Los canónigos de El Burgo
Los canónigos de El Burgo
Cinco grados bajo cero.
El viajero mira el termómetro y se arrebuja en su asiento. ¡No puede ser que haga tanto frío!
Pero lo hace. Y va en aumento. Camino de Sotosalbos, por la carretera que lleva a Soria, la temperatura sigue bajando, a la vez que aquélla sube de altura. Al norte del Guadarrama, que corre por su derecha, la carretera cruza un paisaje que parece más de Rusia que de España: viejos pueblos silenciosos y vacíos y vacas entre la nieve. Y humo en la lejanía. El termómetro del coche, mientras tanto, sigue bajando y bajando: siete grados bajo cero, ocho, nueve en Torrecaballeros, diez pasado Sotosalbos… Al fondo, entre los cercados, las vacas y los caballos parecen cristalizados, como el paisaje.
Entre Riaza y Ayllón, ya en el extremo este de la provincia, la carretera gira hacia el norte y la temperatura empieza a subir. No mucho, pues es enero, pero sí lo suficiente como para que se note fuera: a medida que la carretera se va alejando de la sierra, la nieve empieza a desaparecer.
Pero el paisaje sigue siendo un gran desierto. Un gran desierto de tierras rojas y heladas que desciende hacia el río Duero entre barrancos y pueblos mínimos que las salpican en la distancia. Es el viejo paisaje de Castilla, el que cantara el músico Agapito Marazuela, cuya escultura el viajero ha visto antes de dejar Segovia (tiene que llamar a Moro), y el que relata Avelino Hernández, un amigo del viajero, viajero también él mismo, en una de sus obras más famosas y leídas: Donde la vieja Castilla se acaba. ¡Qué hermoso título para este viaje que el viajero acaba hoy! Se lo tomará prestado.
Y se lo toma, sólo que sin el final. Porque el viajero, aunque no es más optimista que su amigo, piensa, no obstante, que, entero, puede ayudar a la desconfianza. Así que mejor así: Donde la vieja Castilla, sin más.
En San Esteban de Gormaz, la carretera cruza el río Duero. Es la línea que sirvió de frontera en la Edad Media a los reinos musulmanes y cristianos durante doscientos años. La extremadura, que continúan diciendo los sorianos, pese a que los extremeños de hoy no entiendan por qué lo dicen.
Por aquí, por este lugar, pasó también el Cid el río Duero cuando iba camino del destierro y por aquí lo siguen pasando los rebaños de la trashumancia. Aunque cada vez lo hagan menos, puesto que entró en declive hace tiempo, arrastrando en su caída a toda la provincia y a sus pueblos.
Hoy, la provincia de Soria, que el viajero conoce bien y por la que siente una especial devoción (culpa, entre otros, de Avelino), apenas llega a las noventa mil personas, lo que la convierte en la más deshabitada del país. Así que a nadie puede extrañar que su capital sea también muy pequeña (apenas llega a las treinta mil personas) o que su episcopado tenga su sede en un pueblo de sólo cinco mil vecinos. Un pueblo, eso sí, tan singular como la catedral en torno a la que surgió.
Y es que la catedral de El Burgo de Osma, cuya torre el viajero avista ya desde el cerro por el que la carretera se asoma al valle en el que se asienta, es la quinta de España en importancia, detrás de las de Santiago, León, Burgos y Toledo. Al menos, así lo dicen las guías, que recalcan, además, que la diócesis de Osma (que ahora es la de Osma-Soria; cosas de los nuevos tiempos) es una de las más extensas y de las más antiguas de este país.
Al siglo VI, nada menos, se remontan las primeras referencias a la diócesis, que primero estuvo en Osma, la vieja Uxama romana, que está en lo alto del cerro, pero que luego bajó a la vega, al arrabal huertano y labriego que había a la orilla del río Ucero. Un arrabal que, gracias a ello, comenzó a desarrollarse y a crecer, suplantando en importancia a la original ciudad y arrebatándole el privilegio de acoger la catedral y a sus obispos. Y todo ello merced a un tal Pedro de Bourges, más tarde Pedro de Osma, quien, a comienzos del siglo XII, restituida la vieja diócesis tras la pacificación de toda la zona, decidió construir en él la primera catedral románica.
