ejemplo siguiente: cuando un ingeniero calcula un puente, se funda en multitud de leyes físicas y matemáticas. Si se supone, con Hume, que estas leyes son sólo hábitos del hombre, más concretamente, del ingeniero en cuestión, hay que preguntarse cómo es posible que un puente calculado exactamente según leyes exactas se mantenga en pie, y se hunda otro erróneamente calculado por nuestro ingeniero. ¿Cómo es posible que simples hábitos del hombre sean decisivos para tan grandes masas de hormigón y hierro? La cosa tiene visos de que las leyes sólo secundariamente tienen su asiento en la cabeza del ingeniero. Ante todo, rigen en el mundo para el hierro y el hormigón, con absoluta independencia de que alguien las conozca o las ignore. ¿Por qué razón habrían de tener esa validez, si sólo fueran entes de razón?
Este reparo se podría eludir diciendo que nuestro pensamiento crea al mundo mismo y nosotros le imponemos nuestras propias leyes. Pero esta solución parece monstruosa no sólo a los partidarios de Hume —los positivistas—, sino a la mayor parte de los hombres.
Todavía tendremos ocasión de hablar de esta posibilidad cuando tratemos de la teoría del conocimiento. De momento, contentémonos con afirmar que muy pocos hombres la aceptarían y, consiguientemente, no tenemos por qué tomarla en cuenta.
He ahí, pues, el primer reparo. Pero hay otro. Por el hecho de colocar las leyes en el pensamiento, no quedan aún despachadas. No existirán ya en el mundo, pero siguen rigiendo en nuestra alma. Ahora bien, el alma humana, el pensamiento y, en general, todo lo humano es también parte del mundo y tiene todas las notas de lo cósmico y material.
Aquí topamos por vez primera con esa extraña criatura que somos nosotros: el hombre. No es éste el lugar de meditar sobre el hombre. Una cosa, sin embargo, hay que decir, y yo quisiera decirla con toda la viveza de que soy capaz, pues montañas de prejuicios se oponen en este punto a la recta comprensión de nuestro problema. Lo que quería decir es esto: hallamos en el hombre muchas cosas únicas, señeras que no encontramos en el resto de la naturaleza. Esto señero, único, peculiar del hombre, distinto del resto de la naturaleza, se llama generalmente lo espiritual o el espíritu. Ahora bien, el espíritu es con toda seguridad un interesante fenómeno, objeto del filosofar. Sin embargo, por muy distinto que sea el espíritu de todo lo demás que hay en el mundo, el espíritu y cuanto espíritu encierra sigue siendo de la naturaleza, por lo menos en el sentido de que, como todo lo demás, como esta piedra, como el árbol delante de mi ventana, como mi máquina de escribir, el espíritu es temporal, espacial, mudable, contingente e individual. Un espíritu supratemporal es absurdo Puede ser que haya de durar eternamente; pero, en cuanto lo conocemos, está en su duración, es decir, es cosa temporal.
Es cierto que puede atravesar grandes distancias espaciales; pero todos los espíritus que conocemos están ligados a un cuerpo y, por ende, al espacio. El espíritu, señaladamente, no tiene nada de necesario —pudiera muy bien no existir—, y es absurdo hablar de un espíritu universal. Todo espíritu es siempre el espíritu de un hombre. No puede estar en dos hombres, como un trozo de madera no puede estar, al mismo tiempo, en dos lugares.
Siendo esto así, el problema no está resuelto, sino trasladado: si las leyes están en nuestro espíritu, toda vía queda por explicar lo que son propiamente, pues ciertamente no son una porción de nuestro espíritu. Acaso estén en el espíritu, pero sólo en cuanto son conocidas por él, y, por ende, tienen también que existir de algún modo fuera del espíritu.
En conclusión al colocar la ley en el espíritu, se adelanta muy poco en el esclarecimiento del asunto y se nos crea por lo menos una nueva gran dificultad: ahora hay que explicar por qué una ley que sólo pertenece al espíritu impera tan rigurosamente en el mundo externo.
De ahí que la inmensa mayoría de los filósofos han tomado otro camino. Este camino consiste en esencia en decir sencillamente que las leyes son algo que no depende de nuestro espíritu ni de nuestro pensamiento. Se afirma pues que, de algún modo, existen, son o, si se quiere, rigen fuera de nosotros. Los hombres sólo podemos conocerlas mejor o peor, pero no crearlas, como no podemos crear, por nuestro pensamiento una piedra, un árbol o un animal. Esto supone —siguen diciendo los filósofos— que las leyes constituyen una segunda especie del ente, de lo que es enteramente otra.
