En la hora 33

—Yo no sé cómo te lo han explicado esta mañana, pero lo que yo veo es un cáncer y lo que toco es un cáncer.

Ante mi silencio y mirada incrédula, añade:

—Claro está que la vista es subjetiva y el tacto también, aquí el único que puede asegurarlo es el patólogo.

Suficiente para escaparme. Aquello no podía ser cierto. ¡Qué barbaridad! ¿Cómo iba a tener yo un cáncer? Con todo lo que yo tengo que hacer; no tengo tiempo para eso. No, hombre, no. El patólogo no lo confirmará.

Pero horas más tarde el patólogo lo confirmaría. Dicen que me lo explicaron, que di mi conformidad. Yo no lo recuerdo y pienso que más de una confesión ha debido arrancarse por ese procedimiento. Una inyección, relájate, te lo explico, no te enteras y ¡zas! Pinzas, bisturí... Ya está, ya pasó todo, todo ha ido muy bien.

Éste es el resumen de una «jornada muy particular»: 32 horas, para ser exactos. Todo en 32 horas y en la hora 33 empieza otra vida.

—Tú mira para donde quieras, que más pronto o más tarde tendrás que verlo.

Vale, pero no miro. ¡Dios me libre! Bien girada la cabeza sin dolerme siquiera las cervicales, clavo mi vista en la ventana. Sólo veo el cielo. Me basta. Ellos quitan y ponen vendas, desinfectan, controlan drenajes.

Él mira. Él sí se atreve: conversa con ellos, acepta sus explicaciones. Luego, a solas, me dice:

—Estás preciosa: es una herida muy bonita.

No le creo. Él insiste. Parece sincero, pero yo prefiero hablar de otra cosa.

Escenas como ésta se repiten al principio a diario, más tarde se espacian un poco. Sigo sin mirar, acepto sonriente las bromas, pero no quiero ver. Pese al calor y las llagas, la incomodidad del vendaje es mi salvación. El vendaje, al igual que una buena capa, todo lo tapa, me permite seguir en el limbo y sabiendo sin saber, sin querer saber aquello que nadie quiere saber.

Él sigue hablándome de la belleza de las amazonas. Yo, en cambio, sigo angustiándome por las muchas cosas que nos esperán, por los días que estamos perdiendo. ¡Con el poco tiempo que tenemos!

—Que una mujer me salga con problemas de agenda de su marido cuando le estoy explicando que debo amputarle el pecho...

Sonrío porque sigo sin recordar las supuestas explicaciones, pero el cirujano insiste, y ¿qué voy a hacer? Me voy acostumbrando al «dicen que dije», sobre todo porque las respuestas que pone en mi boca son muy de mi estilo:

—Tú lo que eres, es un abusón. Yo sólo te busqué para adelantar la biopsia y tú vas y me cortas la teta, bueno, haz lo que sea, pero rápido porque dentro de diez días tenemos que estar en Santander.

En cualquier caso, es creíble. Yo andaba muy preocupada por el curso de la UIMP y no quería saber nada del cáncer. Bajo los efectos hipnóticos de la anestesia bien pude haber dado esta respuesta ante la perplejidad del cirujano y su equipo. Su conclusión es optimista:

—Una mujer que me responde así es mujer salvada. A mí las que me preocupan son las que no tienen nada que hacer, pero las que me plantean problemas de hijos, padres, maridos o trabajo, salen adelante.

María, mi compañera de habitación, no bromea con el cirujano como yo. Ella lo ve todo negro y yo me niego a entrar en su negrura. Soy una privilegiada, lo sé: él me habla de las amazonas, el cirujano bromea y yo pienso en Santander. El cáncer, aunque presente, me queda lejos. María está inmersa en él.

En cierta ocasión escuché las elucubraciones de un médico especialista acerca de los motivos por los que los toreros se recuperan tan rápidamente de sus heridas. Al parecer, un factor decisivo es el contrato siguiente. Decía este cirujano taurino que cuando un torero entra en enfermería por una cornada grave, por lo que más pregunta y lo que más le preocupa es si podrá torear tal día en tal plaza. Su afán por no perder la temporada resulta un motor para las defensas y capacidad de recuperación del organismo. La tan cacareada «voluntad» como revulsivo.

