15
MENSAJE EN UNA BOTELLA

Enviad delante a vuestros mejores hombres. Destinad a vuestros hijos al exilio para servir las necesidades de vuestros cautivos.

Rudyard Kipling,

La carga del hombre blanco

Base Little America, Antártida

January había esperado encontrar un aullante infierno blanco, con huracanes y cobertizos metálicos. Pero la pista de aterrizaje estaba seca y el viento era lánguido. Había tenido que tocar muchas teclas para conseguir que pudieran estar aquel día allí, y no estaba muy segura de saber qué podía esperar. Branch solo pudo decir que tenía que ver con la expedición Helios. Se estaban desarrollando una serie de acontecimientos que podían afectar a todo el interior del planeta.

El avión carreteó y finalmente se detuvo. January y Thomas bajaron por la rampa de carga del Globemaster, entre toros de carga y soldados abrigados.

—Les están esperando —les dijo un escolta.

Entraron en un ascensor. January confiaba en que fuese una habitación en un piso alto, con vistas. Deseaba contemplar aquel inmenso territorio y el sol permanente. En lugar de eso, descendieron. Diez pisos más abajo, las puertas se abrieron.

El pasillo les condujo a una sala de conferencias, en cuyo interior todo estaba oscuro y en silencio. Creía que la sala estaba vacía, pero una voz sonó desde el fondo.

—Luces —dijo, como una advertencia.

Cuando se encendieron las luces, resultó que la sala estaba llena… de monstruos.

Al principio pensó que eran abisales que se tapaban los ojos con las manos ahuecadas. Pero todos eran oficiales estadounidenses. Delante de ella, el pelo corto de un capitán revelaba bultos y ondulaciones en un cráneo que tenía la forma y el tamaño del casco de un jugador de fútbol americano.

Como congresista, había presidido un subcomité dedicado a la investigación de las estancias prolongadas en el interior. Ahora, rodeada por oficiales de su propio ejército, comprendió por sí misma lo que significaban realmente expresiones como «verruga esquelética» y «osteítis deformans»: un exilio entre sus iguales. January recordó el término preciso: enfermedad de Paget. Hacía que el tejido óseo experimentara un ciclo incontrolado de descomposición y crecimiento. La cavidad craneal no se veía afectada y tampoco corrían peligro el movimiento y la agilidad. Pero la deformidad predominaba por todas partes. Buscó rápidamente a Branch pero, por una vez, no pudo distinguirlo entre la multitud.

—Damos la bienvenida a nuestros distinguidos invitados, la senadora January y el padre Thomas. —En el podio estaba un general llamado Sandwell, conocido por January como un intrigante de extraordinaria energía. No tenía precisamente buena reputación como comandante de campo. De hecho, acababa de advertir a sus hombres que tuvieran cuidado con la política y el sacerdote que ahora se encontraban entre ellos—. Acabamos de empezar. Las luces se apagaron y se oyó un suspiro de alivio colectivo cuando los hombres volvieron a relajarse en sus asientos. Los ojos de January se adaptaron a la oscuridad. Una gran pantalla de vídeo relucía con una tonalidad azulada sobre una pared. Surgieron mapas, la topografía de un lecho marino, la vista cuadriculada del Pacífico y luego un primer plano.

—En síntesis —dijo Sandwell—, en nuestro sector del Pacífico occidental se ha desarrollado una situación complicada en la estación fronteriza número 1492. Los aquí presentes son comandantes de las bases del subpacífico reunidos para recibir la última información de los servicios secretos y mis órdenes.

January sabía que eso se decía para ponerla al día. El general declaraba que había decidido emprender una acción, algo que no perturbó a January lo más mínimo. Siempre podría influir sobre el resultado en caso necesario. El hecho de que ella y Thomas estuvieran presentes en aquella sala ponía de manifiesto el poder de ambos.

—Cuando se informó de la desaparición de una de nuestras patrullas, supusimos que había sido atacada. Enviamos una unidad de respuesta rápida para localizar y ayudar a la patrulla perdida. La unidad de respuesta rápida también desapareció y fue entonces cuando recibimos el despacho final de la patrulla perdida.

January se sintió presa de los remordimientos. Ali estaba allí, más allá de la patrulla perdida. «Concéntrate», se ordenó a sí misma, fijando la atención en el general.

