27
SHANGRI LA

Y en la más baja profundidad, una profundidad mayor aún amenaza con devorarme las entrañas, por lo que el infierno que sufro parece un cielo.

«Satán», en John Milton,

El paraíso perdido

Bajo la intersección de las fosas de Filipinas, Java y Palau

Ike descendió a la ciudad antigua, conduciendo a su hija de una cuerda. La ciudad se fue acercando bajo la penumbra orgánica, como un rompecabezas de restos, de arquitectura fundida y de ventanas sin ojos.

En el fondo del vasto cañón, al borde de las ruinas, Ike se colgó el ordenador personal de Shoat de un hombro e inclinó la bengala de plástico que se le había entregado, rompiendo el frasco de su interior. La alargada bengala cobró vida, con una luz verdosa. Sin necesidad de utilizar la mira telescópica, Shoat podría seguir su avance a través de la ciudad.

Durante aproximadamente el primer kilómetro no encontró ningún desafío directo, aunque los animales se escabullían a lo largo de la piedra aluvial. A cada paso que daba, Ike trataba de imaginar alguna alternativa a lo que ya se había puesto en marcha. La telaraña tejida por Shoat parecía irrompible. Ike imaginaba perfectamente su propia nuca centrada en el punto de mira telescópico. Si al menos fuera él la presa, pensó. Podía evitar la bala o incluso recibirla. Pero Shoat va había establecido con toda claridad cuáles serían sus objetivos. Y Ali era el primero de ellos. Ike continuó cruzando la ciudad fosilizada.

La noticia de la intromisión humana se extendía rápidamente por toda la ciudad. Más allá del alcance de la luz verde de la bengala, figuras que normalmente habrían parecido siluetas contra el pálido brillo de la piedra se escabullían ahora como sombras. El resplandor de neón de la bengala deterioraba su visión nocturna. Desde el principio de aquella condenada expedición había despilfarrado sus poderes nocturnos, comiendo incluso carne humana. Ahora ya no podía ocultar sus orígenes.

El lenguaje clic sonaba en la penumbra. Olía a los abisales arracimados en las sombras, almizcleños y untados de ocre. Una piedra arrojada desde las sombras le alcanzó en el brazo. No fue un golpe duro y solo pretendía ser una provocación. Unas bestias aladas se movían a pocos centímetros por encima de su cabeza. Ike mantuvo su porte estoico. Algunos otros trazaban círculos, fuera de su alcance. Sintió un cálido escupitajo descendiéndole por el cuello.

Una monstruosidad apareció corriendo por delante y le bloqueó el camino. Bajo y fornido, recubierto de barro fluorescente reseco, llevaba un taparrabos, mostraba sus cicatrices de guerra y blandía un hacha. Hizo avanzar la lengua como un reptil y abultó sus ojos, todo como señales de desafío. Ike procuró que sus movimientos fueran pasivos y la bestia le dejó pasar.

Las masas plásticas y las circunvoluciones minerales del suelo de la ciudad empezaron a inclinarse hacia arriba. Ike se aproximaba a la elevación del centro de la ciudad, que había observado por los prismáticos. Cada vez había más refugiados a su alrededor, los canales estaban cegados por sus desperdicios y las aguas fecales. Había muchos tumbados en el suelo, enfermos y hambrientos.

En todos sus años de cautividad, Ike nunca había visto ni una parte de los rasgos y estilos aquí reunidos. Algunos tenían aletas en lugar de brazos, otros manos en lugar de pies. Había cabezas aplanadas por los vendajes y cuencas de los ojos genéticamente vacías. La variedad de arte tatuado corporal y de ropajes era disparatada. Algunos iban desnudos, otros llevaban armadura o cota de malla. Pasó ante eunucos de ingles orgullosamente tajadas, guerreros con el pelo entretejido con abalorios y cuernos entreverados con cueros cabelludos, y mujeres criadas por su pequeñez o por su gordura.

Mientras avanzaba, Ike mantuvo la expresión impasible. Subió por el sendero que serpenteaba hacia lo alto de la colina y la masa de abisales se espesó a su paso. De vez en cuando, algunas cajas torácicas rayadas se arqueaban por encima de cadáveres devorados. Sabía perfectamente que, en un momento de tanta necesidad, el ganado humano era el primero en consumirse.

Detrás de él, la muchacha continuaba el avance. Su propia hija era su pasaporte. Nadie se opuso al avance de Ike y él continuó cruzando la ciudad. Desde los riscos más altos, Ike había observado que el pozo no tenía fondo, sino que solo se interrumpía. Y, sin embargo, toda la raza parecía haber echado sus raíces aquí. No mostraban señales de querer continuar a mayores profundidades, impulsados por su espíritu nómada. Sintió el deseo de hundirse más y más en el agujero, de escalar la montaña a la inversa, aunque solo fuese para contemplar las nuevas vistas que encontrara. Su curiosidad le hizo sentirse triste, porque no era probable que viviera ni una hora más, y mucho menos en otro territorio.

