La perla del Pirineo

La perla del Pirineo

Como el mapa de Navarra, el de Aragón cuelga también de los Pirineos, aunque ofrece una imagen muy distinta. Mientras que aquél se asemeja a una piel de toro, con Tudela coronando la testuz, el de Aragón se parece más al mandil de un zapatero, ancho en su parte más alta, para proteger el pecho, y recortado en la baja, para poder meterlo entre las piernas. En el medio estaría Zaragoza, a la altura del ombligo más o menos.

El viajero está ahora más arriba. Está en Jaca, cerca de donde comienza el mapa y donde ha dormido esta noche al arrullo del río Aragón, que es el que nombra a toda esta tierra. La que va desde Somport hasta Teruel cruzando un tercio casi de la Península. Una tierra diversa y muy distinta, pero con un denominador común: el de estar habitada por una gente que para el viajero, que la conoce, es la mejor del país. Y también el de ser toda ella un territorio lleno de encantos y de contradicciones.

Jaca es el primero de ellos. Su primera capital y capital aún de los Pirineos, esa cadena montañosa que aísla España de Francia más que cualquier otra división, Jaca sobrevive al tiempo encaramada en el promontorio en el que la fundara el rey Sancho Ramírez, el segundo de los aragoneses. Fue en el año 1077 y Aragón era aún un pequeño reino que apenas si se extendía por los remotos valles de la Jacetania, esa tierra poblada por pastores que los romanos hallaron y bautizaron así en honor de sus habitantes: los jacetanos. Desde entonces, la ciudad, con todos sus avatares, ha pasado por la historia cubriéndose de recuerdos (la pérdida de la capitalidad del reino, la de su episcopado, la recuperación de éste en 1571, la sublevación de 1930 de los capitanes Galán y García Hernández que hizo famoso su nombre en todo el país) y ha llegado hasta este siglo sin dejar de ser un lugar remoto, pero a la vez de gran importancia, al ser, por una parte, la primera ciudad de España al sur de los Pirineos y, por otra, el primer final de etapa del Camino de Santiago en Aragón. Lo cual se nota en sus edificios y en su impronta de ciudad noble y antigua. Quizá un poco afrancesada últimamente, piensa el viajero mirando sus barrios nuevos. En cualquier caso, lo que destaca de toda ella es su sabor medieval, que acentúa aún mucho más el románico de su catedral. La perla del Pirineo, como ya la ha bautizado el viajero por su cuenta al saber que así le dicen turísticamente a Jaca.

El viajero la estuvo viendo ya anoche mientras cenaba enfrente de ella, en uno de los dos bares que se reparten la plaza del Mediodía —esa en la que en su día estuvo el mercado que atraía a mercaderes de todos los Pirineos, incluso del otro lado de éstos, y de cuya relevancia aún es testigo la famosa vara jaquesa, diferente de la castellana, impresa en piedra junto a la puerta—, y todavía tiene en los ojos la silueta iluminada de su torre, recia como la de un castillo, y el perfil de sus dos ábsides románicos (el tercero está ahora oculto por la construcción de al lado). Pero ahora ya es de día y la catedral resurge con una silueta nueva. O, mejor: con la misma silueta que tenía anoche, pero de color distinto. Ese color pizarroso, de piedra ocre y antigua, que la unifica con la ciudad. Y que le da su sello característico junto con el ajedrezado.

El ajedrezado jaqués, como se le conoce universalmente por haber nacido aquí, es el emblema de esta catedral. Tallado en la propia piedra como si fuera una filigrana, la recorre por todas sus fachadas dándole su peculiar aspecto. Data de la construcción del templo, el primero románico en España, y dicen que de aquí se exportó por todo el país, bien a través de los peregrinos, bien merced a los canteros, judíos en su mayoría, que construyeron nuestras catedrales. La de Jaca es ejemplo de ello y de sus saberes místicos, perpetuados en cada piedra como si fuera una lección muda.