—Lo llamamos un mensaje en una botella —explicó Sandwell—. Un miembro de la patrulla, habitualmente el responsable de la radio, lleva una caja de termopolos que continuamente acumula y digitaliza imágenes de vídeo. En el caso de que se produzca una emergencia, se puede disparar para que transmita automáticamente. La información se lanza al espacio geológico.

»El problema estriba en que diferentes fenómenos subterráneos retrasan nuestras frecuencias a diferentes velocidades. En este caso, la transmisión rebotó contra el manto superior y regresó arriba a través de plegamientos de basalto. En resumen, la transmisión quedó perdida en la piedra durante unas cinco semanas. Finalmente, interceptamos la onda del mensaje en nuestra base situada sobre las montañas marinas Matemático. La transmisión estaba fuertemente degradada por el ruido tectónico. Tardamos otras dos semanas en filtrarla e intensificarla con ordenadores. Como consecuencia de todo ello, han transcurrido 57 días desde que se produjo el incidente inicial. Durante ese tiempo, hemos perdido otras tres unidades de respuesta rápida. Ahora sabemos que no se trató de ningún ataque. Nuestro enemigo es interno. Es uno de nosotros. Vídeo, por favor.

«Ultimo despacho, Halcón Verde», decía un titular. Pudo verse una línea de datos en la parte inferior derecha: «ClipGal/MLI492/7-03/2304:34».

En susurros, January le tradujo a Thomas:

—Sea lo que fuere, estamos a punto de ver algo procedente de la estación de línea MacNamara 1492, en el túnel Clipperton/Galápagos, enviado el 3 de julio a las doce menos cincuenta y seis minutos.

Unas configuraciones de calor brotaron de la negrura de la pantalla. Eran siete almas. Parecían desmembrados.

—Aquí están —dijo Sandwell—. Operaciones especiales, en base Tres UDT, Pacífico occidental. Patrulla rutinaria de búsqueda y destrucción.

Las configuraciones de calor de la patrulla se resolvieron en la pantalla. Las almas verdes calientes se metamorfosearon en cuerpos humanos característicos. Al acercarse a las cámaras, los rostros de los miembros de la patrulla de operaciones especiales adquirieron personalidades individuales. Había unos pocos muchachos blancos, un par de negros y un chino-estadounidense.

—Estos son clips editados del vídeo que llevaba el operador de radio. Se están poniendo ahora su equipo ligero. Ahora están muy cerca de la línea.

Por línea sea refería a un perímetro robot, concebido por primera vez durante la guerra de Vietnam, una especie de línea Maginot automática que serviría como alambrada improvisada de campaña. En las partes remotas del inframundo, la tecnología parecía contribuir a mantener la paz. Durante los tres últimos años no se habían producido transgresiones de esas líneas.

La pantalla destelló y adquirió un azul más claro. Puestas en marcha por detectores de movimiento, la primera banda de luces, o la última, dependiendo de la dirección que se siguiera, si hacia dentro o desde fuera, se encendió automáticamente desde los recovecos de las paredes del túnel. A pesar de llevar puestas las gafas oscuras, los hombres de operaciones especiales se encogieron y volvieron las caras hacia otro lado. De haberse tratado de abisales, habrían huido, o muerto. Esa era la idea.

—Pasaré rápidamente por los doscientos metros siguientes —dijo Sandwell—. Nuestro punto de interés se encuentra en la boca.

Mientras Sandwell aceleraba la proyección, la patrulla pareció pasar velozmente a través de costillares de luz. A cada zona sucesiva en la que entraban, se encendían más luces, y la zona que dejaban atrás quedaba a oscuras. Eran como rayas de cebra. La combinación cuidadosamente entretejida de luz y otras longitudes de onda electromagnética resultaba cegadora y generalmente letal para las formas vitales criadas en la oscuridad. A medida que se había ido pacificando el interior del planeta, los puntos de convergencia como aquel se habían dotado de un dispositivo de luces, infrarrojas, ultravioleta y otros transmisores de fotones, además de láseres guiados por sensores, para «mantener al genio embotellado», como solían decir. Empezaron a aparecer evidencias de la presencia de los genios, y Sandwell recuperó la velocidad normal de proyección.

Huesos y cuerpos se desparramaban sobre el camino mortalmente iluminado, como si allí se hubiese librado una feroz batalla. A plena vista, iluminados por los megavatios de electricidad, los restos de los abisales casi no tenían interés alguno. Pocos mostraban coloración alguna en sus pieles. Hasta a su pelo le faltaba color. Ni siquiera era blanco, sino de una tonalidad mortalmente amarillenta, similar a la manteca de cerdo.