Un montón de ruinas se proyectaba desde lo alto de la acumulación de piedra aluvial e Ike se dirigió hacia la estructura más elevada. Ascendiendo cada vez más, Ike y la muchacha llegaron hasta donde estaban los hombres de Walker. Los dos mercenarios estaban atados a columnas rotas, no con cuerdas, sino con sus propias entrañas. Al ver a sus enemigos, la muchacha se puso a brincar de alegría. Ike la dejó. Uno de ellos levantó su rostro sin ojos, ante el ruido producido por su júbilo. También le habían arrancado la mandíbula inferior. Su lengua colgaba fláccida sobre la garganta.

Al cabo de un momento, continuaron. Siguieron la ascensión. Las ruinas de la parte superior aplanada ocupaban varios metros cuadrados. Los abisales estaban tumbados o sentados en los pliegues amorfos de la piedra pero, extrañamente, no habían instalado su residencia en aquella estructura que coronaba la ciudad. Una vez más, Ike se sintió impresionado por su sentido de la espera.

La pared de un lado del edificio principal se había derrumbado e Ike y la muchacha ascendieron sobre los restos. Diversos guerreros simularon atacar y lanzaron amenazas e insultos. Ninguno de ellos, sin embargo, se acercó más allá de los límites de su luz y el efecto que causó fue una ondulación de sombras verdosas.

Llegaron a aquel piso superior de las ruinas, que Ike había visto a través de los prismáticos. El tejado se había hundido o había sido derruido y el resultado era una especie de escenario alto, abierto a la mira telescópica de Shoat. La galería era más espaciosa de lo que Ike había esperado. De hecho, observó que se trataba de una especie de biblioteca abarrotada.

Ike se detuvo en el centro de la estancia. Aquí era donde había visto a Ali leyendo, aunque ahora no estaba. El suelo era plano pero inclinado, como un barco que empezara a hundirse. Este era un lugar tan bueno como cualquier otro.

Le transmitía una sensación de espacio, expuesto al equivalente del cielo. Si podía elegir, no quería morir en un pequeño tubo o cavidad escondida. Que fuese a la vista de todos. Además, según las instrucciones recibidas, tenía que estar a la vista, en la línea de tiro y de conexión de Shoat.

Mientras esperaba, Ike fue acumulando rápidamente información, pergeñando planes improvisados y trayectorias mortales, tratando de localizar a los actores y sus armas en este lugar nuevo para él, buscando las posibles salidas y lugares donde ocultarse. Lo hacía por una cuestión de hábito, no de esperanza.

Encontró una estela rota y plana y colocó el ordenador sobre ella, a la altura de los ojos. Abrió la tapa. La pantalla se iluminó con el rostro de Shoat, como un mago de Oz en miniatura.

—¿A qué están esperando? —preguntó la voz de Shoat desde el monitor.

La muchacha retrocedió al escucharla. Los abisales más cercanos se escabulleron hacia las sombras y ulularon suavemente su alarma.

—Los abisales se toman las cosas a su ritmo —dijo Ike.

Miró a su alrededor. Montones de tablillas de piedra estaban apoyadas unas al lado de otras, contra una pared, había códices abiertos como alargados mapas de carreteras y montones de rollos y pieles pintados con glifos y escritura. Para facilitarle la lectura, los abisales le habían proporcionado a Ali las linternas Helios arrebatadas a los miembros de la expedición. Por lo visto, ella buscaba la lengua madre. Transcurrieron otros diez minutos. Luego, enviaron a Ali, que surgió desde el desordenado interior. Se detuvo a unos cinco o seis metros de distancia. Las lágrimas corrían por sus mejillas.

—Ike. —Afligida por su pérdida, ahora volvía a sentirse afligida por él—. Creí que habías muerto. Recé por ti. Luego, recé más para que, si estabas con vida, no vinieras a buscarme.

—Seguramente me perdí eso último —dijo Ike—. ¿Estás bien?

Extrañamente, aún no habían empezado a inscribirla, al menos que él pudiera ver. Hacía ya más de tres semanas que estaba con ellos. A estas alturas, normalmente ya le tendrían que haber arrancado los dientes y comenzado otras iniciaciones. El hecho de que Ali no mostrara ninguna marca de propiedad le hizo concebir esperanzas. Quizá fuera posible negociar un acuerdo.

—Sigo escuchando a los soldados de Walker. ¿Han muerto ya?

—No te preocupes por ellos. ¿Cómo estás tú?

—Teniendo en cuenta las circunstancias, se han portado bien conmigo. Hasta que apareciste tú, creía que podría encontrar un lugar aquí.

—No digas eso —le espetó Ike.

Ya se había iniciado el proceso de seducción por parte de los abisales. No era ningún gran misterio. Era la seducción de la historia de un territorio, de convertirse en un expatriado. Uno llegaba a sentir cariño por un lugar como lo más oscuro de África, o por París o Katmandú, y pronto se quedaba uno sin nación propia, convertido en ciudadano del tiempo. Eso lo había aprendido muy bien allí abajo. Entre los cautivos humanos siempre había esclavos que eran como muertos en vida. Y luego había unos pocos raros, como él mismo, o como Isaac, que habían perdido sus almas, completamente entregados a este lugar.