Evoco ahora aquella tertulia radiofónica que en su día escuché sin especial interés y me concentro en Santander. Intento emular a los toreros. No puedo fallar en plaza tan importante.

El no se apura, dice que no pasa nada, pero yo sé cuánto le afectan los incumplimientos. Me «reencarno» en torera, convierto la Magdalena en la Maestranza y me repito «allí estaré».

Y llegamos a Santander. Y se dio el curso. Y el maestro fue aplaudido. Y yo cumplí con mi deber de auxiliar de cátedra.

Pero también fue allí donde empezó a imponerse la realidad. Fuera de los almohadones, de la protección hospitalaria, lejos del cirujano-gurú.

Como me fui sin el alta quirúrgica definitiva, debía cambiarme las gasas y desinfectar la herida yo misma. Cada mañana. ¡Qué asco! En Santander ya no valía mirar para otro lado.

El me ayudaba. Ponía buena cara, fingía estar contento por tener una amazona a su lado.

Una estancia inolvidable en el palacio cuyos dueños originales causaron en su día la ruina de mi familia materna. Mi bisabuelo o tatarabuelo, no estoy segura, un republicano que enviaba a sus hijos a la escuela laica, era encarcelado por ello cada verano durante tres meses, desde la llegada de los reyes hasta su partida. Por republicano. Así se las gastaban los Borbones. Por eso me gusta vengar a mis ancestros pisando fuerte por las estancias del palacio de la Magdalena, «regalo» del pueblo de Santander a Sus Majestades los Reyes de España, aunque hoy ya recuperado por el Ayuntamiento de Santander.

Y en ese marco incomparable, que dirían los cursis, rodeada de cariño y comprensión fue donde me duché por primera vez, donde por primera vez me vi en el espejo desnuda. Tuve que hacerlo. Ya no tenía a un cirujano y su encantadora esposa para cambiarme las gasas y, aunque para entonces las curas se habían simplificado al máximo, tenía que apañármelas. Pude haber recurrido a los servicios sanitarios del palacio, pero no quise porque, en efecto, «más pronto que tarde tendrás que verlo». Todo parecía indicar que había llegado el momento.

Y el momento era duro. Mirarse al espejo. Acercar un algodón empapado en desinfectante a lo que hasta hace unos días era mi pecho y hoy se me antojaba una carnicería repugnante. Miedo a hacerlo mal, a lastimarme, a dejarme las vendas mal colocadas y que en el desayuno, o peor aún en clase, empezaran a asomar algodones por el escote, la cintura o quién sabe dónde, que, de pronto, la atención de los alumnos se desviara del maestro para fijarse en su ayudante. ¡Qué horror! El fantasma del algodón. Un algodón en palacio. La venda indiscreta. Ideas entrecortadas a modo de titulares me asaltan durante toda mi estancia en la Magdalena, pero mejor así: mientras pienso en los algodones, olvido lo que tapan.

Él siempre a mi lado. Sujeta. Corta. Pega. Me asegura que todo está en su sitio, que estoy guapa, que nadie lo diría...

Y habla, habla mucho de las amazonas. Al principio no hago mucho caso, lo escucho como se oyen los consuelos cariñosos. Pero acabo enterándome de que Hércules o Heracles, no sé bien, luchó contra ellas hasta vencer a su reina Hipólita. ¡Pues vaya!, me digo, de qué le valió cortarse el pecho si aun así fue derrotada. Yo siempre dije que jamás me dejaría cortar un pecho. Claro, yo no tenía que usar un arco para guerrear contra Heracles. Siempre preferí una vida breve con mis dos tetas bien puestas a una larga vida despechada. Ya dice el refrán: «Nunca digas de esta agua no beberé». Al final, vencida como Hipólita, pienso, pero me lo callo para no entristecerle, para no defraudarle porque él, él sí está orgulloso de su amazona.