Pero los jaqueses de hoy en día no parecen muy preocupados por entenderla. Los jaqueses de hoy en día viven más interesados por saber lo que les deparará este lunes, 27 de junio del año 2005, y por conocer el nombre de los vecinos que ya no se enterarán jamás porque murieron ayer, mientras la ciudad celebraba la fiesta de Santa Orosia, patrona de la diócesis y de la propia ciudad de Jaca. Un chico está poniendo sus esquelas en la reja del pórtico de poniente.

—Es donde las lee más gente —le contesta al viajero, que pregunta.

La gente lo corrobora así que el chico lo dice. Antes de que éste termine, varias personas se arremolinan ya en torno a él para poder leer las esquelas y conocer a quién pertenecen. Incluso la dependienta de la farmacia que hay justo enfrente del pórtico se acerca para ver qué clientes ha perdido. El chico recoge el celo y se marcha con su moto a seguir poniendo esquelas. ¡Qué trabajo!, piensa el viajero, viéndole irse.

Doña Benita Nasarre Campo, de Castiello de Jaca, y don Albano Mayor Beltrán, de Jaca, unidos por el destino, quedan quietos en la reja, rodeados por un grupo de vecinos que comentan en voz baja sus desvelos e impresiones, y el viajero entra en el pórtico, que está abierto por un lado por otra reja de hierro, pero que parece un túnel. Su bóveda de herradura le hace dar esa impresión. Al final, sobre la puerta, un Crismón preside el atrio.

«Dejaremos de tratar la inmensa riqueza simbolizadora de los capiteles, canecillos y metopas de las cornisas; sólo haremos alusión a los típicos ajedrezados y a las bolas de los plintos de las columnas y nos quedamos en la piedra ornamental más significativa del románico español: el Crismón del tímpano de la “magna porta” o entrada principal», lee el viajero en la guía que compró al llegar a Jaca y en la que su redactor continúa alabando el mensaje que la piedra encierra: «CRISTO (X Y P), AQUEL DE DONDE TODOS VENIMOS (A) Y ADONDE TODOS VAMOS (O), ES EL SALVADOR». ¡Pues qué bien!, piensa el viajero, al saber su contenido. El viajero está más interesado por conocer la razón por la que la columna de la izquierda de la puerta está rota a la mitad, como comida por una enfermedad.

—Es de los besos que le da la gente —le dice un hombre que se acerca en ese instante hacia la puerta después de haber leído las esquelas de la reja—. Como en el Pilar —añade.

El hombre entra en la catedral y el viajero continúa observando la columna sin acabar de creer del todo que eso lo pueda haber hecho la gente. La muesca es tan importante que ya falta la mitad del pedestal.

—Pues sí, señor —confirma una señora las palabras del de antes, orgullosa, se le ve, de la fe de sus vecinos. Aunque en seguida da a cada uno lo que le corresponde—: Los que más, los peregrinos.

La señora entra también en la catedral y el viajero hace lo propio, aprovechando que la puerta queda abierta detrás de ella. Es una puerta sencilla, superpuesta a la de fuera para cortar el frío en invierno. Un frío que debe de ser intenso por cuanto incluso hoy se nota fresco al entrar.

Por otra parte, la oscuridad es casi total adentro. Hasta que se acostumbra el ojo, la oscuridad de la catedral, cuya condición románica hace que apenas tenga aberturas, da aún mayor sensación de fresco, o de frío, según cuál sea la temperatura corporal de cada uno. La del viajero es bastante alta, sobre todo ahora, en verano, y agradece este fresco que se acompaña, además, de un olor a flores que inunda todo cuando se entra. Viene de las del altar, que está cuajado de ellas, sin duda porque son aún las de la misa de Santa Orosia, que se celebró anteayer.

