6. Puente sobre el abismo

A veces pienso si mi obsesión por el tiempo no estará provocada por mi carácter errante, del mismo modo en que mi pasión viajera ha hecho nacer en mí una particular mirada del paisaje.

Cuando uno viaja en coche por una carretera, no ve pasar en dirección contraria coches idénticos al suyo, sino manchas de colores tan hermosas y veloces como efímeras. Como tampoco ve, como vería si fuera caminando, casas y árboles estáticos, sino fugaces formas geométricas que se pierden a ambos lados de su vista a la misma velocidad con la que él pasa. De ese modo, la mirada del viajero se transforma y el parabrisas de su coche se convierte en la pantalla de un cine móvil por la que el paisaje pasa como si fuera la cinta de una película.

Lo mismo ocurre, seguramente, cuando uno va viajando sin pararse por la vida. Las referencias se alejan como los árboles a los costados del coche que va corriendo por la autopista y, sin que nos demos cuenta, la velocidad del tiempo se acelera y aumenta de manera paralela a la de nuestra propia vida. Pero un día nos paramos, como el viajero que se detiene a contemplar el paisaje al borde de la autopista, y entonces nos damos cuenta del trayecto que hemos hecho y de las cosas que hemos perdido y nos invade de golpe todo ese vértigo que, mientras nosotros también corríamos, no habíamos advertido: el vértigo del tiempo y el del paisaje, que huyen.

Tal vez por eso, los viajeros y los hombres errabundos (quiero decir: los que andamos por la vida sin destino) compartimos la misma afición a asomarnos a los puentes y a las fotografías. Tanto unos como otras nos alzan sobre el vacío —el del paisaje o el del tiempo, pero el vacío—; pero, a la vez, nos permiten soportar el fuerte vértigo que nos envuelve al mirarlo y atravesar los abismos que separan las orillas que ellos unen. Es lo que me ocurre ahora con esta fotografía que, rota por la mitad y unida con pegamento (aquel pobre pegamento que se solidificaba en invierno y había que deshacerlo calentándolo a la lumbre), me devuelve la memoria de una época y de un puente y funde, por eso mismo, en su propia condición los dos abismos: el de los muchos años que me separan de ella y el del puente al que me asomo, mirando hacia la cámara, junto con varios amigos.

Hay puentes, como fotografías, que parecen haber sido construidos, más que para salvar un río, para incitar a su contemplación al hombre que se asoma a sus pretiles. Otros, en cambio, como los de las vías férreas o los enormes viaductos que sobrevuelan los ríos y las grandes autopistas, parecen, por el contrario, haber sido imaginados para llenarlo de vértigo o condenarlo al suicidio. Personalmente prefiero los primeros, esos puentes de piedra solitarios y antiguos, como los de los canales de Amsterdam o los de los peregrinos, que permiten al viajero apoyarse sobre ellos y hundirse plácidamente en la profundidad del agua y, por reflejo de ésta, en la de su propio espíritu. Para alguien como yo, de ánimo errante y cansino y amante de la soledad más que de la compañía, nada hay más placentero que apoyarse sobre un puente y dejar pasar las horas viendo pasar la corriente. En la contemplación del agua que fluye bajo las sombras o en la del pescador que lanza su caña y va y viene por la orilla, uno siente una emoción que, contra lo que normalmente ocurre, es tanto más intensa y duradera cuanto menos consciencia exige.

El puente de La Salera, aunque de piedra y pequeño, no era, sin embargo, de estos últimos. Alzado al final de Olleros para permitirle al tren atravesar el reguero que bajaba del hayedo, se alzaba sobre un barranco excavado en plena roca por el agua y por los corrimientos de tierra que provocaban en la montaña los continuos hundimientos de la mina. Desde él, según contaban, despeñaban en la guerra a los mineros (aunque, según decían también, algunos ya estaban muertos antes de llegar abajo) y desde él se tiró una noche aquella vieja borracha que vivía todavía en un cubil, la única en todo el pueblo, y que se pasaba el día gritando y hablando sola o rondando por el pueblo como un perro vagabundo. Pero, cuando se tomó esta fotografía, yo ignoraba todavía lo que era la locura —y de la guerra sólo tenía una noción muy difusa— y el puente de La Salera era uno de mis sitios preferidos. A él iba muchas tardes para ver pasar el tren o para correr delante de él jugándome la vida (sin pretil al que acogerse, y con el precipicio al lado, no había hasta su final escapatoria posible) y para fumar los cigarros que le robaba a mi padre o fabricaba yo mismo con el tabaco de sus colillas. Y a él íbamos también cuando pasaron los años y nos hicimos mayores todos los que aparecemos en esta fotografía para admirar a escondidas y en secreto las pin-ups, las postales de mujeres, actrices normalmente (recuerdo todavía la de Ann Margret, la de Esther Williams, la de Kim Novak, la de Ava Gardner y, por encima de todas, la que a mí más me gustaba: la de una jovencísima Marilyn Monroe luciendo un pelo rubio como el centeno y un bañador tan rojo como sus labios), que nos traía Celino, un mendigo que pasaba cada poco por Olleros pidiendo de casa en casa y durmiendo en los portales, y que, al decir de la gente, pedía porque quería (según parece, Celino era de buena familia), y para masturbarnos juntos al amparo de la bóveda del puente y bajo la inspiración morbosa de aquellas fotografías.

Esa misma turbación, aunque de origen distinto, es la que ahora siento ante esta otra postal que el destino me devuelve para hacerme recordar aquellos días. En ella no hay actrices de miradas acuosas y cuerpos semidesnudos, sino cinco muchachos que me miran desde lo alto de un puente que a lo peor ya ni existe, aunque en la fotografía siga anclado en el abismo. En el abismo siguen, ya para siempre inmóviles, los muchachos y el cielo y el tren que se alejaba echando humo hacia la mina. El abismo concentra las miradas de todos —las de quienes, desde fuera (el fotógrafo y yo), lo miramos y las de quienes lo contemplan desde arriba—; pero el abismo que ellos ven y el que yo veo ahora no es el mismo. El que ellos ven es el que salva el puente y el que en el puente encuentra justamente su sentido. El que yo veo ahora se abre entre ellos y yo y es tan profundo y oscuro que ni siquiera la mirada del fotógrafo que, sin saberlo, comenzó a abrirlo aquel día me sirve ya para poder cruzarlo sin que el vértigo del tiempo me llene de nostalgia y de melancolía.