23
EL MAR

Había dejado de ser un espacio en blanco de delicioso misterio…

Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas

Por debajo de las fosas de las Marianas y de Yap, a 12 400 m

El mar se extendía ante ellos. Llevaban caminando desde hacía cuarenta y un días. Ike procuraba tenerlos bien controlados. Marcaba el ritmo, descansaba cada media hora, circulaba entre ellos como Gunga Din, les llenaba las botellas de agua, los felicitaba por su resistencia.

—¿Dónde estabais cuando os necesité en el Makalu? —les decía—. Si hubiera podido contar con gente como vosotros…

El siguiente más fuerte del grupo era Troy el forense, que probablemente se tomaba sus copas en Barrio Sésamo cuando Ike se enfrentaba a sus picos del Himalaya. Realizaba un magnífico trabajo tratando de ser como Ike, solícito y útil a los demás. Pero también él se estaba agotando A veces, Ike lo colocaba al frente, en un puesto de confianza, que era su forma de hacerle honor. Ali decidió que lo mejor que podía hacer para ayudar era caminar con Twiggs, cuya desaparición hubieran deseado todos los demás. Desde el momento en que se despertaba, el hombre no hacía más que lloriquear, rogar y cometer pequeños hurtos. El microbotánico era un mendigo nato. Solo Ali podía tratar con él y lo hacía como si fuese una novicia adolescente con granos en la cara. Cuando Pía o Chelsea se maravillaban ante su paciencia, Ali les explicaba que si no fuera Twiggs sería alguna otra persona. Nunca había visto a una tribu que no contara con su chivo expiatorio.

Sus tiendas de campaña habían pasado a mejor vida. Ahora dormían en delgadas colchonetas enrollables, como única pretensión de su antigua civilización. Solo a tres de ellos les quedaba el saco de dormir, pues el kilo y medio de peso había demostrado ser excesivo para llevarlo a cuestas. Cuando la temperatura bajaba, se apretujaban unos a otros, envueltos en los sacos extendidos sobre el montón de cuerpos. Ike raras veces dormía con ellos. Habitualmente, tomaba la escopeta y se alejaba, para regresar por la mañana. Una de esas mañanas, antes de que Ike regresara de su patrulla nocturna, Ali se despertó y descendió hasta el mar para lavarse la cara. Una neblina propia de los pantanos avanzaba sobre la orilla, aunque ella veía lo suficiente como para saber dónde ponía los pies, sobre la arena. Cuando estaba a punto de rodear una gran roca redonda, oyó ruidos.

Los sonidos eran delicados y tenues. Enseguida se dio cuenta de que no hablaban en inglés y, probablemente, en ningún idioma humano. Escuchó con mayor atención y luego avanzó varios pasos más, sin hacer el menor ruido, hasta el borde de la roca, aunque manteniéndose escondida. Daba la impresión de que allí abajo había dos figuras. Escuchó en silencio las voces que murmuraban y emitían clics y, lentamente, se fue introduciendo en un horizonte diferente de la existencia. No cabía la menor duda de que eran abisales.

Contuvo la respiración. El sonido de una de las figuras no era muy diferente al agua que chapoteaba ligeramente sobre la arena de la orilla. La otra era menos articulada en la pronunciación de las vocales, con sonidos más cortantes y secos en su encadenamiento de palabras. Parecían amables, como dos viejos amigos. Se asomó desde el otro lado de la roca para verlos.

Resultó que no eran dos, sino tres. Uno era una gárgola similar a las que Shoat e Ike habían matado. Se encontraba acuclillado al borde mismo del agua, con las manos planas sobre el líquido, mientras sus alas se movían lánguidamente arriba y abajo. Las otras dos figuras parecían anfibios, o algo similar, como pescadores que no tuvieran más recuerdo que el mar, medio hombres medio peces. Uno estaba tumbado de costado sobre la arena, con los pies en el agua, mientras que el otro se dejaba mecer en ella, en reposo. Tenían las cabezas en forma de huso y los ojos grandes de las focas, pero con dientes muy afilados. Su carne era lisa, lustrosa y blanca, con pequeños pelos negros en el lomo.

Ali tenía miedo de que huyeran si se asomaba. De pronto, temió que no se marcharan. Uno de los anfibios se agitó y se revolvió para verla, mostrándole su grueso falo. Estaba erecto. Ali se dio cuenta entonces de que se lo había estado acariciando. La gárgola flexionó la boca como un babuino y la arcada dental que mostró fue algo depravado.

—Oh —exclamó Ali estúpidamente.

¿En qué había estado pensando al venir aquí a solas?

La observaron con la compostura de unos filósofos en una encrucijada. Uno de los anfibios siguió adelante y terminó de expresar su pensamiento en su suave lenguaje, sin dejar de mirarla.

Ali consideró la idea de regresar corriendo adonde estaba el grupo. Retrocedió un paso para volverse y echar a correr. La gárgola dirigió hacia ella la más breve de las miradas de soslayo.

—No te muevas —murmuró entonces la voz de Ike.

Estaba acuclillado en lo alto de la roca, a su izquierda, equilibrado sobre los talones. La pistola que sostenía en una mano parecía colgar de ella relajadamente.

Los abisales no volvieron a hablar. Tenían esa peculiar facilidad que poseen los orientales para los silencios prolongados. El que se había estado acariciando continuó haciéndolo con la complacencia de un mono, sin demostrar la menor timidez, pero tampoco un propósito definido. No se oía nada, excepto el lamer del agua sobre la arena, y el sonido de la piel del que se rascaba.

Al cabo de un rato, la gárgola dirigió una última mirada a Ali; luego se impulsó hacia adelante, sobre la superficie del agua, y se alejó, batiendo lentamente las alas, sin elevarse más que unos pocos centímetros sobre el mar. Trazó una diagonal hacia la neblina y desapareció en ella.

Para cuando Ali volvió a fijar su atención sobre los anfibios, uno de ellos se había desvanecido. El único que quedaba, el masturbador, alcanzó un estado de abulia y abandonó su actividad. Se deslizó bajo el agua y fue como si hubiera sido tragado por una enorme boca. Los labios del mar se cerraron sobre él.

—¿Ha ocurrido esto realmente? —preguntó Ali en voz baja.

El corazón le latía con fuerza. Se adelantó para comprobar las huellas en la arena, para confirmar la realidad.

—No te acerques al agua —le advirtió Ike—. Te está esperando.

—¿Sigue ahí?

¿Cómo podía ser que sus abisales zen estuvieran allí, al acecho? Pero si estaba todo muy tranquilo…

—Será mejor que retrocedas, por favor. Empiezas a ponerme nervioso, hermana.

—Ike, ¿puedes entender lo que dicen? —preguntó ella de pronto.

—Ni una sola palabra. A estos no.

—¿Hay otros?

—No hago más que decirlo: no estamos solos.

—Pero haberlos visto realmente…

—Ali, hemos estado cruzando entre ellos constantemente.

—¿Como estos?

—Y como otros de los que preferirías no saber nada.

—Pero si parecían pacíficos. Casi como tres poetas. —Ike hizo chasquear la lengua—. Entonces, ¿por qué no nos han atacado?

—No lo sé. Intento imaginarlo. Es casi como si me conocieran. —Vaciló antes de añadir—: O a ti.

Branch iba retrasado y se sentía débil.

Seguía el camino que habían tomado los expedicionarios de Helios, pero el rastro serpenteaba, o quizá fuera él. Sabía que era propio de él. Las picaduras de los insectos le habían puesto enfermo y lo mejor que podía hacer era encontrar una madriguera y esperar a que se le pasara la fiebre. Pero con tanta presencia humana por los alrededores, no confiaba en ninguna madriguera.

La parada no haría sino atraer a depredadores de muchos kilómetros a la redonda. Si lo encontraban convaleciente en un agujero, todo habría terminado. Por eso, Branch mantuvo la marcha.

Las heridas de toda una vida le dificultaban el ritmo. El delirio le absorbía la atención. Se sentía muy viejo. Parecía como si hubiese estado viajando desde el principio de los tiempos.

Llegó a una estrecha chimenea, por la que se deslizaba un pequeño riachuelo. Con el fusil en bandolera, Branch descendió por la cuerda hacia el abismo. Al llegar al fondo, tiró de la cuerda, la enrolló y siguió su camino. Era nuevo en aquella región, pero no un novato.

Encontró el esqueleto de una mujer. El largo cabello negro le colgaba del cráneo, lo que era algo insólito, porque, debidamente anudado, aquello habría constituido una buena cuerda. El hecho de que lo dejaran allí le indicó que debía de haber otros muchos humanos disponibles en el mismo estado. Eso estaba bien. De ese modo los depredadores sentirían menos inclinación a cazarlo.