Al acercarse la patrulla al extremo más alejado del túnel, lo que Sandwell había llamado la boca, los intentos de sabotaje eran evidentes. Se habían roto las luces o bloqueado con herramientas primitivas, o se habían lanzado piedras contra ellas. Los zapadores abisales habían pagado un alto precio por sus esfuerzos. Los hombres de la patrulla se detuvieron. Justo por delante, allí donde la boca del túnel se tornaba blanca, empezaba el verdadero territorio desconocido.

January tragó saliva, angustiada. Algo malo estaba a punto de suceder.

—¿Alguien lo ha visto? —preguntó Sandwell sin dirigirse a nadie en particular. Nadie contestó—. Pasaron justo por delante, tal como se suponía que debían hacer.

Una vez más, adelantó la proyección. A alta velocidad, los soldados se quitaron las mochilas e iniciaron sus tareas de mantenimiento, reponiendo componentes y bombillas en las paredes y el techo, lubricando el equipo y volviendo a calibrar los láseres. El reloj automático de la pantalla avanzó rápidamente varios minutos.

—Aquí es donde lo descubrieron —dijo Sandwell, volviendo a ralentizar la proyección.

Un grupo de soldados se había reunido alrededor de un espolón de roca, discutiendo evidentemente sobre una curiosidad. El operador de radio se les acercó y su videocámara captó un pequeño cilindro, que era del tamaño de un dedo meñique. Se hallaba alojado en una grieta de la roca.

—Aquí está —anunció Sandwell.

No había banda de sonido y no sonaron voces. Uno de los soldados extendió una mano hacia el cilindro. Un segundo intentó prevenirle. Bruscamente, un hombre cayó hacia atrás. Los demás, simplemente, se derrumbaron sobre el suelo. El operador de radio se giró alocadamente y se quedó quieto, de costado, sobre una vista de la bota de alguien. La bota se retorció una sola vez, no más.

—Lo hemos cronometrado —dijo Sandwell—. Solo se necesitaron menos de dos segundos, 1,8 para ser exactos, para que murieran siete hombres. Naturalmente, fue en su forma concentrada. Pero incluso varias semanas más tarde y a cinco kilómetros de distancia, después de haberse dispersado en la corriente de aire, solo tardó algo más de dos segundos, 2,2, en matar a nuestras unidades de respuesta rápida. En otras palabras, sus efectos son casi instantáneos, y tienen un índice de mortalidad del cien por cien.

—¿Qué es? —le preguntó Thomas a January en un susurro—. ¿De qué está hablando este hombre?

—No tengo ni la menor idea —murmuró ella.

—Veámoslo de nuevo, a cámara lenta, con mayor detalle.

Encuadre tras encuadre, Sandwell les mostró la escena de la muerte a partir del encuadre del cilindro. Esta vez el tubo de metal, que tenía la longitud de un dedo, reveló sus partes: un cuerpo principal, una pequeña capucha de cristal, una luz diminuta. Aumentados de tamaño, los dedos del soldado se extendieron hacia la cápsula. La diminuta luz cambió de color. El cilindro emitió el más diminuto destello de un aerosol. Los hombres cayeron al suelo, lentamente, como marineros borrachos. Esta vez, January pudo observar pruebas de la violencia biológica. Uno de los muchachos negros retorció su cara ante la cámara, con la boca abierta; sus ojos habían desaparecido. La mano de un hombre pasó balanceándose ante las lentes, con la sangre goteándole de las uñas. La bota se retorció una vez más y algo, un líquido humano, goteó por los agujeros de las cordoneras.

Gas, reconoció January. O gérmenes. Pero ¿con una acción tan contundentemente rápida?

—Y encima de todo lo demás, ahora esto —gruñó una voz.

Los oficiales eran estudiantes rápidos. Absorbieron la información de un solo salto. La GQB, la guerra química y biológica, era la parte de su entrenamiento con la que menos querían tener que ver en campaña. Pero allí estaba.

—Una vez más —dijo Sandwell.

—Imposible, es absolutamente imposible —dijo un oficial—. Los abisales no disponen en ninguna parte de esas capacidades. Son retrógrados neolíticos. Apenas tienen conocimientos para encender fuego. Adquieren sus armas, no las inventan. Lanzas y trampas cazabobos, ese es su límite creativo. No podrán convencerme de que son capaces de fabricar armas químicas y biológicas.

