Allí, en efecto, realizaban sus compras, se recreaban en la visita, era un día de vacación, y algunos fotografiaban los monumentos del lugar que eran visitados porque eran manifestación de su delicadeza y preparación cultural.

—Vamos a escribir —comentaba Juan— una pequeña guía de la ciudad. La tiramos a multicopista en el colegio, la vendemos los jueves, cuando nos visiten los turistas extranjeros, y así sacamos unos dineros que nos abaratarán la excursión.

A todos les pareció interesante la propuesta y todos, cada uno según sus conocimientos, se dispusieron a colaborar. Cuando se lo comunicó al profesor de plástica, que era un hombre más práctico, le aconsejó:

—Estúdiate bien la historia local, sobre todo la de sus monumentos más significativos. Cuando los turistas vengan los jueves, te ofreces como guía y recorres con ellos el itinerario artístico, y al concluir, supongo que te darán algunas monedas que las podréis utilizar para el viaje… Los demás, que procuren vender los apuntes a ver si los compran.

Así lo hizo. Y cada jueves aumentaba la clientela. Eran personas muy amables que no hablaban muy bien el español. Era gente mayor que había decidido acabar sus días a la orilla del mar, en un clima más benigno que el que había gozado en sus países respectivos.

Los recogía Juan con sus amigos y les hacía una ruta por los monumentos más notables de la ciudad: Casa de los Irurita, que tenía unas columnas adosadas cuyo capitel era la diosa Jano, pendiente siempre del pasado y el futuro; Casa de los Rocafull, en la Alberca, con unas figuras que acababan en cabeza de hombre, que sostenían el escudo de la casa; el lugar donde Elio y Crota, símbolos de la ciudad, sostenían el sol.

Si todos quedaban prendados de la gracia del chico cuando comentaba detalles del Cristo negro que en la colegiata se veneraba, su mayor éxito lo conseguía con la interpretación pícara de un detalle ornamental urbano. En un edificio del centro de la ciudad existía una cornisa adornada con una cabeza de niño Cubierta (ton un sombrero que tapaba una larga y recortada melena.

El niño sacaba la lengua como burlándose de los transeúntes. Allí concluía Juan las explicaciones al grupo, que quedaba admirado de su verborrea:

—Finalmente vamos a contemplar un momo que invariablemente se burla de todos cuantos, damas o caballeros, incluso niños como él, pasan por esta calle de La Corredera. Para verlo, para saber dónde se halla, pueden dejar en este sombrero o en el de mis compañeros su propina. No se trata de cobrarles, ilustres visitantes extranjeros, un servicio, sino de conseguir un dinerillo para visitar el País de las Estrellas. Anímense, vamos, decídanse, y les diré desde dónde lo pueden fotografiar.

Pasaban, pues, los escolares unos sombreros idénticos al del momo, en los que los jubilados dejaban caer sus monedas.

Entonces, Juan, seriamente puesto en su papel, señalaba con la mano la cornisa situada casi encima de ellos y en la que nadie reparaba. Todos los extranjeros miraban hacia arriba al tiempo que aplaudían, cariñosos y embaucados, al estudiante por su habilidad, cuando descubrían el momo que, efectivamente, y hasta que la piqueta lo destruyese, tenía la lengua fuera, entre los labios, burlándose de todos, y desde hacía un montón de años.

Era gracioso, además, observar cómo alguna que otra señora de la localidad, que venía del mercado cargada con su cesto de la compra, sumándose al grupo y a otra serie de curiosos que contemplaban la explicación, se detenía y creía en el espectáculo.

—¡Mira —decía—, pasando por aquí toda mi vida y no lo había visto!

Un día, Marití, compañera del colegio, le pidió a Juan que le contase a ella la historia del niño de la esquina.

Estaban solos. Juan, sintiéndose importante, le susurró la historia que había escuchado cientos de veces de labios de su madre.

—Una vez —comenzó el narrador— había en esta misma casa, en cuya esquina aparece el momo, una familia de honrados comerciantes de origen hebreo que esperaban con verdaderas ansias un hijo que les sucediese en los prósperos negocios que regentaban y que heredase la mediana fortuna que habían logrado ganar. Cuando ya desesperaban de tener descendencia, hete aquí que nació un niño que creció fuerte y sano y que era la delicia de su familia, sobre todo del padre que, desde este momento, parecía un bobalicón que sólo hablaba constantemente durante todo el día de las gracias de su hijo.