Cuando se acostumbra a él (y el ojo a la oscuridad), el viajero se dedica a calibrar las dimensiones de este templo que no es grande, como esperaba, al ser de estilo románico, pero tampoco tan diminuto como acostumbran a ser estas construcciones. Se ve que Jaca, cuando la hicieron, era una ciudad pujante. O bien que Sancho Ramírez, que fue el que lo mandó hacer, pensaba en aquel momento que sería la sede de sus obispos durante bastante tiempo. De lo contrario, no se explica bien su planta, por más que las guías digan que fue ampliada andando los siglos para darle mayor capacidad. Sobre todo el ábside principal, que se destruyó y agrandó (una pena) en el siglo XVIII para poder meter el coro dentro de él.

Mientras celebran la misa de las diez y media, que es a la que venía la gente, el viajero aprovecha para contemplar el templo en una aproximación que tiene más de imaginación que de verdadero alcance. Aunque el altar está ahora alumbrado, el resto de la catedral sigue estando muy oscuro, lo que dificulta la visión de sus tres naves y especialmente la de los capiteles de las columnas, que es lo que la guía señala como más relevante de todo el templo, junto con el ajedrezado. Éste se adivina al fondo, festoneando toda la fábrica igual que hacía por fuera, pero los capiteles (los elementos decorativos más puros de todo el templo, junto con el Crismón del pórtico) apenas si puede verlos, por lo que ha de esperar a que acabe el culto y a que alguien ilumine la catedral por unos minutos, cosa que, por supuesto, hay que hacer metiendo monedas. El viajero mete algunas y aprovecha las de otros (por fortuna llega gente; se ve que ya hay peregrinos) y así puede contemplar los capiteles de las columnas y los retablos de las capillas, que también los hay muy hermosos. Los capiteles más importantes están en las columnas de la nave principal. La mayoría recogen motivos bíblicos y se atribuyen a un anónimo escultor que lleva el nombre de la ciudad: el legendario Maestro de Jaca, autor también, según dicen, de los del pórtico del mediodía y de la puerta del principal. De los retablos de las capillas, que son apenas media docena, algunas muy diminutas, el viajero se queda a primera vista con el flamenco de la de Santa Ana, con una talla central que representa a la Virgen niña ofreciéndole el Niño a su madre, y con el plateresco de la de la Anunciación, a continuación de aquélla, de tal belleza y elegancia que suple con las que tiene las piezas que ya ha perdido. Aunque, cuando los vuelva a ver otra vez, anotará también junto a ellos el de San Miguel Arcángel, en la capilla del mismo nombre, semioculto tras una monumental portada de piedra renacentista, y el de la capilla de la Santísima Trinidad, a los pies del templo, considerado por la guía «una de las creaciones más grandes de la escultura española», pero que está tan sucio y a oscuras que apenas si puede verse desde la reja. Menos mal que Mario Llop, un jubilado zaragozano enamorado de Jaca y su catedral, se lo descubre al viajero al verle pasar delante sin detenerse.

Mario Llop, que acaba de oír la misa y se disponía a volver a casa (aunque vecino de Zaragoza, pasa en Jaca los veranos), retrasa su decisión al ver el interés que el viajero muestra por lo que dice. Don Mario, aparte de muy sociable, sabe mucho de este templo que visita prácticamente todos los días cuando está en Jaca.

—Me gusta mucho —confiesa—. Aparte de que suelo venir a misa aquí. Yo soy católico practicante.

—Claro, claro —dice el viajero, en plan confidente.

El viajero está encantado de haber conocido a don Mario Llop. El viajero, después de dar varias vueltas y de haber intentado inútilmente trabar conversación con los dos curas que ha visto desde que entró: el que ha oficiado la misa y otro fuerte, de paisano, que pensó sería el sacristán (ninguno de los dos le dio ni bola), está encantado con Mario Llop, puesto que, aparte de encantador, conoce bien este templo y le gusta enseñarlo a los demás. Al viajero le recuerda a Salvador, el de Oviedo, aunque don Mario es más natural:

—Este templo es una joya. Lástima que no esté muy cuidado —dice con ánimo crítico, pero respetuoso.