Ésta, que aguantó cien años, fue relevada por la actual, que comenzó a edificarse en el año 1232, cuando el primitivo burgo o arrabal se había convertido ya en una villa lo suficientemente importante como para eclipsar a la vieja Osma. Si bien ésta siguió siendo la ciudad (todavía sigue siéndolo oficialmente, aun a pesar de su pequeñez), mientras que El Burgo, ahora ya en letras mayúsculas, no ha dejado de ser villa de milagro. No en vano sigue teniendo el mismo número de vecinos que cuando le construyeron la catedral.
Pero es la segunda ciudad de Soria. Si no en vecinos, que es Almazán, sí en prestigio y en historia. Un prestigio que le debe a ser sede episcopal y una historia que se extiende a lo largo de diez siglos, que son los que han transcurrido desde que el primitivo burgo de Osma viera surgir junto a él la construcción que habría de transformarlo. De aquella construcción ya nada queda, salvo su planta y algunos restos dentro de la actual catedral, pero, a cambio, queda la trama del caserío que en torno a ella se fue formando. Hoy transformado y muy remozado, como el viajero observa en cuanto entra en él.
El viajero lo conoce desde antiguo. El viajero, hace ya tiempo, pasó por aquí también descendiendo el río Duero, como dejó escrito en el cuadernillo que publicaría después. Por eso reconoce cada calle, pese a que la mayor de éstas sea ahora peatonal. Lo cual le obliga a rodear todo el caserío para poder llegar a la catedral.
Pero lo hace en pocos minutos. Todo El Burgo en su conjunto sigue siendo muy pequeño y le da la vuelta en seguida, justo cuando el sol se asoma iluminando sus viejas calles. Hacía tiempo que no lo hacía y se agradece infinitamente. Sobre todo a la vista de los hielos que cubren la vieja fuente y la plazuela de la catedral. Que se lo digan, si no, a ese cura que pasea leyendo junto a ella, arrimado a la puerta del mediodía.
El viajero le pregunta y se entera de ese modo, no sólo de lo mucho que agradece, en efecto, este solín, como él lo llama, sino de su filiación y sus circunstancias: se llama Pedro, tiene ochenta y seis años y pasó toda su vida de párroco en distintos pueblos de la zona de Ayllón y Tiermes, ese desierto de tierras rojas que el viajero cruzó hace un rato viniendo desde Segovia, antes de recalar en la residencia de sacerdotes de El Burgo. Lo cual explica, quizá, que continúe llevando boina y sotana. ¡Cuánto frío no habrá pasado don Pedro por esos pueblos perdidos antes de venir aquí!
—Ya sólo somos tres los que la llevamos —dice, a propósito de la sotana—. Estoy esperando a que se la quiten los otros dos para quitármela yo también —continúa don Pedro su paseo, dando la charla por concluida.
Mientras lo ve pasear sumergido en la lectura del breviario (¡qué estampa tan costumbrista!), el viajero observa la plaza, que continúa desierta, como cuando él llegó. Pero hay gente. Cuatro o cinco en el bar del soportal (del que se escapa un intenso vaho cada vez que alguien abre la puerta) y otros cuarenta o cincuenta oyendo misa en la catedral. El viajero lo descubre cuando salen.
Los que salen de la misa ni le miran. Salen contentos de haber cumplido con su deber y con ganas de conversación. Una mujer, por ejemplo, le viene contando a otra cómo prepara ella el pollo:
—Lo rehogo bien, le echo sal y perejil, le pongo un vaso de vino blanco y le tengo un par de horas cociendo…
El viajero, sorprendido, deja paso a los que salen y espera hasta que se van, aunque alguno tarda en hacerlo. Se ve que están encantados con el sol que da en la puerta.