Durante el día, Branch encontró más restos de humanos: esqueletos enteros, costillas sueltas, una huella o una mancha seca de orina, o el olor característico del Homo sapiens entre los excrementos abisales. Alguien había rascado sus nombres en la pared, junto con una fecha. Una fecha de solo dos semanas antes le hizo concebir esperanzas.

Entonces encontró el montón de trajes de supervivencia, algunos de los cuales estaban rasgados o cortados. Para un abisal, los trajes de neopreno debieron de parecer como pieles sobrenaturales o incluso como animales vivos. Revisó el montón y se puso uno que estaba completo y le ajustaba bien.

Poco después, Branch encontró los rollos de papel con los mapas de Ali. Los revisó apresuradamente, por orden cronológico. Al final, la mano de otra persona había narrado la traición de Walker al llegar al mar y la dispersión del grupo. Pronto pudo hacerse una composición de lugar y comprendió por qué este grupo se había separado, lo cual le había hecho vulnerable, y por qué no encontraba a Ike entre ellos. También comprendió hacia dónde tenía que moverse para encontrar aquel mar subterráneo. A partir de allí podía encontrar más señales, y la crónica de Ali tenía perfecto sentido para él. Tomó los mapas y siguió su camino.

Un día más tarde, Branch se dio cuenta de que le seguían los pasos.

Pudo olerlos en la corriente de aire, y eso lo perturbó. Significaba que debían de estar muy cerca, porque su olfato no era tan agudo. Ike los habría detectado mucho antes. Una vez más, se sintió viejo.

Tuvo ante sí las mismas dos alternativas que tiene cualquier animal: luchar o huir. Branch prefirió echar a correr.

Tres horas más tarde llegó al río. Vio el sendero que se extendía a lo largo de la orilla, pero ya era demasiado tarde. Se giró en redondo y allí estaban. Eran cuatro, abiertos en abanico sobre la ladera, por encima, pálidos como larvas.

Una delgada lanza, con la punta de obsidiana sujeta por juncos, se estrelló sobre la roca, a su lado. Otra se hundió en el agua. Le habría resultado fácil disparar contra el más joven, que se le acercaba por la izquierda. Pero eso aún habría dejado a tres de ellos y exactamente la misma necesidad de hacer lo que hizo entonces.

El salto fue torpe, dificultado por el fusil y el tubo de mapas con envoltura impermeable. Tuvo la intención de caer en aguas abiertas, pero su pie derecho se golpeó contra una roca. Oyó el limpio chasquido de su rodilla derecha. Se aferró al fusil, pero los mapas se le cayeron a la orilla. El impulso, por sí solo, fue suficiente para introducirlo en la corriente, que se lo tragó.

Durante todo el tiempo que pudo contener la respiración, Branch dejó que el río lo arrastrara. Finalmente, tiró de la anilla de seguridad del traje de supervivencia y notó cómo se inflaban las vejigas. Salió a flote a la superficie, como un corcho.

El abisal más rápido todavía intentaba encontrar su pista a lo largo del río. En cuanto la cabeza de Branch asomó por encima del agua, el abisal se apresuró a lanzar.

La lanza se hundió profundamente en él al tiempo que disparaba desde debajo del agua; el disparo se abrió hacia arriba en alargadas patas de gallo. El abisal se giró sobre sí mismo, muerto, y cayó de bruces al agua. El río lo arrastró, alrededor de recodos y ángulos, alejándolo del peligro.

Durante los cinco días siguientes, Branch tuvo al abisal muerto por compañero, mientras ambos eran arrastrados hacia el mar. El río, como una madre, se mostraba imparcial para con las diferencias de sus hijos. Bebió su agua y su fiebre disminuyó.

La lanza terminó por salirse por sí sola.

Unas anguilas parásitas le chuparon suavemente. Se alimentaron de su sangre, pero la herida se mantuvo limpia. En alguna parte, a lo largo del camino, consiguió devolver a su sitio la rodilla dislocada.

Con todo aquel dolor no fue nada extraño que soñara tanto, mientras era arrastrado hacia el mar.

Más atrás, en la orilla del río, una monstruosidad, pintada, tintada y llena de cicatrices, recogió el tubo de mapas, Les quitó la envoltura impermeable y sujetó las esquinas con rocas, mientras los abisales se reunían a su alrededor. Ellos no sabían comprender aquella clase de cosas. Pero Isaac observó el gran cuidado y detalle que había desplegado el cartógrafo en aquellas páginas.

—Hay esperanza —dijo en abisal.

Durante días habían estado observando un brillo nebuloso del color de la leche, que ocupaba la grupa de su horizonte. Pensaron que podría tratarse de una nube o del vapor producido por una cascada, o quizá de un iceberg varado, Ali temió que estuvieran sufriendo alucinaciones colectivas producidas por el hambre, pues ya empezaban a tambalearse en el camino y a hablar a solas. Nadie imaginaba encontrar una fortaleza junto al mar, tallada en acantilados fosforescentes.

Tenía cinco pisos de altura, y sus muros eran tan suaves como el alabastro egipcio. Había sido cortada gradualmente a partir de la roca sólida. Según les dijo Twiggs era de caliza no oolítica. Los romanos solían obtenerla de canteras de la antigua Bretaña. Era la piedra utilizada en la construcción de la abadía de Westminster. Una calcita blanca y cremosa surgía del suelo y ofrecía un aspecto tan blando como el jabón que a lo largo de los años se secaba para adquirir la dureza perfecta para la escultura. La adoraba por los residuos de polen que contenía.

Hacía mucho tiempo, los abisales habían tallado la cara de esta pared, arrancándole la piedra más blanca para construir un complejo de salas, defensas y estatuas, todas hechas de una sola pieza. No se le había añadido un solo bloque o ladrillo, y aquello formaba un único y enorme monumento.

Con una anchura tres veces superior a su altura, la fortaleza estaba vacía y en bastante mal estado. Respiraba el mar y estaba claro que había sido el baluarte del comercio de algún gran imperio desaparecido. Podía verse lo que quedaba en los muelles de piedra y en las rampas sumergidas un par de centímetros en el agua.

A pesar de estar tan debilitados por el hambre, se sintieron seducidos. Recorrieron las estancias peladas que daban al mar nocturno y a los farallones por debajo de la fortaleza, en su parte posterior. Se habían tallado escalones en los lados del acantilado, aparentemente miles de ellos, que daban a nuevas profundidades.

Fueran quienes fuesen los seres contra los que los abisales habían construido este monstruo defensivo, no eran humanos. Ali calculó que la fortaleza se remontaba a 15 000 años atrás, y probablemente más.

—El hombre seguía tallando el pedernal en las cuevas mientras esta civilización abisal mantenía un comercio ribereño a lo largo de miles de kilómetros de costa. Dudo mucho que constituyéramos una amenaza para ellos.

—Pero ¿adónde se marcharon? —preguntó Troy—. ¿Qué pudo haberlos destruido? Mientras recorrían la mole medio derrumbada, encontraron a un pueblo de otra época. Las salas y parapetos de la fortaleza se habían construido a escala del Homo, con techos planificados a una altura notablemente uniforme de dos metros.

Las paredes contenían restos de imágenes grabadas, de escrituras y glifos, y Ali declaró que aquella escritura era más antigua de la que habían visto antes. Estaba segura de que ningún epigrafista había visto aquella escritura.

En lo más profundo del cavernoso interior se elevaba una columna aislada. Alcanzaba los veinte metros de altura, en una gran cámara abovedada, situada en el corazón mismo del edificio. Una plataforma elevada los separaba de la base del capitel. Recorrieron una circunferencia completa alrededor de la inmensa sala, siguiendo los estrechos pasillos, iluminando con las luces la sección superior de la aguja. No había puertas ni escalones que condujeran hasta la plataforma.

—La aguja podría ser la tumba de un rey —dijo Ali.

—O el torreón de un castillo —dijo Troy.

—O un buen viejo y anticuado símbolo fálico —propuso Pia, que estaba allí porque su amante, el primatólogo Spurrier, confió en Gitner menos de lo que confiaba en Ike—. Como una roca de Siva o el obelisco de un faraón.

—Tenemos que descubrirlo —dijo Ali—. Podría ser importante.

Importante para su búsqueda del desaparecido Satán, aunque no lo dijo.

—¿Qué propones? ¿Que esperemos a ver si nos salen alas? —preguntó Spurrier—. No hay escalera.

Con un delgado rayo de luz de su linterna, Ike siguió el trazado de un conjunto de manijas de agarre talladas en la parte superior de la pared circular de la plataforma. Abrió la mochila de cincuenta kilos de peso y vació todo su contenido; todos aprovecharon para echar un vistazo.