Mientras conversan, don Mario le va enseñando al viajero lo que para él es más importante, a salvo, dice, del gusto de cada cual. El del viajero, en todo caso, coincide con el de él, tanto en la ponderación de los capiteles y de los ábsides laterales, especialmente el de la derecha, cuya desnudez permite imaginar cómo serían los primitivos, como en la crítica y el rechazo al engrandecimiento del principal, convertido a raíz de su reforma en una gran capilla dieciochesca cuya profusión pictórica contrasta con la sobriedad de aquéllos. El viajero reconoce, pese a todo, el valor de los frescos de Bayeu, cuya iconografía enaltece, según don Mario y la guía, la figura de San Pedro, patrón de la catedral, así como las Virtudes, representadas en las pechinas, y otras escenas del Evangelio, pero cuya visión estorban, cuando no ocultan, la sillería del coro superviviente y el órgano, también barroco, que tapa el frente del ábside. Menos mal que la gran cúpula, que cubre todo el conjunto y que semeja una gran guirnalda (formada, eso sí, en lugar de por frutos y por flores, por figuras de apóstoles y de santos), se puede ver sin estorbo.

—¿Y las urnas? —le pregunta el viajero a Mario Llop, por las que ve debajo del altar.

—La de la derecha contiene los restos de San Félix y San Voto, dos santos anacoretas, los fundadores de San Juan de la Peña —dice don Mario, haciendo memoria—. La de la izquierda, los de San Indalecio. Y, la del centro, los de Santa Orosia, la patrona de la diócesis de Jaca y cuya fiesta, precisamente, se celebró este fin de semana… Bueno —aclara, por precisar—, el cuerpo de Santa Orosia, puesto que la cabeza está en Yebra de Basa… ¿No ha oído hablar de la romería de Santa Orosia?

—Pues no —miente el viajero como un bellaco. El viajero no sólo ha oído hablar muchas veces de ella, sino que conoce el libro que sobre la romería de Santa Orosia y otras de los Pirineos ha escrito su buen amigo Enrique Satué Oliván.

—Pues es preciosa —le dice don Mario Llop—. La gente va en procesión con la cabeza de la santa desde Yebra de Basa hasta su ermita andando por las montañas. Debería verla un día —le aconseja.

Pero don Mario aún no ha terminado. Don Mario, aunque ya se va (el hombre es tan delicado que incluso se disculpa por si le está cansando con sus historias), quiere enseñarle, para acabar, lo que para él es lo mejor de este templo, al margen de los dos ábsides:

—Mire esta Virgen. ¿A que parece que está en el aire? —le señala la que ocupa un arco fúnebre, en el testero norte del crucero (bajo ella, un gran sepulcro guarda los restos de algún obispo, a juzgar por la escultura yacente que hay sobre él).

—Es verdad —exclama aquél.

—El sepulcro también es muy hermoso —dice don Mario, con gran respeto—. Es de alabastro, del XVI… ¡Pero la Virgen…! —vuelve a mirarla de nuevo.

—¿Y quién era el obispo? —le pregunta el viajero, por el que ocuparía el sepulcro.

—Pedro Baguer —responde don Mario Llop, que lo sabe todo, incluso la biografía del inmortalizado en mármol—: Fue obispo de la isla de Cerdeña.

Don Mario, ahora sí, se despide del viajero para irse. Don Mario, después de disculparse nuevamente, le da la mano y se va, no sin antes lamentar que aquél no pueda ver el museo, que está cerrado por obras:

—Es una maravilla —le dice—. Sobre todo la parte dedicada a la pintura mural románica… Debería volver a verlo.

Pero el viajero tiene aún una última pregunta para él:

—¿Y las espirituadas…?

Don Mario se detiene y sonríe, sorprendido. Don Mario sabe a lo que se refiere aquél, pero se ve que no imaginaba que lo supiera el viajero. De repente ha descubierto que sabe más de lo que aparenta.

—Eso eran cosas de antes… Supersticiones —responde—. Hay un libro por ahí que habla de ello…

—Ya. Pero ¿qué eran exactamente? —le pregunta el viajero, pese a todo.

