Capítulo IV
Ginebra, 12 de agosto de 1553
Aunque hacía varios días que había tomado la firme decisión de acudir a Ginebra, Miguel volvió a tener dudas. Cuando en la posada escuchó decir a aquel hombre que Calvino lo retaba a un debate y que lo tildaba de cobarde, no pudo contenerse, y su primer impulso fue viajar a Ginebra y enfrentarse al reformador, a quien consideraba muy inferior en capacidad intelectual y en habilidad dialéctica.
Era verdad que en una ocasión, cuando Calvino quiso debatir con él en París, Servet no acudió a la cita. Pero no lo hizo por cobardía o por temer perder el envite dialéctico con el reformador; si no se presentó entonces fue porque no quiso participar en un espectáculo que consideraba denigrante para la forma en que entendía la disputa sobre la religión.
Lo recordaba bien de los tiempos en que ambos compartieron enseñanzas y residencia colegial en París. En una ocasión, Servet dictó una lección sobre la importancia de la astrología como disciplina para predecir el tiempo climatológico e incluso para la medicina. En la mente enciclopédica de Servet cabía todo, y su afán por saber y conocer todas las materias propias del ser humano lo habían hecho transitar por la filosofía más críptica, y había estudiado los textos herméticos y los tratados de los neoplatónicos. Nada escapaba a su curiosidad y a su afán por alcanzar las más altas cotas de la sabiduría.
Unos viajeros que procedían de Ginebra anunciaron en la aldea que los libertinos habían logrado derrotar a los partidarios de Calvino y que tenían en sus manos el gobierno de la ciudad. Se rumoreaba que el reformador había perdido toda su influencia, que sus partidarios habían sido alejados del control del gobierno local y que no pasaría mucho tiempo antes de que el propio Calvino fuera detenido y encarcelado, para tal vez sufrir un segundo y definitivo exilio. Esas noticias disiparon las pequeñas dudas de Servet y decidió que al día siguiente se dirigiría a Ginebra.
Dejó la casa donde había estado hospedado los últimos días. Al despedirse de la familia que lo había alojado le entregó al padre una decena de monedas de plata. Miró a la muchacha del pelo pajizo y recordó lo sucedido con ella un par de noches antes. Y lamentó no ser un varón completo.
Cargó la bolsa de viaje en la carreta de un comerciante de telas y partió en dirección a Ginebra.
Estaba cansado de huir, de ocultarse, de falsificar su verdadera identidad. Tenías ganar de anunciar quién era, qué pensaba, a qué se había dedicado todos esos años. La nueva situación que esperaba encontrar en Ginebra se presentaba como una oportunidad extraordinaria. Confiaba en que el triunfo de los libertinos traería a esa ciudad un tiempo nuevo en el que fuera posible debatir sobre cualquier tema a la luz de la razón, sin miedo a ser denunciado por expresar ideas contrarias a los dogmas establecidos.
Arnoullet y Guéroult, los dos impresores con los que había editado en Vienne Restitución del cristianismo, le habían hablado muchas veces de las ideas que inspiraban al grupo de los libertinos de Ginebra, y de cómo Amadeo Perrin, uno de sus máximos dirigentes, defendía una y otra vez que en esa ciudad debían tener cabida todos los seres humanos, sin distinción alguna por su manera de pensar o de creer.
Pasó la noche en una posada en L’Elmiset. Desde allí se desplazó a pie hasta el pequeño burgo de Sézenove, a un par de horas al oeste de Ginebra, donde alquiló un caballo. A media mañana de aquel sábado divisó la ciudad, orillada en el extremo occidental del lago Leman. El sol lucía en lo más alto del cielo, las montañas se recortaban en el azul como recién esculpidas por la mano de un gigante y el aire transportaba aromas a flores y a hierbas. Varias carretas cargadas de diversas mercancías se dirigían por el mismo camino hacia la ciudad, en un tráfico ordenado que aumentaba conforme se iba acercando a sus puertas.
Más de quince mil almas vivían en la ciudad de Ginebra, cuyas calles empedradas estaban bastante limpias y las casas destacaban por los brillantes y variados colores que lucían sus pulcras fachadas. Miguel recordó entonces su aldea en Aragón, con aquellas calles llenas de polvo que la escasísima pero intensa lluvia tormentosa convertía un par de veces al año en un impracticable lodazal, y las casas de adobe y tapial, de humildes fachadas encaladas entre las que de cuando en cuando destacaba alguna de ladrillo, de mayor tamaño y prestancia.
El caserío ginebrino quedaba partido en dos mitades casi iguales por el río Ródano, cuyas aguas brotaban del lago y desde allí se dirigían serpenteantes hacia la lejana Lyon. A orillas del Leman, junto al curso del río, se alzaba un puerto fluvial rodeado de una amplia valla, cuyos muelles se adentraban por ambos lados del cauce del Ródano. Una poderosa muralla protegía toda la ciudad, e incluía amplios espacios abiertos en los que se cultivaban pequeños huertos salpicados de árboles frutales. En la zona más alta, sobre un elevado promontorio, destacaba la antigua catedral católica, un gran edificio de piedra consagrado a san Pedro que Calvino había adoptado como templo matriz de su nueva Iglesia reformada.
A Servet le llamó la atención que apenas se intuían diferencias entre los ginebrinos en su modo de vestir e incluso en la forma exterior de sus casas; no había grandes palacios de piedra pero tampoco chozas míseras, como ocurría en otra ciudades. Las diferencias entre ricos y pobres, si es que las había, no se veían por ninguna parte.
Los ginebrinos vestían sin mostrar lujo alguno, pero era evidente que sus ropas estaban fabricadas con paños de gran calidad y realizadas por expertos sastres. Abundaban las tiendas de artesanos orgullosos de ejercer sus oficios con maestría y de fabricar sus productos con la máxima calidad. Parecían gentes felices, dichosos por ser miembros de una comunidad en la que se valoraba el trabajo bien hecho, el esfuerzo personal y la excelencia en el ejercicio de cada profesión.