—Desde entonces —siguió diciendo Sandwell sin hacerle caso—, hemos descubierto tres cápsulas más como esta. Tienen detonadores diseñados para dispararse mediante una orden codificada transmitida por radio. Una vez colocadas, solo se las puede neutralizar enviándoles la señal adecuada. Si se tocan, ya han visto lo que sucede. Así pues, las hemos dejado intactas. Veamos ahora un vídeo del cilindro más reciente. Fue descubierto hace cinco días.

Esta vez los actores iban cubiertos con trajes de protección bioquímica. Se movían con la lentitud de astronautas en gravedad cero. La información sobre la fecha era diferente. Decía «ClipGal/Rail/09-01/0732:12». El ángulo de la cámara se desplazó hacia una fractura en la pared de la cueva. Uno de los soldados enfundado en el traje insertó en la grieta una tablilla brillante. January se dio cuenta de que contenía un espejo dental. El siguiente ángulo se centró en una imagen reflejada en el espejo.

—Esta es la parte posterior de una de las cápsulas —dijo Sandwell.

Las letras estaban completas esta vez, boca abajo. Había un diminuto código de barras y una identificación en inglés. Sandwell congeló la imagen.

—Ángulo en vertical —ordenó.

El ángulo de la cámara pivotó. «SP-9», decían las letras, seguidas por «USDoD».

—¿Es una de las nuestras? —dijo una voz.

—SP designa el Prion sintético, fabricado en laboratorio. El nueve es el número de generación.

—¿Es eso una buena o una mala noticia? —preguntó alguien—. Ahora resulta que los abisales no fabrican lo que nos está matando, sino que lo fabricamos nosotros.

—El modelo Prion-9 dispone de un acelerador incorporado. En contacto con la piel, la coloniza casi instantáneamente. El director de laboratorio la comparó con una especie de peste negra supersónica. —Sandwell hizo una pausa—. El Prion-9 se fabricó a la medida de ese teatro de operaciones, para el caso de que las cosas se descontrolaran allá abajo. Pero, una vez fabricado, se decidió que nada podía quedar tan descontrolado como para justificar su empleo. Dicho de modo más sencillo: es demasiado mortal como para ser empleado. Puesto que se reproduce, las pequeñas cantidades tienen el potencial de expandirse y llenar todo un nicho medioambiental. En este caso, ese nicho es todo el subplaneta.

Una mano se cerró alrededor del brazo de January con la fuerza de una trampa. El dolor que le produjo la mano férrea de Thomas le recorrió todo el hueso. Finalmente, él la soltó.

—Lo siento —le susurró, apartando la mano.

January sabía que no debía interrumpir una sesión militar de información, pero a pesar de ello lo hizo.

—¿Y qué sucede cuando ese Prion llena su nicho y decide saltar al siguiente nicho? ¿Qué puede suceder con nuestro mundo?

—Excelente pregunta, senadora. Dentro de lo malo hay alguna buena noticia. El Prion-9 se desarrolló para ser utilizado exclusivamente en el interior del planeta, de modo que solo es capaz de vivir y de matar en la oscuridad. Muere a la luz del sol.

—En otras palabras, no puede saltar de nicho. ¿Es esa la teoría? —preguntó, permitiendo que se notara el escepticismo en su voz.

—Hay una cosa más —añadió Sandwell—. El Prion sintético se ha probado en abisales cautivos. Una vez expuestos, ellos mueren el doble de rápido que nosotros.

—En eso, entonces, les llevamos ventaja —se burló alguien—. Duraremos nueve décimas de segundo más que ellos.

¿Abisales cautivos? ¿Pruebas? January nunca había oído hablar de aquello.

—Finalmente —dijo Sandwell—, cabe añadir que todo el stock que quedaba de esta generación ha sido destruido.

—¿Hay otras generaciones?

—Eso es materia reservada. El Prion-9 se iba a destruir, de todos modos. La orden llegó pocos días después de que se produjera el robo. A excepción de los cilindros de contrabando existentes en el interior del planeta, no hay más.

Una pregunta surgió desde la oscuridad de la sala.

—¿Cómo es posible que los abisales se apoderaran de nuestro material, mi general?

—No son los abisales los que colocaron el Prion en nuestro corredor ClipGal —espetó Sandwell—. Ahora tenemos pruebas de ello. Fue uno de nosotros.

