CUATRO
Juan continuaba en un mundo inquieto. La llegada del nuevo día, además de traer consigo luz, ruido, el comienzo de la vida en una jornada más, le añadía a la enfermedad y a los problemas pasados una nueva preocupación.
No cesaba de martirizarse por cuanto su padre le iba a decir a causa de todo el trastorno provocado. Los pájaros de la mañana resonaban fuertes en su cabeza. En su duermevela se mezclaban confusos sentimientos, sueños, esperanzas y cierta súbita vergüenza de sí mismo.
Comprendía el rechazo de los demás porque tampoco se preocupaba mucho de las cosas. Un padre tolerante —quien sabe— quizá le hubiese responsabilizado más. Tampoco lo hacía tan mal un padre exigente como el suyo. Todo depende de la respuesta. Quizá había faltado comunicación.
Pesadamente le caían los párpados y volvían a abrirse para cerrar otra vez los ojos febriles.
Y por la hondura del sueño volvió el silencio.
Envuelto en él estaba Juan hablando con las flores que lo escuchaban ensimismadas. Hasta la enredadera se estiraba y crecía aumentando sus propias ramas para acercarse prontamente a ellas. Allí estaban los tulipanes copudos balanceándose brevemente; los alhelíes juguetones cambia constantemente de color: blancos, amarillos, encarnados, morados, perfumando intensamente; la aulaga hiriente; el áloe de flores rojas; el girasol atento; la zostera marina, resistente a la emigración.
Entró su madre a la habitación y Juan vio interrumpida su conversación.
—¡Qué tonterías estoy soñando! —le dijo a su madre.
¿Tú te crees que estoy hablando con las flores del jardín?
—No te preocupes, eso es que tienes bastante fiebre aún. ¡Tómate estas medicinas y te mejorarás!
Ahora andaba por los aires. Comenzó a sentir en su rostro el latido del viento. Abrió los ojos y vio, debajo de sí, el lugar que ocupaba Calabardina, playa y promontorio. Rozaba las copas de los árboles que se erguían para verlo pasar. A su lado volaban las gaviotas que deseaban enseñarle sus rizos y picados. Continuó su viaje hasta la nube de la tarde que siempre oculta el sol, ahora al otro lado del montecillo, desde donde surge la neblina que cambia el color del mar y lo pone gris desvaído.
—¿Por qué me tengo que acordar tanto de las cosas pasadas, sobre todo de las que me avergüenzo? —preguntó a su madre cuando entró a cambiarle las flores del búcaro.
—Porque ya vas siendo un adolescente.
—Y eso, ¿qué es? —dijo Juan en el colmo de la torpeza.
—Algo a lo que tú, al parecer, te resistes. Prefieres seguir siendo el niño de los desastres y las tonterías —le dijo la madre mientras le ponía la mano en la frente para comprobar la temperatura.
—¿Y qué dice papá? —insistía.
—Pues no lo sé. Es lógico que, si deseas saberlo, se lo preguntes a él, no a mí.
Salió la madre dejándolo más abatido de lo que estaba.
Luego se entretuvo pensando en sus amigas, aunque siempre volvía a la misma.
Marití era espigada,
tenía cara de dulce;
era sonriente,
tenía una mirada burlona;
era toda ojos azules,
tenía una hermosa mata de pelo,
tenía el encanto de las naranjas.
Volvió a entrar su madre y, para que nadie le interrumpiese el curso de sus pensamientos, se tapó la cabeza con la almohada.
* * *
Pocos días después volvió Juan al colegio. Se integró de modo normal y todo parecía tranquilo, como si nada hubiese sucedido. Aunque él había mostrado sus dudas al respecto:
—Mamá, me va a dar vergüenza volver al colegio.
—¿Por qué? Lo que te ha sucedido es una cosa normal y así debes tomarlo.
—Pero…
—Mira, es la última vez que te lo digo. Lo normal no es lo mismo para todos, ¿entiendes? Pues ya está.
Lo de sus compañeros había sido muy bueno. Nadie le había hecho ninguna pregunta sobre lo ocurrido ni nadie le afeó su conducta por haber huido.