—Estoy muy cerca de la palabra. De la primera palabra. Lo percibo. Está aquí, Ike.

Sus vidas estaban en juego. La tormenta de Shoat estaba a punto de desatarse, ¿y ella le hablaba de la lengua original? La palabra constituía su seducción. Ella era la de él.

—Descartado —dijo él.

—¿Qué tal, Ali? —dijo Shoat a través del ordenador—. Has sido una chica traviesa.

—¿Shoat? —preguntó Ali.

—Mantén la calma —le dijo Ike.

—¿Qué estás haciendo?

—No le eches la culpa a él —dijo Shoat—. No es más que el chico encargado de entregar la pizza.

—Ike, por favor —susurró ella—. ¿Qué trama? Hagas lo que hagas me han dado seguridades. Déjame hablar con ellos. Tú y yo…

—¿Seguridades? Sigues tratándolos como si fueran nobles salvajes —le reprochó Ike.

—Puedo ayudar a salvarles de esto.

—¿Salvarles? Mira a tu alrededor.

—Tengo un regalo para ellos —dijo Ali indicando con un gesto los pergaminos, glifos y códices—. El tesoro está aquí, los secretos de su pasado, de su memoria racial. Todo está aquí.

—Pero si son analfabetos, endogámicos y hasta se mueren de hambre…

—Por eso me necesitan —dijo ella—. Podemos ayudarles a recuperar su grandeza. Se necesitará tiempo, pero ahora sé que podemos hacerlo. Las interconexiones aparecen entrelazadas dentro de su escritura. Es tan diferente del abisal moderno como lo pueda ser el antiguo egipcio respecto del inglés. Pero este lugar es la clave, una gigantesca piedra de Rosetta. Todas las pistas están aquí, en un solo lugar. Es posible que pueda descifrar una civilización muerta hace veinte mil años.

—¿Nosotros? —preguntó Ike.

—Hay aquí otro prisionero. Es la coincidencia más extraordinaria. Le conozco. Hemos empezado a trabajar.

—No puedes hacerles volver a ser lo que eran. No necesitan historias de los tiempos dorados. —Ike absorbió el aire a través de las aletas de la nariz—. Huele, Ali. Eso es muerte y decadencia. Esta es la ciudad de los condenados, no un Shangri La. No sé por qué los abisales se han reunido todos aquí. Pero no importa. Se están muriendo. Por esa razón se apoderan de nuestras mujeres e hijos. Por eso te han mantenido a ti con vida. Tú eres la que permites la continuación de su raza. Nosotros somos como el ganado. Nada más.

—¿Chicos? —interrumpió la aflautada voz de Shoat—. Se me acaba el tiempo. Terminemos de una vez con esto.

Ali miró la pantalla, sin saber que él la observaba por la mira telescópica de su fusil.

—¿Qué quieres, Shoat?

—Primero, al jefe de la pandilla. Segundo, recuperar lo que es mío. Empecemos por lo primero. Pásame con él.

Ali miró a Ike.

—Quiere negociar. Cree poder hacerlo. Deja que lo intente. ¿Quién está aquí al mando?

—Aquel al que había venido a buscar, Ike. El que tú mismo has estado buscando. Ambos son la misma persona.

—No son lo mismo.

—Lo son. Él es el único. Hablé con él y te conoce. —A continuación, utilizando el lenguaje abisal, Ali pronunció el nombre de su mítico dios-rey—. Más antiguo que la antigüedad misma —añadió en inglés.

Era un nombre prohibido, y la muchacha le dirigió una rápida y atónita mirada.

—Él. —Ali indicó la marca de propiedad tatuada sobre el brazo de Ike y este se quedó frío—. Satán.

Su mirada se dirigió hacia las figuras abisales que acechaban en los huecos, por detrás de Ali. ¿Podía ser? ¿Aquí? De repente, la muchacha emitió un pequeño grito.

¡Batr! —exclamó en abisal.

Aquello pilló desprevenido a Ike. «Padre», había dicho. El corazón le dio un vuelco al escucharla y se volvió para mirar su rostro. Pero ella olisqueaba las sombras. Un momento más tarde, Ike también percibió el olor. A excepción de un fugaz vistazo del enemigo durante el asedio de la antigua fortaleza abisal, Ike no había visto a aquel hombre desde el sistema de cuevas en el que se perdió, en el Tibet.

En todo caso, Isaac parecía mucho más imponente. Había desaparecido el cuerpo ascético de palillo. Había aumentado el volumen y el peso de sus músculos, lo que significaba que los abisales le habían concedido un estatus superior, lo que conllevaba mayores raciones de carne. Las excrecencias de calcio formaban un cuerno retorcido en un lado de su pintada cabeza y sus ojos mostraban un abultamiento abisal. Se movía con la elegancia de un bailarín tai-chi. Desde los brazaletes plateados que le rodeaban los bíceps hasta la protuberante mirada demoníaca y la antigua espada de samurai en una mano, Isaac parecía nacido para gobernar aquí abajo, como un caudillo del inframundo.

