TRES

Sonó un grito. Las personas que estaban en la habitación contigua se sobresaltaron.

—Ha sido Juanito —reaccionó primero la madre.

Rápidamente se puso en pie, entró en el cuarto, se acercó a la cama y encendió la luz de la mesilla.

—¿Qué es?, ¿qué te pasa? —preguntó, alarmada, mientras le tocaba la frente.

—¡Oh, mamá! —contestó débilmente Juan—. He debido de tener pesadillas. Me estaba hundiendo en el agua.

El médico se acercó y lo estuvo observando. Pulso, temperatura, garganta.

—Bueno, esto está mejor. Ha disminuido la fiebre producida por el enfriamiento. Solamente hay que observarlo. Si pasa algo, me avisan. Voy a acostarme, que mañana me espera un buen día.

En el quicio de la puerta del dormitorio estaban el padre y el maestro de Juan.

—¡Bueno! —decía éste—. ¡Ya ha pasado el peligro!

—Sí, es verdad —contestaba el padre—. ¡Y menos mal que el perro ha avisado! No olvidemos tampoco la actuación y del jardinero.

—Por lo visto se ha sentido perseguido por sus compañeros y se ha escondido debajo del árbol con su perro. Ha debido de quedarse dormido porque quizá tenía ya fiebre, y se ha enfriado más.

—Bueno, basta ya de charla, puesto que ya está a punto de amanecer y mañana (bueno, hoy) es día de trabajo.

—Muchas gracias por su ayuda.

—No tiene importancia, ¿qué iba a hacer si no?

El profesor se levantó para salir. Antes se acercó a la cama de Juan. Su madre le estaba poniendo paños de agua y vinagre en la frente para aliviarle el calor de la fiebre.

—La espero pronto por la tutoría.

—Sí, creo que hemos de ir los dos.

Se despidió y salió a la calle.

—¡Juan, Juan, qué susto nos has dado! —iba diciéndose el maestro mientras caminaba cansadamente a su casa.

Las cosas habían sucedido así. Pero había intervenido un personaje, admirado por Marití, que había pasado inadvertido.

Era algo notable para ella verlo tan erguido en su bicicleta, sonriente, pontifical, pedaleando henchido de satisfacción, y gozando de su situación, contento consigo mismo.

En verano, todo moreno, se paseaba por las calurosas calles, de jardín en jardín, azada al hombro, arreglando todo lo que los niños, el tiempo, iba desgastando, rompiendo, pisando, día a día, en su alocado ir y venir.

Era el jardinero de LA ISLA.

Marití lo conoció un día, a mediados del caluroso agosto, y le pareció un ser sorprendente, montado en su bicicleta medio desguazada, descolorida, ennegrecido por el sol, con un sombrero de paja sobre su cabeza para resguardarse de los ardores de aquel día.

Sí. Verdaderamente le causó un impacto de extrañeza y curiosidad. Durante un tiempo se dedicó a observarlo y seguir sus movimientos ágiles por aquel marasmo que eran los jardines.

—Mamá ——decía Marití——, ¿quién es ese hombre mayor a caballo?

—Hija, no va a caballo y es el jardinero —contestaba paciente la madre.

—Mamá, los jardineros van a caballo, sobre todo si son jardineros reales. Y éste lo es.

—Hija, estoy cansada de que equivoques las cosas. Es un jardinero porque va arreglando los jardines y quitando las flores secas y la maleza que en ellos brota. Y lo que las niñas, como tú, rompen —agregó la madre con visible enojo—. Y va en una bicicleta tan vieja que cualquier día se le queda a pedazos en el camino.

—Pues a mí —contestó Marití enrabietada—— me parece un hombre del otro mundo montado en un viejo cacharro, caballo o centauro, que sabe galopar por los aires como el viento del norte.

Y salió corriendo de la cocina a su habitación para ver, desde su ventana, la bonancible figura del hombre que ella creía extraño. Le sorprendió contemplar la inmensa humanidad del jardinero, barrigón ya y mayor, sobre un artefacto del que pendían un capazo y un rastrillo. Del capazo sobresalían las brozas y malezas que había arrancado recientemente del último trozo de jardín que había arreglado.

Las otras niñas de la urbanización, cada vez que lo veían pasar, erguido, tan aparatoso, le hacían palmas y le gritaban, saltando, sonrientes. Él, ceremonioso, se quitaba el sombrero que llevaba adornado de plumas de paloma celeste y alba y las saludaba. Las conocía a todas.