EL CONOCIMIENTO
A fines del siglo y antes de Cristo vivió en Sicilia un filósofo griego llamado Gorgias de Leontino. De él se dice que sentó y defendió hábilmente las tres tesis siguientes: 1.ª Nada existe. 2.ª Si existe algo, no lo podemos conocer. 3.ª Supuesto que existiera algo y pudiéramos conocer, no lo podríamos comunicar a los otros. No es del todo seguro que Gorgias mismo tomara en serio estas afirmaciones. Hay eruditos que dicen tratarse sólo de una broma. Lo cierto es que de él se nos han transmitido estas tesis, y desde entonces, es decir, desde hace veinticuatro siglos, se nos ponen delante como una invitación a la reflexión. Personalmente, opino que hay que tomar en serio esta invitación, por muy monstruosas o raras que tales tesis nos parezcan. Yo iría aún más lejos. Yo diría que apenas habrá un hombre que, por lo menos en algún momento de su vida, no se haya planteado esas tres mismas cuestiones. Si ustedes no lo han hecho todavía, es verosímil que lo hagan cualquier día. Así, con toda certeza, las tesis gorgianas son tesis importantes. Realmente, pudiera pensarse que tales dudas escépticas son puro juego sin importancia real para la vida. Pero no es así. Porque, para quien aceptara estas tesis, desaparecería toda la seriedad de la vida. Todo sería para él fantasmagoría y engaño. Con ello desaparecería también toda diferencia entre lo verdadero y lo falso, entre lo recto y lo torcido, entre el bien y el mal. Se trata de un asunto serio. A ello se añade que no faltan en modo alguno razones que abogan por Gorgias y contra nuestra ordinaria certeza de que existen las cosas y son conocibles. Bien estará, pues, que nos planteemos esas cuestiones con claridad y tratemos de resolverlas. Hoy invito a ustedes a una meditación sobre ellas. Dos mil años después de Gorgias, otro filósofo, el francés René Descartes, hizo por su cuenta una meditación pareja. Acaso lo mejor sea seguirle, por lo menos en la exposición de las razones para dudar. Notamos, pues, siguiendo a Descartes, que nuestros sentidos nos engañan con harta frecuencia. Una torre rectangular se nos presenta, de lejos, como redonda. A veces creemos ver u oír algo que realmente no existe. A un enfermo le saben a veces amargos los alimentos dulces. Todo esto son hechos notorios. A esto se añaden los sueños, y con frecuencia, durante ellos, creemos estar ciertos de que el sueño es realidad. Ahora bien, ¿cómo saber que en este momento no estamos también soñando? En este momento creo yo que esta mesa y este micrófono y estas claras lámparas en torno mío son reales. Pero ¿y si fueran un sueño? Alguno pudiera objetar que por lo menos está cierto de que tiene pies y manos. Sin embargo, tampoco esto es tan cierto como parece. Efectivamente, personas que han perdido un pie o una mano cuentan que, mucho tiempo después de la amputación, sienten aún vivos dolores en el miembro que ya no poseen. Y la ciencia moderna nos ofrece muchos otros ejemplos por el estilo. Así, sabemos por la psicología que con un golpe en el ojo del paciente se le hace ver una luz que no existe. Parece, pues, seguirse que todo lo que nos rodea, incluso nuestro propio cuerpo, puede ser una ilusión o un sueño.
Replican algunos que, por lo menos, las verdades matemáticas pueden ser conocidas con certeza. Los sentidos, dicen, pueden engañarnos, pero la razón puede conocer con certeza sus objetos. Pero también esto puede ser fácilmente refutado. También en las matemáticas se dan errores. Todos nos equivocamos de cuando en cuando en nuestros cálculos, y lo mismo aconteció a los más grandes matemáticos. Y también sucede que calculamos en el sueño y calculamos mal sin notarlo. Síguese, por tanto, que la razón podría engañarnos lo mismo que los sentidos. ¿No hay, consiguientemente, nada cierto, que no pueda ya ponerse en duda? Descartes creyó haber hallado algo semejante en su propio yo. Si me engaño, dice Descartes, tengo también que existir, pues para pensar —dudar o engañarse es, efectivamente, pensar— tengo que existir. De ahí su famoso principio: Cogito, ergo sum (Pienso, luego existo), por medio de una acrobacia bastante complicada de este sum intenta demostrar que también son o existen las otras cosas.
