Josiah sintió que una especie de parálisis le embargaba. Humedeció sus labios y abrió la boca pero las palabras no le salían.
—¡Vamos, fuera, le digo! —repitió con voz chillona—. ¡Si no, hago que le encierre la policía!
Josiah obedeció maquinalmente. A sus espaldas oyó un violento portazo. Como en una pesadilla, empujó la puerta de la valla que tantas veces había abierto y llegó a la acera. Se había quedado completamente estupefacto. ¡Sin duda se trataba de un mal sueño del que pronto iba a despertar! Se pasó la mano por la frente y se paró, indeciso. El ronroneo monótono de la sierra llegaba a sus oídos como un lamento. Si ese niño llevaba en la sangre algo del carácter de los Childs, escaparía de allí tarde o temprano. Agatha era capaz de acabar con la paciencia de un ángel. No había cambiado sino a peor, si es que eso era posible. El chico se largaría cualquier día; pronto quizás… quién sabe… ¿Y por qué no enseguida?
Josiah Childs se irguió cuan alto era y echó hacia atrás los hombros. Acababa de apoderarse de él el espíritu impetuoso del Oeste, con su desprecio total por las consecuencias cuando se trataba de superar un obstáculo entre él y el objeto deseado. Consultó su reloj, trató de recordar el horario de los trenes y se hizo a sí mismo, en voz alta, el siguiente juramento:
—¡Me importa un bledo la ley! ¡No se puede crucificar así a mi hijo! Le doblaré a ella la pensión, la triplicaré, la cuadruplicaré, o lo que haga falta; pero el chico tiene que venir conmigo. Ella puede seguirme a California si quiere; pero haré un contrato estableciendo claramente las responsabilidades de cada uno, y tendrá que firmarlo y cumplirlo si desea quedarse conmigo. Y seguro que lo firmará —añadió sonriendo amargamente—, porque le es absolutamente indispensable descargar su rabia sobre alguien.
Abrió la valla y se dirigió de nuevo a la leñera. Johnnie levantó los ojos al verle entrar, pero continuó serrando leña:
—Dime, pequeño —preguntó Josiah en voz baja, pero clara—. ¿Qué es lo que más te gustaría en el mundo?
Johnnie vaciló y dejó de serrar por un instante. Josiah le hizo señal de que siguiera.
—Irme al mar con mi padre —respondió Johnnie.
Josiah sintió que temblaba de emoción.
—¿De verdad es eso lo que quieres?
—¡Ah! ¡Sí! ¡Eso es lo que quiero!
La alegría que había en el rostro del niño inclinó la balanza.
—¡Bueno! ¡Ven aquí, hombrecillo! Escucha bien: yo soy tu padre. Yo soy Josiah Childs. ¿Has pensado alguna vez en escaparte?
Él hizo un gesto de afirmación con la cabeza.
—¡Pues mira! ¡Eso es lo que yo hice! Me escapé.
Sacó apresuradamente el reloj de su bolsillo.
—Tenemos el tiempo justo para tomar el tren a California. Allí es donde vivo ahora. Quizás tu madre se junte allí con nosotros después. Te contaré toda mi vida durante el viaje. Ven.
Durante un momento estrechó entre sus brazos al niño, que estaba entre asustado y confiado. Después, agarrados de la mano, atravesaron corriendo el corral, pasaron la valla y bajaron por la calle. Oyeron que se abría la puerta de la cocina y escucharon estas últimas palabras:
—¡Johnnie, so perezoso! ¿Por qué paras de serrar? ¡Espera, que vas a ver cómo te sacudo las pulgas!