—¿Sigues llevando cuerda? —preguntó Ruiz, el séptimo de los que habían decidido acompañar a Ike—. ¿Cuántos rollos llevas ahí?

Ali vio incluso un par de calcetines limpios. ¿Después de todos aquellos meses?

—Fijaos en todas esas raciones de supervivencia —dijo Twiggs—. Nos las has estado quitando a los demás.

—Cierra el pico, Twiggy —le cortó Pia—. Son sus raciones.

—Tomad, estaba esperando este momento —dijo Ike, que les fue entregando los paquetes de comida—. Son los últimos que nos quedan. Feliz día de Acción de Gracias.

En efecto, era el 24 de noviembre.

Fueron voraces. Sin mayores ceremonias, el resto de miembros de la Sociedad Julio Verne abrió los paquetes, calentó el jamón y las rebanadas de pina y llenó sus doloridos estómagos. No se tomaron la molestia de racionar la comida.

Ike, mientras tanto, se dedicó a desenrollar una de sus cuerdas. Rechazó la comida, y aceptó algunas de las latas, aunque solo de las rojas. De todos modos, ellos no sabían qué hacer con ellas y solo se peleaban por las migajas de dulce.

—Pero si no hay diferencia alguna con las amarillas o las rojas —comentó Chelsea.

—Claro que la hay —replicó Ike—. Son rojas. —Ike se ató un extremo de la cuerda a la cintura—. Llevaré la cuerda tras de mí. Si encuentro algo allá arriba, la sujetaré y podréis subir para echar un vistazo.

Armado con el foco del casco y su única pistola, Ike se aupó sobre los hombros de Spurrier y Troy y luego se lanzó de un salto para alcanzar la manija más baja. Desde allí solo tuvo que subir siete metros hasta lo alto. Se afianzó como una araña, se sujetó al borde de la plataforma y empezó a izarse a pulso. De pronto, se detuvo y, desde abajo, lo vieron mantenerse inmóvil durante un minuto.

—¿Ocurre algo? —preguntó Ali.

Ike los miró desde arriba.

—Será mejor que subáis a verlo vosotros mismos.

Hizo nudos en la cuerda y les improvisó una escala. Uno tras otro, ascendieron, débiles, necesitados de ayuda. Iban a necesitar más de una comida para recuperar su fortaleza.

Entre ellos y la torre les esperaba un ejército de cerámica. Sin vida y, sin embargo, vivo.

Eran guerreros abisales, hechos de terracota vidriada. De frente hacia los intrusos, eran varios cientos. Aparecían dispuestos en círculos concéntricos alrededor de la torre, y cada estatua llevaba un arma y mostraba una expresión feroz. Algunos todavía conservaban una armadura hecha de delgadas planchas de jade unidas con eslabones de oro. Como máximo, el tiempo había tensado o roto el oro y las placas se habían caído a sus pies, dejando desnudos a los maniquíes abisales.

Resultaba difícil no hablar en susurros. Se quedaron impresionados, intimidados.

—¿Con qué nos hemos topado? —preguntó Pia.

Algunos blandían garrotes terminados en puntas de obsidiana, preaztecas. Eran atlatls, lanzadores de lanzas, mazas de piedra con cadenas y mangos de hierro. Algunas de las armas mostraban signos geométricos de tipo maorí, pero tenían que ser anteriores a la cultura maorí por lo menos unos catorce mil años. Las lanzas y flechas hechas de junco abisal se habían dotado no de plumas de animales, sino de espinas de pescado.

—Esto es como la tumba Qin, en China, aunque más pequeño —comentó Ali.

—Y siete veces más antiguo —sentenció Troy—. Y abisal.

Penetraron con precaución entre los círculos de centinelas, teniendo mucho cuidado en dónde ponían los pies, como estudiantes de tai-chi para no perturbar la escena. A los que todavía les quedaba película tomaron fotografías.

Ike enfundó la pistola y fue de uno a otro, reuniendo cosas que solo tenían significado para él. Ali se limitó a recorrer la plataforma acompañada por Troy, la verdadera imagen del asombro.

—Estas pieles del suelo están llenas de mercurio —dijo él, señalando la red tallada en el lecho de piedra—. Y se mueve como si fuese sangre. ¿Cuál podrá ser el significado?

Resultaba relativamente fácil imaginar, por los detalles, que las estatuas se habían construido siguiendo fielmente a los modelos originales. En tal caso, los guerreros habrían tenido una extraordinaria altura media de un metro setenta y ocho centímetros… hacía quince mil años. Según señaló Troy, siempre era un error generalizar demasiado a partir del aspecto de un ejército, pues estos tenían tendencia a reclutar a los ejemplares más sanos y físicamente mejor preparados de una población. Aun así, durante ese mismo período neolítico, el Homo sapiens medio solo alcanzaba una altura de diez a quince centímetros más baja.

—Frente a estos tipos, Conan el Bárbaro no habría sido más que un enano mesomórfico al frente de un puñado de insignificantes humanos —dijo Troy—. Eso hace que uno se pregunte por qué, con su tamaño tísico, su nivel de organización social y su riqueza, no nos invadieron los abisales.

—¿Y quién dice que no nos invadieron? —preguntó Ali, sin dejar de estudiar las estatuas—. Lo que me intriga es lo doblada que está la base craneal y lo rectas que son las mandíbulas. ¿Recordáis aquella cabeza que trajo Ike? El cráneo encajaba de modo diferente en el cuello. Eso lo recuerdo claramente. Se extendía hacia adelante, como un chimpancé. Y la mandíbula mostraba un pronunciado adelantamiento.

—Yo también lo observé —asintió Troy—. ¿Estás pensando lo mismo que yo?

—¿Inversión?

—Exactamente. Es una posibilidad. —Troy abrió las manos—. Desde luego, no puedo estar seguro, Ali. En términos corrientes, la mandíbula recta, lo que técnicamente se conoce como ortognatismo, constituyó un salto evolutivo respecto del rasgo más primitivo de la mandíbula adelantada. La antropología, sin embargo, no se ocupa del avance evolutivo, como tampoco lo hace de su retroceso. Una mandíbula recta se llama un rasgo «derivado». Lo mismo que todos los rasgos, se trata de una adaptación a las condiciones medioambientales. Pero las presiones evolutivas se hallan en flujo constante y pueden conducir al desarrollo de nuevos rasgos que, a veces, parecen primitivos. A eso se le llama inversión. La inversión no supone un retroceso más que en apariencia. No es un regreso a un rasgo primitivo, sino un nuevo rasgo derivado que imita el rasgo primitivo. En este caso, los abisales habían evolucionado hacia una mandíbula recta hacía quince o veinte mil años antes, como podía verse por aquellas estatuas, pero aparentemente habían derivado a una mandíbula adelantada, que les daba un aspecto muy simiesco y primitivo. Al margen de cuál fuese la razón, el Homo abísalis parecía hallarse en proceso de inversión.

La importancia que aquello tenía para Ali se relacionaba con lo que significaba para el lenguaje el conocimiento abisal. Una mandíbula recta proporciona capacidad para pronunciar una gama más amplia de consonantes, mientras que la estructura erecta de la unión cuello-cráneo, la llamada flexión basicraneal, significa una laringe o caja de resonancia más baja, lo cual permite una gama de vocales más amplia. El hecho de que las estatuas abisales de 15 000 años de antigüedad tuvieran mandíbulas rectas y cabeza erecta, unos rasgos que no mostraba el trofeo de Ike, sugería que podrían haber tenido problemas con el lenguaje abisal moderno y, posiblemente, con su conocimiento. Ali también recordó la observación de Troy sobre la simetría en el cerebro abisal. Parecía como si las condiciones subterráneas hubieran hecho evolucionar a los abisales, transformándolos de unas criaturas capaces de esculpir esta fortaleza, cocer estos guerreros de terracota y recorrer el mar y los ríos, en prácticamente unas bestias. Ike había dicho que los abisales ya no podían leer la escritura abisal. ¿Y si hubieran perdido también su capacidad para razonar? ¿Y si resultaba que Satán no era más que un cretino salvaje? ¿Y si los Gitner y Spurrier del mundo tenían razón y el Homo abisalis no merecía mejor tratamiento que un perro depravado?

—Sin embargo, ¿cómo pudieron experimentar una inversión tan rápida? —se preguntó Troy—. Digamos que en veinte mil años. No es tiempo suficiente para que se produjera una evolución tan pronunciada, ¿verdad?

