Los ríos que nos llevan
Julio del treinta y seis. Ya se pueden ustedes imaginar. Para entonces mi familia se había trasladado de Aranjuez a Madrid, pero el 18 de julio de 1936 en Madrid sólo estaban mi madre y mis hermanos, un hermano y una hermana menor. Mi padre se encontraba en Argelia visitando a una hermana de mi madre gravemente enferma y que tenía mucha fe en mi padre como médico. De manera que la sublevación sorprendió a la familia dispersa: mi padre en Orán, mi madre y hermanos en Madrid y yo, aislado en Santander.
En aquel momento yo no tenía ideas políticas propias. Había crecido al margen de los acontecimientos sociopolíticos, encerrado en los estudios y trabajando duro hasta el último año en que, como les acabo de contar, me deslumbré descubriendo las artes. Además, recién estallada la guerra, me ocurrió algo verdaderamente maravilloso en esa apasionante aventura descubridora. A mi amigo Felipe Gil, que era también mi compañero de paseos, el 18 de julio le pilló estando de permiso en Madrid. Como quedó «atrapado» allí, nuestras caminatas se convirtieron en paseos solitarios. Una tarde, andando por el paseo Reina Victoria, costeando en dirección a la Magdalena, con los ánimos por los suelos, como casi todos en esos días, me senté en un banco. Al rato, un señor de unos cincuenta años que para mí era un señor muy mayor, ¡quién me los diera ahora!, se sentó en el otro extremo del banco. «Buenas tardes.» «Buenas tardes», y en principio poco más porque en aquellos días había que cuidar mucho lo que se decía y con quién se hablaba. Pese a esa prudencia impuesta por las circunstancias, no sé muy bien cómo, si fue el aspecto físico, la mirada o la tristeza compartida, pero la conversación se inició. Ese señor era don Estanislao de Abarca. Si hay en la sala alguien de Santander, tal vez haya oído hablar de él. Don Estanislao de Abarca era lo que en otros tiempos llamaríamos un patricio, era un burgués en el mejor sentido del término. El burgués de hoy se ha desprestigiado y corrompido tanto que ya sólo usamos el término con contenido peyorativo, pero no olvidemos que los burgueses de otros tiempos, además de explotar al prójimo, nos dejaron legados como Florencia o la Barcelona modernista, por poner algún ejemplo. Don Estanislao de Abarca era un señor de los de entonces. Un señor que tenía dinero, era, si mal no recuerdo, vicepresidente del Banco de Santander y actividades similares, pero una persona educadísima, culta y al mismo tiempo sencilla, de trato llano, agradable y, además, un melómano extraordinario, de los que se recorrían Europa para oír las mejores orquestas y cantantes del momento. No era, en absoluto, ostentoso, no vivía en ningún palacete; tenía un piso en el número veintisiete del paseo de Pereda y ahí tenía su colección de firmas de músicos famosos que había ido comprando en sus viajes a Viena, Londres, Salzburgo y demás destinos musicales. Ahí vi yo la firma de Chopin, de Beethoven. Tenía también un busto de Unamuno, de quien era ferviente admirador. Era una copia de un busto de Victorio Macho, la cabeza solamente. Una cabeza de águila de Unamuno que era fantástica en un saloncito delicioso. Sin ninguna clase de ostentación, todo en aquel piso era fantástico.