Con él es más bella aún. Pintada por este sol que la acaricia más que alumbrarla, la puerta sur de la catedral, que es por la que se accede a ella (las demás están cerradas), parece hecha hace cuatro días, pese a sus siete siglos de historia. Según parece, es una de las primeras manifestaciones del arte gótico en toda Soria y, al decir de las guías, la mejor. Motivos tiene para ello, comenzando por el rosetón de arriba, que recuerda a los de León, y continuando por la iconografía que cubre las arquivoltas y las jambas de la puerta y por el tímpano que coronan el lecho mortuorio de la Virgen, cuya alma suben al cielo dos querubines, y el jarrón con azucenas que en el siglo XIX, al parecer, llenó el hueco que dejó la desaparecida pintura mural que representaba el Juicio Final. Todo ello presidido por la figura de Jesucristo en actitud de enseñar sus llagas.
Detrás de él, la catedral se abre como una flor que se hubiera ido formando poco a poco con el tiempo. Al viajero, por lo menos, le desconcierta de tan compleja. Sobre todo, después de ver la de Valladolid, o la de Segovia, que eran tan simples.
Y es que esta catedral, que, según dicen las guías, tardó en hacerse seiscientos años (desde comienzos del siglo XIII hasta finales del XVIII), tiene tantos recovecos que se tarda en entender su arquitectura. Sobre todo si, como le pasa al viajero ahora, no encuentra a nadie a quien preguntar y tiene que imaginar cómo se fue haciendo con ayuda únicamente de sus guías. ¡Ay, si viviera don Tomás, el cura que la enseñaba!
Pero don Tomás Leal, aquel cura socarrón que lo sabía todo de este edificio que enseñaba a los turistas y cuidaba como suyo, debe de haber muerto ya, pues, cuando se lo enseñó al viajero, tenía ya muchos años. Y de aquello ya han pasado casi veinte. Y, si todavía no ha muerto, debe de ser ya muy viejo, lo que le impediría hacerlo como solía: «Don Tomás se detiene y habla al oído, grita ahuecando la voz donde las bóvedas más retumban, pregunta, dice, alega, ríe. Don Tomás no para, no descansa. Don Tomás es el alma de esta catedral que se va abriendo a su paso como una enorme caja de secretos…», escribió en su cuaderno el viajero cuando pasó por aquí hace diecinueve años.
¡Hace diecinueve años! Y parece que fue ayer. Parece que fue ayer mismo cuando entró en la catedral después de comer sin freno en el restaurante de la carretera que lleva el nombre de Palafox. Aquella tarde, sentado en uno de estos bancos, el viajero miraba estas mismas naves sobrecogido por su belleza y adormecido por la digestión cuando apareció de pronto en la puerta el bueno de don Tomás con su enorme humanidad ensotanada. En realidad, llevaba dos sotanas, según él mismo le dijo, para combatir el frío de esta vieja catedral que le fue enseñando a continuación, desde la portada al claustro, pasando por todas y cada una de sus capillas. El viajero guarda un recuerdo difuso de todo aquello que intenta ahora revivir mirando el templo.
Pero no puede. Han pasado muchos años desde entonces, muchos años y muchas catedrales desde que don Tomás le cogió del brazo y le llevó a lo largo de ésta, explicándole, primero, la factura y el estilo de su fábrica (gótica en su concepción, pero llena de añadidos de otras épocas) y, luego, ya más despacio, cada uno de sus múltiples tesoros. Así que el viajero, ahora, ha de comenzar de nuevo, como si la viera por primera vez.
Por fortuna, mientras lo hace, descubre a un hombre en una de las capillas. Está limpiando unos candelabros, lo que quiere decir que ha de ser el sacristán.
—No, señor —le dice el hombre—. Yo sólo vengo a ayudar un poco.
—¿Y don Tomás?… ¿Vive aún? —aprovecha el viajero para preguntar por él.
—Vive, vive —dice el hombre, saliendo de la capilla y cerrando la reja detrás de él—. Ahora mismo —dice, como prueba de ello— está diciendo misa en un pueblo.