Así pues, según este modo de ver, en la realidad —si se lo quiere llamar así—, junto a las cosas, junto lo real, hay algo más, las leyes justamente. Su modo de ser se llama lo ideal. Se dice que las leyes pertenecen al ser ideal. Dicho de otro modo, hay dos especies de ser o ente: lo real y lo ideal.
No dejará de ser interesante afirmar que las dos interpretaciones de la ley: la positivista y la idealista, en el sentido amplio de la palabra, tienen muy poco que ver con la pugna de las grandes ideologías (en el sentido de concepción del mundo). Así, por ejemplo, el cristiano no está en modo alguno obligado, en virtud de su fe, a profesar esta especie de idealismo. El cristiano cree que existen Dios y el alma inmortal; pero su fe no le obliga a creer en lo ideal. Por otra parte, afirman justamente los comunistas que todo es material; pero admiten a la vez que existen leyes eternas y necesarias no sólo en el pensamiento, sino en el mundo mismo. Son pues, en cierto sentido, mucho más idealistas que los cristianos. La pugna no es ideológica, sino que pertenece plenamente a la filosofía.
Volviendo a nuestro problema, hay que decir que los que reconocen el ser especial de la ley, es decir, el ente ideal, se dividen en distintas escuelas según la manera de concebir ese ideal. La cosa es comprensible apenas nos planteamos la cuestión de qué ha de en tenderse por la existencia del ente ideal, cómo ha de pensarse. Grosso modo, tres son las respuestas que se dan:
La primera dice: lo ideal existe independientemente de lo real, como si dijéramos, en sí mismo, y forma un mundo especial antes y por encima del mundo material. En este mundo no existe, claro está, espacio ni tiempo, no hay cambio ni mera facticidad. Todo es allí puro, eterno, inmutable y necesario. Esta teoría se atribuye frecuentemente a Platón, creador de nuestra filosofía europea. Él fue el primero en plantear el problema de la ley y lo resolvió en el sentido dicho.
La segunda solución dice: lo ideal existe ciertamente, pero no separado de lo real: existe sólo en lo real. Si bien se mira, sólo hay en el mundo determinadas estructuras o construcciones de las cosas que se repiten —lo que llamamos seres—, las cuales son de tal naturaleza, que el espíritu humano puede deducir o abstraer de ellas las leyes. Las fórmulas de las leyes sólo se dan en nuestro espíritu, pero poseen un fundamento en las cosas, y por ello rigen en el mundo. Tal es, en esbozo, la solución de Aristóteles, el gran discípulo de Platón y fundador de la mayor parte de las ciencias.
Hay, finalmente, una tercera solución, que ya he tocado en la discusión con el positivismo. No niega que las leyes sean ideales, pero opina que lo ideal sólo se da en el pensamiento. El hecho de que las leyes rijan en el mundo procede de que la estructura de las cosas se origina por una proyección de las leyes del pensamiento. Tal es, también en esbozo, la doctrina del gran filósofo alemán Immanuel Kant.
No es exagerado decir que entre nosotros, en Europa, casi todo filósofo importante ha profesado una de estas soluciones, y hasta puede afirmarse que nuestra filosofía ha consistido y consiste aún, en gran parte, en meditaciones sobre ese problema. Hace unos años (en 1955), en la conocida universidad norteamericana de Notre Dame, cerca de Chicago, pude asistir a una discusión en que tomaron parte más de ciento cincuenta filósofos y lógicos. Por cada tres oradores había un matemático lógico, y todo lo que se dijo tomó una forma logicomatemática altamente científica. La discusión duró dos días y tres noches casi sin interrupción. Y trataba exactamente de nuestro problema. El profesor Alonzo Church, de la universidad de Princeton, uno de los más importantes lógico-matemáticos del mundo, defendió la doctrina platónica tal como el viejo maestro la expuso un día en su academia ateniense. Y tengo que confesar que con gran éxito. Es un problema eterno de la filosofía, y para nosotros, los modernos, que tantas leyes conocemos y para quienes tanta importancia han adquirido, acaso más acuciante que para ninguna otra época.