—Nuestro renegado —lo saludó Isaac con una amplia sonrisa burlona—. ¿Y nos trae regalos? Mi hija y una máquina. La muchacha se inclinó hacia adelante. Ike la contuvo efectuando otro bucle con la cuerda alrededor del puño. El labio de Isaac retrocedió sobre su hilera de dientes. Dijo algo en abisal, demasiado intrincado como para que Ike lo comprendiera.

Ike se llevó la mano a la empuñadura del cuchillo y dominó su temor. ¿Este era el Satán de Ali? Sería propio de él hacerla creer que era el jan, engañar a la hija de Ike convenciéndola de que era su padre.

—Ali —murmuró Ike—. No es él.

No pronunció el nombre del más antiguo que la antigüedad más que como un leve susurro. Se tocó la marca de propiedad para indicar lo que quería dar a entender.

—Pues claro que lo es.

—No. Solo es un hombre, un cautivo como yo.

—Pero todos le obedecen.

—Porque él obedece a su rey. Él solo es un lugarteniente, un favorito. Ali frunció el ceño.

—Entonces, ¿quién es el rey?

Ike escuchó entonces un débil tintineo. Conocía el sonido por haberlo escuchado en la fortaleza, el tintineo del jade contra el jade. La armadura del guerrero, de diez mil años de antigüedad. Ali se volvió para mirar entre las sombras.

Una terrible gravedad empezó a tirar de Ike, la sensación que se experimenta cuando falla aquello sobre lo que uno se sujeta y las profundidades se abren para tragarle.

—Te hemos echado de menos —dijo una voz desde las ruinas.

En el momento en que una figura familiar surgió de entre la oscuridad, Ike bajó la mano que empuñaba el cuchillo. Soltó la cuerda que sostenía a su hija y esta se apartó rápidamente de su lado. La mente de Ike se llenó. Su corazón se vació. Se entregó incondicionalmente al abismo.

«Por fin», pensó Ike, cayendo de rodillas.

«Él.»

Shoat tarareó sin melodía en su nido de francotirador, con el fusil apoyado sobre una acanaladura de piedra desde la que se dominaba el abismo. Mantenía el ojo pegado a la mira telescópica, observando cómo las diminutas figuras representaban los papeles que había escrito para ellas.

—Tic toe —susurró.

Había llegado el momento de cerrar el ataúd con clavos e iniciar el largo camino de regreso. Con el túnel de salida esterilizado por el virus sintético, no quedarían criaturas de las que ocultarse o escapar. Sus peores peligros serían la soledad y el aburrimiento. Básicamente, le esperaba medio año de caminata solitaria, con una dieta a base de barras energéticas, que había ido dejando secretamente en escondites a lo largo del camino.

Encontrar a los abisales reunidos en aquel nauseabundo pozo había sido un verdadero golpe de buena suerte. Los investigadores de Helios habían calculado que se necesitaría por lo menos una década para que el contagio del Prion se filtrara por toda la red del sub-Pacífico y exterminara a toda la cadena alimenticia abisal, incluidos los propios abisales. Pero ahora, con las cinco últimas cápsulas sujetas con cinta en el interior de la carcasa extraplana del ordenador, Shoat podría exterminar a toda aquella población con varios años de antelación. Era el definitivo caballo de Troya. Shoat experimentaba el entusiasmo desbocado de un superviviente. Seguramente, aún lo pasaría mal y todavía se encontraría con algunos de ellos sueltos. Pero, en general, había valido la pena saber esperar. La expedición se había autodestruido, aunque no antes de conducirlo hasta las profundidades. Los mercenarios se habían desmandado, pero solo después de que dejaran de serle de utilidad. Y ahora, Ike acababa de llevar el Apocalipsis directamente al corazón del enemigo.

—Y bandadas de ángeles cantarán tus alabanzas en tu descanso —murmuró, volviendo a mirar por la mirilla telescópica.

Apenas un minuto antes había tenido la impresión de que Ike estaba preparado para huir. Ahora, sin embargo, lo vio de rodillas, inclinado servilmente ante un personaje que acababa de salir del edificio interior. Aquello sí que era todo un espectáculo: Crockett en actitud servil, con la cabeza pegada al suelo.

Shoat hubiera deseado disponer de más ángulo de visión. ¿Quién podía ser aquel? Habría resultado interesante ver con detalle el rostro del abisal. Tendría que conformarse con el cruce del punto de mira.

—Ha sido un placer conocerle —murmuró Shoat—. Creo que ya sabe mi nombre.

—De modo que has regresado a mí —dijo la voz desde las sombras—. Levántate.

Ike no levantó la cabeza en ningún momento. Ella observó fijamente la espalda desnuda de Ike, asustada ante su sumisión. Aquello ponía del revés todo su universo. Él siempre le había parecido el definitivo espíritu libre, el rebelde original. Ahora, sin embargo, se arrodillaba en un acto abyecto de rendición, sin ofrecer resistencia ni protesta alguna.