—Supersticiones, ya le digo —insiste don Mario Llop, sin dejar de sonreír, como queriéndole quitar importancia a lo que dice—. Pobres gentes de los pueblos que traían aquí el día de Santa Orosia para sacarles, según decían, los espíritus del cuerpo.

—¿Y ya no vienen?

—No. Eso se acabó hace tiempo —dice don Mario—. Terminó con ello el obispo Bueno Monreal, el que luego sería cardenal de Sevilla, cuando llegó aquí de obispo en los años cuarenta, impresionado por lo macabro del espectáculo.

—¡Pues qué pena! —dice el viajero, al que le habría gustado verlo por una vez.

Don Mario se va por fin y el viajero se queda solo en la catedral intentando imaginar dónde pasaban la noche de Santa Orosia, gritando, las espirituadas. Unos le han dicho que en la capilla de San Miguel y otros que en la de Santa Orosia. Lo más lógico parece que fuera en esta última, aparte de por su advocación, por sus dimensiones, que son mayores. De hecho, la capilla de Santa Orosia, barroca y adornada con pinturas que representan en las paredes los milagros y el martirio de la santa, hace las veces de parroquia y es la más visitada por los jaqueses. Pero el titular de ésta, que es el cura que el viajero imaginó que era el sacristán (por vestir de paisano, sobre todo), le dice al verlo de nuevo que lo de las espirituadas, aparte de ser un cuento, no era en esta capilla, sino en el claustro, que el cabildo de la catedral abría para que la gente que venía de los pueblos la víspera de Santa Orosia para participar en la procesión pudiera dormir bajo techo.

—Y, claro, como traían a las locas y éstas se pasaban la noche dando gritos y alaridos, pues de ahí viene la leyenda —concluye el cura la historia antes de entrar en la sacristía.

El cura entra en la sacristía y el viajero, tras contemplar la capilla de Santa Orosia (en la que están rezando a esta hora media docena de personas; se ve que es la preferida), se va a tomar una caña, aprovechando que ya es mediodía. En el pórtico, no obstante, una chica le detiene cuando sale.

—¿Le puedo contar un chiste?

—¿Cómo? —le pregunta el viajero, sorprendido.

—Es una apuesta —dice aquélla, señalando a sus amigos, que asisten a la escena desde fuera de la reja ante la que la gente sigue arremolinándose en torno al luto de las esquelas.

—Si es bueno… —se resigna el viajero a escuchar el chiste de la chica, para no estropearle la apuesta.

Pero es muy malo. Malo y macabro como las espirituadas, de las que estos adolescentes insustanciales ni siquiera oirán hablar en su vida.

—¿De dónde sois?

—De Madrid. De Móstoles… Estamos de excursión de fin de curso —le contesta al viajero la del chiste, regresando junto a sus compañeros.

En el bar Casa Fau, fundado en 1957 y vecino de la Pastelería Echeto (ésta de 1890, maravillosa, toda una institución en Jaca), el viajero, aparte de la cerveza y de unas patatas fritas, toma las notas correspondientes a lo que lleva ya de mañana. Que es mucho, a lo que comprueba, pues le da la una del mediodía y todavía no ha terminado. El bochorno, además, que va en aumento, le hace retroceder hacia el soportal, donde se agrupa la poca gente que hay sentada en la terraza. Se ve que, como están en fiestas, los jaqueses no madrugan ni aparecen por los bares hasta tarde. Pero los peregrinos les suplen con su presencia. Por grupos o en solitario, llegan a la catedral y se solazan, después de verla, en las terrazas de los dos bares que ocupan los soportales de la plaza del Mediodía: Casa Fau y Chez Claudine. Entre los dos congregan a los turistas que se atreven a desafiar el bochorno que hace en Jaca esta mañana.

—¿Me trae otra cerveza?

—En seguida.

Por fin el viajero acaba y, tras pagar sus consumiciones, regresa a la catedral, esta vez por el pórtico del mediodía. El cual parece otro soportal con su tejadillo bajo, que le da sombra a los capiteles. Y a la famosa vara jaquesa, cuya huella sigue impresa a la derecha de la puerta desde hace casi ochocientos años.

