LA PRINCESA
En el calvero ardía alegremente una hoguera; a su lado estaba tumbado un hombre de rostro jovial, pero horrible. Este calvero, en medio de un lugar boscoso situado entre el terraplén de la vía férrea y la orilla de un río, servía de refugio a vagabundos o pordioseros. Pero este hombre no pertenecía a la corporación. Había caído tan bajo en la escala social que un verdadero vagabundo se hubiera negado a compartir con él el mismo cobijo.
Este individuo representaba, en efecto, uno de esos seres híbridos, tan desprovistos de amor propio que las injurias no les hacen el menor efecto, y tan carentes de dignidad que buscan con qué alimentarse en las latas de basura.
En verdad que no tenía buen aspecto. Se le podía dar lo mismo sesenta que ochenta años. Su atavío hubiera repelido hasta a un trapero. Sobre su andrajoso abrigo, cerca de él, estaban esparcidos sus trastos: una lata de tomate vacía, ennegrecida por el humo; una vieja lata de leche condensada, completamente abollada; un trozo de papel pardo con algunos desperdicios de carne, que sin duda había mendigado en una carnicería; una zanahoria aplastada en parte por una rueda de vehículo; tres patatas con tallos y salpicadas de manchas verduzcas y un pastel recogido en alguna cuneta —como mostraban las huellas de barro— que ya había sido mordido.
En su cara crecía, en total abandono desde hacía años, una extraordinaria selva de pelos de color gris sucio. Quizá esta hirsuta barba fuese de natural blanca, pero, como era verano, hacía tiempo que no le había caído encima ningún chaparrón. El único lugar visible del rostro daba la impresión de haber recibido en tiempos la explosión de una granada.
Su nariz había quedado hasta tal punto deformada por la herida, ahora cicatrizada, que no se le veía el saliente. En compensación, una ventana, de la dimensión de un guisante, miraba a tierra, mientras que la otra, lo bastante grande como para albergar un huevo de petirrojo, se abría al cielo. Un ojo, de dimensión normal, pardo mate y sin el menor brillo sobresalía como si estuviese a punto de saltar de su órbita; quizá a causa de la senilidad, lagrimeaba sin cesar. El otro, no más grande, pero tan brillante como el de una ardilla, se hundía oblicuamente bajo una ceja enmarañada que tenía roto el arco. Por último, sólo tenía un brazo.
Sin embargo, parecía feliz. Cuando con su única mano se rascaba maquinalmente las costillas, su rostro reflejaba una especie de placer sensual. Apartó las sobras y sacó después, de un bolsillo interior, un frasco de medicamentos lleno de un líquido incoloro. Al contemplarlo su ojo brilló más que nunca y sus movimientos se aceleraron. Cogió la lata de conservas, se levantó, recorrió el corto sendero que bajaba hasta el río y volvió con el recipiente lleno de agua un poco turbia. Mezcló a continuación en el bote de leche una parte de agua y dos del contenido del frasco; se trataba de alcohol de farmacia, de 90 grados, conocido en el mundo del vagabundeo con el nombre de alki.
Un ruido de pasos que procedía de la carretera le alarmó. Rápidamente, dejó el bote en tierra, entre sus piernas, y lo tapó con el sombrero.
Otro individuo, igualmente harapiento, salió de la sombra. El recién llegado era enorme y podía tener como unos cincuenta o sesenta años. La grasa le desbordaba por todas partes. Su nariz bulbosa tenía la forma y el grosor de un nabo y sus ojos azules sobresalían como dos globos. Las costuras de sus pingos cedían en muchos lugares bajo la presión de sus redondeces. Las pantorrillas le caían sobre los tobillos, ya que sus estirados botines elásticos no lograban contenerlas. No tenía también más que un brazo. De su hombro colgaba un pequeño fardo mal atado y cubierto de barro seco, recuerdo de la última etapa. Avanzó con prudencia y circunspección. Tranquilizado por el aire inofensivo del hombre que estaba sentado junto al fuego, se acercó a él.
—Buenas, abuelo —dijo como saludo, y se paró, contemplando la ventana de la nariz del otro, que apuntaba al cielo—. Dime, Barba Espesa, ¿cómo te las arreglas para impedir que el rocío se te meta por una nariz como esa?
Barba Espesa masculló algunas palabras ininteligibles desde el fondo de su garganta y escupió en el fuego como protesta contra esa pregunta incongruente.