La mayoría de los filósofos que han estudiado a fondo los razonamientos de Descartes no están de acuerdo sobre esta parte de su sistema. Dicen, a mi parecer con razón, que Descartes ha confundido dos cosas totalmente distintas: el fondo o contenido del pensamiento y el pensante mismo. Todos creemos indudablemente que, para que haya un pensamiento, ha de haber un pensante. Pero si se duda de todo, aun de las verdades matemáticas, también esta verdad se hace problemática. Desde el punto de vista cartesiano, no tenemos derecho a afirmarla. El cogito, en ese caso, sólo prueba una cosa: que se da o hay un pensamiento —y aquí darse o haber significa simplemente que se tienen delante estos o los otros objetos—. La conclusión de la existencia del sujeto pensante no está en absoluto justificada. No habría que decir, nota maliciosamente un filósofo posterior: «Pienso, luego soy», sino: «Pienso, luego no soy». Síguese, pues, que no hay absolutamente razón alguna para admitir la existencia cierta de cosa alguna. Pudiera muy bien ser, como decía Gorgias, que no existiera nada y que no pudiéramos conocer nada. Todo sería entonces puro antojo, una historia, hablando con Dostoyevsky, contada por un idiota.
Ahora bien, me doy perfectamente cuenta de que esta historia de un idiota resulta antipática a la mayor parte de nosotros. Pero no se trata de simpatías o antipatías. A pesar de todo lo que han contado ciertos filósofos poetas, ni el más grande amor puede crear su propio Objeto. Si existe algo o no, es cosa que no puede decidirse por nuestros deseos. Hay que intentar saber. Tenemos que atacar el problema racionalmente.
¿Cómo? Un físico, un botánico, un historiador y cualquiera de nosotros en la vida diaria damos por supuesto que existen cosas y que las podemos conocer. Pero aquí se pone justamente ese supuesto en tela de juicio. Se trata, en este trance, de uno de aquellos casos en que es menester algo más que las ciencias especiales. Aquí se palpa, como si dijéramos, con las manos el papel e importancia de la filosofía. ¿Cómo vamos, pues, a proceder? Una cosa es clara: aquí no podemos intentar una demostración en que de algo conocido se deduce algo no conocido. El escéptico, como Gorgias, duda de todo y, por tanto, también de nuestras premisas. No menos dudaría de la regla conforme a la que hiciéramos nuestra deducción. No podemos, pues, tomar este camino. ¿Qué nos queda, pues? A mi parecer, tenemos otros tres caminos abiertos.
Primeramente, podemos ver si el escéptico no se contradice. De contradecirse, no diría nada conexo, es decir, inteligible, y así, por ende, no diría nada en absoluto.
En segundo lugar, podemos ver cómo se verifica sus hipótesis. ¿Coinciden realmente con nuestra experiencia? Así proceden los físicos cuando quieren verifica sus hipótesis.
Finalmente, podemos ver si estas tres cosas que Gorgias niega no son evidentes, es decir, tan claras como nosotros creemos.
El primer camino se tomó ya en la antigüedad. Si escéptico dice que nada puede conocerse, se le puede preguntar cómo puede él sentar esa afirmación. ¿Es cierto de su tesis? Si lo está, es que hay algo cierto y conocible. Luego, la proposición de que nada es conocible es falsa. Ahora bien, si algo es conocible, ha ser o existir de algún modo. Se cuenta de un escéptico griego, llamado Crates, que se había percatado de esto y por eso no decía nada, sino que sólo movía los dedos. Pero Aristóteles, el gran maestro del pensamiento europeo, hacía notar que tampoco tenía derecho a eso, pues el movimiento del dedo expresa también una opinión juicio, y el escéptico no puede tener opiniones —decía Aristóteles— como una planta, y con una planta imposible discutir, pues nada dice.
Yo no sé si esta argumentación parecerá a usted convincente. Como quiera, hay que notar que la lógica matemática ha presentado contra ella reparos bastante serios. Se fundan en la llamada teoría de los tipos. Siento no poder tratar aquí de esa teoría, un poco complicada. Sólo quisiera precaver a ustedes contra la demasiada confianza respecto a esta argumentación esquematizada.
