La Virgen de los Ojos Grandes

La Virgen de los Ojos Grandes

Con Orense, Lugo es la ciudad gallega por definición. La Coruña, Pontevedra, Vigo o la propia Santiago están abiertas al exterior, ya sea a través del mar o a través del camino de su nombre, mientras que Orense y Lugo están cerradas sobre sí mismas, en mitad de unas provincias tan aisladas y tan pobres como ellas. Especialmente Lugo, que incluso conserva aún casi como una metáfora las murallas que le hicieron los romanos. Por eso sorprende aún más la importancia que tuvo en otros tiempos (no sólo como ciudad, sino como capital de una antigua diócesis, la más antigua de la región), de la misma manera en que lo hace el nombre de su periódico, que el viajero ya conoce y que compra apenas llega a la ciudad: El Progreso de Lugo.

El viajero ha llegado a ésta hace apenas media hora. Viene de Orense, donde ha dormido y de donde salió temprano con intención de llegar a Lugo a una hora prudencial. Pero la carretera de Orense a Lugo, que atraviesa ambas provincias siguiendo el curso del río Miño y cruzando las montañas de Chantada y de Guntín, está tan llena de curvas que el viajero tarda hora y media en recorrer los menos de cien kilómetros que hay entre las dos ciudades. Pero, aun así, llega a tiempo. A las diez de la mañana, Lugo aún se despereza y despierta de una noche que, por otra parte, cabe pensar no ha debido de ser emocionante. El viajero lo deduce de las caras que se cruza en su camino (caras serias, aburridas, como de resignación o frío; las dos cosas son posibles, pues la temperatura ha caído mucho) y de la poca gente que encuentra a estas horas por la calle.

—Aquí no madruga nadie —le dice el dueño del Alameda, el bar en que desayuna—. Aquí somos todos ricos —añade, entre las sonrisas de sus pocos parroquianos.

Son cuatro. Los cuatro muy trajeados y con aspecto de funcionarios o de administrativos de alguna empresa. Aunque, por lo que hablan, quizá sean empresarios. Se quejan de que la Bolsa ha vuelto a bajar ayer.

Al viajero, al que la Bolsa le trae al fresco (o, mejor, que no la entiende), le interesa mucho más lo que comenta el periódico y, en concreto y dentro de éste, una carta al director. Es de alguien que se queja de la actitud del obispo de Mondoñedo, la otra diócesis de Lugo, y que lo hace en la lengua del país (en esto sí que se nota el progreso del periódico El Progreso): «Teño a sensación de que moitos bispos imaxinan que eles no son pobo de Deus. Están encima de ese pobo. Como pastores de ovellas-animais, sentados no alto do peñasco tocando a flauta da prepotencia…». ¡Toma ya! ¿Qué es lo que habrá hecho el señor obispo para que escriban así de él?

La catedral de Lugo está muy cerca del Alameda. Al final de los jardines a los que el bar ha robado el nombre y rodeada por varias plazas, se levanta entre las casas que bordean la muralla por el sur. De hecho, su fachada principal se abre ante ésta (en concreto, ante la puerta de Santiago), aunque el viajero, como la mayoría de los lucenses, accede a la catedral por las del crucero, que son las que de verdad se abren a la ciudad. Puesto a precisar aún más, el viajero lo hace por la del norte, que es la más bella de todas, aunque, eso sí, después de darle una vuelta a toda la catedral.

Dice la guía que el viajero compró también al llegar a Lugo que la catedral lucense es una lección de arte. Lo dice porque resume todas las épocas arquitectónicas: el románico, el gótico, el renacentista, el barroco y el neoclásico, y especifica, incluso, en qué partes se encuentra cada una de ellas. Son románicos, señala, la bóveda del crucero y el arranque de la nave principal, góticos el primer cuerpo de la capilla mayor y las de la girola (excepto la de la Virgen de los Ojos Grandes), así como la del Pilar y la puerta norte, renacentista la torre de las Campanas (salvo la parte baja, que es también gótica), barrocos la sacristía, la sala capitular, el claustro y la capilla central de la girola (la de la Virgen de los Ojos Grandes) y, en fin, neoclásicos el segundo cuerpo de la capilla mayor, la actual capilla de San Froilán (la antigua, que, junto con la de Santo Domingo de los Reyes, sirvió, al unirlas, para hacer la del Pilar, era románica) y la fachada principal, todos estos últimos elementos construidos, según dice, a finales del siglo XVIII. Así pues, todo un hojaldre que el viajero habrá de ir descubriendo poco a poco con ayuda de la guía y de quien le salga al paso.