Víctor Menene fue el primero en acercarse:
—El otro día estuvimos visitando una exposición de esculturas sonoras.
—¿Y cómo estaba eso?
—Bien, podías hacer todo el ruido que se te antojara golpeando instrumentos distintos.
—¿Está todavía?
—Pues no lo sé. —Y se produjo un silencio—. Oye, lo que quiero decirte no es eso. Si te falta algo de clase, me pides y te lo dejo o te lo explico.
Juan, al parecer, se mostraba más sereno, estaba como cambiado. Sin duda, la convulsión interior y secreta de todo cuanto había vivido como si fuese realidad, lo había madurado.
También le pudo haber servido el par de conversaciones que había mantenido con el maestro que pasaba ya por ser amigo de la familia.
—Qué, ¿todo en orden? —le dijo sin querer profundizar en el tema.
—Sí, todo en orden —contestó Juan sin querer entrar detalles.
—La excursión al Calar Alto ha quedado para octubre. No había otra fecha disponible.
—Para entonces tendremos más dinero. Aunque he pensado dejar de ser guía turístico.
—Bueno, yo no sé, quizá no sea el más indicado para hablarte, pero sí quiero decirte que todo va a ser como antes. Al menos lo de fuera. Pero lo sucedido va a servir para centrarte.
—Posiblemente sea así. Nunca se sabe.
Juan volvió, pues, al colegio con otro espíritu. Parecía que la fiebre se había llevado sus males y que el restablecimiento le había proporcionado optimismo.
—¡Anda, si parece que has crecido! —le dijo su amigo Lope Sarmiento—. Pues voy a ver si enfermo también.
Y se reían de sus propios comentarios.
Casi recién incorporado tras su enfermedad a la vida rutinaria del colegio, se pudo encontrar ahora envuelto en esta gamberrada. Porque así había de ser calificada y eso mismo dijo Juan, aunque «yo esta vez no tengo nada que ver en eso».
Tenía el conserje el coche en el patio. Era un coche ya viejo, con la capota tan deteriorada que, cuando llovía, había que utilizar paraguas dentro. Pero él se lo tomaba con mucho humor y, aunque parezca mentira, lo llevaba en el asiento trasero. De todos modos, a él le hacía su servicio. Llegaba el verano y metía dentro la familia y los bártulos necesarios, tiendas de campaña incluidas, y se marchaba a Los Percheles, a la vida al aire libre.
Además lo usaba cuando le decía el director: «Vaya usted a correos, vaya usted a la inspección, vaya usted a tal sitio». Y el conserje, protestando porque nadie le daba dinero para la gasolina, cogía su vieja tartana y se iba.
Luego lo explicaba:
—Mire usted, si salgo a las once y media, pongamos, ejemplo, del colegio y lo hago andando, ¿cómo voy a volver para tocar el timbre a las doce, hora de salida?
El nuevo profesor lo escuchaba con cortesía pensando que era ya un asunto antiguo y que a él no le correspondía arreglarlo.
—No, si ya lo sé. Pero es para que usted lo conozca.
Y él ya estaba al tanto.
Pues bien, dejaba el conserje el coche bajo la marquesina de la entrada del colegio. Y un día cualquiera, durante la clase de gimnasia, mientras el profesor cronometraba la carrera de cien metros a unos alumnos, dos o tres de los mayores hicieron una barrabasada. Y quizá únicamente para divertirse.
Quitaron el tapón del depósito de gasolina del coche, que en verdad estaba casi vacío, por no decir seco, y se entretuvieron en echarle tierra y gravilla del patio, hasta que lo llenaron. Cuando el conserje se encontró el tapón en el suelo y el depósito lleno de piedras, acudió al director.
Se armó un zipizape impresionante: acusaciones por historias por allá, pero nadie se hacía responsable. Total, que salió la palabreja:
—… y si se encuentra, expulsión fulminante.
Nadie sabía si acusar o no a Juan, porque todos lo habían notado como más serio.