Pasan los días. El curso avanza, el maestro echa los restos, los alumnos se entregan y todos están contentos. Nosotros también. Nos lo vamos creyendo, somos capaces de vencer la adversidad. Quienes lo saben y quienes lo intuyen agradecen nuestro esfuerzo. Me siento querida y admirada. Me pregunto: ¿sabrán ellos lo que están haciendo por mí? Es cierto que estoy haciendo un gran esfuerzo, pero ¿saben ellos que la oportunidad de realizarlo es mi salvación? Hacer este viaje en estas condiciones a mucha gente le parece una insensatez. Puede que lo sea, pero gracias a esta insensatez no estoy ahora con mi compañera María llorando nuestra desgracia. Gracias a esa insensatez, le estoy demostrando a mi entorno que soy fuerte. Es muy importante que aprecien mi entereza porque sólo así podrán tratarme con la naturalidad que necesito. Sólo así podrán ofrecerme apoyo inteligente.

Y mientras yo me afano en ser fuerte, él me sigue contando historias homéricas. En la Ilíada se cuenta que Pentesilea acudió a Troya en ayuda de Príamo al mando de las amazonas. Allí fue herida por Aquiles precisamente en su seno derecho —¡qué casualidad!, pienso al escuchar el relato—, pero Aquiles fue flechado por Eros y se enamoró de la reina herida. Suena muy bonito: una preciosa historia de amor que me llega cargada de simbolismo. Lo malo viene cuando me entero de la segunda parte, la que él silenció. Un alma caritativa de las que nunca faltan, aunque en este caso debemos aceptar su inocencia pues desconocía mi circunstancia, me completa la historia. Al parecer, Aquiles lloró la muerte de Pentesilea al quitarle el casco y descubrir su extraordinaria belleza. Es decir, la herida de Pentesilea en el seno derecho fue mortal, anoto mentalmente. Pero aún hay más. Tersites, el griego más feo de Troya, se burló de la pena de Aquiles por una amazona y le acusó de lujuria desnaturalizada. Aquiles, verdaderamente enamorado y apenado, lo mató. Ello enfureció tremendamente a los griegos y el cuerpo de la bella reina Pentesilea acabó arrojado al río Escamandro por un primo de Tersites, cuya muerte quedaba así vengada.

¡Qué cosas tenían estos griegos! Me viene a la memoria la anécdota que un día me contó un profesor de química acerca de uno de esos alumnos de todos temido, de los que van al colegio porque tienen que ir y uno diría que están en clase para que haya de todo. Uno de esos chavales difíciles de captar para la causa no ya del estudio, ni siquiera para la de la civilización. Y para darme una idea del personaje, me contó que traía las rodajas de salchichón cuidadosamente insertadas entre las hojas del cuaderno hasta la hora del recreo en que se compraba el panecillo para el bocadillo. Vamos, lo que se dice un caso perdido. Por ello, para lograr fijar mínimamente su atención y, de paso, tenerlo más controlado, sentaban a este chico siempre en primera fila. Pero hete aquí que un día sorprendió al profesor de latín al verle escuchar desde su primera fila con especial atención las explicaciones de éste acerca de los dioses de la antigüedad. El profesor ya se estaba haciendo ilusiones cuando, al cabo de un rato, el chaval ya no pudo más y exclamó: «¡Qué tíos, y luego dicen de mí!».

Y es que, en efecto, por muy larga que fuere la lista de sus barbaridades, los dioses y mitos antiguos son insuperables. Por mucho que nos escandalicen las rodajas de salchichón entre las páginas del cuaderno de deberes, ¿qué es eso al lado del Aquiles, Tersites y su primo, sin ir más lejos?