Y aquella tarde de tiempos convulsos, en medio de todo el jaleo, ese señor se levantó conmigo del banco para llevarme a su casa, a esa casa que estoy describiéndoles, donde además del piano, había una gramola. Esa palabra les sonará a antigüedad, sin duda hoy lo es, ustedes no pueden imaginarse a sí mismos sacando punta a las agujas de fibra para no rayar el disco, pero entonces la gramola era el mejor medio de reproducción musical. Aunque no tuviera agujas de diamante ni nada parecido, aquello era un prodigioso invento, la exquisitez número uno, a la que yo tuve el honor de acceder, en un principio sólo por lo que hablamos en el banco del paseo. En sucesivas visitas también conocí el ambiente de la casa, no menos fascinante. Él era viudo y sin hijos, pero tenía un grupo de amigos con alguna señora encantadora que frecuentaban la casa manteniendo el espíritu refinado de los salones del XVIII y XIX. Conocer a aquel señor, estar allí presente como un doctrino, como un infeliz de diecinueve años descubriendo un mundo, entonces desconocido para mí, hoy prácticamente desaparecidos porque los ricos hoy gastan más dinero en defenderse y blindar sus casas que en abrirlas, me retrotrajo al paraíso de los jardines de Aranjuez. Mi impresión es que hoy mucha gente rica sería completamente incapaz de vivir así ni aun pudiéndolo costear; entonces, entrar en casa de don Estanislao de Abarca era acceder a un sitio donde la voluptuosidad de vivir se desarrollaba con la naturalidad más absoluta. A algo así debió referirse Talleyrand cuando dijo aquello de que «nadie que no haya vivido antes de la Revolución francesa sabe lo que es la alegría de vivir». Yo sí conocí la alegría de vivir, aquello lo era, en brutal contraste con lo que estaba aconteciendo. Este hombre fue decisivo en mi vida, me educó mucho musicalmente, me estimuló en mis inicios literarios, me asomó a muchas cosas a las que yo por mi nivel y situación nunca hubiera tenido acceso y, sobre todo, por la relación que mantuvo conmigo, pese a la enorme diferencia de edad, formación y nivel económico. Fue una relación paternofilial entrañable que perduró con el tiempo hasta que murió, tiempo después de mi boda, de la que fue padrino.
Todo eso vino a sucederme en el mismísimo treinta y seis, durante los meses que tardaron en movilizarme. Como saben, el norte de España quedó, en principio, en manos de la República, lo que quiere decir que, aquí, donde yo me encontraba, los asesinatos de los descontrolados los estaba cometiendo la España republicana. A mis dieciocho años, hijo de una familia liberal, pero más bien de derechas, derecha moderada, pero derecha, que no había conocido de cerca la explotación ni la penuria, y, para colmo, frecuentando, en ese momento, el ambiente que les acabo de describir, al ver los desmanes y barbaridades de este lado, por tendencia natural, me incliné a pensar que los buenos, los míos, eran los otros. Esa era mi situación al inicio de la guerra.
Podría contarles infinitas anécdotas, pero no quiero extenderme, todos ustedes habrán oído «batallitas» de esa época a sus padres y abuelos. Sólo les contaré una por estar relacionada con problemas del lenguaje, muy apropiada para escritores. Un día, en el paseo de Pereda, iba delante de mí un hombre, y detrás una pareja de milicianos. Alguien se acerca a los milicianos y apuntando hacia el hombre que caminaba delante de mí, les dice: «Ese es cura». Los milicianos lo paran, los transeúntes también nos paramos a ver qué pasaba y oímos cómo le piden la documentación. El pobre hombre, asustado, enseña su cédula personal, el miliciano la toma y empieza a leer el nombre, los apellidos y cuando llega a la profesión empieza a tartamudear «pres... pres-bí-tero», suspira, le devuelve la cédula y añade cargado de benevolencia: «Anda, anda, toma y márchate, que nos habían dicho que eres cura, anda, anda». Y como tuvo la suerte de que ninguno de los allí presentes aclaráramos que cura y presbítero es lo mismo, pues el hombre se salvó. La ignorancia de unos y la complicidad de otros le salvaron la vida, pero a otros con menos suerte los mataban y ya está.
No, no quiero hablar de la guerra. La hice con total ecuanimidad alcanzando el grado de cabo interino en ambos bandos. Siendo de Aduanas, pude haber sido oficial de Intendencia, pero preferí renunciar a esas ventajas porque no quería mandar a nadie. Fui miliciano hasta agosto del treinta y siete, momento en que los nacionales tomaron Santander y me tomaron a mí. Me convertí en soldado nacional y hasta el final, que resultó aún peor que el inicio. Cuando llegaron los que yo suponía míos y empezaron a fusilar a gente, fue cuando me di cuenta de que los que habían ganado no eran los míos.