Las primeras que le salen al paso poco le van a ayudar, no obstante. Son dos gitanas que están pidiendo a la entrada (en la puerta, pero por dentro), mientras sus churumbeles corren y saltan por la escalera y entre los bancos que están más próximos. Que son ya los de la nave principal.

—¡Deme argo, zeñorito!

—No tengo nada —intenta el viajero librarse de ellas.

—¡Por el amor de Dios, caballero! —le persiguen las gitanas, seguidas por los chiquillos, hasta el mismo centro de la nave.

—Que no tengo —vuelve a decir el viajero, pretendiendo ingenuamente despistarlas.

—¡Por favor! —insisten las gitanas.

Al final, como es lógico, acaba dándoles algo para que se olviden de él. Pero ni aun así consigue librarse de las gitanas. Las gitanas son las dueñas de la iglesia, en cuyo interior deben de pasar el día, y le persiguen por ella, pidiéndole y reclamándole, hasta que el viajero, desesperado, se refugia en la sacristía, cuya puerta ha visto abierta de repente.

—¡Buenos días!

—¿Qué desea?

El que le pregunta ahora es uno de los tres curas, los tres de estricta sotana, que departen dentro de aquélla. Los tres son viejos y están muy blancos, sobre todo el que pregunta, que parece es el que manda.

—Estoy buscando una guía —dice el viajero, por despistar.

—¿De la catedral?

—Claro.

El cura, claro está, le toma en serio y le va a buscar la guía mientras sus compañeros siguen con su conversación. La sacristía (una pieza enorme, posiblemente del XVII), a la luz de la mañana, tiene un aspecto como de otro tiempo, como de cuadro de Zurbarán.

—Aquí tiene —dice el cura, volviendo con una guía que es la misma que el viajero tiene ya. Huyendo de las gitanas, éste ha escapado de Málaga para ir a caer en Malagón.

—¿Cuánto cuesta?

—Nada —le sorprende, empero, el cura, que habla con mucho acento gallego y que parece que no ha tomado el sol desde que entró de alumno en el Seminario.

—Muchas gracias —le responde el viajero, sorprendido; y le pregunta, para anotarlo—: ¿Cómo se llama?

—¿Quién? ¿Yo?

—Claro.

—Manuel.

—Manuel… ¿qué?

—Castiñeira —responde el cura, muy serio, después de pensarlo un rato.

Pero es su nombre completo: Manuel Castiñeira Pardo, toda una institución en Lugo, como el viajero comprobará en seguida cuando, al cruzarle por la catedral, vea cómo todos le saludan. Al parecer, Manuel Castiñeira es el encargado de ésta, función en la que lleva cuarenta años seguidos (casi los mismos que debe de llevar de cura), lo que quizá explique que esté tan blanco.

Y es que la catedral de Lugo es aún más oscura que la de Orense. Sin apenas aberturas y con el coro en el centro, como Dios manda, a duras penas la luz que entra por las vidrieras y por los seis ventanales de su fachada neoclásica alcanza a iluminar el interior. Y menos en la zona del trascoro, donde la oscuridad es tal que las lucecitas de los confesionarios en los que hay curas confesando ahora es casi lo único que se ve. Parecen barcos entre la niebla.