—Por lo menos —dice el cura encargado de la catedral, que aparece en este instante para cerrar la puerta con llave.

—¿Ya? —protesta un grupo de jubilados que llega en este momento.

—Es la una y media —les dice el cura—. A las cinco se abre otra vez.

Pero a los jubilados ni les preocupa. Al revés, la mayoría se ve que hasta lo prefiere, a la vista de cómo se lanzan hacia el escaparate de la mercería de enfrente, principalmente las mujeres. Les da lo mismo la catedral que la moda íntima.

El viajero, por su parte, tras despedirse del párroco, regresa sobre sus pasos intentando escapar de aquéllos y del calor que golpea la plaza. Pero ni en la terraza de Casa Fau ni en la de Chez Claudine se puede ya soportar ahora. Ni siquiera dentro de ellos, donde su pequeñez aumenta la sensación de pegajosidad. Así que, tras intentarlo en vano, se aleja de la zona en busca de un restaurante que tenga aire acondicionado. Le da lo mismo la comida, con tal de que se esté fresco.

No es el mejor de la zona, pero hacía casi hasta frío. El Roquelín, en plena calle Mayor, ofrece al visitante productos de Teruel y al viajero le pareció lo propio, sobre todo con el bochorno que hacía en la calle. Y acertó en su elección sin duda, puesto que, si el jamón y la ensalada de productos de la tierra, amén de un melocotón al vino traído del pueblo de Luis Buñuel, le pesan ahora, al salir, cuánto no lo habría hecho un ternasco, o unas costillas, que era lo que le ofrecían en otros. El viajero reconoce que de Teruel a Jaca hay un mundo, pero las dos son aragonesas. Y, en cualquier caso, le puede dar la vuelta cuando llegue a la primera e intentar tomar allí productos del Pirineo, que seguro que los encuentra.

El viajero va pensando todo esto mientras deambula prácticamente a solas, pasadas las tres y media, por unas calles desiertas y aplastadas por el calor. El cielo está encapotado y amenaza con descargar la tormenta que durante todo el día está preparándose. Así que no se detiene mucho en la contemplación de estas viejas calles que conservan todavía el sabor de la Edad Media, ni en la de sus edificios más representativos; esto es: el Ayuntamiento, renacentista, de gran presencia, la torre del Reloj o de la Cárcel, gótica del siglo XIII, el monasterio de las Benedictinas o el viejo Casino decimonónico, que está cerrado también ahora.

En la parte nueva de Jaca, en la que se desemboca pronto a poco que uno siga sin torcer, hay más gente y más animación. La carretera que va hacia Francia, que bordea el casco antiguo, está llena de hoteles y restaurantes en los que se ve ahora gente comiendo. Es la Jaca moderna y actual, la de los edificios nuevos, surgidos la mayoría de hace unos años para acá al rebufo del negocio de la nieve, de la que Jaca es la capital. O pretende serlo al menos, aunque las autoridades olímpicas no le hagan caso. Para el año 2012 han fijado sus nuevas pretensiones los encargados de conseguirlo, a tenor de lo que dice algún cartel.

Entre tanto, ahora, en verano, la ciudad sobrevive de otro turismo, el de los pirineístas, como aquí llaman a los montañeros enamorados de las altas cumbres, y el de los veraneantes, zaragozanos y vascos principalmente, aunque también los hay madrileños. Éstos son los que el viajero se cruza ahora en su camino junto con algún peregrino que está tumbado a la sombra de los árboles de la Ciudadela. Que es esa estrella de piedra que vigila Jaca desde el sur y que continúa en activo, pese a sus cuatro siglos de antigüedad. Las banderas de sus torres y los soldados que montan guardia a la puerta así lo hacen saber, pese a que el antiguo foso de defensa, sin agua y ajardinado, esté ahora lleno de ciervos.

Cuando el viajero vuelve a la catedral, está empezando a llover. Cuatro gotas mal contadas, pero que aumentan todavía más la presión y la sensación de hastío. De la farmacia de enfrente del pórtico principal sale ahora un dependiente con un pájaro en la mano. Lo deja junto a la reja, debajo de las esquelas. Se ve que el animalito había entrado en la farmacia escapando del calor.

