9. La noche americana
Cuando llegué a los Estados Unidos por vez primera (tenía ya treinta años), yo no le dije a nadie que ya había estado allí otras veces y bastantes años antes. Me limité a mirar lo que me enseñaban, reconociendo en cada ciudad cada esquina y cada calle —y, en cada estado que atravesábamos, cada uno de los paisajes—, pero, ya digo, yo no le dije a nadie que ya había estado allí otras veces y bastantes años antes. De haberlo hecho, seguramente me hubieran tomado por mentiroso.
Pero el asunto no tenía nada de extraño. Como tampoco lo tenía el hecho, para ellos misterioso, de que supiese algunas veces los nombres de montañas y de ríos que mis propios acompañantes, nacidos en el país o afincados en él desde hacía años, ignoraban. Desde que tenía memoria, y sin haber salido nunca de Olleros —ni, por supuesto, de España—, yo había recorrido aquel país camino por camino y palmo a palmo.
Había empezado a hacerlo en el Minero, en aquellas butacas destartaladas que acababan convertidas muchas tardes, a la luz crepuscular de la pantalla, en los bamboleantes asientos de una carreta o de una diligencia que cruzaba, acechada por mil peligros, las polvorientas praderas del Oeste americano, y había seguido haciéndolo al hilo de los relatos de aquellas viejas novelas arrugadas y sobadas por mil manos que compraba en el quiosco de Chamusca y que cambiaba por otras después de haberlas leído. Novelas que devoraba en las largas tardes muertas y amarillas del verano o, a la luz de una linterna, en el invierno, cuando me iba a la cama.
El proceso era el mismo en los dos casos. Cuando, en la oscuridad del cine, se encendía el proyector o, en la de mi habitación, la linterna se abría paso entre las sábanas, otra luz diferente se encendía ante mis ojos y me transportaba lejos del lugar en el que estaba. A partir de ese momento, y hasta que me despertaba, yo cabalgaba con el protagonista, dormía a su lado bajo una manta o me subía en el coche en el que viajaba, compartiendo con él sus aventuras y afrontando a su lado los múltiples peligros que le acechaban. Y, cuando de repente la luz del cine se encendía porque la película se había acabado o la de la linterna languidecía porque el sueño me vencía o porque la pila se había agotado, a veces yo seguía cabalgando en solitario sin darme cuenta siquiera de que los protagonistas de aquéllas ya me habían abandonado. De esa forma, película a película y novela tras novela, recorrí Estados Unidos y dormí al menos una noche en cada una de sus ciudades. Lo que explica que, cuando al fin pude conocerlas, pudiese andar por ellas con los ojos cerrados.
Recuerdo, por ejemplo, cuando llegué a Chicago. Anochecía en la ciudad cuando el avión comenzó a sobrevolarla proyectando su sombra sobre las autopistas como si fuera un gran pájaro, pero ya desde ese instante me di cuenta de que era exactamente como yo la había soñado. Allí estaba, a mi derecha, el lago Michigan, inescrutable y brumoso como en las viejas películas de Hathaway o John Ford. Allí estaba el dulce campo de Illinois, atravesado de carreteras y salpicado de granjas lo mismo que en las novelas y en los thrillers policíacos. Y allí estaba, junto al lago, reflejando en sus orillas las impresionantes sombras de sus rascacielos, la ciudad de Al Capone y del viento, resplandeciente como una lámina bajo la pesada panza del avión. A la mañana siguiente, me bastó con asomarme a la Sears Tower y con acercarme a conocer el Loop (el distrito en el que Al Capone tenía establecidos sus dominios durante los años de la Ley Seca que conmovieron a la ciudad) para corroborar sobre el terreno lo que la tarde anterior ya había intuido viéndola desde el avión: que Chicago era igual a como yo la había soñado o incluso menos real. Y lo mismo, exactamente, me ocurrió con Nueva York: a la hora de llegar a la ciudad, yo ya sabía que no encontraría nada en ella que pudiera realmente llegarme a sorprender. Sobre todo, después de que el taxista que me llevó del aeropuerto hasta Manhattan —un negro puertorriqueño que usaba sombrero indio y hablaba un extraño inglés— se detuviera ante un edificio cuyo letrero luminoso yo había visto tantas veces en Olleros e, incluso, coloreado en la cartelera que le pedí al señor Mundo y que durante mucho tiempo colgó de mi habitación: Hotel Barbizon.