La pantalla de vídeo volvió a encenderse. January estaba segura de que volvía a pasar la primera grabación. Parecía tratarse del mismo túnel negro vomitando las mismas configuraciones de calor desencarnado. Las amebas verdes y calientes se hicieron bípedas. Ella comprobó los datos de la fecha y vio que las imágenes procedían de la estación de línea número 1492. Pero la fecha era diferente. Decía «6/18». Este vídeo se había tomado dos semanas antes que el de la patrulla de operaciones especiales.

—¿Quién es esa gente? —preguntó una voz.

Las configuraciones de calor adquirieron rostros característicos. Una docena se convirtió en dos docenas, todas ellas encordadas. No eran soldados. Pero con las gafas nocturnas puestas era imposible saber exactamente quiénes o qué eran. El primer conjunto de luces del túnel se encendió automáticamente. Y, de repente, pudo verse que las figuras que había en la pantalla se ponían a gritar alegremente, se quitaban las gafas y, en general, actuaban como civiles de vacaciones.

Sus uniformes de Helios estaban sucios, pero no andrajosos ni muy desgarrados. January realizó un cálculo rápido. En este punto, la expedición debía encontrarse en su segundo mes de recorrido.

—Fíjate —le susurró a Thomas.

Era Ali. Llevaba una mochila y parecía en buen estado de salud, aunque un poco delgada y en mejor forma que algunos de los hombres. Su sonrisa era realmente hermosa. Pasó ante la cámara de la pared sin darse cuenta de que la estaba grabando.

Sin necesidad de girar la cabeza, January detectó un cambio en los oficiales que la rodeaban. De algún modo, la sonrisa de Ali manifestaba su nobleza.

—La expedición Helios —dijo Sandwell, para información de quienes no lo supieran.

Más y más gente apareció en la pantalla. Sandwell dejó que sus comandantes apreciaran todo el ambiente de fiesta.

—¿Quiere decir que uno de ellos puso allí los cilindros? —preguntó alguien.

Una vez más, Sandwell dejó las cosas en claro.

—Repito que fue uno de nosotros. —Hizo una pausa—. No de ellos, sino de nosotros. Uno de ustedes.

El pulso se le aceleró a January ante la imagen de Ali. Sobre la pantalla, la joven se arrodilló ante su mochila, desenrolló un delgado saco de dormir sobre la piedra y compartió un dulce con un amigo. La pequeña comunión con sus vecinos fue encantadora en su sencillez.

Ali terminó sus preparativos, se sentó sobre el saco de dormir y abrió un paquete de papel de aluminio que contenía un paño plegado, con el que empezó a limpiarse la cara y el cuello. Finalmente, entrecruzó las manos y suspiró. No se podía pasar por alto la satisfacción que manifestaba. Al final de la jornada, se sentía satisfecha con lo que le había tocado en suerte. Se sentía feliz.

Ali levantó la mirada y January pensó que rezaba. Pero miraba hacia las luces del techo del túnel. La mirada rayaba en la adoración. January se sintió conmovida y abrumada al mismo tiempo. Aquello indicaba, sencillamente, que Ali amaba la luz. Y, sin embargo, había renunciado a ella. ¿Y todo por qué? «Por mí», pensó January.

—Conozco a ese hijo de puta —dijo entonces uno de los comandantes de ClipGal. En el centro de la pantalla, un mercenario delgado impartía órdenes a otros tres hombres armados—. Se llama Walker —siguió diciendo el comandante—. Perteneció a la fuerza aérea. Pilotaba F-16. Lo dejó para meterse en negocios propios. Hizo matar a un puñado de baptistas en aquella aventura colonial que se emprendió al sur de la península de Baja California. Los supervivientes lo denunciaron por incumplimiento de contrato. De algún modo, terminó cerca de mi posición. Me enteré de que Helios estaba contratando hombres. Por lo visto han conseguido un jodido puñado de ellos.

Sandwell dejó que la grabación siguiera durante otro rato, sin añadir ningún comentario. Entonces dijo:

—No es Walker quien puso las cápsulas de Prion. —Congeló la imagen—. Fue este hombre.

Thomas se sobresaltó, aunque casi imperceptiblemente. January experimentó una conmoción al reconocerlo. Observó con curiosidad el rostro de él, que también la miró. Negó con la cabeza. Hombre equivocado. Ella volvió a mirar la imagen de la pantalla, buscando en su memoria. No conocía a aquella figura deteriorada.