Poco después de mediodía Servet atravesó la puerta de la ciudad en el camino que llegaba de Borgoña. Le llamó la atención la ausencia de mendigos y vagabundos, que solían ser muy numerosos en casi todas las ciudades. Preguntó a unos arrieros por alguna posada y le recomendaron que se dirigiera a la hostería de La Rosa, ubicada a orillas del lago, junto a uno de los embarcaderos.
—¿Tenéis cama y comida para un viajero francés? Me han recomendado esta posada como una de las mejores de la ciudad —le preguntó Servet al mesonero.
—En La Rosa siempre hay espacio para un amigo francés —le contestó—. ¿Estáis de paso?
Servet dudó un instante, pero reaccionó enseguida.
—Sí; me dirijo a Zúrich —mintió Servet.
—Pues habéis elegido el lugar adecuado para pernoctar en Ginebra. Todos los días parte de este muelle una barca a Lausana, una ciudad en la orilla norte del lago, y desde allí sale un camino hacia esa ciudad, y en cuatro jornadas más estaréis en Zúrich. Y descuidad, esa ruta está libre de ladrones y salteadores; las autoridades de los cantones de esa región han organizado patrullas armadas que han acabado con ellos. ¿Sois letrado?
—No. Soy médico. Vengo de París y deseo establecer consulta en Zúrich.
—Otro hugonote perseguido —musitó el mesonero, que se encogió de hombros y, tras ordenar a uno de los criados que se llevara el caballo a las cuadras, cargó con la bolsa de viaje de Servet y le pidió que lo acompañara a la planta alta, donde se alineaban varias estancias.
»Dada vuestra condición, imagino que desearéis una habitación sólo para vos, sin compartir con otros clientes. Es más cara, pero estaréis mucho más cómodo. Nunca se sabe al lado de quién se va a dormir en una habitación múltiple.
Abrió una de las puertas y le mostró una pequeña salita en la que apenas cabía una cama, un baúl, una jofaina, un brasero y una bacinilla de cerámica con tapa para mitigar los malos olores de la micción nocturna. Una ventanita con vidrios emplomados se abría hacia el lago y permitía la ventilación de la estancia.
—Está muy bien. ¿Cuánto?
—La Rosa es la mejor hostería de Ginebra. Dos monedas de plata al día, por adelantado, e incluye la comida. Y otras dos monedas más si deseáis compañía durante la noche. Ya me entendéis… —El mesonero le guiñó un ojo.
—De acuerdo. Pero ese tipo de compañía no será necesario.
—También puede ser un muchacho…
—No; prefiero dormir solo.
—Como gustéis, señor. ¿Cuánto tiempo pensáis quedaros?
—Cuatro, tal vez cinco días, lo que tarde en organizar mi viaje a Zúrich —respondió Servet.
Lo cierto era que Miguel nunca había pretendido viajar a esa ciudad, ni siquiera se había planteado cuánto tiempo iba a permanecer en Ginebra. Simplemente estaba allí, empujado por un impulso irresistible de encontrarse con Juan Calvino, arrastrado por su soberbia, su orgullo o sus deseos de saldar una deuda pendiente desde los días de París; o, quién sabe, tal vez cansado de huir y de esconderse.
Tras una frugal comida, el médico hereje salió de la posada. Recorrió los muelles, donde desde unas embarcaciones se descargaban y en otras se cargaban diversas mercancías, en sacas de arpillera y cajones de madera marcados con grandes letras y números con tinta negra.
En una explanada varios jóvenes jugaban con raquetas con las que golpeaban una pelota de cuero. Aquel divertimento consistía en pasar la pelota con habilidad de un lado a otro por encima de una cuerda que dividía en dos un campo marcado con unas rayas de cal, evitando que la pelota tocara en el suelo o que saliera fuera del recinto de juego. Cerca de ellos varias mujeres se lanzaban unas a otras una pelota y corrían para evitar ser golpeadas y eliminadas en un juego que llamaban «el volante», el cual era especialmente odiado por Calvino porque decía que fomentaba la desinhibición natural de la mujer y la incitaba a la risa y a la banalidad.
A media tarde se dirigió a la plaza del mercado. En la fachada de la casa del concejo un magnífico reloj mecánico marcaba las horas con precisión, regía el tiempo de la ciudad y se mostraba a los visitantes para orgullo de los ginebrinos.
Varios corros de curiosos rodeaban a comedores y escupidores de fuego, a prestidigitadores que hacían desaparecer objetos y aparecer palomas como surgidas de la nada o manejaban en el aire hasta siete pelotas sin que ninguna de ellas cayera al suelo, a funámbulos que caminaban en lo alto sobre una cuerda tendida entre dos edificios y a acróbatas que realizaban las más arriesgadas piruetas en cabriolas imposibles.
—No podemos consentir que los libertinos sigan adelante con sus planes —oyó Servet que comentaba un personaje vestido de negro, tocado con un sombrero cónico de ala ancha, a otro individuo a la sombra de un soportal en uno de los rincones de la plaza.
—Tienes razón —asintió el otro—. Esta ciudad ha vuelto a convertirse en un permanente carnaval. Mañana predica Juan Calvino en San Pedro. Se comenta que va a condenar estas prácticas con toda firmeza y que va a dictar una serie de normas para devolver a Ginebra a la senda de la Reforma que nunca debió abandonar.
Servet aguzó el oído para no perder detalle de lo que aquellos dos hombres comentaban.
—¿En San Pedro, dices?
—Sí, en el templo que fuera la catedral de los papistas. El sermón de Calvino tendrá lugar a mediodía, y espero que sea el punto de partida para recuperar el gobierno de la ciudad.
O había entendido mal o acababa de escuchar el anuncio del inicio de una conspiración de los calvinistas para hacerse con el gobierno de la ciudad de Ginebra y desbancar del poder a los libertinos.
Y enseguida lo tuvo claro. Al día siguiente, domingo, se presentaría en la iglesia de San Pedro para escuchar a su enemigo y procuraría observar su comportamiento para evaluar las armas que necesitaría para derrotarlo.