—No me lo puedo explicar —dijo Ali—. Pero no olvides que la evolución es una respuesta al medio ambiente, y fíjate en el medio ambiente. Rocas radiactivas, gases químicos, descargas electromagnéticas, anomalías gravitacionales. ¿Quién sabe? Quizá todo se deba a la genética.

Ike se había adelantado con Ruiz y Pia y examinaba tres figuras que sostenían espadas de fuego, mirándoles las caras como si comprobara su propia identidad.

—¿Ocurre algo? —preguntó Ali.

—Ahora ya no son así —contestó Ike—. Son similares, pero han cambiado.

Ali y Troy se miraron.

—¿Qué quieres decir?

Ali pensó que quizá hablaba de algunas de las diferencias físicas que ella y Troy habían observado. Ike levantó las manos y señaló toda la plataforma.

—Fijaos en esto. Esto es… esto fue… grandeza, magnificencia. En todo el tiempo que he pasado entre ellos, nunca encontré un solo atisbo de esto. ¿Magnificencia? No, nunca.

Pasaron el resto del primer día y el siguiente dedicados a explorar. La humedad rezumaba en los dinteles de las puertas y derribaba las secciones. Hacia el interior encontraron una gran cantidad de reliquias, la mayoría de ellas humanas. Había monedas antiguas de Estigia y Creta, mezcladas con cuartos de dólar americano y doblones españoles acuñados en México. Encontraron botellas de Coca-Cola, tarjetas japonesas de béisbol y una llave de arma de fuego de pedernal, un juego de armadura de samurai, un espejo inca, y debajo de eso, figurillas y tablillas de arcilla y huesos tallados de civilizaciones olvidadas hacía tiempo. Uno de los descubrimientos más extraños fue una esfera armilar, un instrumento renacentista de enseñanza compuesto por varias esferas metálicas, unas dentro de otras, para representar las revoluciones planetarias.

—¿Qué demonios haría un abisal con algo como esto? —preguntó Spurrier.

Pero lo que más les atrajo fue la plataforma circular, con su ejército rodeando la aguja de piedra. Por muy valiosos que fuesen los artefactos humanos diseminados por la fortaleza, eran vulgares en comparación con la exposición de la torre. Durante la segunda mañana, Ike encontró una serie de pomos ocultos en la propia torre. Utilizándolos como puntos de apoyo, realizó una osada ascensión, sin protección, hasta lo alto de la columna.

Luego le vieron mantener el equilibrio sobre lo alto del capitel. Permaneció allí durante largo rato. Luego, les gritó que apagaran las luces. Permanecieron sumidos en la oscuridad durante media hora, envueltos por la débil incandescencia que brotaba del suelo.

Cuando volvió a bajar por la cuerda, Ike parecía increíblemente impresionado.

—Nos encontramos en su mundo —dijo—. Toda esta plataforma es un mapa gigantesco. La aguja se construyó como una estación de observación.

Miraron a su alrededor, a los pies, y lo único que vieron fueron entalladuras serpenteantes sobre una superficie plana sin pintar. Pero, durante toda la tarde, Ike los subió por turno, ayudados por las cuerdas, y pudieron verlo con sus propios ojos. Cuando le tocó el turno a Ali, Ike ya había realizado seis veces la ascensión y empezaba a familiarizarse con algunas partes del mapa. Ali se encontró con que la parte superior era plana y pequeña, de poco menos de tres metros cuadrados. Al parecer, nadie, excepto Ike, se había sentido cómodo de pie en lo alto, así que había preparado un par de bucles con la cuerda, para que la gente pudiera sentarse, con las piernas colgando por fuera. Ali se apretó junto a Ike, a veinte metros de altura, mientras adaptaba su visión nocturna.

—Es como un gigantesco mándala de arena, pero sin arena —dijo Ike—. Resulta extraño que me encuentre continuamente aquí abajo con fragmentos de mándala. Hablo de lugares como los situados por debajo de Irán o de Gibraltar. Pensaba que los abisales habían secuestrado a un puñado de monjes a los que pusieron a trabajar en tareas de decoración, pero ahora lo comprendo todo.

Y también lo comprendía ella. En un círculo gigantesco que la rodeaba, la plataforma situada por debajo empezó a irradiar colores fantasmagóricos.

—Es alguna especie de pigmento introducido en la piedra —dijo Ike—. Quizá hubo un tiempo en el que también se pudo ver a ras del suelo. No obstante, me gusta la idea de un mapa invisible. Probablemente, las personas corrientes como nosotros nunca debieron de tener acceso a este conocimiento. Únicamente a la élite se le habría permitido subir hasta aquí para contemplar la imagen completa.

Cuanto más tiempo esperaba, más se adaptaba su visión. Los detalles empezaron a aclararse. Las incisiones con mercurio fluido se convirtieron en diminutos ríos que surcaban la superficie. Las líneas de turquesa, rojo y verde se entremezclaban y ramificaban siguiendo pautas fantásticas, representando los túneles.

—Creo que esa gran mancha es nuestro mar —dijo Ike. La forma negra se hallaba cerca de la base de la torre. Las marcas de los caminos confluían desde regiones muy alejadas. Si esto era real, significaba que allí abajo existían mundos enteros. Al margen de que en otro tiempo se les hubiera conocido como provincias, naciones o fronteras, las abiertas cavidades parecían burbujas de aire dentro de un gran pulmón redondo.

—¿Qué sucede? —preguntó Ali de pronto—. Parece cobrar vida.

—Tu vista sigue adaptándose —le dijo Ike—. Espera y verás. Es tridimensional.

De repente, lo que parecía plano se hinchó y adquirió contornos y profundidad. Las líneas de color ya no se superponían, sino que tenían sus propios niveles, se hundían y se elevaban entre otras líneas.

—Oh —murmuró Ali—. Tengo la impresión de estar cayendo.

—Lo sé. Esto se abre, y se abre más y más. Está todo en el arte. De algún modo, las culturas himalayas tienen que haberlo copiado hace mucho tiempo. Ahora los budistas lo utilizan para trazar los planos de los palacios dharma. Si meditas el tiempo suficiente, la geometría se transforma en una ilusión óptica de un edificio. Pero aquí es donde encuentras la intención original. Un mapa de todo el interior de la Tierra.

Hasta la mancha negra del mar tenía dimensiones. Ali pudo contemplar su superficie plana y, por debajo de ella, los recortados perfiles de su lecho. Las líneas del río aparecían suspendidas en el espacio intermedio.

—No estoy muy seguro de saber cómo se interpreta esto, No hay norte-sur, ni escala —dijo Ike—. Pero no cabe la menor duda de que aquí hay una lógica. Fíjate en la línea costera de nuestro mar. Puedes ver perfectamente el camino que hemos seguido para llegar hasta aquí.

Era diferente del camino que ella había dibujado en sus propios mapas. A falta de brújula, los mapas que seguía haciendo eran proyecciones de su deseo de avanzar hacia el oeste, y constituían esencialmente una línea recta con recodos. Estas líneas, en cambio, eran más lánguidas y plenas. Ahora comprendía lo estrechamente que había disciplinado su temor a este espacio. El mundo subterráneo era prácticamente infinito y se parecía más al cielo que a la tierra.

El mar tenía la configuración de una pera alargada. Ali intentó en vano distinguir alguna característica a lo largo de la ruta de la derecha seguida por Walker. Aparte de extrapolar los ríos que se cruzaban con esa ruta, no pudo detectar sus peligros.

—Esta aguja tiene que representar el centro del mapa, su fortaleza —dijo Ali—. Como una especie de X que marcara el lugar. Pero en realidad no toca el mar. De hecho, el mar se encuentra a alguna distancia.

—Eso también me intrigó a mí —asintió Ike—. Pero ¿te das cuenta de que todas las líneas convergen aquí, en la aguja? Todos hemos mirado hacia afuera sin encontrar esa clase de convergencia. El sendero por el que llegamos continúa fluyendo a lo largo de la línea de la costa. Y un camino desciende desde atrás, un solo camino. Ahora creo que solo somos un punto en uno de numerosos caminos. —Señaló hacia donde una sola línea verde se separaba del mar—. Ese punto, en ese camino.

Si Ike tenía razón y si las proporciones del mapa eran ciertas, quería decir que el grupo apenas había recorrido una quinta parte de la circunvalación del mar.

—Entonces, ¿qué podría representar esta aguja? —preguntó Ali.

—He estado pensando en ello. Ya conoces el dicho de que todos los caminos conducen a…

—¿Roma? —preguntó ella, con la respiración entrecortada. ¿Podía ser?

—¿Por qué no? —preguntó él.

—¿El centro del infierno antiguo?

—¿Puedes levantarte un momento? —le pidió Ike—. Yo te sujetaré por las piernas.