Su jan abisal, o rex, o mahdi, o rey de reyes o como se quisiera traducir, permaneció inmóvil, con Ike postrado a sus pies. Llevaba una armadura hecha de placas de jade y cristal, y bajo ella una cota de malla de cruzado de manga corta, con cada eslabón cuidadosamente aceitado para protegerlo de la oxidación.

Ella sintió náuseas al darse cuenta. ¿Este era Satán? ¿Este era el que Ike había estado buscando, rostro a rostro, entre todos aquellos abisales muertos? No para destruirlo, como había imaginado, sino para adorarlo. La humillación de Ike estaba clara, su temor y su vergüenza eran transparentes. Apoyaba la frente contra la piedra.

—Pero ¿qué está haciendo? —preguntó ella—. ¿Qué está haciendo?

Thomas abrió solemnemente los brazos y el rugido de las naciones abisales se elevó hasta él desde todas las partes de la ciudad. Ali cayó de rodillas, muda de asombro. Ni siquiera podía empezar a imaginar las profundidades de todos sus engaños. En cuanto comprendía una, inmediatamente se acumulaba otra más indignante, desde haber fingido ser su compañero de cautiverio, hasta manipular al grupo de January o aparecer como humano cuando había sido siempre abisal.

Y, sin embargo, incluso viéndole aquí envuelto en un antiguo equipo de combate, recibiendo los vítores abisales, Ali no pudo evitar ver en él únicamente al jesuita, austero, riguroso y humano. Le resultaba imposible eliminar de un plumazo la confianza y el compañerismo que se había establecido entre ellos durante aquellas últimas semanas.

—Levántate —ordenó Thomas. Luego miró a Ali y su tono de voz se suavizó—. Dile que se levante, por favor. Tengo preguntas que hacerle.

Ali se arrodilló junto a Ike, con la cabeza junto a la suya, de modo que él pudiera escucharla por encima de un nuevo rugido de adoración abisal. Le recorrió los nudosos hombros con la mano, acariciando las cicatrices de su cuello, allí donde la argolla de hierro le había sujetado las vértebras.

—Levántate —repitió Thomas.

Ali miró a Thomas.

—Él no es su enemigo —le dijo.

El instinto la impulsó a defender a Ike. Era algo más relacionado con la sumisión y el temor de Ike. De repente, experimentó motivos propios para sentir temor. Si Thomas era realmente su amo, era él quien había permitido que se torturara durante todos aquellos días a los soldados de Walker. E Ike era un soldado.

—No al principio —admitió Thomas—. Al principio, cuando lo trajeron, era más como un huérfano. Lo integré en nuestro pueblo. ¿Y cuál fue nuestra recompensa? Trae la guerra, el hambre y la enfermedad a mi pueblo. Yo le di la vida y le enseñé el camino. Y él trajo soldados y guio a colonos. Ahora ha regresado a casa, con nosotros. ¿Pero lo ha hecho como nuestro hijo pródigo, o como nuestro enemigo mortal? Contéstame. Levántate.

Ike se incorporó.

Thomas le tomó la mano izquierda y se la llevó a la boca. Ali pensó que tenía la intención de besar la mano del pecador, de reconciliarse con él, y sintió un rayo de esperanza. En lugar de eso, separó los dedos de Ike y se introdujo el dedo índice en la boca. Luego lo chupó. Ali parpadeó ante la obscenidad del gesto. El anciano tomó toda la longitud del dedo, hasta el fondo, y rodeó la raíz con sus labios.

Ike miró a Ali con la mandíbula apretada. «Cierra los ojos», le indicó. Ella no lo hizo. Thomas mordió.

Sus dientes aplastaron el hueso. Luego soltó la mano de Ike a un lado.

La sangre de Ike se derramó sobre la armadura de jade de Thomas y salpicó el cabello de Ali. Ella lanzó un grito. El cuerpo de Ike se estremeció. Por lo demás, no dio la menor señal de reaccionar, como no fuera para bajar la cabeza, con un gesto de súplica. Mantuvo el brazo extendido. ¿Más dedos?, pensó Ali.

—¿Qué está haciendo? —gritó ella.

Thomas la miró, con los labios ensangrentados. Se sacó el dedo de la boca como si fuera una espina de pescado y lo dejó en la mutilada mano de Ike, que luego soltó.

—¿Qué querías que hiciese con este cordero sin fe?

Ali lo comprendió. Se encontraba ante el verdadero Satán.

La había confundido desde el principio. Ella se había confundido a sí misma. Con el estudio sistemático de sus mapas, con su prometedora interpretación de los alfabetos, glifos e historia abisal, Ali se había engañado a sí misma, pensando que comprendía los términos de este lugar. No era más que la ilusión del erudito según la cual las palabras podían ser el mundo. Pero aquí estaba la leyenda de las mil caras. Amable y luego colérica, generosa y después dominante, humana y a continuación abisal.

Ike se arrodilló, con la cabeza todavía inclinada.

—Perdónele la vida a esta mujer —pidió con un tono de dolor en su voz.

—Qué galante —dijo Thomas con frialdad.

—Puede utilizarla para muchas cosas.

Ali estaba atónita, menos por el hecho de que Ike intentara salvarla que por la convicción de que necesitaba la salvación.