—¿Y continúa enseñando la catedral?
—No. Ahora la enseño yo —responde el hombre, ofreciéndose, ofrecimiento que el viajero acepta al punto, en la esperanza de que el discípulo sea tan bueno como el maestro.
Lo de discípulo lo ha dicho él. Y que se llama Francisco. Y que trabaja como empleado en una residencia de minusválidos, puesto que esto lo hace por afición.
—Como no me gustan los bares… —dice el hombre, recogiendo de un cajón las llaves que necesita para enseñarle la catedral.
Así que el viajero, ahora, ya tiene quien se la enseñe. No es don Tomás, ciertamente, de cuya supervivencia se alegra mucho, pese a que ya no enseñe la catedral, pero su sustituto parece también muy recomendable, a pesar de sus colmillos, que le dificultan la pronunciación. El viajero, de hecho, no entiende la mitad de lo que dice, aunque disimule y haga como que le entiende todo.
Sin embargo, en el momento en que empieza de manera oficial el recorrido, cosa que hace en la sacristía, el hombre cambia de tono. Como si le hubieran puesto una cinta, comienza a hablar diferente, deletreando cada palabra, como si por su boca hablase otro hombre. Pero es él, con sus colmillos, con su anorak amarillo, que le hincha la figura de cintura para arriba como a un sapo, el que recita cantando la historia de esta catedral ante el asombro de un viajero que no termina de acostumbrarse al repentino cambio de tono del cicerone. Tan estupefacto está que no se entera de lo que dice hasta pasado bastante rato.
Pero Francisco no tiene ningún reparo en repetir lo que ya ha contado. Lo hace en la sacristía, en la que hay una caja fuerte donde se guardan, según afirma, los dos tesoros más importantes de la catedral: una custodia procesional de oro y plata y el famosísimo códice medieval de comentarios al Apocalipsis (setenta y tres páginas ilustradas por el llamado Beato de Liébana, entre las que destaca el curioso mapamundi en que aparece el mundo tal como lo imaginaban entonces), y lo hace en cada uno de los sitios que le enseña a lo largo de más de hora y media. Otra cosa no, pero concienzudo Francisco lo es y se lo demuestra.
Se lo demuestra en la sacristía, donde le enseña también la mesa que, al decir de don Tomás, es la mayor de una pieza de todas las de las sacristías de España («Y las ha medido todas», asegura su discípulo, orgulloso), y se lo vuelve demostrar en el presbiterio, y en las capillas, y en la girola, y en el museo, que está en el claustro. En cada una de esas paradas, Francisco se extiende en explicaciones, sin importarle el tiempo ni el frío ni el hecho de que el viajero parezca a veces que no le escucha.
Es tan sólo en apariencia. El viajero está tan emocionado, tan fascinado por lo que ve, que, a veces, se abstrae mirando hacia el techo, mientras Francisco sigue contándole:
—Ésta es la capilla del Venerable Obispo Palafox. Construida en el siglo XVIII, en estilo neoclásico… Hecha en mármol de Espejón… Trabajaron en ella los mejores artistas de la época, Sabatini y Villanueva entre otros, puesto que el obispo que la construyó había sido confesor del rey Carlos III y tenía mucha influencia…
Y más allá:
—La capilla mayor. Gótica, como la catedral… La bóveda es de crucería; el ábside, poligonal… El retablo es de Juan de Juni y de León Picardo, que se inmortalizaron en él… Son los dos que hay en el centro, a ambos lados del lecho de la Virgen… Está dedicado a ésta, como la catedral… En lo alto, el escudo del obispo Acosta, que fue el que lo costeó… El que lo hizo «a costa de sus costillas», como dice don Tomás —dice, con una sonrisa, señalando las costillas que figuran, junto a la rueda de Santa Catalina, en el escudo que preside la gran obra.