Juan conocía ya el paso siguiente: llamarían a los más revoltosos, irían a la dirección para ver si los autores se confesaban; voces altas, profesores irritados, alumnos vejados —los no culpables—, malestar general. Él había pasado ya por eso y con razón.
Juan dejó pasar dos días. Al tercero habló a la clase:
—¡Oídme un momento, por favor! Yo ya he sido protagonista de sucesos parecidos y resistirse es una solemne estupidez que perjudica a todos. La víctima no es ahora una profesora, como yo hice, sino el conserje que no tiene nada que ver con esto y al que le costará dinero la reparación. Os voy a dar un consejo que no me lo he inventado yo. Lo he aprendido conmigo mismo. Hablad con el profesor que más confianza tengáis o con el que os parezca más comprensivo. Aceptáis el hecho, se lo decís a él y a vuestros padres y, sin que os chillen mucho, pagáis y pedís disculpas. Es lo más razonable. Tampoco lo hacen tan mal con nosotros.
Sus compañeros quedaron sorprendidos, mas todo se solucionó como Juan había predicho. Y a los pocos días, como casi todo, ya se había olvidado el asunto.
Se acercó Santi Arancibia y le preguntó:
—Oye, ¿cómo lo has hecho?
—No tiene importancia. Tú ya sabes que yo tenía experiencia en situaciones conflictivas. Lo demás ha sido fácil. He discutido el tema con mi padre y él me ha ayudado. De todos modos, me queda la impresión de no saber si he cumplido bien.
* * *
Había algo íntimo que no había comentado con casi nadie. Se trataba del sueño que recordaba vivamente.
Disfrutaba con su interpretación. Porque reconocía a sus al profesor con aquellas cabezas tan extrañas y tan pintorescamente vestidos.
Él no tenía ya abuelos. Pero le había emocionado que únicamente uno de ellos, efectivamente, el que más había conocido, le hubiese ayudado.
Y Pocarropa. Claro que Pocarropa era un perro, su perro. Pero le había sido fiel.
Los dos se acurrucaron en el sauce y allí permanecieron escondidos. «Como en los sueños», se dijo Juan.
Cuando Pocarropa se dio cuenta de que no despertaba, atronó con sus ladridos la tarde. Y así pudieron localizarlo sus padres, que lo buscaban angustiados.
Bueno, también le había ayudado Marití.
Marití era María Timotea. Como todos los niños se reían de su nombre, decidió adoptar un diminutivo.
Juan también se reía de ella y posiblemente fuese el instigador.
Trabajo le costó encontrar el rostro de la niña que lo había favorecido cuando, después de muchos intentos, comenzó a recuperar trozos del sueño, hasta recomponer toda la historia.
La verdad es que todo aquello era un desfile continuo por su mente, como si de la proyección de una película se tratase. Estuvo tiempo y tiempo dudando de si se acercaba a ella o no. Y sobre todo cómo hacerlo.
Así que la primera tarde que fue al colegio buscó oportunidad y le habló:
—Marití, necesito contarte una cosa.
Se esperaron a la salida del colegio y, caminando por la Alameda, llegaron al sauce en el que él se había refugiado la tarde en que huyó de sus compañeros que se burlaban y no pudo soportarlo.
—Ya me había enterado —decía Marití— de lo sucedido y deseaba que me lo contaras. Te hubiera dicho algo, pero no me he atrevido.
Cayó un silencio entre los dos.
La tarde comenzaba a vestirse de rosa.
—Se trata —hablaba otra vez Juan— de eso. Quiero que seas la única que sepa todo lo que me ha pasado.
—¿Por qué?
—Porque fuiste la única que me ayudó. Bueno, mi abuelo también. Y Pocarropa.
—¿Tu abuelo? ¿Acaso no murió hace tiempo?
—Bueno, ahora lo entenderás. Por supuesto, me ha ayudado Pocarropa. ¡Ah, y el jardinero también!
Y sin ocultarle ningún detalle, con el más delicado mimo, le contó la extraña historia de que había sido protagonista.