Pero, a pesar de su oscuridad, la catedral de Lugo está muy concurrida. Sobre todo la girola, donde hay ahora una misa, que celebra, en la capilla central de aquélla, un compañero de Castiñeira. La capilla, que es la de los Ojos Grandes (llamada así por los de la Virgen, que es la patrona de Lugo), está atestada de gente y todavía ésta se dispersa por el deambulatorio hacia los dos lados. Si bien hay que señalar que la media de edad de los presentes sobrepasa los setenta años.

La misa sigue su curso y el viajero aprovecha la circunstancia para admirar sin que le molesten el resto de las capillas, comenzando por la principal: la gran capilla mayor, obra de varios estilos, como todo en este templo. Y es que no sólo en lo arquitectónico la catedral de Lugo es una lección de arte. También lo es en lo artístico, aunque no siempre eso sea positivo. La capilla mayor, por ejemplo, presenta una mezcolanza de estilos y materiales que la hace parecer fuera del tiempo. Y, en cierto modo, lo está, teniendo en cuenta que mezcla, bajo las arquerías góticas que la envuelven (cuyos capiteles bajos han sido recubiertos, encima, con pan de oro) y su bóveda neoclásica, un enorme tabernáculo de mármol (de distintas procedencias y colores, además: los hay traídos del País Vasco, pero también de Carrara y Génova) que rodean varios ángeles también de mármol bruñido y que presiden desde lo alto un sol de plata dorada repleto de querubines y, sobre él, una enorme imagen que representa a la Virgen de la Asunción, la patrona de la catedral, al parecer hecha de madera, pero que, desde abajo, parece también de mármol. Y todo ello para rellenar el hueco que ocupara con muchísimo más mérito el retablo hecho ex profeso para allí por el escultor Cornelius de Holanda, retablo que, a pesar de constituir, junto con la sillería del coro, el principal tesoro del templo, fue arrancado y partido en dos mitades, que ahora se exhiben, es un decir (aparte de separarlas, las han colgado tan altas que apenas se distinguen sus figuras desde abajo), sobre los dos extremos de la nave del crucero. Menos mal que el coro sigue en su sitio y, por el momento, intacto.

Intactas siguen también, aunque con menores méritos, las capillas que flanquean, en la semicircunferencia de la girola, a la de la Virgen de los Ojos Grandes. Que son cuatro exactamente; a saber: la de San Juan, la de Santiago, la de la Virgen de la Esperanza y la de San Miguel. Las cuatro con buenas rejas y con interesantes tallas, especialmente las dos del medio, esto es, la de Santiago, cuya verja, ahora cerrada, como el resto, mientras dura la misa en la de al lado, es una auténtica joya, y la de Nuestra Señora de la Esperanza, talla que, al parecer, responde también a la inspiración de Cornelius de Holanda. Lo cual no impide que las dos estén a oscuras, eclipsadas por la principal, que, ésa sí, está más que de sobra iluminada.

Aunque para oscuridad la que envuelve las capillas del trascoro y las de la nave norte. Las del trascoro no tienen gran interés, por lo que su oscuridad puede ser hasta indiferente (en particular, la del Ecce Homo, cuya falta de luz llega hasta el nombre: Ecce Homo Oscuro se llama popularmente), pero las de la nave norte son lo suficientemente ricas como para que estuviesen iluminadas. En especial, la de San Froilán, que, por estar en obras, no puede ser visitada, lo que obliga al viajero a imaginar el bellísimo sepulcro que dicen de Santa Froila, la madre del obispo y patrón de la diócesis de Lugo, aunque haya quien sostiene que se trata del de un predecesor de éste, el legendario obispo Odoario, del que aún existe un acróstico incrustado en una puerta del crucero —la del norte— y que, al parecer, fue quien restauró, allá por el siglo VIII, la catedral y la diócesis de Lugo tras la reconquista de la ciudad a los musulmanes. En cualquier caso, y sea quien sea su dueño, lo que es cierto es que se trata de la muestra funeraria más antigua de Galicia y que el viajero se va a quedar sin verla, salvo que ocurra un nuevo milagro.

