23. Las hojas verdes
A veces, me sorprende el modo en que las fotografías se suceden, la forma en que los recuerdos se agarran unos a otros, como si fueran cerezas, formando una película tan lógica que parece que recuperara el tiempo. Es como si, de repente, el tiempo cobrara vida, como si la memoria fuera una cámara precisa y casi perfecta que volviera a proyectar para nosotros, sólo para nosotros, la película que un día vivimos y que creíamos borrada para siempre. Pero no es cierto. Aunque los recuerdos fluyan con precisión, aunque las fotografías se sucedan y encadenen, como los fotogramas de una película, sin dejar entre sí cortes en negro, en el fondo no son más que carteleras; carteleras aisladas e independientes, como las de la vitrina del Minero, que lo único que pueden devolvernos es la ilusión de tenerlas. Basta con volver a verlas al cabo de algunos años, incluso de algunos meses, para comprender que todas están ya quietas. Y ni siquiera. Lo veo ahora mirando ésta.
Las últimas fotografías, a partir de que el color entró en mi vida, que no en mi recuerdo de ella, tenían tal cohesión, fluían con tanta lógica, que incluso llegué a pensar que estaba otra vez viviéndolas. En lugar de secuencias aisladas, que es lo que son los recuerdos, sobre todo los lejanos, me daba la sensación de estar viendo una película completa. Pero, de pronto, miro esta otra, la siguiente a la de Tango, también del 65 y, por lo tanto, vecina de ella, y se abre ante mis ojos una inmensidad en negro. La misma que solía haber entre cada cartelera del Minero.
La foto, por lo demás, tampoco es muy sugerente: un grupo de colegiales, entre los que me encuentro yo, estamos jugando al fútbol en el prado que había al lado del reguero; al fondo, desde una cuesta, dos o tres hombres nos miran, varias mujeres tienden la ropa y un perro ladra en silencio y, a la izquierda, en primer plano, dos chicas fingen que cogen flores (digo que fingen porque nos están mirando y no llevan en la mano más que un ramo muy pequeño); a lo lejos se ve un coche que sube por la carretera y, tras él —y tras las casas—, el castillete del pozo se alza como un fantasma rojizo y siempre presente. Es una estampa cualquiera, una fotografía que podría haberse hecho cualquier año, incluso cualquier día o cualquier mes, siempre que fuesen de primavera (la pradera está llena de flores y los árboles de hojas verdes), y que no tiene, por tanto, ninguna correlación con las que la preceden. Tampoco tiene argumento. Es simplemente una imagen, una postal sin sonido, una cartelera aislada en la vitrina del álbum, incapaz de entrelazarse con las otras, pero, también, de generar por sí sola un recuerdo.
El recuerdo se lo da su situación en el álbum o, lo que es lo mismo, en el tiempo. Entre el verano de 1964, que fue cuando conocí el color, y mi partida de Olleros, mi memoria empezó a crecer y a adquirir dimensiones y relieve. No es que el color se los diera; es que me había hecho mayor y empezaba a verlo todo de otra manera. Antes, hasta ese año, la vida era para mí una serie de postales yuxtapuestas, sin ningún punto en común y sin ningún argumento. Pero, a partir de ese año, que fue cuando cumplí nueve, el tiempo empezó a fluir y mi vida a suceder, es decir, a sucederse, siguiendo el ritmo del tiempo y de la noria de las imágenes, que ya empezaba a dar vueltas. El mar, la Orquesta Compostelana, las imágenes de La Chivata o de los días de huelga no eran más que cangilones de esa noria, de ese tiovivo invisible que desde entonces ya no ha parado y que no lo hará hasta que muera. Pero, de pronto, aparece ésta. Aparece entre las otras como perdida en el tiempo y extiende entre las demás una inmensidad en negro: días de frío, de fútbol, de primavera, de aburrimiento…
Cuando era niño, mi padre me explicó un día (o, mejor: nos lo explicó a todos sus alumnos, puesto que estábamos en la escuela) cómo se había formado el carbón que los padres de éstos sacaban. Nos contó que, hacía millones de años —creo que dijo trescientos; en cualquier caso, a mí me parecieron tantos que pensé que nos mentía—, el valle en el que vivíamos había sido una laguna que acabó siendo tragada por la tierra. Con la laguna, la tierra tragó también los árboles y los helechos que había a su alrededor y esos árboles y esos helechos, podridos bajo la tierra, se convirtieron en el carbón que ahora teníamos bajo nosotros, del mismo modo en que los hombres se convertían en polvo cuando llevaban ya un tiempo muertos. A mí, recuerdo, aquello me pareció una historia fantástica, una más de las que mi padre nos contaba algunas veces para entretener el rato, pero me impresionó tanto que, a partir de aquel día, cuando iba por la calle y veía, como ahora, los árboles de Olleros, me quedaba mirándolos y pensaba que algún día, dentro de otros trescientos millones de años, o los que fueran, también ellos serían ya carbón, lo mismo que yo sería un montón de polvo confundido con el de la tierra. Pero aún iba más lejos: cuando, a la puerta del cine, miraba las carteleras de la película que los mayores estaban viendo o cuando, dentro, la película se interrumpía durante algunos segundos dejando la pantalla en negro, imaginaba que el polvo que cubría aquéllas o la oscuridad total en que se quedaba ésta eran el polvo y la oscuridad del carbón en que las carteleras y las imágenes que faltaban se habían convertido con el paso de los años y por eso en su lugar había aquellos espacios o aquellos trozos en negro. No andaba muy desencaminado. Ahora que sé que es verdad, ahora que sé que los días se convierten en carbón y que lo que nos contaba mi padre no era ninguna invención, ni mucho menos un cuento, miro estas fotografías y sé que las que faltan, que son las que ya no están o las que nunca me hicieron, pero que pudieron haberlo sido de igual manera, son las que se tragó la tierra. Por eso, esos espacios que hay en negro en mi memoria y por eso algunas fotos, como ésta, están ya virando en sepia: porque las fotografías también se mueren. Se van secando como las hojas, y, al final, acaban cayéndose. Y, al cabo de los años, cuando volvemos a verlas, en lugar de un recuerdo, como las carteleras del cine, lo único que nos muestran es un cuadro sin sonido ni argumento. Aunque, como en el caso de ésta, esté lleno de hojas verdes.