—Se equivoca —afirmó con naturalidad una voz desde la audiencia.

January reconoció inmediatamente la voz.

—¿Mayor Branch? —preguntó Sandwell—. ¿Eres tú, Elias?

Branch se levantó, bloqueando en parte la pantalla. Su silueta aparecía gruesa, deformada y primitiva.

—Su información es incorrecta, señor.

—¿Lo reconoce usted, entonces?

La imagen congelada en la pantalla era de perfil, en tamaño tres cuartos, tatuada, con el pelo que parecía cortado con un cuchillo. Una vez más, January intentó comprobar si Thomas recordaba algo, un temblor de dientes, un cambio en el ritmo de la respiración. Él miraba fijamente la pantalla.

—¿Conocemos a este hombre? —le susurró ella.

Thomas levantó un solo dedo y lo movió de un lado a otro: no.

—Ha cometido un error —repitió Branch.

—Desearía que fuese así —dijo Sandwell—. Se ha vuelto un malvado, Elias. Esa es la verdad.

—No, señor —declaró Branch con firmeza.

—Nosotros mismos tenemos la culpa —dijo Sandwell—. Lo aceptamos entre nosotros. El ejército le ofreció refugio. Imaginamos que había regresado junto a nosotros. Pero es muy posible que nunca dejara de identificarse con los abisales que lo capturaron. Todos habrán oído hablar del síndrome de Estocolmo.

Branch lanzó un bufido de burla. A su oficial superior.

—¿Está diciendo que trabaja para el diablo?

—Estoy diciendo que parece ser un refugiado psicológico, que se encuentra atrapado entre dos especies y se aprovecha de las dos. Tal como yo lo veo, está matando a mis hombres. Y ha tomado como objetivo todo el interior del planeta.

—Él —exclamó January con la respiración entrecortada. Ahora fue ella la conmocionada—. Thomas, es el hombre sobre el que nos escribió Ali justo antes de salir del Punto Z-3. El guía de Helios.

—¿Quién? —preguntó Thomas.

January encontró finalmente el nombre en su banco mental de datos.

—Ike. Crockett —susurró—. Un rescatado. Escapó de los abisales. Ali dijo que esperaba entrevistarlo, conseguir que le transmitiera sus recuerdos de la vida abisal, obtener sus conocimientos. ¿En qué lío la habré metido?

—A juzgar por el trabajo realizado hasta el momento por este hombre —siguió diciendo Sandwell—, intenta establecer un cinturón de contagio a lo largo de todo el ecuador subpacífico. A una sola señal puede poner en marcha una reacción en cadena que exterminará a todo ser vivo del interior, sea humano, abisal o de cualquier otro tipo.

—Deme una prueba —insistió Branch con tenacidad—. Muéstreme un clip o una imagen en la que se vea a Ike colocando la cápsula químico-biológica.

January percibió en sus palabras cierto apego, mezclado con una actitud de desafío. Branch tenía alguna conexión con el personaje que aparecía en la pantalla.

—No tenemos imágenes —dijo Sandwell—. Pero le hemos seguido la pista al grupo original de cápsulas del Prion-9 robado. Lo robaron de nuestro depósito de armas químicas de Virginia Occidental. El robo se produjo la misma semana que Crockett visitó Washington D. C. La misma semana en la que tenía que presentarse ante un tribunal militar y una posible expulsión deshonrosa del cuerpo. Fue entonces cuando huyó y desapareció. Ahora, cuatro de esos cilindros se han descubierto en el mismo corredor por el que está guiando la expedición Helios.

—Si el contagio se dispara, él también muere —dijo Branch. Eso no es propio de Ike. No se suicidaría. Cualquiera que lo conozca se lo puede asegurar. Es un superviviente.

—De hecho, esa es precisamente nuestra pista —dijo Sandwell—. Su protegido se ha inmunizado. —Se produjo un silencio, antes de que siguiera hablando—. Entrevistamos al médico que le administró la vacuna. Recordaba el incidente y por una buena razón. Solo un hombre ha sido inmunizado contra el Prion-9.

Una foto apareció en la pantalla. Mostraba un formulario médico. Sandwell dejó la imagen quieta durante un rato, para que la leyeran. En la parte superior se veía el nombre y dirección de un médico. En la parte inferior una sencilla firma que el propio Sandwell se encargó de leer en voz alta:

—Dwight D. Crockett.