O, en fin, en un lateral:
—Éste es el Cristo del Milagro… Románico, del siglo XIII… Aunque el retablo fue hecho más tarde para representar el milagro que protagonizó la imagen con ocasión de que un sacristán que perseguía a un gallo que se había colado en la catedral y que se había ido a posar sobre la cabeza del Cristo le dio con la piedra que le tiró, haciéndole una herida por la que manó un hilillo de sangre… ¿Se acuerda del algodón que le enseñé antes, en la sacristía?…
—Me acuerdo —dice el viajero, mirando el Cristo.
—Pues está empapado en la sangre de aquella herida —dice Francisco.
Pero donde el viajero más se ensimisma, más se queda fascinado y asombrado, es a la entrada del claustro, en la capilla donde reposa, entre pinturas y capiteles románicos (los de la catedral antigua), el obispo Pedro de Bourges —para la Iglesia, San Pedro de Osma—, en un sepulcro policromado que es lo mejor de esta catedral. El viajero lo recuerda todavía de cuando lo vio hace años, pero se vuelve a extasiar de nuevo, de tan bello como es.
—El sepulcro de San Pedro de Osma, el constructor de la catedral de El Burgo —dice Francisco, llegando a él—. La imagen yacente es la del obispo, de piedra, policromada… Los relieves representan escenas de la vida y los milagros del santo… Las pinturas de las bóvedas las descubrió don Tomás un día rascando la cal de la pared y han sido restauradas hace poco…
—¡Qué maravilla! —exclama el viajero.
—En la catedral de El Burgo de Osma, que ya le dije al principio es la quinta de España en importancia —continúa Francisco, sin detenerse—, hay tres cosas únicas en el mundo: el Beato de Osma, el Cristo del Milagro y este sepulcro que estamos viendo.
—Seguro —dice el viajero, admirando los relieves que lo cubren por entero y que representan, según aquél, diferentes episodios de la vida y milagros de San Pedro: la curación de un clérigo endemoniado en Estella, la sanación de un enfermo en Langa de Duero al que el santo hizo comer un pez que sacó del río, el milagro de la fuente que hizo surgir de una encina en las Dueñas o la muerte del propio santo en Palencia y su traslado hasta este lugar. Todo ello contado con sencillez y rodeado de otras escenas, algunas tan pintorescas como las de los tres personajes que beben vino en la cabecera o las de los propios ángeles que sostienen el cojín en que se apoya el santo desde hace siglos.
—Bonito, ¿eh? —dice Francisco, guiñando un ojo.
La visita continúa por el claustro y el museo, que se solapan en muchas zonas. En concreto, en las capillas del este y norte de aquél y en el antiguo refectorio de los canónigos. Como todos los museos de su estilo, exhibe objetos e imágenes procedentes de todas las parroquias de la diócesis (la mayoría de pueblos deshabitados, de los que Soria tiene más de un centenar) junto con otros de la catedral. Aunque lo mejor de todo, aparte de la paloma eucarística de bronce con incrustaciones de espejos de Limoges del siglo XIII y la Biblia Políglota Complutense, que son sus piezas más cotizadas, es la propia arquitectura de las salas, que es gótica en su conjunto, pero que conserva aún restos de la catedral románica. Principalmente capiteles, algunos de los cuales se exponen entre las piezas.
A la una, la visita ha terminado. Francisco cierra la puerta y el viajero y él desembocan de nuevo en la catedral. Lo hacen justo en el momento en el que un buen número de personas cruzan la nave de la Epístola en dirección a la capilla de Palafox. Al parecer, la misa de una de los domingos es la más concurrida de todo el día.
—Le invito a tomar un vino —tienta el viajero a Francisco, después de darle la propina y de comprarle un par de postales de las que vende en su casetucho.
—Cuando termine —le dice aquél, por la misa.
Pero el viajero necesita tomar algo urgentemente. No tanto por tomar algo como por visitar, de paso, el servicio. Así que va al bar de enfrente, el único que hay abierto, y se toma el primer vino del día, a la espera de que Francisco pueda salir.