Ali se puso de rodillas sobre el vértice de un metro de anchura, y luego se puso de pie. Desde aquella altura suplementaria observó que todas las líneas trazadas convergían hacia sus pies. De repente, tuvo la sensación de poseer un gran poder. Era como si, por un momento, todo el mundo se hubiera fusionado en ella. El centro estaba allí, y solo podía ser el único centro, su destino. Ahora comprendió por qué Ike había descendido tan asombrado la primera vez.

—Mientras estás ahí de pie —dijo Ike, que la sostenía con firmeza por las piernas—, dime si ves el mapa de modo diferente.

—Las líneas son más claras —dijo ella.

Sin nada a lo que sujetarse, sin nada delante o detrás, el panorama parecía salir a su encuentro. La gran red de líneas parecía elevarse cada vez más. De repente, fue como si ya no mirara hacia abajo, sino hacia arriba.

—¡Santo Dios! —exclamó.

La aguja se había transformado en el pozo.

Estaba viendo el mundo desde lo más profundo del mismo.

La cabeza empezó a darle vueltas.

—Déjame bajar, antes de que me caiga —rogó.

—Tengo algo que enseñarte —le dijo Ike esa misma noche.

¿Más?, pensó ella. Las revelaciones de aquella tarde la habían dejado agotada. Parecía sentirse feliz.

—¿No puede esperar hasta mañana? —preguntó.

Se sentía cansada. Habían transcurrido varias horas y todavía se tambaleaba debido a la ilusión óptica del mapa. Y tenía hambre.

—En realidad, no —contestó él.

Habían establecido el campamento dentro de la entrada de columnas, donde una corriente de agua pura brotaba desde un erosionado caño. El hambre que sentían todos era muy intensa. Un día más de exploraciones los había agotado. Los que habían subido hasta lo alto de la aguja eran los que más débiles se sentían. Estaban tumbados en el suelo, la mayoría de ellos doblados sobre sus vacíos estómagos. Pia sostenía a Spurrier, que sufría de migraña. Troy estaba sentado, con la pistola de Ike apuntada hacia el mar y la cabeza caída, medio adormilado. A partir de aquí era evidente que las cosas no iban a mejorar.

—Está bien —asintió Ali, cambiando de opinión. Tomó la mano de Ike y se levantó. Él la condujo hacia un pasillo secreto que contenía su propio tramo de escalones tallados.

—Avanza despacio —dijo él—. Reserva tus fuerzas. Llegaron a una torre que sobresalía por encima de la fortaleza. Tuvieron que arrastrarse por otro conducto oculto y subir más escalones. Mientras ascendían por el tramo final de estrechos escalones, ella observó una intensa luz mantecosa por encima. Ike la dejó ir en primer lugar.

En una estancia desde la que se dominaba el mar, Ike había encendido varias lámparas de petróleo. Eran pequeñas hojas de arcilla que contenían el petróleo y alimentaban la llama por una acanaladura hasta la punta.

—¿Dónde las has encontrado? —preguntó Ali—. ¿Es de ahí de donde procede el petróleo?

En un rincón había tres grandes ánforas de alfarería que bien podrían haber sido extraídas de un antiguo barco griego hundido.

—Estaba todo enterrado en bóvedas de almacenamiento, bajo el suelo. Ahí abajo debe de haber por lo menos cincuenta ánforas más como estas —dijo Ike—. Esto tuvo que haber sido algo así como un faro. Quizá hubo otros a lo largo de la costa, como un sistema de estaciones transmisoras.

Una sola lámpara habría bastado para permitirle ver las huellas de sus dedos. A cientos, las lámparas transformaban la estancia en una habitación dorada. Se preguntó qué aspecto habría tenido para los barcos abisales que navegaban por el mar negro hacía veinte mil años.

Ali se volvió para mirar a Ike. Se dio cuenta de que había hecho aquello por ella. La luz le causaba un poco de daño en los ojos, pero no se los protegió.

—No podemos quedarnos aquí —dijo Ike limpiándose las lágrimas de los ojos—. Quiero que vengas conmigo.

Intentaba no mirar bizqueando. Lo que era hermoso para ella resultaba doloroso para él. Sintió la tentación de apagar algunas de las lámparas para aliviar la incomodidad de Ike, pero decidió que quizá él se sintiera insultado por su gesto.

—No podemos salir de aquí —dijo ella—. No podemos continuar.

—Sí podemos —dijo él indicando con un gesto el interminable mar—. No todo está perdido. Los caminos continúan.

—¿Y los demás?

—Ellos también pueden venir. Pero han perdido la esperanza. Por favor, Ali, no pierdas la esperanza —le rogó fervorosamente—. Ven conmigo.

Estas palabras iban dirigidas solo a ella, como la luz.

—Lo siento. Tú eres diferente, pero yo soy como ellos. Estoy cansada. Quiero quedarme aquí. —Él giró la cabeza, apartando la vista—. Sé que piensas que estoy tranquila.

—No tienes por qué morir —dijo Ike—. No importa lo que les ocurra a ellos, no tenemos por qué morir aquí.

Se mostró inflexible y a ella no le pasó por alto el hecho de que había hablado de ellos, refiriéndose a los dos.

—Ike —empezó a decir, pero se detuvo.

Había ayunado a veces y sabía que aún era demasiado pronto como para que le afectara la euforia. Pero experimentaba una intensa sensación de satisfacción.

—Podemos salir de aquí —la animó él.

—Nos has llevado todo lo lejos que has podido —dijo Ali.

—Has hecho todo lo que hemos querido hacer. Hemos efectuado nuestros descubrimientos. Sabemos que en otro tiempo existió aquí un gran imperio. Pero ahora, todo ha terminado.

—Ven conmigo, Ali.

—No tenemos comida.

Ike levantó la mirada muy ligeramente, apenas de soslayo y nada más. No dijo nada, pero hubo algo en su silencio que la sobresaltó. ¿Sabía acaso dónde había comida? Eso la intrigó.

La astucia aleteó ante ella como la de un animal salvaje. «Yo no soy tú», le decía. Luego, su mirada se hizo más franca y volvió a ser él mismo.

—Me siento agradecida por todo lo que has conseguido para nosotros —siguió diciendo ella—. Ahora solo nos queda reconciliarnos con el lugar adonde hemos llegado en nuestras vidas. Permite que lo hagamos en paz. No tienes razones para quedarte aquí. Deberías marcharte.

Allí estaba, pensó Ali. Toda su nobleza en una sola copa. Ahora le tocaba el turno a él. Se resistiría con galantería. Era propio de Ike.

—Lo haré —dijo él.

Frunció el ceño.

—¿Te marchas? —barbotó, e inmediatamente deseó no haberlo dicho.

Y, sin embargo, ¿se marchaba? ¿La dejaba?

—Pensé en quedarme. Pensé que sería muy romántico. Imagínate cómo podría encontrarnos la gente dentro de diez años. Estarías tú. Y estaría yo. —Ali parpadeó. La verdad era que se había imaginado aquella misma escena—. Y me encontrarían a mí sosteniéndote a ti. Porque eso, sería lo que haría cuando murieras, Ali. Te sostendría en mis brazos para siempre.

—Ike —dijo y volvió a detenerse.

De repente, parecía incapaz de pronunciar algo más que monosílabos.

—Creo que eso sería legal. Después de muerta, ya no serías la esposa de Cristo, ¿verdad? Él podría tener tu alma, y yo me conformaría con lo que quedara.

Aquello era un tanto mórbido, pero reflejaba la verdad.

—Si me estás pidiendo permiso, la respuesta es sí —le dijo ella.

Sí, podía abrazarla. En su imaginación las cosas sucedían al revés. Él moría primero y ella lo sostenía. Pero el concepto era el mismo.

—El problema —siguió diciendo Ike— es que lo pensé un poco mejor y, por decirlo con toda franqueza, llegué a la conclusión de que sería algo bastante duro para mí. —Ali dejó que su mirada se perdiera en la iluminada estancia—. Te conseguiría, es cierto, pero demasiado tarde —terminó diciendo Ike, como si se contestara a sí mismo.

«Adiós, Ike», pensó ella. Ahora, ya solo le faltaba decir las palabras.

—Esto no resulta fácil —dijo Ike.

—Lo sé —asintió Ali, pensando: «Vete con Dios».

—No, creo que no lo sabes.

—Está bien.

—No, tampoco está bien. Eso me rompería el corazón. Acabaría conmigo. —Se humedeció los labios y dio el salto—. Haber esperado contigo hasta que fuese demasiado tarde.

Ali lo miró de pronto. ¿Qué quería decir? Su sorpresa alarmó a Ike.