Al entrar en Ginebra había pensado buscar a Guillermo Guéroult, el impresor que huyó de Vienne poco antes de que se descubriera que él había sido el responsable de la edición de Restitución del cristianismo, pero aquella conversación que escuchó en la plaza del mercado cambió su prioridad. Ahora lo más urgente era presentarse en el sermón de Calvino, reencontrarse con su pasado y saldar una vieja deuda.
Ginebra, 13 de agosto de 1553
Pasó la mañana del domingo en su habitación, concentrado en la lectura de un librito de poemas de Horacio que había adquirido la tarde anterior en una librería de la calle principal de Ginebra.
Sólo bajó a la taberna de la posada de La Rosa una hora antes del mediodía, para comer un caldo de verduras y un poco de queso; apenas tenía apetito. Al acercarse la hora anunciada para el sermón de Juan Calvino, Miguel se aseó, ordenó que cepillaran su traje, se cubrió con su sombrero de fieltro y salió a la calle.
Los alrededores de la que fuera catedral católica de San Pedro, erigida como sede principal de los calvinistas, se encontraban abarrotados de gente. Sus dos rotundas torres de piedra blanca y el alto tejado de su nave central destacaban por encima de todo el caserío ginebrino, como recortados en el limpio cielo azul del estío suizo.
Por toda la ciudad había corrido el rumor de que Juan Calvino estaba preparando una ofensiva para contrarrestar el creciente poder de los libertinos, y recuperar la fuerza y la influencia que había perdido en el concejo.
Casi todas las personas que se arremolinaban a la entrada del templo vestían de negro riguroso, y ninguna de ellas, ni siquiera las damas de más elevada posición, lucían el menor signo de lujo o de riqueza, salvo la calidad de los paños de sus ropajes o la del cuero de sus calzados.
Miguel Servet entró en el templo poco antes de que se iniciara la ceremonia. Contempló las naves de piedra y aquella vista le recordó el interior de la catedral de Nuestra Señora de París, con sus pilares fasciculados, sus vidrieras de colores y su cabecera iluminada por ventanas de arcos apuntados.
Quería ocupar un lugar destacado, lo más cerca posible del púlpito, para no perder detalle alguno de las palabras que en breve iba a pronunciar Calvino. Ardía en deseos de escuchar a su rival, al que no veía desde que compartieran colegio en París, hacía de ello casi veinte años.
Buscó un buen sitio en el que sentarse y localizó un hueco en un banco, muy cerca del lugar donde supuso que Calvino pronunciaría el esperado sermón. Atravesó la iglesia y se acomodó en el banco, junto a una pareja de ginebrinos que se bisbisaban al oído palabras ininteligibles. Todavía faltaban algunos minutos para que diera comienzo la esperada alocución del reformador y el templo ya estaba lleno de gente. Pese a lo sagrado del lugar, un murmullo de expectación flotaba bajo las bóvedas de piedra de San Pedro.
De pronto el rumor fue en aumento. Las cabezas se giraron hacia un lado y entre la multitud que llenaba las naves apareció la figura de Juan Calvino, escoltado por varios de sus colaboradores. El reformador avanzó entre la gente, que se abría a un lado a su paso, y se dirigió hacia el púlpito.
El templo estaba iluminado por varios candelabros en los que lucían gruesos velones y por la luz de la tarde estival que penetraba a través de las vidrieras multicolores.
Lo recordaba de otra manera pero no tuvo ninguna duda de que era él. Servet observó a Calvino y buscó en su memoria veinte años atrás. El reformador parecía más delgado, su porte era menos altivo y su rostro tenía un aspecto cerúleo, pero de sus ojos emanaba la misma mirada iluminada del joven reformador dispuesto a convencer al mundo de que tenía la razón, toda la razón, la única razón, porque Dios estaba de su parte.
El rumor se fue apagando hasta convertirse en un silencio absoluto cuando Juan Calvino llegó al pie del púlpito. En ese momento uno de los dos que estaban al lado de Servet se levantó, se dirigió al reformador y le bisbisó algo al oído. Calvino pareció sorprenderse, pero luego asintió con un gesto de su cabeza.
Con una estudiada pose, se apoyó en la baranda y se inclinó ligeramente hacia el auditorio, que esperaba impaciente sus palabras. Irguió la cabeza, desplazó sus ojos por toda la iglesia y cuando parecía que iba a iniciar su discurso, se detuvo como si hubiera tenido una visión.
Y así era. Juan Calvino clavó sus ojos en uno de los asistentes a su sermón, el hombre que estaba sentado al lado del que se había levantado para susurrarle algo al oído. El sujeto de la atención del reformador era un hombre delgado, de pelo entrecano y rostro sereno que lo contemplaba apenas a una docena de pasos de distancia. Calvino, pese a que le acababan de advertir de su presencia, apenas lo podía creer; allí mismo, delante de sus ojos, retando a la lógica y al sentido común, justo donde le acababa de indicar uno de sus colaboradores, estaba Miguel Servet. Lo reconoció enseguida, apenas con cruzar sus miradas, sólo con observar la actitud que el hereje había adoptado. A pesar de que habían pasado muchos años desde la última vez que se habían visto, aquel rostro le resultó inconfundible.
Aunque Calvino había previsto que Servet acudiría a Ginebra en cuanto se enterara del reto que le había lanzado, su sorpresa fue monumental y se quedó atónito. El silencio de los asistentes se tornó de nuevo en un rumor que fue en aumento cuando el predicador alzó los brazos y bajó del púlpito, y sin mediar palabra se dirigió hacia el banco donde estaba sentado Servet.
—Tú… tú eres el hereje. —Lo señaló apuntándole con el fino dedo índice de su mano derecha.
Los que estaban alrededor de Miguel Servet se quedaron pasmados por la acusación de Calvino, que agitaba amenazante su mano derecha ante el rostro sereno del médico aragonés.
—He venido a escuchar tu sermón, veinte años después. Aquí estoy —se limitó a comentar Servet.