Hasta hacía pocos minutos su seguridad le había parecido una apuesta razonable. Ahora, en cambio, la sangre de Ike le había salpicado el pelo. Por mucho que penetrara en su erudición, parecía que la crueldad de aquel lugar era inexorable.

—En efecto —asintió Thomas—, para muchas cosas.

Acarició el cabello de Ali y la armadura tintineó como el cristal de un candelabro. Ella se sobresaltó ante aquel gesto de posesión.

—Ella restaurará mi memoria. Me contará mil historias. A través de ella, recordaré todas las cosas que el tiempo me ha arrebatado. Sabré cómo leer los viejos escritos, cómo soñar un imperio, cómo conducir a un pueblo a la grandeza. Todo lo que se ha ido alejando de mi mente. Cómo fueron las cosas al principio. El rostro de Dios. Su voz. Sus palabras.

—¿Dios? —murmuró ella.

—Como quieras llamarlo. El shekinah que existió antes que yo. El encarnado divino. Antes de que empezara la historia. En el límite más alejado de mi memoria.

—¿Lo ha visto?

—Yo soy él. Un bruto feo por lo que recuerdo. Más simiesco que Moisés. Pero resulta que lo he olvidado. Ya no es como tratar de recordar el momento de mi propio nacimiento. Mi primer nacimiento como quien soy.

Su voz se fue debilitando, como el polvo.

¿Primer nacimiento? ¿La voz de Dios? ¿La plaga? Ali no podía ni imaginarse sus historias y, de repente, no quiso tampoco hacerlo. Solo deseaba estar en casa, abandonar este lugar horrendo. Deseaba estar con Ike. Pero el destino la había conducido hasta el vientre del planeta. Toda una vida de oraciones y allí estaba, rodeada de monstruos.

—Padre Thomas —le dijo, menos por temor que por su incapacidad para usar su otro nombre—. Desde que nos conocimos he sido fiel a sus deseos. Dejé atrás mi propio pasado y viajé hasta aquí para restaurar el suyo. Y me quedaré aquí, como hablamos. Ayudaré a dominar su lengua muerta. Eso no cambiará.

—Sabía que podía contar contigo.

Pero su devoción no era para él más que una de sus muchas posesiones, ahora lo comprendía. Ali juntó las manos, obediente, tratando de no mirar la sangre que manchaba la barba de Ike.

—Puede contar conmigo hasta el final de mi vida. Pero, a cambio, no debe causar daño alguno a este hombre.

—¿Es eso una exigencia?

—Él también tiene sus utilidades. Ike puede ayudarme a clarificar los mapas, a llenar mis lagunas. Puede guiarle allí donde decida llevarme.

Ike levantó ligeramente la cabeza.

—No —dijo Thomas—, no lo comprendes. Ike ya no sabe quién es. ¿No te das cuenta de lo peligroso que es eso? Se ha convertido en un animal, para uso de otros. Los ejércitos lo utilizan para matarnos. Las empresas lo utilizan para asolar nuestro territorio y plantar en él la enfermedad. Con la plaga. Y él se oculta de su propia maldad saltando de uno a otro lado, de una raza a la otra.

Junto a él, el monstruo Isaac sonrió.

—¿Plaga? —preguntó Ali, en parte para distraer a Thomas de su decisión, pero también porque lo había mencionado y no tenía ni idea de a qué se refería.

—Habéis traído la desolación a mi pueblo. Os sigue.

—¿Qué plaga es esa?

Thomas la miró con ojos relampagueantes.

—No más engaños —atronó.

Ali se encogió ante él.

—Exactamente lo mismo que yo pienso —dijo entonces una voz aflautada desde el ordenador.

Thomas giró la cabeza, como si hubiera escuchado el zumbido de una mosca. Miró ceñudo el ordenador.

—¿Qué es esto? —susurró.

—Es un hombre llamado Shoat —contestó Ike—. Quiere hablar con usted.

—¿Montgomery Shoat? —Thomas pronunció el nombre como si expulsara un aliento fétido—. Le conozco.

—No sé cómo —dijo Shoat—, pero tenemos preocupaciones comunes.

Thomas sujetó el brazo de Ike y le hizo girar la cara hacia los distantes acantilados.

—¿Dónde está este hombre? ¿Está cerca? ¿Nos vigila?

—Ah, ah, cuidado, Ike. Ni una palabra más —advirtió Shoat.

Un dedo le dirigió un gesto negativo desde la pantalla. Thomas se quedó pegado tras Ike, inmóvil, a excepción de la cabeza, que giraba de un lado a otro, escudriñando la penumbra.

—Por favor, únase a nosotros, señor Shoat.

—Gracias de todos modos —dijo la imagen de Shoat en la pantalla—. Ya estoy lo bastante cerca.

El surrealismo de la situación era impresionante, con una pantalla de ordenador que hablaba desde la distancia en este inframundo. Lo antiguo hablando con lo moderno. Entonces, Ali observó los ojos de Ike que miraban a uno y otro lado. Valoraba la situación de la cámara medio desmantelada.