—Mierda —exclamó uno de los comandantes.

Branch, sin embargo, se mostró porfiado en su lealtad.

—No estoy de acuerdo con su prueba.

—Sé que esto es difícil —le dijo Sandwell.

January observó que los hombres empezaban a removerse, inquietos. Más tarde se enteraría de que Ike les había enseñado a muchos de ellos y había salvado la vida de algunos.

—Es imperativo que descubramos a este traidor —les dijo Sandwell—. Ike se ha convertido en el hombre más buscado de la Tierra.

—Veamos si lo comprendo —intervino January, elevando la voz—. La única persona inmune a esta plaga ¿es supuestamente el hombre que la colocó?

—Afirmativo, senadora —contestó Sandwell—. Pero no por mucho tiempo. Con objeto de contener el Prion liberado, hemos cerrado todo el corredor ClipGal con explosivos. Asimismo, estamos evacuando el interior del planeta dentro de un radio de trescientos kilómetros, incluida la ciudad de Nazca. Nadie volverá a entrar ahí hasta que haya sido vacunado. Y empezaremos por ustedes, caballeros. En la siguiente sala ya hay médicos esperando. Senadora y padre Thomas, ustedes también serán inyectados.

Fue Thomas el que aceptó, antes de que January pudiera rechazar la oferta. Luego la miró, antes de decirle:

—Por si acaso.

Un mapa llenó la pantalla. Se centró sobre una especie de vena dentro de la tierra.

—Esta es la proyectada trayectoria de la expedición de Helios —siguió diciendo el general—. Probablemente no hay forma de que podamos alcanzarlos desde atrás, lo que significa que tampoco podemos interceptarlos desde los lados o desde el frente. El problema es que sabemos dónde han estado, pero no exactamente hacia dónde se dirigen.

»El cártel Helios se ha mostrado dispuesto a compartir información sobre el curso previsto de la expedición. Durante el transcurso de los próximos meses trabajaremos en estrecha colaboración con su departamento de mapas para tratar de averiguar dónde están los exploradores. Mientras tanto, saldremos de caza.

»Vamos a valorar todas las posibles salidas. Quiero que se envíen escuadrones, que se cubran todos los puntos de salida. Lo haremos salir. Le pondremos trampas. Lo esperaremos. Y en cuanto lo localicemos, lo mataremos. En cuanto lo descubramos. Las órdenes vienen de arriba. Repito, hay que matarlo en cuanto lo descubramos. Antes de que ese renegado pueda matarnos a nosotros. —Sandwell se volvió para mirarlos—. Este es el momento de preguntarse ¿hay entre nosotros algún hombre que no se sienta capaz de cumplir la misión que acabo de encomendarles? La pregunta solo iba dirigida a un hombre, y todos lo sabían. Esperaron en silencio a que Branch se negara a cumplir la orden. Pero no lo hizo.

Nueva Guinea

La llamada telefónica despertó a Branch en su camastro a las tres y media de la madrugada. Dormía poco. Habían transcurrido dos días desde que los comandantes regresaran a sus bases e iniciaran la exploración de las profundidades para encontrar a Ike. A Branch, sin embargo, se le había encomendado la misión de control en el cuartel general del Pacífico sur, en Nueva Guinea. Se trataba de un gesto humanitario pero, sobre todo, de una forma de neutralizarlo. Deseaban disponer de las opiniones que pudiera tener Branch sobre su presa, pero no confiaban en él para que matara a Ike llegado el momento. Él, por su parte, no se lo echaba en cara a nadie.

—Mayor Branch —dijo una voz por el teléfono—. Es el padre Thomas.

Desde la conferencia, Branch esperaba la llamada de January. Él estaba conectado con ella, no con su confidente jesuita. Le sorprendió que la senadora hubiese acudido acompañada a la conferencia de la Antártica, y ahora no se sintió complacido al escuchar su voz.

—¿Cómo me ha encontrado? —fue lo primero que le preguntó.

—Por January.

—Probablemente esta no sea la mejor línea telefónica que podamos utilizar —le advirtió Branch.

Thomas no le hizo caso.

—Tengo información sobre su soldado Crockett. —Branch esperó—. Alguien está utilizando a nuestro amigo. —«¿A nuestro amigo?», pensó Branch—. Vengo de visitar al médico que le administró la vacuna. —Branch escuchó, muy atento—. Le mostré una foto del señor Crockett. —Branch apretó fuertemente el teléfono contra su oreja—. Creo que ambos estaremos de acuerdo en que tiene un aspecto muy característico. Pero resultó que el médico no había visto a Crockett en su vida. Alguien falsificó su firma. Alguien se hizo pasar por él.