Sin embargo, el tan ansiado niño tomó la costumbre de sacar la lengua a cualquier persona que encontraba, no porque fuese malo y le gustara reírse de los demás, sino porque al crecer y darse cuenta de la torpe postura del padre, se aprovechaba de ella haciendo mil y una tonterías a causa del mimo que padecía el pobre chico. Como estaba muy consentido, a nadie hacía caso y procuraba imponer siempre su gusto y su voluntad.

A tanto llegó esta costumbre que el padre creyó necesario hacer lo que fuese para evitar el hecho cotidiano:

—¡Hijo! —decía rugiendo porque se encontraba ridiculizado—, no está bien que te burles de todos y que pases el día sacándole la lengua a la gente. Y menos a mi, que soy un hombre respetuoso, o a tu madre, progenitora tuya. Si sigues de este modo, tendré que tomar severas medidas.

Pero el niño si que había tomado la «medida» a sus padres. Cuanto más le decían: «hijo, eso no se hace», más neciamente se comportaba. Y lo que es peor, infinitamente más reprobable, desde la última reprimenda del padre, el niño no cesaba de sacarle la lengua a todo el mundo, a pesar de ser un ejercicio agotador. En una ocasión se asomó al balcón principal de su casa y desde allí se la mostraba burlonamente a los transeúntes.

La madre, ciertamente, no le daba mucha importancia al asunto, y pensaba que ya haría otra cosa y que olvidaría aquella fea costumbre y tontería —«todos los niños hacen cosas»—. Por insinuación de ella fueron a consultar a un ilustre doctor que vivía en la ciudad y tenía fama porque trataba casos importantes.

—Me parece lo más oportuno —dijo el hombre de ciencia— que el niño se contemple a si mismo haciendo una mueca. Es posible que, al verse tan atrozmente feo, sobre todo si tuerce al mismo tiempo los ojos —¿han observado si lo hace?— cuando descompone el rostro, abandone la ordinaria costumbre.

Eso costó un dineral.

Decidió el padre hacerle caso y mandó comprar un espejo para que el niño se contemplase cuando hiciese el tal visaje. Pero la criatura, cada vez que le ponían delante el espejo delator, le daba un manotazo y lo hacía añicos. El padre, que se había tomado en serio la receta del avispado doctor, le compraba un espejo tras otro.

Hasta que un día, cansado ya de tanta rotura de espejos y de la intemperancia de su hijo, mandó llamar a un célebre escultor que desarrollaba su arte en la ciudad. Expuesto el caso, le sugirió al artista que, de modo que pareciese adorno, colocase en el esquinazo de la casa, cerca del balcón, por debajo de la cornisa, una escultura que representase al hijo con la lengua fuera, para que, al contemplarse él mismo burlado, abandonase la fea costumbre.

Así se hizo. Y desde entonces, el rostro del niño está en el mismo lugar, calle de La Corredera, esquina Pérez de Hita.

No sé si perdió la costumbre de sacar la lengua a la gente. Nosotros, en verdad, si estamos «sacando» dinero a costa suya.

La niña había escuchado fascinada.

—¿Todo eso fue así o te lo has inventado para reírte? —preguntó la niña, escamada, por si fuese burla lo que tanto le había gustado.

—A ti no te puedo engañar. A mí me lo ha contado mi madre muchas veces —dijo Juan seriamente.

—¿De verdad? —insistía Marití.

Juan, cambiando bruscamente de carácter, le contestó con una larga risotada, porque le molestaba la insistencia.

—¿Es que te lo has podido creer? Eres una tonta —le decía mientras seguía riendo, ya de un modo más triste.

Disgustada la niña, lo abandonó y se fue medio llorando a su casa. Una vez solo, Juan lamentó su forma de ser, su espíritu rebelde, el no admitir comentarios de los demás.