El viajero hace lo propio, pero en la catedral. Le recibe otra vez el fresco y el intenso olor de las flores, que ha ido en aumento con las horas. Y, junto a ellos, los jubilados del mediodía, que ya la han visto en cinco minutos y se van a toda prisa con la música a otra parte. ¿Qué habrán visto?, piensa el viajero, cuando se van.

La catedral parece una tumba. A la oscuridad del templo se suma ahora la del cielo, que está cubierto del todo. Lo que aumenta la penumbra de estas naves que ya de por sí son lóbregas, como corresponde a su condición románica. Menos mal que cada poco llega algún grupo de peregrinos que las ilumina todas o parcialmente, permitiéndole al viajero volver a verlas de nuevo y descubrir en ellas nuevos detalles. Por ejemplo: la portada de la capilla de San Sebastián, junto a la de San Miguel, cuyo gótico florido contrasta vívidamente con el conjunto, pero es muy bello, o el retablito de San Jerónimo, sufragado por el obispo Baguer (el del mausoleo) en el XVI, pero que, por ocupar el ábside del Evangelio, antes ni lo consideró.

Lo que más valoran los jaqueses no es, sin embargo, lo más valioso artísticamente. Los vecinos de Jaca y de su zona de influencia prefieren antes, aparte de la capilla de Santa Orosia, por tradición, un Cristo crucificado que se expone en la pared de la nave de la Epístola, entre el retablo de la Anunciación y la portada del mediodía, que, al parecer, regaló a la catedral un sacerdote local a mediados del pasado siglo. Al Cristo, que es de madera, le falta ya la pintura de los pies, pues todos los que vienen a rezarle se los besan.

El viajero le pregunta a una señora por el nombre, amén del porqué de su devoción.

—El Cristo de la Catedral —le responde aquélla. Y respecto a su devoción—: Porque hace muchos milagros.

Otra señora, no obstante, le cambia el nombre:

—El Cristo de la Salud —dice, sin dudar.

—¿Y por qué le reza tanto la gente? —le pregunta el viajero, entrometiéndose en sus costumbres.

—Cada uno por una cosa, supongo —le responde la mujer, que de torpe, se ve, no tiene nada.

Así que el viajero, después de esta respuesta, se dedica a seguir mirando la catedral, en la que continuamente entran peregrinos y vecinos de Jaca que vienen a rezar o a encender velas a alguna imagen. La mayoría son ya mayores, pero los hay también jóvenes. De fuera llega, entre tanto, la música de una charanga que les dice que Jaca continúa en fiestas.

La tarde pasa despacio. A las seis llegan unos hombres que se llevan las flores del altar (son de la Cofradía de Santa Orosia) y a las seis y media otros jubilados, éstos de un pueblo de Valencia, que manifiestan el mismo interés por la catedral que los anteriores (¿para qué les traerán a verla?, piensa el viajero, viéndoles irse). Por fin, a las siete en punto, comienza en la capilla de Santa Orosia el rosario de la tarde, que es el único acto religioso que se celebra en la catedral desde la misa de las diez y media. Txetxu, el pobre que se ha instalado en la puerta, pero que de pobre no tiene pinta (al revés: va bien vestido), asegura que los curas no le saben sacar rendimiento al templo.

Txetxu se refiere, claro, al rendimiento económico, no al religioso. Txetxu, que, como su nombre indica, es vasco, aunque vive aquí (llegó de joven a hacer la mili, en un batallón de esquiadores de Canfranc, y se quedó), piensa que en Jaca los curas están un poco anticuados.

—Con la cantidad de gente que viene… —dice.

—¿Y tú? —le pregunta el viajero, mirándole la mano, en la que guarda un par de monedas.

—Se hace lo que se puede.