—¡Detenedlo! —Calvino se giró hacia un grupo de sus más fervientes seguidores y señaló al hombre al que debían apresar.
Sin pensarlo un momento, varios calvinistas agarraron por los brazos a Servet y lo inmovilizaron. El murmullo se había convertido en un tumulto, y los asistentes a la ceremonia comenzaban a inquietarse.
—¿Por qué me detenéis? —preguntó en vano el médico aragonés sin obtener respuesta alguna.
—Llamad al síndico, deprisa —espetó Calvino.
Pocos minutos más tarde apareció el síndico de Ginebra escoltado por dos guardias, que tuvieron que abrirle paso en medio de la multitud que se arremolinaba en el templo.
—¿Quién es este hombre? —demandó el síndico.
—El mayor hereje del mundo —respondió Calvino—. Llevadlo a la prisión del obispado.
—¿Con qué cargos?
—Blasfemia y herejía. Yo respondo de esas acusaciones.
El síndico ordenó a los guardias que apresaran a Servet; la comitiva salió del templo entre las increpaciones de algunos asistentes a la ceremonia, que ya se habían enterado de que aquel reo era un peligroso hereje.
Esa misma tarde Pedro Tissot, lugarteniente de la policía de Ginebra, se presentó en casa de Calvino.
—Señor, ¿puedo hablar con vos? —le preguntó.
—Por supuesto, Tissot, pasad y sentaos. ¿Qué os trae por mi humilde morada?
—Se trata de ese hombre al que habéis ordenado apresar. El síndico me ha informado que ya está encerrado en la cárcel del obispado, y que habéis sido vos quien ha ordenado su confinamiento.
—Así es. Ese individuo es el más peligroso de los herejes. Yo lo conocí en París hace unos años. Su verdadero nombre es Miguel Servet, aunque ahora se hace llamar Miguel de Villanueva. Es autor de un libelo en el que blasfema contra Dios y la verdadera religión. Lo he reconocido hoy mismo. Se encontraba en la iglesia de San Pedro, sentado delante de mis narices, con una sonrisa burlona como sólo un enviado del diablo es capaz de dibujar.
—¿Qué queréis que hagamos con él?
—Mantenedlo bien vigilado en la prisión. Hace unos meses logró evadirse de la cárcel de Vienne, donde había sido juzgado por hereje y donde quemaron su efigie en su ausencia. Es un experto en fugas; hace tiempo que lo buscan los tribunales de varias ciudades francesas; hasta ahora había logrado burlarlos. Aquí también tendrá que responder de sus crímenes. Es un hombre muy peligroso, vigiladlo bien.
El lugarteniente de policía se rascó la cabeza.
—En ese caso, no entiendo por qué se ha presentado en Ginebra y mucho menos por qué ha ido a escuchar vuestro sermón. Si os conocíais…, bueno, él sabía que podíais identificarlo, y en ese caso… Sigo sin entender qué hacía en vuestra iglesia —se preguntó Tissot.
—Hace tiempo que este hereje merecería estar muerto y ardiendo eternamente en el infierno. El diablo lo ha enviado ante nosotros para propagar su doctrina herética y emponzoñar las almas de los fieles cristianos. Si dejamos que su voz se escuche y sus libros se lean, el éxito de la Reforma está en peligro y todo cuanto hemos logrado Lutero, Zwinglio, Melanchthon y yo mismo puede haber sido en vano. Sus perversas ideas ya se han difundido por el este de Francia y el norte de Italia, y si no las cortamos de raíz seguirán avanzando como una calamitosa plaga por el resto de la cristiandad. Es necesario liberar al mundo de este satánico individuo. Los papistas lo intentaron en Toulouse, París y Vienne, pero se les escapó. Ahora está en nuestras manos, y no podemos cometer el mismo error.
—Si eso es cierto, don Juan, ese hombre debe pagar por sus pecados, pero os recuerdo que nuestras leyes obligan al acusador a permanecer en la cárcel con el acusado hasta que pruebe su demanda y el tribunal fije los cargos contra el reo. En este caso, si vos sois el acusador… —Tissot carraspeó— deberéis acompañarme a la cárcel y permanecer en ella hasta que se dicte veredicto al respecto.
Ante la inesperada sorpresa de ver a Servet en su iglesia, Calvino no había reparado en esa ley vigente en el municipio de Ginebra.
—Tenéis razón. Todos estamos obligados a cumplir las leyes. La acusación de ese hereje la ejercerá mi secretario, Nicolás de la Fontaine. Él acudirá hoy mismo a la cárcel para encabezar la acusación formal y presentar los cargos correspondientes. Le avisaré enseguida.
—Como dispongáis, señor. Pero recordad que si el acusador miente y la denuncia es falsa, se le aplicará la ley del talión: ojo por ojo…
Pedro Tissot hizo una forzada reverencia ante Juan Calvino y salió de la casa.
El reformador llamó a su criado y le ordenó hiciera acudir a toda prisa a Nicolás de la Fontaine, del que demandaba su presencia inmediata.
Nicolás de la Fontaine, estudiante en la academia de Calvino y su secretario personal, aunque también ejercía como cocinero del maestro, presentó en la corte de justicia de Ginebra la acusación por escrito contra Miguel Servet a última hora de la tarde del domingo, y se quedó recluido en la prisión con el acusado, como dictaba la ley.
Esa misma tarde, Calvino citó a sus principales colaboradores en su casa. Pese a sus planes, la presencia de Servet en Ginebra lo había sorprendido por completo, pero una vez realizada la acusación en firme era necesario preparar las pruebas y los argumentos que conllevaran la condena del médico de Vienne, o el reformador quedaría en el más absoluto de los ridículos, y su cocinero expuesto a un severo castigo por interponer una acusación falsa. Quedaron en trabajar duro toda la noche para al día siguiente tener dispuesta la lista de cargos contra Servet.
Ginebra, 14 de agosto de 1553
Alrededor de la humilde mesa de la estancia principal de la casa de Calvino se sentaban el reformador, Germán Colladon, D’Arnold, Guillermo de Trie y Guillermo Farel, quien cada dos meses solía viajar a Ginebra para visitar a su amigo Calvino.