—Bajará dentro de poco, señor Shoat —dijo Thomas al ordenador—. Mientras tanto, ¿hay algo de lo que quiera hablar?

—Parece ser que un objeto propiedad de Helios ha caído en sus manos.

—¿Qué es lo que quiere este estúpido? —le preguntó Thomas a Ike.

—Es un emisor localizador, un dispositivo que envía una radioseñal —contestó Ike—. Afirma que alguien se lo ha quitado.

—Estoy perdido sin eso —dijo Shoat—. Devuélvamelo y me largo con viento fresco.

—¿Eso es todo lo que quiere? —preguntó Thomas.

Shoat se lo pensó un momento.

—¿Y algo de ventaja? El rostro de Thomas se inundó de rabia, pero controló su voz.

—Sé lo que ha hecho usted, Shoat. Sé lo que es el Prion-9. Y va usted a mostrarme dónde lo ha colocado. Me va a indicar cada uno de los lugares donde lo ha escondido.

Ali miró a Ike, que parecía igualmente confundido.

—Ahora ya pisamos terreno común, que es la base de toda negociación —dijo Shoat entusiasmado—. Yo dispongo de información que usted quiere y usted me garantiza mi seguridad en tránsito. Un buen quid pro quo.

—No debe usted temer por su vida, señor Shoat —afirmó Thomas—. Va a vivir mucho tiempo en nuestra compañía. Mucho más del que hubiera creído posible.

Para Ali estaba claro que ofrecía evasivas mientras lo buscaba. A su lado, Isaac también registraba las tinieblas en busca de cualquier señal que indicara la presencia del hombre oculto. La muchacha estaba a su lado, susurrándole algo, guiándole en su examen.

—Mi emisor de radioseñales —dijo Shoat.

—He visitado recientemente a su madre —dijo Thomas, como si acabara de recordar algo que decir por cortesía.

—¿A mi madre? —preguntó Shoat desconcertado.

—Eva. Hace tres meses. Es una elegante anfitriona. Se encontraba en su propiedad, en los Hampton. Mantuvimos una prolongada charla sobre ti, Montgomery. Se sintió consternada al saber en qué te habías metido.

—Eso no es posible.

—Baja, Monty. Tenemos cosas de que hablar.

—¿Qué le ha hecho a mi madre?

—¿Por qué dificultar más las cosas? Vamos a encontrarte. Dentro de una hora, o de una semana, eso no importa. Pero no te vas a marchar de aquí.

—Le he preguntado por mi madre.

Los ojos de Ike seguían mirando de un lado a otro. Ali vio que los fijaba en los suyos, intensos, a la expectativa.

Respiró profundamente y trató de acallar su confusión y su temor. Su mirada se fijó en la de él.

—¿Un quid pro quo? —preguntó Thomas.

—¿Qué le ha hecho?

—¿Por dónde empezamos? —preguntó Thomas con naturalidad—. ¿Por el principio? ¿Por tus principios? Naciste por una cesárea…

—Mi madre nunca revelaría…

—Ella no me lo dijo, Monty —le interrumpió la voz de Thomas, más dura.

—Entonces, ¿cómo…? La voz de Shoat se desvaneció.

—Yo mismo encontré la cicatriz —contestó Thomas—. Y la abrí. Yo abrí esa herida a través de la cual naciste al mundo. —Shoat guardó silencio—. Vamos, baja —repitió Thomas—, y te contaré qué fue lo que le dejé dentro.

Los ojos de Shoat llenaron la pantalla y luego se retiraron. La pantalla quedó en blanco. «¿Y ahora qué?», se preguntó Ali.

—Ha empezado a correr —le dijo Thomas a Isaac—. Tráemelo. Con vida.

Una expresión de alivio cruzó por el rostro de Ike. Con Thomas agazapado por detrás de su hombro, levantó la mirada hacia los distantes acantilados. Ali no sabía qué estaba buscando. Ella también se volvió para mirar hacia los oscuros acantilados y allí lo vio, un parpadeo de luz. Una momentánea estrella Polar. Ike se arrojó al suelo.

En ese mismo instante, Thomas se encendió. La armadura abisal, la cota de malla cruzada y la camisa de oro no sirvieron de nada para protegerlo. Normalmente, la bala se habría abierto paso hasta la espalda para luego salir convertida en una bola de fuego y una explosión de fósforo. Pero en el caso de Thomas, recubierto como estaba por delante y por detrás, no encontró salida. El calor y los dardos metálicos se desparramaron por su interior y su carne explotó, incendiándose. Su columna vertebral crujió. Y, no obstante, su caída pareció eterna.

Ali lo miraba como hipnotizada. Las llamas brotaron por el cuello de la armadura de Thomas y él las absorbió con una gran aspiración. El fuego se vertió garganta abajo. Luego exhaló y las llamas brotaron de su boca. Sus cuerdas vocales se quemaron y Thomas se quedó en silencio. Se produjo un suave tintineo de escamas de jade que caían al suelo, al tiempo que se fundían los eslabones de oro que las sujetaban.