La capilla del Pilar, con la que aquélla se corresponde, está, sin embargo, abierta. Es el fruto de la unión de dos capillas, la antigua de San Froilán y la de Santo Domingo de los Reyes, y se puede acceder a ella desde el crucero o, por una segunda puerta, desde la nave. El viajero recomienda, sin embargo, la primera, aunque sólo sea por ver, justo encima de la puerta, el hermoso ventanal con arco de medio punto que ilumina desde dentro la capilla y, a la izquierda de la puerta, el simpático cepillo que representa a un hombre entre llamas y que pide, mientras se abrasa, Limosna para las almas del Purgatorio. Como si las almas del Purgatorio también comieran, como los curas.

La capilla, por su parte, tiene también su interés. En especial, sus dos puertas (románicas, ajedrezadas, las dos muy bien conservadas) y los dos enterramientos del muro norte y del presbiterio —que se encuentra en posición invertida a la del resto—, que guardan en sus yacijas profusamente esculpidas las cenizas de dos nobles eclesiásticos, tío y sobrino posiblemente, los García de Gayoso, cuyas armas son tres truchas, o cuatro, según los casos, como el escultor de aquéllas se ocupó de dejar claro. En cualquier caso, sean las que sean las truchas, la verdad es que al viajero su visión le ha dado hambre.

Y es que, entre unas cosas y otras, son ya las doce del mediodía; una hora prudencial para hacer el primer descanso. El viajero lo aprovecha para salir de la catedral, en la que continúan las misas (hasta nueve hay cada día, según dicen los letreros a la puerta), y regresar a una claridad que ya empezaba a echar en falta. Ahora comprende por qué Manuel Castiñeira está descolorido.

La claridad, en el exterior, es casi una llamarada. Las nubes se han diluido y, en la plaza de poniente, la más abierta de todas, la gente toma ahora el sol paseando por el atrio o subida a la muralla. Que es desde donde mejor se ve la catedral y todo su entorno.

Un trago, una empanadilla (de bonito, como la costumbre manda), una mirada al río Miño, que pasa al fondo de la ciudad, y el viajero regresa a la catedral, ahora por su fachada neoclásica. Obra de gran monumentalidad, al decir de los expertos, aunque tampoco hay que saber mucho para llegar a esa conclusión. Desde el atrio al que se abre, incluso desde más lejos, del otro lado de la muralla, la fachada principal de la catedral de Lugo es tan rígida y severa que impresiona mucho más por la frialdad de sus proporciones que por su monumentalidad. Sin la antigüedad del resto y sin demasiado uso, sustenta su primacía en la arrogancia de sus dos torres, que ocultan la más vieja y más bella del Reloj, y en el tamaño de sus tres puertas, de las cuales sólo una está abierta normalmente. Y es que, por más que insistan las guías y recuerden los nombres de sus arquitectos: Sánchez Bort, Elexalde y Ferro Caaveiro, con el asesoramiento y la ayuda de Ventura Rodríguez, que fue el que la dio de paso, ni la gente de Lugo la ha aceptado como tal ni el viajero convendrá en hallarla hermosa. Al viajero, el neoclásico siempre le ha parecido arquitectura de cementerio.

Por el contrario, el renacentista, sin ser su estilo preferido, le parece más hermoso. El viajero lo ha pensado siempre así y lo piensa ahora en el coro, adonde ha ido a sentarse tras regresar a la catedral y después de hacer otro intento por visitar la capilla de los Ojos Grandes. De nuevo, una nueva misa le impidió acercarse a ella. Pero tampoco ahora se preocupa. Ya tendrá tiempo de verla cuando termine la nueva misa (o por la tarde, si antes no puede) y, además, por muy principal que sea, no le restará ni un ápice a la de esta sillería que constituye, al decir de algunos, una de las mejores de toda España. Opinión que comparte el viajero, desde luego, pero también, seguramente, esa vieja que, en la oscuridad del coro, ha instalado sus reales. Aprovechando la oscuridad y a recaudo de miradas indiscretas, trajina con varias bolsas sin saberse bien qué hace. ¿Será una pobre? ¿Será empleada de la catedral? El viajero, sin que ella se dé cuenta, la vigila largo rato sin conseguir entender qué hace, pero advirtiendo, eso sí, que la vieja no está bien de la cabeza y, sobre todo, que no le gusta que la vigilen. Cuando observa que él la mira, ella, al instante, se para.