—Lo he estropeado todo —se decía interiormente—. Y todo porque Marití se ha permitido dudar de mí que tengo fama de que me gusta burlarme de la gente. Tampoco ella me ha comprendido. Y se decía: le he contado con todo entusiasmo el cuento que mi madre me ha repetido infinidad de veces y que no digo a nadie, ni siquiera a los turistas de los jueves; se lo he dicho y no me ha creído.

—Siempre me ha de pasar lo mismo —volvía a mostrarse apesadumbrado—. Siempre quedo mal con quien menos lo deseo.

Y comenzó a darle vueltas a la cabeza recriminándose su proceder que le había privado de la compañía de Marití, una de las cosas que más le gustaban últimamente.

—¡Oh, Marití! —pensaba—. ¿Me dejas que vaya a estudiar contigo? Otro día, si quieres, podemos estar en casa.

—¡Maritííí! —gritaba bajo su ventana armando un escandalo de tomo y lomo—. ¿Te vienes a la biblioteca?

—¿Está Marití? —llamaba por teléfono.

—Ahora no. Ha salido para hacerme unas compras.

—Bueno, si no le importa, que, cuando venga, me llame por lo del concierto de rock.

Ya se estaba cansando de tanta historia que le ocurría en el colegio por hablar de más y meterse donde nadie le llamaba. Así que últimamente sólo pensaba estas y otras cosas similares, imaginaciones que lo tenían como atontado.

* * *

Cuando su padre le llamaba estúpido y repetía ¡qué castigo!, aunque él en principio no se daba cuenta, como un eco se decía mentalmente más veces de las convenientes: «Soy un castigo. Soy un castigo. Soy Juan Castigo».

Tantas veces se lo repitió que llegó a creérselo.

Y en una ocasión, al comenzar el curso, contesto al nuevo profesor en clase, sin darse cuenta:

—¿Cómo te llamas?

—Juan Castigo —dijo seriamente.

—¿Cómoooo? —volvió a preguntar, asombrado, el nuevo profesor.

—¡Perdón, señor profesor, perdón! Yo estaba pensando, no sé por qué, que alguien me iba a poner un castigo y…

El profesor comenzó a reír y con él toda la clase.

—Me llamo Juan Recio Fontanella.

Juan Castigo miró por la ventana observando la tarde cálida de octubre. Hacía sol y aún se podía jugar bastante tiempo en la calle antes de que llegara el momento de recogerse para hacer los deberes.

—¿Queréis callaros? —oyó gritar a Marití.

En un segundo pensó en la catástrofe que le venía encima si en su casa se enteraban:

Reprimenda de su padre, siempre con el dedo acusador, deberes extraordinarios, menos tiempo para jugar y para pasear con Pocarropa.

Sintió angustia en el estómago.

El profesor, que ya había cesado de reírse y había puesto orden en la clase, se levantó y, dirigiéndose a él, con voz amiga le dijo:

—¿Qué te pasa? ¿Estás asustado?

Juan Castigo se resbalaba en su asiento, escondiéndose.

El profesor le alborotaba el pelo cariñosamente.

Pero Juan Castigo pensaba: «¡Igual que mi padre cuando no está enfadado! Sin embargo, no me puedo fiar, porque luego…».

Aquella pequeña anécdota, producto de su distracción, le iba a resultar perjudicial.

Toda la clase comenzó a llamarle, con el acento más cruel que podía, Juan Castigo.

El profesor tuvo que ponerse serio para dominar aquella gentecilla con ganas de risa.

Aquella tarde no fue como todas. Sus compañeros de juego le perseguían llamándolo por el nombre maldito:

—¡Juan Castigoooo! ¡Juan Castigoooo!

Consiguió darles esquinazo y se escondió, con su perro, a la sombra de un sauce que crecía en los jardines de la urbanización tan serio y triste como él se encontraba.

Le llegaba aún el eco de voces lejanas:

—¡Juan Castigoooo! ¡… Castigo! ¡… ooooo!

Al fin, todo se calmó.

Por su mente rondaban muchas ideas.

—¿Cuándo te harás un hombre? —le hubiera dicho su padre.

Intentaba pensar, primero, en su situación en casa. Por lo visto, todo lo que hacía le sentaba mal a su padre. ¿Qué quería que hiciera?

—Yo tengo la culpa —se dijo con tristeza.