—¿Sufriste mucho? Bueno, menos mal que todo fue bajo los efectos de la fiebre. Lo has debido de pasar muy mal. Yo también he tenido problemas. Ahora bien, creo que de escasa importancia. No llevaba bien eso de ser hija segunda. Todos mandan en ti. Todos te dicen lo que has de hacer.
—Yo también soy hijo segundo, pero no me ha supuesto nada.
—¡Anda tú!, cada caso es distinto. En el mío todo eran inconvenientes. Porque además tenía que cuidar de mi otro hermano más pequeño. Y eso ya era demasiado.
—¿Y cómo lo aguantabas?
—Con mi madre me llevaba muy bien. Con el jardinero que es un tío competente, hablaba bastante. Además soy fantasiosa y me entretenía conmigo misma y eso me hacía mucho bien. A veces pensaba en ti.
—¿En mí?
—Claro, si no, no te hubiese querido.
—Si yo hubiera sido mejor, hubiera hablado contigo.
—Creo que no lo hubiéramos hecho. Es como ahora, nos podemos decir todo. Pero son cosas que sólo se hablan una vez y ya se saben para siempre. Unen; sin embargo, no deben volverse a comentar. Si no, pierden encanto.
Un silencio vino a caer como una estrella. Un silencio que vino a llenar el momento.
—Yo también tuve un sueño —continuó Marití—. Y pensar mucho en él, hasta conseguir descubrirle algún significado, me fue fenómeno.
Juan no parpadeaba.
—Yo sé ciertamente que estaba dormida. De pronto apareció una sombra a través de los cristales del balcón. Me asomé por si lo veía, puesto que me parecía conocido.
Había niebla en la calle y era difícil vislumbrar claramente las viviendas cercanas, mucho menos una persona.
Así que tomé mi anorak y mi bufanda y, procurando que nadie de mi casa me viese, salí hacia afuera. Las luces de los faroles aparecían pálidas. Seguí caminando por una calle que conducía hasta el mar. Cercano a él, casi escondido, se hallaba el hombre que me había llamado. Llevaba una linterna en la mano, pues apenas se veía a causa de la niebla.
Hubo un momento en que le perdí la pista. Casi no alcanzaba a divisar nada. Y me sorprendí porque, inmediatamente, observé cómo mi guía, bastante elevado sobre mí, me hacía señas para que lo siguiese. Tenía que fiarme de su luz mortecina.
Hasta que no estuve más cerca no me di cuenta de que, por una escala, estaba subiendo a un barco.
Casi mecánicamente comencé a trepar. Una vez en cubierta, no vi a nadie. Costaba trabajo distinguir los objetos. El barco sí que estaba ya muy viejo y húmedo. Al fondo, sobre una puerta, divisé un pequeño candil colgado. Decidida, llegué hasta él, tropezando con unas cuerdas que en el pasillo estaban, y lo tomé.
Comencé a abrir puertas de camarotes: todos se hallaban vacíos, abandonados, llenos de telarañas. Entré en una habitación grande en la que había una mesa llena de mapas, todos ellos polvorientos, que señalaban rutas marinas que a mí nada me sugerían. Pero, por más que busqué, no encontré persona alguna en el barco.
¿Percibía gemidos o era el soplido del viento?
Al salir de nuevo del sollado[1] de popa al pasillo, casi me doy de bruces con la figura que me había convocado. Conservaba la linterna en la mano y estaba embozado en su capa.
Fui corriendo tras él. Abrió la puerta de un camarote y en él se introdujo después de descender unas escaleras mugrientas. Me detuve un poco impresionada. Notaba el agua del mar sobre los costados del barco: estaría en la carena[2].
Allí en el fondo contemplé absorta a una adolescente bellísima vestida con una túnica blanca y ceñida, con adornos púrpuras, que le llegaba hasta los tobillos. De sus ojo nacían mariposas que alzaban vuelo y desaparecían en la noche, y flores malvas, rosas, azules, violáceas, que dejaban intenso perfume y caían al suelo lleno de teredos[3] que cubrían la madera. Allí desaparecían como por ensalmo, iluminando la emoción con sus luces a punto de extinguirse.