En cambio, el segundo camino me parece ser seguro. Efectivamente, si suponemos que hay realmente cosas y que podemos de algún modo conocerlas, con esta hipótesis se armoniza casi todo lo que experimentamos. La diferencia entre lo que llamamos realidad y la apariencia consiste en que la realidad está ordenada, en ella mandan leyes mientras que la apariencia no muestra regirse por orden alguno. Ahora bien, comprobamos que en el mundo de nuestra experiencia reina casi por doquier ese orden. Tomemos un ejemplo: me echo en la cama y, antes de dormirme, veo mi me silla de noche con el despertador. Por la mañana, la mesilla sigue allí todavía, y tampoco el despertador ha desaparecido. Es más, hay un poco más de polvo sobre la mesilla que el que había anoche. La mejor explicación de esto es suponer que, efectivamente, hay una mesa, un despertador, un cuarto y demás, y que yo conozco estas cosas. Ahora veo un gato que aparece por la izquierda, desaparece tras mi espalda y vuelve a salir por la derecha. La mejor manera también de explicar esto es suponer que hay un gato que sigue andando por detrás de mi espalda. Naturalmente, el escéptico puede decir que todo es apariencia, aunque apariencia con orden. Sin embargo, es ciertamente más sencillo admitir una realidad.
Finalmente —y éste me parece ser el mejor camino—, cabe notar que la falsedad de las proposiciones de Gorgias es evidente. Vemos, en efecto, con claridad que existe algo, que conocemos muchas cosas con certeza y que las comunicamos por la palabra a los otros. Si se nos dice que esto es un sueño, nosotros respondemos sencillamente que no. Existen casos, muchos casos, en que podemos equivocarnos; pero todo el mundo conoce situaciones en que toda duda racional es imposible.
En este momento, por ejemplo, yo estoy absolutamente cierto de que estoy sentado y no de pie, y de que la bombilla está delante de mí, encendida. Estoy igualmente cierto de que 18 por 5 son 90. De que alguna vez me haya equivocado no se sigue que siempre me equivoque.
Yo sentaría contra Gorgias las tres tesis siguientes: 1.ª Existe con toda certeza algo. 2.ª Podemos con toda certeza conocer algo de lo que existe. 3.ª Es igualmente evidente y cierto que podemos comunicar a los otros algo de lo que conocemos. Y, mientras no se me presenten argumentos mejores que los que hallo en Descartes, no veo razón alguna para mudar de opinión.
Con esto hemos ganado mucho, pero no tanto como de pronto pudiera creerse. Y es así que, en primer lugar, no tenemos aún prueba alguna de que exista una realidad fuera de nuestra conciencia. Es cuestión enteramente distinta y mucho más difícil, y de ella trataremos en la próxima meditación. Pudiera ser, efectivamente, que existieran, sí, las cosas y la realidad, pero que se hallaran totalmente dentro de nuestro pensamiento. En este caso tendríamos también una distinción entre realidad y apariencia, pero no entre lo interno y lo externo, entre el mundo interior y el exterior. Pero de esto se hablará más adelante.
Además, de nuestras explicaciones no se sigue tampoco que todo lo que vemos se dé realmente tal como lo vemos. Es cierto que existe algo; pero cómo son las cosas del mundo es harina de otro costal. Muchos que no son escépticos creen, por ejemplo, que no hay colores en el mundo. Tampoco esta cuestión entra aquí ni queda resuelta por nuestras discusiones de hoy.
En tercer lugar —y ello parece caer por su propio peso—, hay con toda certeza muchas más cosas que las que conocemos, y conocemos más que lo que podemos comunicar a los otros.
Sea todo ello dicho para evitar malas inteligencias.
En este contexto, quisiera aún hablar de dos opiniones filosóficas que personalmente no comparto, pero que están hoy muy difundidas. Se trata, por una parte, de la primacía del yo y, por otra, de la necesidad de recurrir, en nuestra cuestión, a experiencias emocionales. Hay actualmente bastantes pensadores según los cuales lo más cierto que existe es la propia existencia. Lo más cierto y hasta lo único cierto. Ahora bien, nadie —fuera de los escépticos— dudará de que realmente existe. Lo que yo no puedo ver es por qué este hecho ha de ser más cierto que el hecho de que existe algo en el mundo. A mi parecer, incluso la proposición «existe algo» posee cierta prioridad respecto a la proposición «yo existo». A mí mismo me conozco, como si dijéramos, por rodeos. Primeramente, me dirijo a los objetos, aprehendo algo del mundo; acaso mal, acaso superficialmente, pero con la mayor certeza. Que hay algo y algo primeramente que está delante de mí —un no-yo, como suelen decir los filósofos—, tal me parece a mí ser la verdad más cierta.