—Si me voy a quedar, debería poder decirlo —intentó defenderse—. ¿O es que ni siquiera puedo decirlo?

—¿Decir? ¿Qué, Ike? —preguntó con una voz que le sonó muy lejana.

—Ya he dicho bastante.

—Es algo mutuo, y lo sabes.

—¿Mutuo? ¿Era eso lo mejor que ella podía ofrecer?

—Sí, lo sé —admitió—. Tú también me amas, y a todas las criaturas de Dios.

Se persignó, suavemente burlón.

—Basta —le advirtió Ali.

—Olvídalo —dijo Ike y cerró los ojos en aquel rostro atormentado.

De ella dependía romper el punto muerto al que habían llegado. No más fantasmas. No más imaginación. No más amantes muertos: ella era su Cristo, su Kora.

Al extender ella la mano fue como si la observara desde una gran distancia. Podrían haber sido los dedos de cualquier otra persona. Pero no, eran los de ella. Y le tocaron la cabeza.

Ike se encogió ante el contacto. Inmediatamente, Ali comprendió lo convencido que estaba Ike de que ella le tenía lástima. Eso ni siquiera lo habría considerado en otro tiempo, con un rostro inmaculado y joven. Pero ahora se sentía cansado y lleno de su propia repulsión. Naturalmente, desconfiaría de cualquier contacto.

Por lo visto, Ali nunca había hecho una cosa así. Podía haberse sentido torpe, estúpida o falsa. Si lo hubiera planeado de alguna forma, si lo hubiese pensado por adelantado, habría fracasado fácilmente. Eso, sin embargo, no quería decir que sus manos fueran firmes cuando se desabrochó los botones y se dejó los hombros al descubierto. Dejó caer las ropas. Todas.

Desnuda, sintió el calor de las lámparas sobre su carne. Por el rabillo del ojo, vio la luz de hacía veinte eones, que la convertían en una figura dorada.

Al moverse el uno hacia el otro, ella pensó que allí había al menos un apetito por cuya satisfacción ya no necesitaba rezar.

El grito de Chelsea los despertó a todos.

Había adquirido la costumbre de lavarse el pelo al borde del agua a primeras horas de la mañana.

—Otro pescado en el agua —le murmuró Ali a Ike. Había estado soñando con zumo de naranja y cantos de pájaros, una paloma matinal y el olor a humo de roble en el aire campestre de Hill. Los brazos de Ike encajaban a su alrededor del mismo modo. Era una pena echar a perder el nuevo día con una falsa alarma.

Entonces, más gritos llegaron hasta ellos, en la torre. Ike se levantó del suelo y se asomó a la ventana, con la espalda dentada, marcada y rayada con textos, imágenes y antiguas escenas de violencia.

—Ha ocurrido algo —dijo y tomó sus ropas y el cuchillo.

Ali lo siguió escalera abajo y fue la última en llegar junto al grupo, reunido en la orilla. Estaban estremecidos. No hacía frío, pero habían ido perdiendo sus reservas de grasa en aquellos últimos días.

—Aquí viene Ike —dijo alguien, y el grupo se abrió.

Un cuerpo flotaba sobre el mar. Permanecía allí, tan quieto como el agua.

—No es abisal —observó Spurrier.

—Pues en todo caso, era un tipo corpulento —comentó Ruiz—. ¿Podría ser uno de los soldados de Walker?

—¿De Walker? —preguntó Twiggs—. ¿Aquí?

—Quizá se cayó de una de las barcas, se ahogó y ha llegado flotando hasta aquí.

Se había deslizado hacia la orilla como un barco sin tripulación, con la cabeza por delante, el rostro hacia arriba, mortalmente blanqueado por el mar. Sus brazos fláccidos se ondulaban en la corriente. Los ojos habían desaparecido.

—Pensé que era madera la deriva y traté de alcanzarla —explicó Chelsea—. Luego, al acercarse más, lo vi.

Ike se introdujo en el agua y se inclinó sobre el cuerpo, dándoles la espalda. Ali creyó ver el resplandor de un cuchillo. Al cabo de un rato, regresó hacia ellos, tirando del cuerpo.

—En efecto, es uno de los hombres de Walker —dijo.

—Una coincidencia —dijo Ruiz—. Estaba destinado a ser arrastrado hasta alcanzar la costa en alguna parte.

—¿Precisamente aquí? Cabría imaginar que debería haberse hundido, corrompido o sencillamente debería haber sido devorado.

—Se ha conservado —dijo Ike.

Ali vio lo que los demás no parecieron ver, una incisión en uno de los muslos del hombre, allí donde Ike había manejado el cuchillo.

—¿Quieres decir que se trata de algo que hay en el agua? —preguntó Pia.

—No —contestó Ike—. Lo hicieron de algún otro modo.

—¿Los abisales? —preguntó Ruiz.

—Sí.

—Las corrientes, la casualidad…

—Lo han hecho llegar hasta nosotros.

El grupo necesitó de un largo rato para asimilar el hecho.

—Pero ¿por qué? —preguntó Troy.

—Seguramente es una advertencia —dijo Twiggs.

—¿Nos están diciendo que regresemos a casa? —preguntó Ruiz, echándose a reír.

—No lo comprendéis —les dijo Ike con serenidad—. Se trata de un ofrecimiento.

—¿Hacen un sacrificio por nosotros?

—Supongo que podría expresarse de ese modo —admitió Ike—, porque se lo podrían haber comido ellos mismos.

Todos guardaron silencio.

—¿Nos entregan a un hombre muerto a modo de alimento? —preguntó Pia, con un acento algo quejumbroso—. ¿Para que nos lo comamos?

—Lo que hay que preguntarse es por qué —dijo Ike, que se quedó mirando fijamente hacia el oscuro mar.

—¿Se creen acaso que somos caníbales? —preguntó Twiggs, que se sintió insultado.

—Más bien creen que, muy probablemente, deseamos vivir.

Ike hizo entonces algo horrible. No empujó el cuerpo de regreso al mar, sino que esperó.

—¿A qué estás esperando? —le preguntó Twiggs—. Líbrate de eso.

Ike no dijo nada. Se limitó a esperar un poco más. La tentación era abrumadora. Finalmente, fue Ruiz el que habló.

—Nos has juzgado mal, Ike.

—No nos insultes —dijo Twiggs.

Ike hizo caso omiso y esperó a conocer la decisión del grupo. Transcurrió otro rato. Todos le miraban ferozmente. Nadie se atrevía a decir que sí, pero tampoco nadie deseaba decir no, y él no estaba dispuesto a decirlo por ellos. Ni siquiera Ali rechazó la idea de plano.

Ike fue paciente. El soldado muerto se balanceaba ligeramente a su lado. Sin duda, él también tenía toda la paciencia del mundo.

Todos abrigaban pensamientos similares. Ali estaba segura de ello, preguntándose qué sabor tendría, cuánto tiempo duraría y quién realizaría la hazaña. Al final, fue la propia Ali la que dio el paso decisivo y esa fue su respuesta.

—Podemos comerlo —dijo—. Pero ¿qué haremos cuando lo hayamos terminado?

Ike lanzó un suspiro.

—Exactamente —asintió Pia al cabo de unos segundos.

Ruiz y Spurrier cerraron los ojos. Troy sacudió la cabeza, muy ligeramente.

—Gracias al cielo —dijo Twiggs.

Languidecieron en la fortaleza, demasiado débiles como para hacer otra cosa que arrastrarse fuera de ella para hacer sus necesidades. Se movían de un lado a otro sobre las colchonetas. No era nada cómodo tumbarse teniendo los propios huesos como colchón.

«De modo que esto es el hambre», pensó Ali. Una prolongada espera para la pobreza definitiva. Siempre se había enorgullecido de su capacidad para trascender el momento. Una se desprendía de los vínculos mundanos pero, en el fondo, sabía que siempre podía volver a tenerlos. En el hecho de morirse de hambre no había nada de eso. La privación resultaba hasta monótona.

Antes de que sus fuerzas disminuyeran todavía más, Ali e Ike compartieron otras dos noches en la sala de la torre, entre las lámparas encendidas. El 30 de noviembre descendieron con decisión al improvisado campamento. Después de eso, ella se sintió demasiado mareada como para volver a subir la escalera.

La inanición los hizo sentirse muy viejos y muy jóvenes. Twiggs, especialmente, pareció envejecer mucho, con el rostro chupado y la piel de los carrillos colgándole. Pero también parecían críos, enroscados sobre sí mismos y durmiendo más y más cada día. A excepción de Ike, que era como un caballo que necesitaba permanecer en pie, llegaban a dormir hasta veinte horas.