Cuando regresa a la catedral, éste ha desaparecido. Debe de estar en algún lugar limpiando o arreglando algo y el templo está ahora en silencio, como si no hubiera nadie en él. Pero, en la capilla del Obispo Palafox, a cuya entrada un cartel recuerda que su titular continúa en proceso de beatificación (lleva ya trescientos años), más de cincuenta personas escuchan ahora el sermón del cura que dirige la misa de la una. Para sorpresa del viajero, es un sacerdote joven. Y, a diferencia de sus colegas, no habla como un papagayo. Al contrario, siente y piensa lo que dice, o al menos da esa impresión, lo que hace que la gente le escuche con atención, alineada en las bancadas que llenan esta capilla que parece recién hecha y esculpida, de cómo brillan sus mármoles. Unos mármoles que, según dicen las guías, provienen de Espejón, cerca de Soria, y que tienen una textura y un color inconfundibles: son como un gran prensado (un turrón, decía Antolínez, el guía de la catedral de Burgos), de tonos ocres y morados.
La araña, en cambio, es de cristal puro. La regaló el propio rey Carlos III y proviene de la fábrica de vidrio de La Granja. Se ve que Palafox fue un obispo poderoso.
—¡Hombre, claro! Tenga en cuenta que, antes de ser obispo de El Burgo, Palafox fue arzobispo y virrey de Méjico —cuenta Francisco al viajero mientras caminan por los soportales.
Son soportales de recias vigas. Con muchos siglos a sus espaldas, sostienen al mismo tiempo los de las casas y los guardan de la lluvia y del sol en el verano. Pero, hoy, aunque hace sol (el cielo se ha despejado después de unos cuantos días), éste es tan pobre y frío que la gente lo busca, en lugar de huir de él. Por eso anda por la calle, evitando los soportales, y por eso los jubilados pasean ahora por la plaza buscando su resol, como don Pedro.
Francisco los conoce a casi todos. Francisco, aunque no es de El Burgo (es natural de Fresno de Caracena, el pueblo del que se dice era el autor del poema del Cid), lleva aquí ya tantos años que conoce a toda la gente. Y eso que, según afirma, no anda mucho por los bares.
En el 2000, en la plaza, al que lleva al viajero finalmente y que le recomienda para comer («Diga que le traje yo»), los camareros, no obstante, no se sorprenden de su presencia. De hecho le sirven sin preguntarle qué es lo que quiere, como se hace con los clientes más habituales.
—¿Y usted?
—Un vino —dice el viajero, que es forastero.
Hasta las cuatro de la tarde (de la comida mejor ni hablar), el viajero deambula paseando por El Burgo. Le gusta volver a hacerlo al cabo de tanto tiempo. Y ver que todo está como lo recuerda: el Hospital de San Agustín, frente a la Plaza Mayor, con su fachada neoclásica; la Universidad de Santa Catalina, en la carretera, que costeó también el obispo Acosta «a costa de sus costillas» para que los sorianos pudieran estudiar en su provincia; el Palacio Episcopal, el Seminario… La mayoría de ellos dedicados ya a otros usos diferentes de aquellos para los que fueron hechos (el Hospital de San Agustín, por ejemplo, acoge ahora un museo y la Universidad de Santa Catalina el Instituto de Enseñanza Media), salvo precisamente los últimos, que continúan alojando al obispo y a los escasos seminaristas que todavía siguen dispuestos a seguir los pasos de don Pedro, aunque no, seguramente, a ponerse la sotana como él.
Si la tuviera, el que se la pondría ahora sería el viajero; tan fría está ya la tarde. Lo cual no impide que la cigüeña siga impasible en su nido, en lo más alto de la catedral.
—Este año, se ha adelantado —le dice al viajero el hombre que se cruza en el puente sobre el Ucero.
Es el último puente que le han hecho. Un breve puente de hierro que comunica El Burgo y Osma, a los que separa precisamente el río Ucero. Un río que baja bravo y crecido tras las lluvias de los últimos dos meses.