Pero ¿qué podía hacer? No era solución estar en casa el menor tiempo posible, evitar coincidir con su padre. Todo eran desavenencias.

Casi sin darse cuenta volvió a recordar lo sucedido en clase. El nuevo profesor, de estilo distinto, les había hablado de una madre que les contaba cuentos a sus hijas y más tarde los escribía.

—Las niñas son otra cosa. Las madres las cuidan y van tan arregladitas —se decía.

—¡Mentira! —se dijo en voz alta, irritado—. Todo es una mentira.

Quizá porque a él le hubiera gustado que su madre le contase también cuentos de hadas que aparecían entre los repollos y los pimientos de la huerta, y se metían dentro de los cántaros de las niñas rubias, morenas y castañas.

—¡No, tampoco es eso! —pensaba—. Claro que mi padre tampoco va a decirme poesías como el profesor. Eso para él no es cosa de hombres. Cuando mi profesor recita, mueve mucho las manos, cambia el tono de voz según el personaje, e interpreta.

Y levantándose del suelo, tomó su cartera extrajo su cuaderno de literatura y leyó:

Si te duermes, mi dueño,

bajarán los ángeles

y jugarán con tu sueño.

Si te duermes, cariño,

dulces sonrisas tendrán

tus tiernos labios de niño.

Si te duermes, mi cielo,

tu breve sueño será

música de terciopelo.

Mi dueño, mi cielo, mi niño,

¡duérmete, cariño!

Y para ocultar su emoción, le hablaba a su perro:

—Sería tremendo que apareciese ahora mismo un hada, ¿eh, Pocarropa?

Pero sabía que ése no era el problema.

* * *

Pocarropa era un perro que un día se encontraron moribundo cerca de su casa de Calabardina. Posiblemente había recibido un buen golpe, además de estar sucio y hecho un desastre. Allí lo cuidaron y restablecieron hasta que, una vez curado, pensaron abandonarlo. Y así hicieron.

Sin embargo, Pocarropa, tras estar largos días vagabundeando, aparecía los fines de semana por la casa de Juanito, hambriento, lleno de parásitos, hecho una pena.

Juanito, que le había tomado cariño, decidió llevarlo con él a vivir, estuviese donde estuviese, no un fin de semana sí y otro no. Porque no siempre iban a la playa. En ocasiones tardaban casi un mes en aparecer por allí. Cuando se lo trajo a la ciudad, se armó la marimorena. Un terremoto llegó a aquella casa.

—¡Este crío está loco! —gritaba el padre.

—Que haga lo que quiera —respondía la madre.

—Si al menos fuese un perro de raza…

—Qué más da lo que sea. ¿No le gusta? Pues ya está.

—Le mimas demasiado —replicaba el padre.

—Y tú demasiado poco. ¿Te molesta el perro?

Y no, no le molestaba, sólo la decisión de su hijo le había cogido de sorpresa.

—No es que no quiera al perro, pero…, ¿dónde lo vamos a meter?

—Juanito sabrá —respondió, tranquila, la madre.

—¡Cómo eres! —comenzó a gritar el padre—. ¿Es que cada uno puede hacer aquí lo que quiera?

—¡Oye! —chillaba la madre—, ¿cada vez que no te guste lo que hace tu hijo vamos a tener que discutir?

Mientras tanto, Juanito decidió solucionar el problema a su manera.

En una cartera metió sus juguetes preferidos. Con una mano cogió la jaula de su pájaro. En la otra llevaba una cuerda cuyo extremo estaba atado al cuello de Pocarropa.

—¡Adiós!, me voy con mi perro. Así no habrá problemas.

Sus padres quedaron asombrados. Posiblemente ésta fuese la primera vez que oyó aquello:

—¡Juan, eres un castigo!

Y, por primera vez, un dedo amenazador se alzó en el espacio, sin significado concreto. Luego se hizo castigador, pero eso fue más tarde.

Pocarropa se quedó en casa. Pero algo cambió, porque la actitud de Juan molestó a su padre. Claro que… ¡qué iba a saber Juan de la vida!

Esto había ocurrido hace unos tres o cuatro años. Cuando alguna vez la conversación giraba en torno a este asunto, Juan se asombraba de su acción y su padre volvía a indignarse.