Para no incomodarla más (la vieja, aparte de todo, tiene un aspecto inquietante), el viajero abandona su lugar dispuesto a intentar de nuevo ver la Virgen de los Ojos Grandes. Pero tampoco ahora tiene suerte. La misa ya ha terminado y la girola está ahora desierta, pero, justo cuando él llega a la capilla, viene un hombre cerrándola con llave.

—Disculpe, pero vamos a cerrar.

—¿Y eso? —le pregunta el viajero, sorprendido.

—Cerramos a mediodía. Para evitar posibles profanaciones. Pero la catedral sigue abierta para veneración del Santísimo —le responde el hombre, mientras busca entre sus llaves la que corresponde a la capilla de Santiago.

—¿Usted es el sacristán? —le pregunta el viajero, antes de irse.

Eu non sou nadie —le dice el hombre en gallego, siguiendo con su trabajo.

Las dos y media del mediodía. La catedral de Lugo, cesada su actividad, parece ahora más silenciosa, pese a que todavía se vean personas que entran y salen de ella. Las gitanas y los curas deben de haberse ido a comer, pero, en los bancos, aún se ve gente que aprovecha el mediodía para visitarla un rato. Justo todo lo contrario de lo que quiere hacer el viajero, que lleva ya varias horas vagando por estas naves y que siente un gran vacío en el estómago. La empanadilla sólo sirvió para disimularlo un poco.

Al restaurante Anda, en la calle de la Cruz, confía el viajero su suerte después de pedirles inútilmente a unos cuantos peatones que le recomendaran un sitio para comer. Ni siquiera el camarero del Café del Centro, en la plaza, fue capaz de decirle si servían comidas en la terraza. Está claro que, aquí sí, el hábito sí hace al monje y que, en cuestión de hábitos y de tópicos, si el gallego es profesor, el de Lugo es catedrático. Si no, qué se puede decir del camarero, o del hombre que cerraba las capillas (que, según él, no era nadie), o del propio Castiñeira, quien, aparte de generoso, fue incapaz de precisarle el número de canónigos que componen el cabildo, pese a que el viajero insistiera en preguntárselo.

—Más de diez y menos de veinticinco —le dijo, sin inmutarse.

Más de diez y menos de veinticinco son también los comensales que al viajero le acompañan en el Anda, en el comedor de arriba, entre los que destaca por su particularidad una familia de ciegos. O, mejor, de padres ciegos, pues los hijos, por fortuna, nacieron sin esa lacra y ahora cuidan, amorosos, de sus progenitores. Les ayudan con la comida y están pendientes de ellos, sobre todo, como ahora, al salir del restaurante.

—Son de Coruña —le confiesa al viajero el dueño, que, al parecer, los conoce bien—. Encantadores —remacha, al tiempo que los despide.

Aunque al hombre, quizá porque los conoce, le impresiona mucho más que haya aún quien escribe a mano. Lo dice por el viajero, al que ha visto tomar notas mientras come en la pequeña libreta roja que siempre lleva con él.

—Ya no se ve a nadie escribir —le confiesa, sorprendido.

Con el estómago lleno (y la libreta llena de notas, pues la mañana ha sido muy larga), el viajero, después de tomar café, callejea un buen rato por la zona, entre comercios y tiendas que ahora aparecen cerrados. Son comercios y tiendas muy antiguos, como las casas en las que están, aunque también los hay más modernos. Al contrario que en Orense, se ve que en Lugo la parte antigua sigue todavía viva.

Viva sigue, por ejemplo, la zapatería López, abierta al pie de la catedral y a la que el viajero acude antes de volver a ésta para arreglar la sandalia que ayer se rompió en Orense.