Ali intentó hacer un esfuerzo por trabajar, por mantenerse limpia, por rezar sus oraciones y seguir trazando sus mapas. Era cuestión de poner orden en el caos cotidiano de Dios.

En la mañana del 8 de diciembre escucharon ruidos animales procedentes de la playa. Quienes pudieron sentarse se esforzaron por incorporarse. Sus peores temores parecían hacerse realidad: los abisales acudían a por ellos.

Parecían lobos tomando posiciones. Se oían retazos de palabras. Troy empezó a alejarse, en busca de Ike, pero las piernas no le obedecieron y se volvió a sentar.

—¿Es que no podían esperar? —gimió Twiggs débilmente—. Solo quería morir durante el sueño.

—Cierra el pico, Twiggs —siseó Ruiz, uno de los geólogos—. Y apaga esas luces. Quizá no sepan que estamos aquí.

El hombre se levantó. Bajo el resplandor preternatural de la piedra, todos lo vieron avanzar tambaleándose hasta un hueco cerca de la puerta. Con la precaución propia de un intruso, levantó poco a poco la cabeza hasta asomarse por la abertura. Enseguida volvió a esconderla.

—¿Qué has visto? —le susurró Spurrier. El geólogo guardó silencio—. Eh, Ruiz —añadió, arrastrándose hacia él—. ¡Santo Dios, le ha desaparecido la nuca!

En ese instante comenzó el asalto.

Unas enormes figuras entraron, como monstruosas siluetas sobre el resplandor de la piedra.

—¡Oh, Dios mío! —gritó Twiggs.

De no haber sido por aquel desesperado grito en inglés podrían haber acabado destrozados bajo una lluvia de balas. En lugar de eso, se produjo una pausa.

—Alto el fuego —ordenó una voz—. ¿Quién ha hablado de Dios?

—Yo —suplicó Twiggs—. David Twiggs.

—Eso es imposible —dijo la voz.

—Podría ser una trampa —advirtió una segunda voz.

—Somos nosotros —dijo Spurrier y se iluminó la cara con su propia linterna.

—¡Soldados! —exclamó Pía—. ¡Estadounidenses!

Las luces se encendieron en toda la estancia.

Unos desharrapados mercenarios se desplegaron a derecha e izquierda, todavía acuclillados, dispuestos a disparar. Fue difícil saber quién se sintió más sorprendido, si los debilitados científicos o los andrajosos restos del comando de Walker.

—No se muevan, no se muevan —les gritaron los mercenarios.

Tenían los ojos ribeteados de rojo. No confiaban en nada. Los cañones de sus rifles se movían como colibríes, en busca del enemigo.

—Llamad al coronel —dijo un hombre.

Trajeron a Walker, sentado sobre unas parihuelas formadas por fusiles. A Ali le pareció que también se moría de hambre, pero entonces vio su sangre. Los andrajos de las perneras del pantalón, abiertos a cuchilladas, mostraban docenas de mordeduras de obsidiana incrustadas en la carne y el hueso. Era el dolor lo que le chupaba la cara. Sus facultades mentales, sin embargo, no se habían visto afectadas. Registró la estancia con la mirada de un violador.

—¿Están enfermos? —preguntó Walker.

Ali comprendió lo que él veía: hombres debilitados y mujeres apenas capaces de mantenerse en pie. Parecían espantapájaros.

—Solo muy hambrientos —dijo Spurrier—. ¿Tienen comida?

Walker los examinó atentamente.

—¿Dónde están todos los demás? —preguntó—. Recuerdo que eran muchos más.

—Regresaron a casa —contestó Chelsea, inclinada junto a su tablero de ajedrez.

Miraba el cuerpo de Ruiz. Ahora pudieron ver que el geólogo había sido ensartado a través del ojo.

—Vuelven por donde vinimos —dijo Spurrier.

—¿También los médicos? —preguntó Walker, por un momento esperanzado.

—Ahora solo quedamos nosotros —dijo Pia—. Y ustedes.

—¿Qué es este lugar, una especie de santuario? —preguntó Walker contemplando la estancia.

—Una especie de estación intermedia —dijo Pia.

Ali confió en que no diera más información. No quería que Walker o Shoat conocieran la existencia del mapa circular ni los soldados de cerámica.

—La descubrimos hace dos semanas —dijo Twiggs.

—¿Y todavía siguen aquí?

—Nos hemos quedado sin comida.

—Parece defendible —le dijo Walker a un teniente con la ropa quemada—. Establezca los perímetros, asegure las barcas. Traiga los suministros y a nuestro invitado. Y eliminen ese cadáver. Dejaron a Walker en el suelo, apoyado contra una pared. Actuaron con cuidado, pero extender las piernas supuso una agonía para él.

Empezaron a llegar mercenarios procedentes de la playa, con pesadas cargas de alimentos y suministros de Helios. Ninguno de ellos conservaba el aspecto de inmaculados cruzados que tanto había cuidado Walker. Sus uniformes estaban andrajosos. Algunos no tenían botas. Había heridos, sobre todo en las piernas y en la cabeza. Olían todos a cordita y a sangre seca y vieja. Sus barbas y cabellos grasientos les hacían parecer una banda de moteros.

Su vena de vocación religiosa había desaparecido por completo, dejando tras de sí a unos hombres de armas cansados, enojados y asustados. La forma en que arrojaron las mochilas impermeables y las cajas decía muchas cosas. Su intento de escapada no iba bien.

Después de unos pocos minutos, Walker volvió su atención hacia los científicos.

—Díganme, ¿a cuánta gente han perdido a lo largo del camino?

—A nadie… hasta ahora —contestó Pia.

Walker ni siquiera se disculpó mientras sus hombres sacaban al geólogo Ruiz de la estancia, arrastrándolo por los talones.

—Estoy impresionado. Se las han arreglado para recorrer cientos de kilómetros por territorio desconocido, sin sufrir una sola baja, y desarmados.

—Ike sabe bien lo que hace —dijo Pia.

—¿Crockett está aquí?

—Se ha marchado a explorar —se apresuró a decir Troy—. A veces permanece fuera durante días enteros. Está buscando el Avituallamiento VI.

—Pues está perdiendo el tiempo. —Walker se volvió hacia el teniente negro—. Llévese a cinco hombres —le ordenó—. Localice a nuestro amigo. No necesitamos más sorpresas.

—A ese hombre no se le puede cazar, señor —dijo el soldado—. Nuestros hombres ya han sufrido bastante durante el último mes.

—No quiero tenerlo por ahí husmeando.

—¿Por qué hace esto? —preguntó Ali—. ¿Qué le ha hecho él?

—El problema es lo que yo le he hecho a él. Crockett no es la clase de hombre capaz de perdonar y olvidar. Ahora mismo está ahí fuera, vigilándonos.

—Escapará. De todos modos ya no hay nada más aquí para él. Dijo que nos dejábamos vencer.

—Entonces, ¿para qué preocuparse tanto?

—No tiene necesidad alguna de hacer esto —le dijo Ali con suavidad.

Walker se sulfuró.

—Nada de prisioneros, teniente. ¿Me ha oído? Esa fue la primera orden de Crockett.

—Sí, señor —respondió el teniente con un suspiro.

Eligió a cinco de sus hombres y empezaron a entrar en el edificio.

Una vez que se hubo marchado la patrulla de búsqueda, Walker cerró los ojos. Un soldado sacó un machete de la vaina de su bota, abrió una caja de supervivencia e hizo gestos a los científicos. Tuvo que ser Troy el que llevó débilmente los paquetes a sus compañeros. Twiggs besó el suyo y luego lo abrió con los dientes.

El primer bocado que tomó Ali de los espaguetis militares procesados le supo delicioso. Procuró que sus bocados le durasen mucho. Y tomó agua a sorbos.

Twiggs vomitó. Luego empezó de nuevo.

La sala empezaba a llenarse. Entraron a más heridos. Dos hombres montaron una ametralladora en la ventana. En conjunto, Ali contó a poco menos de veinticinco personas, incluida ella misma y sus compañeros. Eso era todo lo que quedaba de los ciento cincuenta que habían iniciado el viaje. Walker abrió los ojos, inyectados en sangre.

—Traedlo todo aquí dentro —ordenó—, incluidas las barcas. Son vulnerables y denuncian nuestra presencia.

—Pero ahí fuera hay doce barcas.

Quince menos de las que tenían al empezar, calculó Ali. ¿Qué había ocurrido?

—Metedlas —dijo Walker—. Nos haremos fuertes aquí durante unos días. Esta es la respuesta a nuestras oraciones. Un baluarte en este maldito lugar.

Los ojos de cerdo del soldado no parecieron estar de acuerdo, pero saludó acatando la orden. Se veía que Walker estaba perdiendo el control sobre sus hombres.