Me parecen horribles todos los asesinatos, estoy totalmente en contra con independencia de quién los cometa, pero hay diferencias entre unos y otros. Cuando un bracero de un cortijo, mal pagado y con frecuencia humillado, harto de esa vida aperreada, en un momento propicio, de revuelta popular, cae en la tentación de cortarle el cuello al amo, culpable de su miseria, sí, es un asesinato. Pero cuando tres señores bien vestidos, bien comidos, terminada la contienda, constituyen un tribunal, con total impunidad y bajo un crucifijo cuyo mensaje es amaos los unos a los otros, envían al paredón a un hombre por haber defendido unas ideas y un régimen establecido democráticamente, ahí el asesinato es mucho más censurable. Es decir, aun no justificando ninguno de ellos, es más comprensible el asesinato cometido por ignorancia, hambre e incultura que el cometido de esa manera fría y despiadada. Es algo que siempre tuve claro, pero no vamos a adentrarnos ahora en esa cuestión.
El caso es que la guerra, afortunadamente, terminó y a mí me alcanzó en Huete, en la provincia de Cuenca. En el mes y medio que estuve en Huete casi escribí una novela. Me había pasado toda la guerra pensando, dando vueltas a las cosas. Mi libretita y mi diccionario de bolsillo hicieron la guerra conmigo. Fiel a mi costumbre de pasar páginas de diccionarios y enciclopedias, metí en mi macuto un pequeño Sopeña y en los ratos libres o de espera iba pasando páginas y anotando aquellas palabras que por algo llamaban mi atención. Lógicamente, también tomaba notas de la cantidad de impresiones que recibe uno en esas circunstancias. Una de las impresiones fuertes que recogió mi libretita fue la de la escuela de un pueblecito catalán. Avanzando por la provincia de Lérida, llegamos a una aldea cuya escuela había sido alcanzada por un proyectil. ¡Hay que ver lo que puede hacer un proyectil en una escuelita! Naturalmente, destrozarla, pero me refiero al contenido: los dibujos de los niños, los cuadernos escolares abiertos por las páginas de caligrafía, los ejercicios... todo tirado, esparcido por el suelo y parcialmente tapado por escombros formaban un cuadro sobrecogedor, un grito de denuncia contra la barbarie. Pero cuando ya me eché a llorar fue cuando en medio de aquel caos descubrí los restos de la biblioteca escolar. La biblioteca de esa escuelita de un pueblín de nada había atesorado traducciones al catalán de la mejor literatura universal, como novelas de Jean Cocteau y Arthur Schnitzler publicadas en Ediciones Proa o traducciones del griego de Carles Riba, por citarles sólo unos ejemplos. Al contemplarla reducida a escombros, no supe qué me emocionaba más: si el trabajo y vocación de esos maestros rurales que, sin duda, debieron ser muy cultos y devotos para crear en aquel pueblo una biblioteca como aquélla, o la conciencia premonitoria del destrozo cultural al que ya estábamos sucumbiendo y que seguiría implacable incluso mucho después de la contienda.
En fin, el caso es que llegué a Huete con todas mis notas. En Huete tuve mucha suerte, porque allí la guerra ya había terminado y estábamos simplemente acantonados y podíamos, los que teníamos unas pesetillas en el bolsillo, buscar alojamiento. Yo, con mi sueldo de funcionario, pude alojarme en casa de unos campesinos. Tanto el matrimonio como los hijos eran personas extraordinarias. El marido, Alberto Collados Barajas, había practicado muchos oficios. Había sido tejedor manual, había sido espolique de ciego, transportista de aceite de Andalucía a Cuenca, es decir, era un hombre de campo, curtido por la necesidad, con mucha sabiduría, talento y maña para encontrar soluciones, lo cual en épocas de escasez es de vital importancia. Para que se hagan una idea: un día íbamos por el campo, vio un agujero y dictaminó: «Aquí hay un lagarto»; prendió fuego a un papel, ahumó el agujero, hizo salir al lagarto, se comió la carne y vendió la piel. Yo, que hasta la movilización sólo había conocido y acumulado el saber de los libros, ante este tipo de sabiduría e inteligencia práctica, iba de asombro en asombro. A los pocos días de hospedarme, me preguntó si podía prestarle algo de dinero. «Según cuánto», dije con cautela, pero se trataba de cinco duros, cantidad que podía asumir aunque no me fuera devuelta, de modo que se los presté. El hombre cogió una damajuana de dieciséis litros, con los cinco duros compró el vino y demás ingredientes para hacer sangría, preparó una zurra, como dicen por allí, se fue a un campo de fútbol cercano donde jugaban los equipos de dos unidades militares, una de ellas la mía, vendió toda la sangría, me devolvió mis cinco duros y se ganó los suyos. Así era él. Un tipo verdaderamente admirable.