—Señores, disponemos de muy poco tiempo. Esta misma mañana mi secretario debe presentar los cargos concretos para la acusación formal contra Miguel Servet. He pasado la noche en vela redactando estos folios. Quiero que escuchéis lo que he escrito y me deis vuestra opinión. —Calvino se dirigió a sus colaboradores en tono más serio y con un semblante todavía más severo del que acostumbraba.
»Basaremos la acusación en esta obra, Restitución del cristianismo. —Calvino tenía encima de la mesa su ejemplar de ese libro—. Aludiremos a que Servet es un prófugo de la justicia, un delincuente irreducible que hace más de veinte años que es reclamado por varios tribunales de Francia. Comenzaremos denunciando sus comentarios a los textos de la Biblia, a los que Servet niega su sentido profético. Esto ya fue condenado incluso por la Iglesia de Roma, que ha puesto en el Índice de libros prohibidos las notas que este hombre añadió a la edición de la Biblia de Pagnini, de la cual se hicieron varias ediciones. Y continuaremos atacando su actitud a favor del paganismo a raíz de los comentarios que realizó en la edición que hizo de la obra de Ptolomeo.
»He anotado todos los errores que contiene su última obra, por la que fue condenado a muerte en Vienne, y creo que no admiten la menor duda sobre su herejía. Este hombre se ha propuesto destruir los cimientos del cristianismo: niega la Trinidad, la divinidad eterna de Cristo, la inmortalidad del alma e incluso se opone al bautismo de los niños.
—Algunos dicen que es judío —asentó Germán Colladon.
—Sí, eso se comenta en Lyon —terció Guillermo de Trie—. Me lo ha dicho en una carta mi primo Antonio Arney.
—Eso no lo podemos probar —añadió Calvino.
—Si lo es, sí se puede —intervino Guillermo Farel.
—Explicaos —le pidió Calvino.
—Como sabéis, los varones judíos son circuncidados en su niñez. Pidamos, con cualquier excusa, que un médico inspeccione los atributos varoniles de ese hombre; si tiene el pene circuncidado, la prueba de su judaísmo será irrefutable —concluyó Farel.
—Si es judío, se añadiría un cargo más a la acusación, y Servet sería irremediablemente condenado —dijo Colladon.
—Vuestro cocinero…
—En este caso actúa como mi secretario —puntualizó Calvino a Farel.
—Vuestro secretario, quería decir, permanecerá en prisión, como marca la ley, en tanto no se acepten las acusaciones en firme. Por tanto, las que presentemos deberán estar bien argumentadas. De modo que debemos retirar la de judaísmo, al menos por el momento. Aunque no estará de más que corra el rumor de que ese hombre es un judío oculto —dijo Farel.
—Así lo haremos. ¿Alguna cosa más, señores?
Los consejeros de Calvino asintieron con gestos ostensibles.
—Cuarenta cargos contra él… Servet es hombre muerto —bisbisó Colladon.
—Llevad vos este escrito a la prisión, entregadlo a Nicolás y que lo presente ante el tribunal de justicia.
Nicolás de la Fontaine había pasado la noche en la prisión del obispado de Ginebra, en una celda al lado de la de Servet. Mediada la mañana se presentó ante él Germán Colladon, acompañado por uno de los guardias.
—¡Don Germán! —exclamó Nicolás—, pensaba que no vendríais nunca. Un día en la cárcel se hace eterno.
—Traigo estos pliegos con las acusaciones que don Juan ha preparado contra ese maldito hereje. Las hemos comentado esta mañana en su casa. Debes presentarlas hoy mismo ante el tribunal. Son cuarenta delitos los que le imputamos.
—Uno de los carceleros me ha dicho que si la acusación resulta falsa y ese hombre es inocente, el que arderá en la hoguera seré yo —dijo De la Fontaine.
—No te preocupes, tenemos todo bien atado. Hoy mismo el tribunal aceptará los cargos contra Servet y tú saldrás a la calle. Don Juan te agradece el servicio que has prestado; y no lo olvidará, ya sabes lo generoso que es. Y ahora, vamos, tienes que presentar los cargos.
Los dos hombres, acompañados por el guardia, se dirigieron al despacho que ocupaba Tissot, el lugarteniente de la policía de Ginebra.
—Señor lugarteniente —dijo De la Fontaine—, aquí presento estos pliegos de acusación contra Miguel Servet, alias Miguel de Villanueva, a quien ayer denuncié por hereje y blasfemo. Don Germán Colladon actúa como mi abogado.
Pedro Tissot cogió los folios de papel y los hojeó, leyendo algunas de las acusaciones, numeradas de la primera a la cuadragésima.
—Cuarenta cargos, ¿eh? Habéis trabajado duro toda la noche, supongo —ironizó el jefe de la policía.
—Así es, señor —dijo Colladon.
—Herejía…, varias herejías, blasfemia…, varias blasfemias, difamación de personas honestas y fieles cristianos, promoción de escándalos públicos, afrentas a las iglesias reformadas de Alemania, fuga de prisión… ¡Vaya!, si todo esto es verdad, ese hombre arderá sin remedio muy pronto.
—Lo es, señor —asentó Colladon.
—Bien, la ley dicta que el acusado debe escuchar los cargos del acusador, y a partir de ahí la autoridad obrará en consecuencia. ¡Guardias!, traed al reo Miguel Servet, enseguida.
Unos minutos más tarde se presentó el médico aragonés escoltado por dos guardias.
Miguel tenía aspecto cansado; aquella noche no había logrado dormir ni un solo instante. Todo había sucedido demasiado rápido: su apresurada decisión de acudir a Ginebra para meterse en la boca del lobo, su irresistible impulso para presentarse en la iglesia para escuchar el sermón dominical de Calvino, su detención en San Pedro ante la multitud allí congregada, la noche en prisión, y ahora el pliego de acusaciones que presentaba el testaferro de Calvino, a quien el reformador, en agradecimiento a haberse prestado a sustituirlo en prisión, llamaba «mi Nicolás».