—Se ve que se ha despistado —sigue diciendo, por la cigüeña, Ricardo Otín, que es como se llama el hombre que el viajero se ha cruzado en pleno puente y que, a lo que se ve, debe de estar aburrido. De hecho, sin que le pregunte nada, le cuenta que es constructor jubilado, que, como tal, hizo muchas de las casas que ahora ven en torno a ellos, incluido el edificio del hotel que regenta su familia y que lleva por nombre su apellido, que entre los de El Burgo y Osma hay mucha rivalidad y, en fin, que hoy hace frío, es verdad, pero nada comparado con la Navidad pasada, en que el termómetro llegó a bajar hasta los dieciséis grados bajo cero.
Ahora el termómetro debe de andar por los cuatro o cinco. Bajo cero, por supuesto. El río Ucero, de hecho, tiene hielo en sus orillas y, alrededor de la catedral, las calles están heladas. En la puerta de poniente, por ejemplo, el hielo sigue sin derretirse y hay carámbanos colgando de las tejas.
Dentro de la catedral, no obstante, la temperatura es muy agradable. El sol, que ya está cayendo, entra por los ventanales e ilumina las capillas de la nave de la Epístola y parte del presbiterio. Aunque su plenitud la alcanza cuando, en su caída hacia Osma, coincide justo con el rosetón de atrás y lo convierte en un proyector que atraviesa todo el templo, yendo a dar justo en el púlpito, que es todo blanco, de mármol. El efecto dura apenas un minuto, pero es espectacular.
—¡Qué pena! —dice el viajero a Francisco, que es el único que lo ha compartido con él (don Jesús, el cura joven y que, a su edad, ya es canónigo: «Como somos pocos…», se justifica, se ha marchado ya hace un rato después de dar una vuelta y ver que todo sigue en su sitio. A pesar de su juventud, es el párroco de la catedral).
Así que el viajero y él están solos de nuevo en este templo que el silencio de esta tarde de domingo hace parecer más grande. El viajero aprovecha para ver lo que le queda y Francisco, que se aburre, le acompaña en su paseo. Así, como esta mañana, aunque ahora con menos prisas, le enseña el coro, grandioso, de origen y traza góticos, pero reestructurado en el XVI, y las naves y capillas laterales. De todas ellas, el viajero hará sitio en su libreta a dos de la nave de la Epístola (la de la Virgen del Espino, la patrona de El Burgo de Osma, con un retablo barroco que acoge la imagen gótica de la Virgen, y la de la Santa Cruz) y a otra de la del Evangelio: la de San Pedro de Osma, construida encima de su sepulcro, lo que obligó a hacer una escalinata que al viajero le recuerda a la Escalera Dorada de la catedral de Burgos.
—Eso dicen —dice Francisco, mirándola.
Francisco no conoce la de Burgos. Francisco, el hombre, apenas ha salido nunca de Soria, donde ha vivido toda la vida. Lo cual hace más loable su conocimiento de la catedral de El Burgo. Sobre todo teniendo en cuenta que, como dice, apenas si fue a la escuela.
—Todo lo que sé de ella lo sé por don Tomás.
—¡Don Tomás! —vuelve a acordarse el viajero.
—A lo mejor, ya está en casa —dice Francisco.
—¿Vive lejos?
—Aquí al lado —dice el guía, asomándose a la puerta y mirando la manzana que hay enfrente.
Es la casa de la esquina, una casa de dos plantas al lado de la residencia. De hecho, según comenta Francisco, don Tomás acude a dormir a ésta, aun cuando siga viviendo en su propia casa.
Pero Francisco no se conforma con señalársela desde lejos. Como están a pocos metros y no hay nadie en la catedral (ni en la plaza, en este instante), acompaña al viajero a comprobar si don Tomás ya ha vuelto y está en su casa.
—Está, está —dice, entrando en el portal—. Tiene el coche en el garaje.