—¿Va hacia Santiago? —le pregunta el zapatero, observando atentamente el roto de la correa.

—No. A Mondoñedo.

—¿A Mondoñedo?

—Sí —dice el viajero, muy serio; no entiende por qué la gente tiene que ir toda a Santiago.

—Bueno, bueno… —le responde el zapatero, retorciendo con la mano la sandalia para ver su resistencia—. Venga a las ocho, a ver si ya está arreglada.

—De acuerdo —dice el viajero.

A las cinco de la tarde, que es cuando vuelve a la catedral, ésta duerme la siesta todavía, ajena al despertar de la ciudad. En la nave del crucero, la oscuridad es ya más espesa y, en la capilla mayor, apenas se ve gente rezando. Sólo cuatro o cinco viejas, entre ellas, cómo no, la de las bolsas.

Así que el viajero aprovecha ahora para ver por fin la capilla de la Virgen de los Ojos Grandes. Una capilla en torno a la que gira todo el culto de este templo, que tiene en ella su centro, pese a no ser la mayor.

Dicen las guías que fue encargada por el cabildo de la catedral de Lugo en el año de 1725 al arquitecto Fernando de Casas Novoa, que había construido antes el claustro y de cuyos servicios, según parece, había quedado conforme. La obra se desarrolló sin interrupciones, cosa extraña en estas obras, así que once años más tarde, en el 1736, la capilla ya estaba concluida. Se trata, pues, de una obra barroca característica de su arquitecto (autor también, por ejemplo, de la fachada del Obradoiro compostelana), que aquí usó con profusión todos los elementos de ese estilo; esto es: pilares de orden corintio, volutas interminables, decoración profusa y exuberante y ángeles por todas partes. En especial en torno a la Virgen, que preside la capilla con su impávida belleza y sus ojos sin igual. Esos ojos que, aparte de darle el nombre, la leyenda quiere también que inspiraran al arzobispo de Compostela San Pedro de Mezonzo cuando, allá por el siglo X, añadió a la Salve la frase «esos tus ojos misericordiosos». Aunque cabe suponer, entonces, que se referiría a otra imagen anterior, puesto que la actual es del siglo XV.

Sea verdad o mentira (lo del verso de la Salve), lo cierto es que esta Virgen que ahora mira al viajero indiferente desde su camarín de oro es la más querida en Lugo, como demuestran las continuas visitas que recibe y el hecho de que en su capilla se celebren cada día la mayoría de las misas que hay en la catedral y, por supuesto, el rosario de la tarde. Un rosario que dirige, a las seis y media en punto, una mujer ya mayor secundada por otras diez o doce, todas ellas ya entradas en edad.

El viajero, aunque es más joven, se queda un rato mirándolas. Se está bien en la capilla y, además, se ha enamorado de esta Virgen, que sin duda es especial. No porque sea más bella, ni siquiera más antigua que las otras —aunque su patronazgo es antiguo, de los siglos VIIIIX, la imagen, ya se ha dicho, es más tardía—, sino por la majestad que desprenden su figura y, sobre todo, su mirada. Una mirada perdida en algún lugar remoto, muy lejos de esta capilla donde resuenan ahora las oraciones de las mujeres: «Dios te salve, María, llena eres de gracia…».

La que dirige el rosario, que es la más beata de todas, a medida que éste avanza, parece ir animándose. Arrastra las palabras con gran arrebato místico, mientras las avemarías van cayendo una tras otra, como piedras preciosas, de sus labios: «Dios te salve, María, llena eres de gracia…». Las demás la secundan como pueden, pero sin su dicción y su misticismo. Un misticismo que va aumentando con el rezo y que alcanza su punto culminante cuando comienza las letanías, que lanza como piropos a la cara de la Virgen, que ésta recibe sin inmutarse: «Estrella de la mañana… Torre de David… Reina de los mártires…», y, sobre todo, cuando, iniciada por fin la Salve, llega a la frase: «esos tus ojos misericordiosos…». Aquí, directamente, la mujer sufre un orgasmo. Se queda un rato en silencio, como saboreando el momento, y luego sigue en voz baja: «… y, después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre», etcétera. El rosario se termina con una petición: «Virgen de los Ojos Grandes, ruega por nosotros», que la mujer repite tres veces y que, a la cuarta, remata con la apostilla «y por España entera y, en especial, por Galicia y por nuestros familiares».