Aquella noche, recuerdo, cuando después de cenar y de tomar una copa en La Sartén de Hojalata —el local en el que Miller solía acabar sus noches—, volví al hotel, tardé mucho en poder dormirme. Tumbado sobre la cama, con los destellos de la ciudad al otro lado de la ventana y el del letrero luminoso del hotel parpadeando tras los visillos y reflejándose a través de ellos en la pared de mi habitación, el recuerdo de otras noches apareció ante mis ojos con ese halo de irrealidad que los paisajes sólo tienen en el cine y en las fotografías que uno ya había olvidado y que se vuelve a encontrar al cabo de mucho tiempo.
La irrealidad se la daba la extraña luz que entraba por la ventana: una luz gris, como de luna llena o de cristal trucado por el filtro de una noche americana (esa noche artificial que inventó el cine para ayudarle a soñar despierta a la cámara), que me transportaba lejos del lugar en el que estaba. Era como cuando, en el cine, yo miraba en aquel tiempo las imágenes: no las veía, las inventaba, que es una forma de recordar lo que nunca uno ha vivido. Del mismo modo, pero al contrario, aquella noche, en Nueva York, yo no veía lo que miraba, ni escuchaba lo que oía, sino lo que recordaba. Seguía tumbado en la cama, pero, a mi alrededor, todo había ido cambiando: la puerta se había abierto dejándome entrever detrás de ella no el pasillo del hotel sino la tibia luz de la cocina de mi casa; la cama ya no era de madera, sino de hierro y más alta; el teléfono había desaparecido; el espejo no estaba y la televisión, que había dejado encendida, como siempre que duermo en un hotel, para ahuyentar los fantasmas, emitía ahora, en vez de la película que había estado viendo hasta ese momento, la que yo estaba soñando. Una película en blanco y negro, pero azulada por la luz de aquella noche americana. Una película muda que iba adelante y atrás, como una cinta de vídeo, de cuando en cuando, y que se rebobinaba a sí misma, cada vez a más velocidad, cuando se terminaba: la película de un niño que se dormía todas las noches mirando el mismo letrero que ahora brillaba frente a mis ojos.
No sé cuándo me dormí, ni el tiempo que así estuve, con la televisión encendida y vestido, tumbado sobre la cama. Sólo sé que oía una radio y que, cuando desperté, tardé un rato en comprender que las pisadas que oía no eran las de mis padres ni las de los mineros que al regresar de la mina pasaban junto a mi casa, sino las de la gente del hotel, que ya había comenzado a levantarse. Confusión de los sentidos que algunas noches me invade y que ahora he vuelto a sentir mirando esta vieja foto en la que mis padres y mis hermanos, posamos juntos —quizá por única vez—, un día de Navidad, con el fondo de la radio y de un calendario nuevo en el que aún puede verse la fecha del día en que fue tomada: 1 de enero de 1963. Las voces que oía no eran las nuestras, sino las que aún sigo oyendo y que llegan en sordina de la calle. La radio que escuchaba tampoco era la de la foto, sino la de algún vecino o la de un bar cercano. Y el calor, que yo creía era el que desprendía la vieja estufa de hierro junto a la que estoy sentado, no es más que el de la bombilla del flexo que me ilumina, mientras escribo, desde hace rato. Sólo la luz, esta luz gris, misteriosa pero suave (como de luna llena o de cristal trucado por un filtro), que me deslumbra y me ciega, no viene de ningún lado. Está en la fotografía en la que quedó apresada, igual que quedó apresada la de la noche de Nueva York en la retina del niño que se dormía todos los días mirando la cartelera que colgaba justo enfrente de su cama. Está en mi propia memoria y es la luz de los recuerdos y la de las fotografías que uno ya había olvidado y que se vuelve a encontrar al cabo de muchos años.