—¿Vos sois Miguel Servet, alias Miguel de Villanueva, ciudadano de Vienne y francés de nación? —le preguntó Tissot.
—Sí, lo soy —asentó el médico.
—Don Nicolás de la Fontaine, ciudadano de Ginebra, representado por su abogado el señor Germán Colladon, presenta contra vos estos pliegos en los que se os imputan cuarenta delitos, y además, como prueba, estos libros en los que el denunciado expone sus herejías e injuria a nuestro buen pastor Juan Calvino. Escuchadlos.
El lugarteniente Tissot indicó al secretario de su corte que leyera los folios redactados por Calvino, lo que hizo muy deprisa.
Acabada la lectura, Tissot preguntó:
—¿Tenéis algo que alegar en vuestra defensa?
—No niego que yo soy autor de esa obra que ahí se cita, Restitución del cristianismo, ni de las cartas dirigidas a Juan Calvino, en la cuales le pedía su opinión sobre mis obras, quien, como yo, también ha sido condenado por la Iglesia de Roma, pero sí rechazo que yo haya proferido blasfemia alguna, ni que haya promovido insoportables escándalos en las iglesias de Alemania, ni que sea un criminal demoníaco. Confieso mi simpatía hacia algunas doctrinas anabaptistas, aunque creo que están equivocados en muchas de sus ideas, y me presto a celebrar un debate público con Juan Calvino a partir de la lógica de las Sagradas Escrituras y con los argumentos de la razón. Probablemente, como todo ser humano, he cometido algunos errores, pido perdón por ello y admito que deba ser corregido, si así se juzga necesario, pero siempre me he comportado conforme a la razón, y juro ante Dios que nunca he hecho daño a nadie. —Servet habló con absoluta serenidad, en tanto su acusador De la Fontaine se mostraba muy nervioso.
—Ya que aceptáis alguna de las acusaciones, considero que deberéis permanecer en prisión. Y una vez oído vuestro alegato, dictamino que se admitan treinta y ocho de las cuarenta acusaciones, y que se remita vuestro caso al tribunal de justicia del Consejo Menor para que se inicie allí el correspondiente proceso. Y en cuanto a vos, Nicolás de la Fontaine, deberéis permanecer al menos un día más en prisión, hasta que el Pequeño Consejo ratifique iniciar el proceso, si procede hacerlo. Eso es todo.
—¡Un día más! Yo no he hecho nada, quiero irme a mi casa.
—Es la ley. El acusador debe permanecer encerrado con el acusado hasta que el tribunal admita la acusación y decida si está fundamentada. Ésta es la manera en que la ciudad de Ginebra garantiza que las acusaciones que se presenten contra los ciudadanos tengan alguna base. En caso contrario, cualquiera podría acusar impunemente a un enemigo por el mero hecho de serlo.
Nicolás se resignó.
El lugarteniente miró a Servet.
—Tengo algo más que decir. Al ingresar en prisión me han requisado doscientos treinta escudos de oro, una cadena de veinte escudos de peso, seis anillos de oro y ochenta monedas de plata. Solicito un recibo por todo ello —dijo Servet.
—Lo expedirá el señor Grasset —sentenció Tissot.
El jefe de la policía, acostumbrado a tratar con todo tipo de delincuentes, intuyó que aquél era un hombre bueno incapaz de hacer daño a nadie, pero supuso que si se comprobaba que sus doctrinas eran heréticas, lo conducirían irremediablemente a la hoguera.
Ginebra, 15 de agosto de 1553
El proceso contra Miguel Servet fue remitido al tribunal del Pequeño Consejo, que se constituyó, a instancias de Calvino, en sesión permanente para dirimir este caso con la mayor diligencia posible.
La ciudad de Ginebra, teóricamente incluida dentro del Imperio alemán pero constituida de hecho como una ciudad-estado independiente, se gobernaba según una constitución que otorgaba el máximo poder al Consejo Mayor, integrado por doscientos ciudadanos elegidos de entre todos los varones mayores de edad, con plenos derechos e inscritos en el padrón de vecinos de la ciudad. De ahí emanaba el Consejo Menor o Pequeño Consejo, que estaba integrado por veinte personas. Doce de ellas eran los llamados «ancianos», elegidos por el Consejo Mayor, cuatro consejeros más seleccionados de entre los juristas de la ciudad y el resto pastores de la Iglesia calvinista. La función de este consistorio, en cuya composición se dirimía buena parte de los asuntos cotidianos del gobierno de la ciudad, era imponer el código de costumbres, velar por el comportamiento moral de los ciudadanos y actuar como tribunal principal en los casos más relevantes.
Calvino era consciente de que la situación requería de una resolución rápida y contundente. Los libertinos seguían ganando posiciones en el gobierno de Ginebra y cada día eran más los que reclamaban una mayor libertad de acción e incluso que se permitiera la libertad absoluta de cultos y creencias en la ciudad.
La captura de Servet en Ginebra se había convertido en un problema mayor que su huida de Vienne. La Inquisición católica ya lo había condenado y quemado en efigie, y ahora le tocaba el turno a los protestantes. Calvino no podía ofrecer muestras de debilidad; si permitía que aquel hereje quedara libre, todo su prestigio y toda su autoridad se vendrían abajo, los libertinos acapararían definitivamente el gobierno de la ciudad y acabarían para siempre con el modelo de práctica religiosa que él había dictado, e incluso estaría en peligro todo el movimiento de la Reforma, y con ello se volvería a los tiempos pasados en los que la Iglesia de Roma imponía sus criterios a sangre y fuego, y volvería la corrupción de los eclesiásticos, la compra de cargos religiosos y los abusos de la jerarquía eclesiástica.