El final del rosario deja a la mujer exhausta. Un silencio de cristal cae sobre la capilla mientras, en el camarín, se oye una especie de aleteo, como de plumas de ángeles. Si no fuera como es, el viajero pensaría que está pasando algo extraño. Pero no. No es más que una percepción. Acústica o imaginaria. Pese a que a alguna de las mujeres le parecerá un milagro. Sobre todo a la que manda, que se ha quedado transpuesta, como en arrebato místico, contemplando a esta Virgen extrañísima cuyos ojos parecen ahora más grandes. Debe de ser porque a ella también el clímax la ha emocionado.

Para liberarse de ellos (y de los de las mujeres, que no dejan de mirarlo ni un momento; ¿qué hará, parecen pensar, ese hombre aquí mirándolas?), el viajero se va de la capilla dispuesto a tomar el aire. Y, de paso, si es posible, a ver el museo y el claustro.

Pero los dos continúan cerrados: el claustro porque no abre y el museo por vacaciones del director. Así que no le queda otro remedio que ir a estirar las piernas por el trascoro, o fuera, hasta la muralla. Tampoco es que sea mal sitio. A las siete de la tarde, que es la hora que ya marca su reloj, el sol empieza a caer en dirección a Santiago y a Finisterre.

La muralla, por su parte, se prolonga en torno a Lugo partiéndola en dos mitades: una, la que está por fuera, que es la más poblada ya, y otra la que está por dentro. Una especie de cogollo aprisionado entre sus piedras y erizado por las torres de las muchas iglesias que hay en él: la de Santo Domingo, la de Santa María a Nova, la de San Pedro, la de la Soledad… Un sinfín de capillas y de iglesias que se alzan entre las casas, igual que la catedral, y que le dan a Lugo un aspecto místico, como de ciudad levítica, sobre todo a esta hora de la tarde en la que el sol estalla en las galerías y realza el brillo de las pizarras. Que es el material que cubre la mayoría de sus tejados.

De vuelta a la catedral, el viajero se pasa por la zapatería para ver si ya le tienen arreglada su sandalia. La tienen. Y se la dan: envuelta en una hoja de El Progreso y, después, eso sí, de pagarle al zapatero su trabajo. Ciento cincuenta pesetas, que es en lo que éste lo ha valorado.

—A ver si le llega hasta Mondoñedo —le desea al viajero, sonriendo.

Cuando éste vuelve a la catedral, son ya las ocho pasadas. El sol está declinando y las sombras cubren la plaza, pero el interior está iluminado. En la capilla mayor, se celebra ahora la misa más importante del día, como lo prueba la presencia de hasta cuatro sacerdotes, uno de ellos Castiñeira, que, a la luz de las bombillas, parece aún mucho más blanco. La ceremonia la siguen desde los bancos un centenar de personas (entre ellas, cómo no, la vieja de las bolsas, que definitivamente no debe de estar muy cuerda: no deja de mirar hacia los lados), que llenan incluso el coro y que, cuando termina aquélla, acompañan a los curas en procesión por la catedral, primero por el trascoro y después por la girola, hasta dejar por fin al Santísimo recogido en su sagrario.

Es el final de la ceremonia. Y del día en la catedral. Un día que se prolonga todavía fuera de ésta (especialmente entre las beatas, que no quieren, por lo visto, que se acabe), pero que el viajero, que está muy cansado ya, prefiere ver cómo se termina sentado en un butacón del Círculo de las Artes, el bellísimo casino modernista al que acuden los lucenses todos los días del año, algunos mañana y tarde, y desde el que se domina ahora, aparte de todo un siglo de historia y de vida pública, el anochecer sobre la ciudad.