Última mañana frente al espejo de palacio. Tal vez por eso, por ser nuestros últimos apuros, hemos cambiado de protagonista. Hoy no es Hipólita quien guerrea con nosotros. Ni Pentesilea. Tampoco Aquiles está hoy aquí. Hoy me habla de Teseo y sus hazañas contra otra reina, Antíope. Alzo la vista antes de colocar el siguiente esparadrapo; ese nombre me gusta más. Antíope mejor que Hipólita, también Teseo suena mejor que Heracles. Antíope, repito en un susurro. Me gusta pero, ¡ay!, dice que Teseo tomó a Antíope por esposa. Otro fiasco. No sé qué es peor: una derrota en la batalla o que te tomen por esposa. Pero ¡caramba!, ¿alguna vez venció alguna reina amazona? Yo creía que habían sido temidas, pero en todas estas historias recopiladas por los hombres aparecen vencidas o tomadas por esposas. Algo falla. No importa, no es el momento. Es nuestra última mañana luchando con vendajes y rellenos.

Más tarde me siento un rato frente al mar. Me gusta contemplar la bahía desde esos bancos en lo alto de la península. Las autoridades dicen que ya no hay chapapote, que las playas están esplendorosas, pero todos suben de ellas con los pies negros. Y a los que, como yo, no podemos bajar a la playa, nos lo recuerda el sonido de una magnífica caracola con la que Manolo Rivas anda por ahí homenajeando al mar y convirtiendo en arte la tragedia que azota su tierra. Cada vez que oigo sonar la caracola me parece estar oyendo el lamento, el dolor del mar agredido. Agredido. Esa palabra me recuerda mi problema. También yo fui agredida. Como Antíope, según el último relato de amazonas. Divago nuevamente. Intento imaginar el matrimonio de Teseo con Antíope y no logro entender cómo pudo una magnífica arquera, valiente, noble, digna y curtida en mil batallas adaptarse a un marido. Seguramente no oí bien la historia, concluyo. Porque, ahora que él no me oye, he de confesar que empecé escuchando estas leyendas con escaso interés. La mitología está muy bien, pero a mí me sonaba todo a paños calientes, a consuelos obligados. Es obvio, ¿no? Hipólita y su cinturón me importan tres pepinos cuando me desnudo, cuando el dolor del brazo me recuerda la salvajada perpetrada en mi torso. Al principio escuchaba complaciente las historias de amazonas sólo por no desairar la buena voluntad con la que me eran narradas. Me inspiraba mucha ternura el tono, el gesto, su afán, pero no me enteraba de casi nada. Mi pecho mutilado y el miedo a los tratamientos era lo único tangible. Lo demás, música celestial.

Por alguna extraña razón el nombre de Antíope sí captó mi atención y ahora pienso en ella. Será porque es la única que se casó. Me asaltan las dudas y los miedos. Por un lado quiero saber, por otro recuerdo la decepción que me llevé con Pentesilea. Finalmente, decido acudir a quien, ansioso por hacer gala de sus conocimientos y ajeno a mis tribulaciones, no dudará en contarme también el final de esta historia. Así, me entero de que Antíope luchó junto a Teseo. Cuando sus antiguas compañeras atacaron Atenas esperando liberarla, la encontraron peleando al lado de su marido. Una de sus hermanas, Molpadia, la atravesó con una espada. ¡Uf! Esto no me lo esperaba y pienso horrorizada: «¡Caray, lo del síndrome de Estocolmo viene de lejos!». O, como diría el chaval de las rodajas de chorizo en las páginas de su cuaderno: «¡Qué tíos, y luego dicen de mí!».

Me pongo a pensar y no paro. De modo que me están contando historias de amazonas para animarme y resulta que han acabado todas muertas. Claro, él no sabe que por ahí me cuentan los finales cuidadosamente silenciados. No sabe de mis conclusiones. No sabe de mis temores. Primero te cortan el pecho y luego te matan. En efecto, se parece mucho a lo nuestro. Es lo que pienso cuando pienso, aunque procuro volcarme en lo que me rodea. Pero el curso se acaba. Tendré que volver. Me quitarán los puntos que quedan, me dirán que la herida está muy bien, por mucho que a mí me parezca un horror, el cirujano se despedirá y me pondrá en manos de un oncólogo. Ahí es donde empezará mi combate de amazona.

Pero ahora, un respiro, por favor; salgamos al mar con Manolo Rivas, salgamos al océano, cuna de la vida y de los mitos.

OLGA LUCAS