No. Él, Juan Calvino, el hombre elegido por Dios para acabar con más de mil años de mal gobierno de la Iglesia, el designado para devolver al cristianismo su rostro más limpio y la pureza primitiva de los apóstoles y de los primeros cristianos, no podía consentir que un hereje como Servet lo echara todo abajo. La muerte de aquel hombre era una condición necesaria, imprescindible, para el triunfo de la Reforma y para transmitir que se trataba de un movimiento lleno de firmeza, sin opción de retroceder. Todo cuanto con tanto esfuerzo, e incluso con su propia sangre, habían logrado Lutero, Martín Bucer, Ecolampadio, Zwinglio o Bullinger, los grandes maestros de la Reforma del cristianismo, los que habían luchado por transformar la viciada y corrupta Iglesia de Roma en la renovada Iglesia de Cristo, no podía venirse abajo a causa de las ideas de un alocado insensato como aquel médico de Vienne. No, no lo consentiría, al menos mientras le quedase un hálito de vida y la mínima fuerza para impedirlo. Servet tenía que morir.
En aquella sesión estaban presentes diecisiete de los veinte miembros del Pequeño Consejo.
Interrogado por el tribunal, el acusado declaró llamarse Miguel Servet, médico de profesión y natural de la localidad de Villanueva, en el reino de Aragón.
Servet se ratificó en sus declaraciones del día anterior. Confesó ser autor de un libro sobre la Trinidad y de la obra Restitución del cristianismo, negó haber blasfemado, respondió una a una a las treinta y ocho cuestiones planteadas por el tribunal, y se declaró inocente de todos aquellos crímenes que se le imputaban.
—Oídos los cargos presentados por don Nicolás de la Fontaine, ciudadano de Ginebra, contra Miguel Servet, alias Miguel de Villanueva, ciudadano de Vienne, en el reino de Francia, este tribunal resuelve aceptar a trámite las citadas treinta y ocho acusaciones presentadas por dicho Nicolás de la Fontaine, estimando en derecho que el denunciado ha incurrido en los graves delitos que se le imputan —proclamó el presidente del tribunal.
»Por ello, ordenamos que Miguel Servet sea conducido a prisión todo el tiempo que dure el proceso y el juicio que ahora abrimos contra él por hereje y blasfemo, y que si no respondiera la verdad a las preguntas que se le formulen pague por ello sesenta monedas de plata. A la vez, sentenciamos que el acusador Nicolás de la Fontaine, tal cual dictan nuestras leyes, recobre de inmediato la libertad, pero le ordenamos que esté disponible mientras dure este proceso para cuanto de él demande el tribunal y que deposite en la caja del consejo la cantidad de sesenta monedas de plata como fianza.
»Así mismo ordenamos requisar todos los bienes del tal Miguel Servet, que según hemos podido cotejar se elevan a noventa y siete escudos de oro, una cadena de oro del peso de veinte escudos y seis anillos también de oro.
—¡Son doscientos treinta escudos y ochenta monedas de plata! —intervino Servet.
—Dichos bienes los tiene en su poder un criado del obispado de Ginebra, al cual se le reclamarán de inmediato —continuó el secretario del tribunal.
—¡Me habéis robado! ¡Yo tenía doscientos treinta escudos!
—Un médico designado por el Consistorio de Ancianos examinará al reo.
—¡No! —exclamó Servet.
—Corre el rumor de que sois judío. Un examen médico lo testificará.
—No soy judío —proclamó Servet.
—Eso lo dictaminará el cirujano.
—¡Doscientos treinta, son doscientos treinta escudos! —Siguió porfiando Servet ante la indiferencia del tribunal.
Nicolás de la Fontaine quedó libre de inmediato; su fianza fue depositada por Antonio Calvino, hermano del reformador.
Aquella misma tarde un médico acudió a la celda que ocupaba Miguel Servet.
—Don Miguel, permitidme que me presente: mi nombre es Juan de la Villa. El Pequeño Consejo me ha comisionado para que os examine… bueno, imagino que ya sabéis que debo certificar… si estáis circuncidado…, si sois judío…
—No lo estoy —respondió Servet con firmeza.
—No dudo de vuestra palabra, señor. He sabido de la extraordinaria labor que ejercisteis como médico en Vienne y de cómo establecisteis un turno obligatorio para todos los médicos de la cofradía de San Lucas para que asistieran gratuitamente a quien no pudiera pagar los servicios médicos, y os admiro por ello, pero tengo la obligación de comprobarlo personalmente. Lo siento, señor.
De la Villa era un hombre sencillo que cumplía bien con su trabajo de médico en Ginebra. Alto, fornido, algo inseguro, de abundante pelo y barba negra, sus ojos oscuros y profundos denotaban bondad, pero cierta debilidad de ánimo a la vez.
—¿Habéis leído a Pico de la Mirándola? —le preguntó Servet.
—No.
—Deberíais hacerlo. Hace ya más de cincuenta años escribió un libro titulado Confesiones filosóficas, cabalísticas y teológicas; en esa obra incluyó un prólogo, «Discurso sobre la dignidad del hombre», en el cual aboga por una sociedad en la que exista el derecho a disentir, la convivencia en paz de distintas creencias y el valor de la variedad de opiniones y de ideas. Y también dice que Dios ha dado al hombre la libertad y el poder para autotransformarse.
—Pero sí he leído vuestro libro Restitución del cristianismo.
—Creía que lo habían prohibido en Ginebra —supuso Servet.
—Don Juan Calvino lo ha condenado porque dice que es una obra inspirada por el diablo, pero pese a ello circulan por la ciudad decenas de ejemplares. En la cofradía de médicos tenemos uno. Ese ejemplar es el que yo he podido leer.
—¿Y os parece que yo escribo al dictado del demonio? —le preguntó Servet.
—Si os confieso lo que pienso, también yo puedo ser sujeto de herejía.
—Todo el que no esté de acuerdo con Calvino tarde o temprano será acusado de hereje.
—Me interesó mucho vuestra idea de la circulación de la sangre. Si las cosas suceden en nuestro corazón y en nuestros pulmones como vos las planteáis, se trata de un descubrimiento extraordinario.
—Os puedo asegurar que así es.
—Pero Galeno sostiene que la sangre sale del hígado y que llega al corazón por la vena cava, y que es en el corazón donde se oxigena. ¿Desautorizáis al que todos reconocemos como padre de la medicina?