Por la escalera arriba, el viajero recuerda ahora a aquel cura al que conoció hace años, diecinueve exactamente, un día del mes de mayo en que también hacía mucho frío. Lo escribió en su cuaderno del Duero, como hoy volverá a escribirlo en el de las catedrales: «Sentado en uno de los bancos, adormilado por la comida y por el olor a cera y a incienso, veo entrar a un cura gordo, con una chaqueta gris sobre la sotana negra…».
Gordo continúa estándolo, pero ya no lleva sotana. Ni chaqueta, que está en casa. Pero continúa siendo el de siempre, como demuestra al viajero al abrir la puerta.
—Pase, pase —le conmina, sin preguntarle quién es ni qué es lo que quiere.
Francisco ha desaparecido, cumplida ya su función, y el viajero se queda a solas con don Tomás, que ni siquiera se ha despedido de aquél. Está más interesado en contarle al forastero su último logro particular:
—Me acaban de renovar el carné de conducir por otro año.
—Le felicito —dice el viajero.
—Con ochenta y cinco años, ¿qué le parece? —presume don Tomás, ya en el salón, una pieza abarrotada de recuerdos y de libros y de papeles amontonados por todas partes.
Don Tomás se disculpa por el desorden. Hace como que recoge algo, pero en seguida se olvida, arrastrado por su locuacidad. Y es que a don Tomás lo que le interesa es, sobre todo, la conversación. O, mejor dicho, el monólogo, pues no deja hablar a nadie. De hecho, todavía no ha preguntado al viajero quién es ni lo que le trae.
Ni lo hará ya en todo el rato. Don Tomás está más interesado en contarle su vida a él que en conocer la del forastero. Así, el viajero se entera, entre otras muchas cosas, como le pasó hace una hora con don Ricardo Otín en el puente, de que don Tomás sigue siendo párroco de un pueblo al que va en su propio coche a decir misa, que el actual obispo de Zamora ha sido discípulo suyo (y que queda con él a merendar algunas veces), que ya no enseña la catedral, salvo en alguna ocasión muy especial, pero que la llegó a enseñar hasta en latín (a unos frailes alemanes), que continúa recopilando refranes que empiecen por «más vale» o «vale más». («Vale más porrón en mano que bodega en fotografía» fue el que le puso de ejemplo el día en que lo conoció) y que, en fin, para no contarlo todo, acaba de terminar de escribir un libro de comentarios al del Beato de Osma que el cabildo no le deja publicar porque tiene reservados los derechos.
—¡Vaya, hombre! —le compadece el viajero, que imagina lo que debe de sentir después de tanto trabajo.
Pero don Tomás no le ha oído. Don Tomás sigue a lo suyo, yendo y viniendo por el salón y saltando de un tema a otro sin importarle lo que el viajero diga. Así que éste opta por callarse y asistir sin interrumpir a las explicaciones e historias de este hombre que, a sus ochenta y cinco años, parece un adolescente por la vitalidad que tiene y la ilusión que demuestra.
—¿Sabía que tengo una bodega en Osma?
—Algo había oído —dice el viajero, mintiéndole.
—Pues le invito a conocerla —le dice don Tomás, sin preocuparse de que ha empezado a caer la noche.
—Me gustaría, pero me tengo que ir —le agradece el viajero la invitación.
—Tengo un jamón empezado… —le tienta don Tomás, sin escucharle.
Y sin escucharle sigue, contándole aventuras y refranes, mientras la noche cae sobre El Burgo y en el interior de esta vieja casa desde la que don Tomás puede ver sin moverse de ella el objeto de sus sueños y la ilusión de toda su vida: esa bella catedral que acaba de iluminarse con la caída de la noche y que refulge como una estrella en la oscuridad del pueblo y en el frío de esa plaza en la que sólo se ven ahora las sombras de unos muchachos que juegan a romper hielo sobre la fuente y la de un hombre que camina calle arriba embozado en su anorak entre la oscuridad de los soportales.
—¡Adiós, Francisco! —le despide el viajero mentalmente, mientras don Tomás le cuenta ahora un juego que, según él, conoció de niño y que viene ya ilustrado en el Beato que ahora duerme, como todo, en el interior de la catedral de El Burgo.