—¿Quién fue, Walker? —preguntó Branch, aflojando la presión sobre el teléfono, pues esa había sido su primera sospecha.

—No —contestó Thomas—. Le mostré una foto de Walker. Y fotos de cada uno de sus pistoleros. El médico se mostró concluyente. No era ninguno de ellos.

—Entonces, ¿quién?

—No lo sé. Pero aquí hay algo que anda mal. Estoy tratando de conseguir fotografías de todos los miembros de la expedición para mostrárselas. La corporación Helios no muestra muchas ganas de cooperar. De hecho, sus representantes me han comunicado que oficialmente no existe tal expedición.

Eso hizo que el propio Branch se sentara al borde de su camastro de fibra de vidrio. Resultaba difícil mantener la calma. ¿Qué pretendía este sacerdote? ¿Por qué jugaba al detective con un médico del ejército? ¿Y por qué le hacía una llamada en plena noche para anunciarle la inocencia de Ike?

—Yo tampoco dispongo de esas fotos —dijo Branch.

—Se me ha ocurrido que otra fuente de imágenes podría ser ese vídeo que nos pasó el general Sandwell. Allí parecían verse multitud de caras.

De modo que se trataba de eso.

—¿Quiere que yo se lo consiga?

—Quizá el médico pueda descubrir a ese hombre entre la multitud.

—En tal caso, pídaselo a Sandwell.

—Ya lo he hecho. No manifiesta un mayor grado de cooperación que Helios. De hecho, sospecho que es algo más de lo que finge ser.

—Veré lo que puedo hacer —le dijo Branch.

Sin embargo, no se comprometió con la teoría.

—¿Hay alguna posibilidad de detener la búsqueda de Crockett, o al menos de dejarla en suspenso?

—Negativo. Ya se han introducido equipos de cazadores. Están bajando a grandes profundidades y no se puede contactar con ellos.

—Entonces tenemos que movernos con rapidez. Envíe ese vídeo al despacho de la senadora.

Después de colgar, Branch se quedó sentado en la semioscuridad. Podía olerse a sí mismo, la carne plastificada, con el hedor de su duda. Su presencia aquí no servía de nada. Eso era, sin embargo, lo que pretendían. Se suponía que debía quedarse tranquilamente aparcado en la superficie mientras ellos se ocupaban del asunto. Ahora, Branch no podía esperar.

Obtener los vídeos de ClipGal para el sacerdote podía tener su valor. Pero aunque el médico señalara al culpable, ya sería demasiado tarde para dar marcha atrás en la decisión de Sandwell. La mayoría de las patrullas de largo alcance ya se hallaban fuera del radio de acción de las comunicaciones. Cada hora que pasaba descendían más profundamente en el interior del planeta.

Branch se levantó. No más vacilaciones. Tenía un deber que cumplir. Consigo mismo y con Ike, que no tenía forma de saber lo que le tenían reservado.

Branch se quitó el uniforme. Fue como quitarse su propia piel, sabiendo que, después de esto, ya nunca podría volvérselo a poner.

La vida era algo muy peculiar. Con casi 52 años, había pasado más de tres décadas con el ejército. Lo que se disponía a hacer ahora debería haberle parecido algo mucho más difícil de hacer. Quizá sus compañeros oficiales lo comprendieran y le perdonaran por este exceso. Quizá pensaran que finalmente se había vuelto majareta. La libertad era así.

Desnudo, se miró en el espejo, como una mancha negra sobre las gafas oscuras. Su carne destrozada brillaba como una piedra preciosa del abismo. De repente, sintió pena por no haber tenido nunca una esposa, o hijos. Habría sido bonito dejarle una carta a alguien o un último mensaje telefónico. En lugar de eso, no le quedaba más que aquel terrible compañero, una estatua rota en el espejo.

Se puso unas ropas civiles que apenas le quedaban bien y tomó su fusil.

A la mañana siguiente nadie quiso informar de la deserción de Branch.

El general Sandwell se enteró finalmente de lo sucedido. Se puso furioso y no vaciló en impartir la orden. Según declaró, el mayor Branch participaba en la conspiración con Ike.

—Los dos son unos traidores. Matadles.