El señor de la guerra se irguió sobre ella, como si fuera a derrumbarse. Pero su voluntad era fuerte. Con la mirada fija en las alturas, como si se dispusiera a volar, sus rodillas se fueron doblando por fin. Ali se sintió impulsada hacia el suelo.

Pero fue Ike el que la arrastró hacia una columna derribada, en la penumbra. La arrojó tras la columna y saltó para unirse a ella en el momento en que se desataba la verdadera destrucción de Shoat. Parecía un verdadero ejército por sí solo. Su munición caía como rayos, detonando en explosiones de luz blanca, rociando la biblioteca con letales esquirlas. Disparó a uno y otro lado, en abanico, sobre las ruinas, y los abisales cayeron.

La columna derribada les protegió de las balas, pero no de las esquirlas. Ike arrastró algunos cuerpos y los situó por encima de ellos, como sacos terreros.

Ali gritó al contemplar cómo se destrozaban y se incendiaban preciosos códices, inscripciones y rollos. Delicados globos de cristal, con escritura grabada por su parte interior al aguafuerte, gracias a algún proceso perdido, estallaron en trozos diminutos en medio del fragor. En polvo se convirtieron las tablillas de arcilla que describían a satanes, divinidades y ciudades diez veces más antiguas que el mito mesopotámico de la creación de Emannu Elish. La deflagración se extendió hacia las entrañas de la biblioteca, alimentándose de pergaminos, papiros y papel de arroz, y de disecados artefactos de madera.

La ciudad misma parecía aullar. Las masas huyeron colina abajo, alejándose de las ruinas, mientras los mártires se amontonaban alrededor de Thomas, en un intento de proteger a su señor de una mayor profanación. Con un grito, Isaac se lanzó hacia la oscuridad, en busca de los asesinos, seguido velozmente por los guerreros.

Ali se asomó sobre la columna. Los fogonazos del cañón de Shoat seguían destellando en la boca del distante nido de francotirador. Un solo disparo habría conseguido todo lo que Shoat necesitaba para escapar. En lugar de eso, la cólera desatada lo había descontrolado por completo.

Mientras aún duraba el caos, Ike empezó a trabajar en la transformación de Ali. No se anduvo con miramientos. Las llamas, la sangre, la destrucción de toda aquella antigua tradición, de la ciencia y las historias habían sido demasiado para ella. Ike empezó por arrancarle las ropas y luego la untó con grasa ocre tomada de los cuerpos que los rodeaban.

Utilizó su cuchillo para cortar pieles curtidas y cabellos anudados de los muertos. La vistió como ellos, y con la sangre le endureció el pelo con formas de cuernos. Apenas una hora antes había sido una erudita enfrascada en los textos, como invitada del imperio. Ahora estaba completamente sucia y empapada de muerte.

—¿Qué estás haciendo? —lloró ella.

—Todo ha terminado. Nos marchamos. Solo espera.

Los disparos cesaron.

Habían encontrado a Shoat.

Ike se levantó.

Agachado para protegerse del fuego de los escritos, mientras los heridos todavía se debatían y se cortaban ciegamente con las afiladas esquirlas de metralla, tiró de Ali para ponerla en pie.

—Rápido —le dijo, y le arrojó unos andrajos sobre la cabeza.

Pasaron junto a Thomas, que yacía en medio de sus fieles, quemado y sangrando, paralizado dentro de la armadura. Tenía el rostro algo chamuscado, pero intacto. Increíblemente, todavía estaba con vida. Tenía los ojos abiertos y miraba a su alrededor.

Ali pensó que la bala tenía que haberle roto la columna vertebral. Solo podía mover la cabeza. Medio enterrado entre las víctimas de Shoat, reconoció a Ali y a Ike cuando le miraron. Abrió la boca para denunciarlos, pero las cuerdas vocales se le habían quemado y no produjo sonido alguno.

Llegaron más abisales para atender a su dios-rey. Ike agachó la cabeza y empezó a bajar la rampa, tirando de Ali. Todo parecía indicar que, en medio de la confusión, iban a poder salir de allí limpiamente. Entonces, Ali sintió que alguien le sujetaba del brazo por detrás.

Era la muchacha. Tenía el rostro salpicado de sangre y estaba herida y asustada. Se dio cuenta inmediatamente de su estratagema, del disfraz abisal, de su huida hacia la salida. Lo único que tenía que hacer era gritar para denunciarles.

Ike empuñó su cuchillo. La muchacha miró la hoja negra y Ali imaginó lo que estaba pensando. Educada como una abisal, sospecharía inmediatamente la intención más asesina.

En lugar de eso, Ike le ofreció el cuchillo. Ali vio cómo los ojos de la muchacha se desplazaban de uno a otro. Quizá recordaba algún gesto de amabilidad que habían tenido con ella, o una demostración de misericordia. Quizá vio en el rostro de Ike algo que también le pertenecía, una conexión con su propio espejo. Fuera cual fuese la razón que dirigió sus impulsos, lo cierto fue que tomó su decisión.

La muchacha apartó la cabeza por un momento y, cuando se volvió para mirar, los bárbaros ya se habían marchado.