—¿Cómo nos ha encontrado? —preguntó Pia.

—Vimos su luz —contestó Walker.

—¿Nuestra luz?

Las lámparas de petróleo de Ike, pensó Ali. Había sido su secreto compartido con él, un faro abierto al mundo.

—Han encontrado el Avituallamiento VI, ¿verdad? —preguntó Spurrier.

—Los abisales se apoderaron de la mitad —dijo Walker.

—Considerémoslo como el diezmo del diablo —dijo una voz, y Montgomery Shoat entró en la estancia.

—¿Usted? ¿Todavía con vida? —preguntó Ali.

No pudo ocultar su repugnancia. Ser abandonados por los soldados era una cosa, pero Shoat era un civil, como ellos, y conocía el sucio plan de Walker. Su traición sentaba peor.

—Ha sido toda una excursión —dijo Shoat. Tenía un ojo negro y moratones amarillentos a lo largo de una mejilla, a consecuencia de una evidente paliza—. Los abisales llevan semanas destrozándonos, y los muchachos han trabajado horas extras para llevarme. Empiezo a pensar que no lograremos completar nuestra gran gira por el sub-Pacífico.

Walker no estaba de humor para ponerse a discutir.

—¿Está habitada esta parte de la costa?

—Solo he visto a tres de ellos —contestó Ali.

—¿Tres pueblos?

—Tres abisales.

—¿Eso es todo? ¿No hay pueblos? —La barba negra de Walker se abrió en una sonrisa—. En ese caso los hemos perdido, gracias a Dios. Nunca podrán seguirnos la pista a través del agua. Estamos a salvo. Disponemos de comida para otros dos meses. Y tenemos el instrumento casero de Shoat.

—Ah, ah —exclamó este moviendo un dedo ante el coronel—. Todavía no. Estuvo usted de acuerdo. Tres días más hacia el oeste. Luego hablaremos de retirada.

—¿Dónde está la muchacha? —preguntó Ali.

A medida que fueron entrando más mercenarios, vio las manos con garras, las orejas abisales, los trozos de genitales masculinos y femeninos que colgaban de los cintos, las mochilas y los rifles. El poema de Yeats resonó en su mente: el centro no se puede sostener. La marea teñida de sangre se ha desatado y la ceremonia de la inocencia se ve ahogada en todas partes.

—La juzgué mal —dijo Walker con voz ronca.

Necesitaba morfina. Ali sospechó lo que probablemente habían hecho los soldados con ella.

—La mató —dijo Ali.

—Debería haberlo hecho. No me ha sido de ninguna utilidad.

Hizo un gesto y dos soldados arrastraron a la indómita muchacha, que ataron a la cercana pared.

Lo primero que notó Ali fue su olor. La muchacha despedía un hedor bruto, fecal y almizcleño, y estaba cubierta de sudor. Su pelo olía a humo y a suciedad. La sangre y las mucosidades se extendían sobre la mordaza.

—¿Qué le han hecho a esta pobre niña?

—Ha sido una tentación irresistible para mis hombres —dijo Walker.

—¿Ha permitido a sus hombres…?

—¿Me viene ahora con gazmoñerías? —preguntó Walker, mirándola—. Usted, sin embargo, no es muy diferente. Todo el mundo quiere algo de esta criatura. Adelante, consiga de ella su maldito glosario, hermana. Pero no salga de esta habitación sin permiso.

Troy se levantó y cubrió los hombros de la joven con su chaqueta. Esta rechazó su caballerosidad, luego abrió las piernas todo lo que le permitieron las cuerdas y elevó las ingles hacia él. Troy retrocedió.

—Yo no me enamoraría de ella, muchacho —le dijo Walker, echándose a reír—. Ferrae naturae. Es salvaje por naturaleza.

Ali y Troy se acercaron para alimentar a la joven.

—¿Qué hacen? —preguntó un soldado.

—Quitarle la mordaza —contestó Ali—. ¿De qué otro modo podría comer?

El soldado tiró con fuerza de la cinta adhesiva y apartó la mano con rapidez. La muchacha casi se estranguló a sí misma con el alambre, al tratar de morderlo. Ali retrocedió. Las risas se extendieron por la estancia.

—Toda suya —dijo el hombre.

Tuvo que proceder con mucha precaución para alimentarla. Ali le habló en voz baja, pronunciando su nombre y tratando de desarmarla. La comida resultaba evidentemente asquerosa para la joven, pero la aceptó. En un momento, escupió la salsa de manzana y pareció pronunciar una complicada queja, que surgió con extraordinaria suavidad. No fue solamente el volumen, sino el modo formal de pronunciar los sonidos. A pesar de toda su ferocidad, la muchacha casi parecía piadosa. Parecía hablarle a la comida, o decir palabras sobre ella. Su temperamento era civilizado, no salvaje.

Una vez que hubo terminado, la muchacha se tumbó sobre el suelo de roca y cerró los ojos. No hubo transición alguna entre la alimentación y el sueño. Tomaba aquello que podía conseguir.

Transcurrieron dos días. Ike seguía sin aparecer. Ali percibió que estaba cerca, en alguna parte, pero las patrullas de búsqueda regresaban con las manos vacías.

Los soldados golpeaban a Shoat hasta dejarlo sin sentido, tratando de averiguar el secreto del código de su artilugio. La tenacidad que demostraba los ponía furiosos y solo dejaron de pegarle cuando Ali interpuso su cuerpo ante el de Shoat.

—Si lo matan nunca sabrán el código —les dijo.

Atender a Shoat no hizo sino aumentar sus deberes, pues ya cuidaba de Walker y de alguno de los otros soldados.

Walker languidecía, con accesos de fiebre de los que luego se recuperaba. Hablaba en lenguas extrañas mientras dormía. Los soldados intercambiaban sombrías miradas. La estancia se llenó de presagios mortales y Ali se sintió cada vez más preocupada. La única buena noticia era que a Ike no se le encontraba por ninguna parte.

En la segunda noche, Troy intentó valerosamente impedir que un mercenario se llevara a la muchacha fuera, junto a otros que la esperaban. Los soldados lo golpearon y hubieran seguido haciéndolo de no haber sido por la risa de la muchacha; su locura les hizo perder interés por Troy. Más tarde la devolvieron al interior de la estancia, sudorosa y con la mordaza colocada. Todavía sangrando, Troy ayudó a Ali a bañarla con la ayuda de una botella de agua.

—Ya ha estado embarazada —observó Troy en voz baja—. ¿Lo has visto?

—Te equivocas —le dijo Ali.

Pero allí, entre las tatuadas líneas de cebra y las, marcas hechas a cuchillo, se veían los desgarros de la piel causados por el embarazo avanzado. Sus areolas eran oscuras. Ali no se había dado cuenta de las señales.

La tercera noche, los mercenarios regresaron de nuevo a por la muchacha. La devolvieron horas más tarde, semiinconsciente. Mientras ella y Troy la lavaban, Ali tarareó una melodía con suavidad. Ni siquiera se dio cuenta de ello hasta que, de pronto, Troy exclamó:

—¡Ali, mira!

Ali levantó la mirada de los amarillentos moratones de la pelvis de la muchacha, y vio que esta la miraba con lágrimas rodándole por las mejillas. Ali elevó el tarareo y lo convirtió en palabras.

—A través de muchos peligros, fatigas y engaños, ya he llegado —cantó con suavidad—. Esta gracia que me ha traído hasta tan lejos, me llevará de regreso a casa.

La muchacha empezó a sollozar. Ali cometió entonces el error de tomarla en sus brazos. Aquel gesto de amabilidad desencadenó una terrible tormenta de patadas, empujones y rechazo. Fue un momento horriblemente esclarecedor, pues Ali supo así que aquella joven había tenido una vez una madre que le había cantado aquella misma canción.

Se pasó toda la noche con la prisionera, observándola. Con apenas catorce años, la muchacha había experimentado muchas más cosas que Ali en treinta y cuatro. Había estado casada o amancebada. Parecía haber dado a luz un niño. Y, hasta el momento, había logrado mantener su cordura a pesar de las brutales violaciones masivas. Su fortaleza interna era extraordinaria.

A la mañana siguiente, Twiggs necesitó hacer sus necesidades por primera vez desde que se inició la inanición. Tratándose de Twiggs, no pidió permiso a los soldados para abandonar la estancia. Uno de ellos le pegó un tiro en la cabeza.

Eso supuso el fin de la poca libertad de la que habían disfrutado los demás. Walker ordenó que se atara a los científicos y se les confinara en una estancia más profunda, algo que no le sorprendió a Ali. Ya sabía, desde hacía algún tiempo, que su ejecución era inminente.