Pero no es mucho. Tan sólo treinta céntimos de euro es lo que ha conseguido hasta este momento. Bien es verdad que acaba de llegar y que todavía falta que salgan de la misa que se celebra tras el rosario en la capilla de Santa Orosia, que es a lo que él ha venido («El resto es perder el tiempo», afirma por experiencia). Pero la gente sale cuando termina y no le da ni las buenas tardes. Ni siquiera le miran cuando le cruzan.

—Mala suerte —compadece el viajero al pobre Txetxu, que pretendía sacar para la pensión.

—La gente es buena —les disculpa éste, pese a ello—. Lo que pasa es que está harta de que la engañen.

—¿Tú crees?

—Claro. Les piden para un bocadillo y luego los ven bebiendo en un banco… Yo no. Yo pido para comer —dice Txetxu, que esta noche difícilmente podrá hacerlo, como no le ayuden en otro sitio.

—¿Y el cura? —le sugiere el viajero, recordando que aún no ha salido.

—¡A ésos mejor ni pedirles! —exclama Txetxu, saliendo al pórtico, decidido a dejar la catedral—. Ésos piden, no dan —dice.

—Toma —le ofrece el viajero, en compensación, todo lo que lleva suelto: dos euros con treinta céntimos, lo suficiente para un bocadillo.

Txetxu coge el dinero con gran contento, pero sin sumisión. Txetxu es un pobre muy digno, tanto que ni lo parece.

—Muchas gracias —dice, saliendo, ahora sí, del pórtico, quién sabe en qué dirección.

Irse Txetxu y aparecer el cura en la puerta es todo uno. El viajero se sonríe al recordar lo que Txetxu opinaba de los curas, pero se abstiene, obviamente, de comentarlo y menos con éste, que es bastante seco. O lo parecía al menos, puesto que ahora, cumplida ya su jornada y a punto de cerrar la catedral, enciende un cigarrillo y lo fuma con placer mientras contempla la tormenta que se cierne ya sobre Jaca. Las cuatro gotas de antes se quedaron sólo en eso: en cuatro gotas.

—A ver si llueve por fin —le comenta al viajero, viendo el viento que agita los toldos de alrededor.

—Ahora sí —le dice éste.

Y en seguida empieza a llover. Primero suave, como anunciándose, y luego con gran violencia. En el pórtico, la gente se refugia huyendo del chaparrón.

—Ya era hora —dice el cura.

El viajero mira la lluvia, complacido también por su llegada. Como todos los vecinos, la ha esperado todo el día y, ahora que llega, siente un alivio infinito, pues, con la lluvia, baja la temperatura. El agua chorrea en la plaza como si fuera una ducha fresca.

—¿Le ha gustado? —le pregunta el cura ahora, interesándose por primera vez por él. El cura se refiere, cómo no, a la catedral.

—Mucho —le dice el viajero.

—Es muy bonita —le dice el cura, que se ve que no era tan seco. El hombre hasta le aconseja desde dónde ver Jaca mejor—: Desde el fuerte del Rapitán tiene una vista magnífica.

—¿Y está lejos?

—Aquí al lado —dice el cura—. A diez minutos en coche.

—Le haré caso —dice el viajero, no demasiado convencido. El diluvio que ahora cae no invita precisamente a subir al monte.

Pero, cuando éste remite, todavía de día pese a la hora, el viajero hace caso de lo que le dijo el cura (que ya se ha perdido dentro) y, tras buscar su coche en el hotel, sube a lo alto de la montaña que domina Jaca por el norte y en la que se alza el fuerte del Rapitán; una antigua fortaleza militar complementaria de la Ciudadela, pero abandonada ya, desde la que se domina toda la ciudad, con la Peña Oroel al fondo, marcando el valle del Ebro, y abajo el río Aragón, que corre hacia el oeste, hacia Navarra, donde le espera el embalse de Yesa antes de girar al sur de nuevo. Bajo las nubes que ahora lo cubren, el valle que rodea a Jaca parece una gran postal en cuyo centro destella la ciudad, lavada como una perla por la lluvia de este anochecer de junio, igual que su Ciudadela.