Otros filósofos modernos, creo que siguiendo al escolástico Juan Duns Scotus (Escoto), opinan que la plena certeza de la existencia del mundo y de las cosas en el mundo no puede alcanzarse por mero conocimiento, sino que son necesarias las experiencias emocionales como la angustia, el miedo, el amor y el odio. Se aduce en este contexto la famosa descripción de un terremoto hecha por el filósofo norteamericano William James, y se dice que sólo esta experiencia da al hombre la entera certidumbre de que existe el mundo. Esta doctrina ha sido sobre todo desarrollada por el filósofo alemán Wilhelm Dilthey, al que siguen muchos filósofos contemporáneos.
Algo semejante se oye a veces en forma de refutación popular del escepticismo. Dé usted, se dice, un buen puñetazo al escéptico en la cabeza, y éste comprenderá que algo existe, a saber, el puño. La cosa parece clara. ¿Quién va a poner en duda la existencia de un puño que se descarga sobre él? Tampoco yo la pongo en duda, lo que no veo apenas es para qué puede servirnos en nuestra cuestión. Y lo mismo cabe decir del terremoto, del odio, del amor y de todo lo demás. Porque ¿qué experimento cuando alguien me propina un buen golpe en la cabeza? Primeramente, siento por el tacto la mano; por otra parte, siento dolor, rabia, etc. Ahora bien, si se supone, como hacen los escépticos, que los sentidos nos engañan siempre, lo primero no probaría nada en pro de la existencia, del puño. Y el dolor y la rabia mucho menos, pues puede muy bien sentirse dolor o rabia sin que haya nada externo que obre sobre nosotros. Así pues, o sabemos ya por vía de conocimiento que existe, o no lo sabremos nunca por esas experiencias, que presuponen ya la validez del conocimiento. Si tal validez no existe, dichas experiencias no nos sirven para nada. Y es que al escepticismo no se le debe hacer la menor concesión. La mínima que se le haga, está uno perdido. Y así lo hacen tanto los que niegan la evidencia de que existe algo fuera de nosotros como los que dudan de la certeza de nuestro conocimiento y tratan de remediar su insuficiencia por la angustia, el hastío, la rabia o la furia y cosas por el estilo. En ambos casos, el escéptico se agarra al dedo que le tendemos y nos arrastra a la sima en que está él hundido. Sin embargo, es un hecho que la sima existe y que hubo un día un Gorgias con sus tres tesis, que no dejan de tener importancia y utilidad para el filósofo que piensa serenamente. Lo que el escéptico dice es ciertamente exageración monstruosa y, por tanto, sencillamente falso. Pero esta exageración tiene su núcleo de verdad. Éste consiste en que las posibilidades de nuestro conocimiento son muy escasas, yo diría trágicamente escasas. Sabemos muy poco y, aun lo que sabemos, se nos da con harta frecuencia de manera superficial e incierta. La mayor parte de nuestro saber es sólo probabilidad. Hay certezas absolutas, sin distingos, pero son raras. El hombre se mueve en el mundo como un ciego a tientas, con raras evidencias o intuiciones claras y con raros resultados seguros. El que creyera que, lo sabemos todo completamente y que podemos comunicar todo lo que sabemos cometería una exageración tan grande y tan falsa como el escéptico.
Y es que en las cuestiones filosóficas —tal es la conclusión a que llegamos una y otra vez en nuestras reflexiones— no hay nada fácil, toda solución fácil es una solución falsa, es de ordinario una solución perezosa, como el escepticismo, que nos exime de todo deber de estudio fatigoso, pues según él nada hay que estudiar. Pero la realidad es enormemente compleja y la verdad sobre ella tiene también que ser de enorme complejidad. Sólo por largo y fatigoso trabajo puede el hombre asimilar algo de ella; no mucho, pero sí algo.