Su mujer, Mari Paz, lo supe después, había sido una oradora política de izquierdas y, al entrar los nacionales, la habían cogido, rapado el pelo, paseado por la calle y sometido alas vejaciones propias de las tropas «liberadoras». Los pobres andaban asustados y si decidieron alojar a un soldado, no fue solamente por la peseta diaria que les pagaba, también era precisamente en defensa propia, por parapetarse tras un uniformado y, de paso, hacer creer que retornaban al «buen camino». Con el tiempo, al conocerme, la mujer poco a poco se fue sincerando. Nos hicimos buenos amigos. Alberto fue muy buen amigo mío hasta que murió y su mujer también. Allí, en aquel ambiente, con todas las notas y palabras de mi libretita, empecé mi primera novela, La estatua de Adolfo Espejo, que acabaría después en Melilla. Si hablamos de «vida y obra», ya ven, Huete tuvo su importancia tanto en lo personal como en mi carrera de escritor.
Una de mis mayores alegrías, veinte años después, cuando ya empezaba a ser conocido, fue recibir una carta de Mari Paz en la que me decía, tras verme en la tele: «Lo que más me ha gustado es ver que usted sigue hablando lo mismo que hace veinte años». Es decir, ella valoraba que yo no me hubiese encumbrado con el éxito y me lo hacía saber y para mí, era igualmente importante no defraudar a la gente humilde de cuyas enseñanzas me sentía deudor.
Yo aprendí mucho de ellos y lo he volcado en mis novelas, en El río que nos lleva, también en La sonrisa etrusca. Todo lo que yo he puesto de campo en mis novelas tiene tres fuentes:
1. Cihuela, la huella imborrable del año y medio que pasé en Cihuela.
2. La guerra, que aproveché para hacer trabajo de campo porque estar de soldado es andar y compartir suerte con campesinos y obreros reclutados igual que yo. De mis andanzas guerreras tuvo especial importancia el período que pasé en el batallón anarquista al que fui destinado, con un pequeño grupo de movilizados en la zona republicana, a cubrir bajas. Me incorporé muy cerca de aquí, en Corconte, donde hay un balneario de aguas medicinales. Llegamos de noche, casi todos muertos de miedo. A la mañana siguiente, yo madrugador, me levanté muy temprano y en medio de aquella niebla tremenda, propia de la montaña, fui a lavarme a una fuente. Entonces se me acercó uno de esos viejos anarquistas que me había estado observando y me dijo: «Tú eres de los de anoche, ¿no?». «Pues, sí, llegué anoche.» «Pues mira, muchacho, si te piensas pasar al enemigo, hazlo con cuidado porque si te vemos, te pegamos un tiro.» «No, no, cómo me voy a pasar, si yo soy republicano», empecé a mentir aterrado, pero el hombre me interrumpió: «Con esas manos tan poco trabajadas, no puedes negarme que eres un señorito y cuando puedas te irás con los tuyos, yo sólo te estoy advirtiendo de que lo hagas con cuidado, que te cuides muy mucho de que no te veamos». Así empezó nuestro trato, pero acabé siendo muy amigo de casi todos. Eran unos hombres asombrosos, todos mayores, entre treinta y cincuenta años, curtidos en muchas batallas y trabajo duro, pero de literatura andaban francamente mal; claro, por eso me agradecían que les leyera el periódico y los libros a los que tenía acceso. Al final, yo, que cuando entré en ese batallón estaba muy lejos del anarquismo, al salir era otra persona y las enseñanzas de aquellos hombres tuvieron una gran influencia sobre mi persona y mi obra.
3. Los gancheros, mis andanzas durante nueve años por tierras de Guadalajara y Cuenca rastreando la memoria de los gancheros para escribir El río que nos lleva. Eso son los ríos que me llevaron al río del que les hablaré más detenidamente, pero antes tenemos que ver otras cuestiones.