—Sí, y lo he demostrado en ese libro. Hace años, cuando yo era un estudiante de medicina en París, diseccioné numerosos cadáveres de criminales con Hans Günther, el mejor cirujano que he conocido. Y os puedo asegurar que la sangre roja se produce en los pulmones al combinarse el aire aspirado con la sangre sutil elaborada que el ventrículo derecho del corazón transmite al izquierdo, y no en el hígado. Pero esa transmisión no se produce a través del tabique del corazón, sino de la siguiente manera: la sangre sutil es impulsada desde el ventrículo derecho del corazón hasta los pulmones; allí se mezcla con el aire y se vuelve roja, y por la arteria pulmonar pasa a las venas pulmonares; en la vena pulmonar se mezcla con el aire que se ha aspirado, y por la espiración se limpia de las impurezas; esa mezcla ya está preparada para convertirse en el espíritu vital, y es atraída por la diástole del corazón desde el ventrículo izquierdo; así fluye la sangre purificándose en cada giro desde el corazón hasta los pulmones; luego, el espíritu vital disuelto en la sangre se transmite desde el ventrículo izquierdo hasta todas las arterias del cuerpo, incluso los capilares más pequeños del cerebro.
Servet continuó durante un buen rato explicando su descubrimiento a su colega.
—¡Dios Santo!, todo cuanto decís supone un gran avance en nuestros conocimientos. Podremos curar todo tipo de dolencias, prevenir enfermedades, acabar con algunas epidemias —exclamó entusiasmado Juan de la Villa.
—Pero no olvidéis que es Dios quien está en el origen de todo. Dios insufló el alma en las entrañas de Adán al inspirarle su aliento divino con un soplo de aire, y sigue haciéndolo en cada uno de sus descendientes. Así, el alma se encuentra en la conjunción de la sangre y la respiración, pues en el aire flota la sustancia divina, el aliento vital. La sangre es la vida. Leed la Biblia, el Génesis, el Levítico, el Deuteronomio, el libro de los Salmos incluso; en todas esas escrituras queda claro que el espíritu de Dios está en la sangre, y gracias a la sangre el alma se extiende por todo el cuerpo, y así es como el hombre asume su condición divina.
—¿Cómo llegasteis a estas conclusiones?
—Mediante la intuición y el estudio. Yo soy médico, pero estudié teología, y he entendido al fin que sólo mediante el conocimiento de Dios se puede llegar al conocimiento del hombre. Así lo quiso el Creador.
Servet le explicó cómo había llegado a estas deducciones tras diseccionar numerosos cadáveres, y observar con detenimiento corazones, hígados, cerebros, cerebelos y otras muchas vísceras.
—Pero el interior de los cuerpos es algo horrible; ¿cómo puede ser obra de Dios algo tan horroroso? —le preguntó De la Villa.
—¿No habéis leído a Dante? En La divina comedia nos enseña cómo de lo feo puede surgir lo hermoso. ¿Acaso no nacen las mariposas de los gusanos?
—Eso que decís parece sacado de los Textos herméticos. ¿Los conocéis?
—Sí, los he estudiado. En ellos se asienta buena parte de la sabiduría del mundo antiguo que la Iglesia romana ha perseguido durante siglos.
—¿Y la medicina árabe?, dicen que se basa en el conocimiento que aprendieron de los antiguos.
—Avicena, el más grande de los médicos árabes, sostiene en su Canon que el septum, o el alma si queréis, es impermeable, pero os aseguro que no es así. Yo lo he descubierto, aunque me han dicho que un médico llamado Ibn al-Nafis, un musulmán de Egipto, ya llegó a una conclusión similar hace trescientos años. Sé que un manuscrito de su libro se guarda en la biblioteca del Dux de Venecia, pero no he podido comprobarlo; espero hacerlo algún día. ¿Me creéis?
—Ya os he dicho que admiro vuestra obra, señor, pero también tengo un trabajo que cumplir. Estoy encantado escuchando vuestros descubrimientos médicos pero yo estoy aquí para comprobar una denuncia.
—No estoy circuncidado; no soy judío.
—Os creo, pero debo comprobarlo por mí mismo, señor. Sólo os molestaré un momento.
—De acuerdo, pero os pido que os limitéis a esa comprobación —asintió Servet al considerar que no le quedaba otro remedio que ceder al examen.
—Así lo haré.
Servet se bajó las calzas y descubrió su miembro viril.
—Decíais la verdad: no estáis circuncidado. Pero…
—Sí, me falta un testículo. Lo perdí en un accidente en mi infancia. Estuve a punto de morir por ello.
—Tuvisteis suerte; casi nadie sobrevive a un caso así.
—Me curó un buen médico; aquel hombre sabía bien lo que hacía. —Servet se subió las calzas.
—Ha sido un honor compartir estos momentos con vos, don Miguel. ¡Oh!, perdón, me refería a…, bueno ya sabéis. —El médico estaba atorado.
—Os he entendido.
—Quedo a vuestra disposición.
—En ese caso, permitidme una pregunta, don Juan.
—Os escucho.
—¿Controla Juan Calvino el gobierno de Ginebra?
Juan de la Villa miró hacia la puerta para comprobar que estaban solos y bajó la voz.
—Sus partidarios son minoría en el Consejo Mayor; los calvinistas apenas suman entre setenta y ochenta de sus doscientos miembros. Pero el resto no están unidos; entre ellos predominan los libertinos, que son unos noventa, que no suman la mayoría absoluta. De modo que son necesarias permanentes alianzas y pactos para gobernar la ciudad. Por el contrario, en el Pequeño Consejo, que consta de veinte miembros, casi la mitad son calvinistas. Y donde sí tiene mayoría es en el Consistorio de Ancianos; de sus veinticinco componentes, quince al menos siguen ciegamente los dictados de Juan Calvino.
—En esas circunstancias, tendré más problemas de los que imaginaba.
—No desesperéis. Corre el rumor de que los libertinos han tomado vuestro caso como si se tratara de su propia causa, y van a proponer al Pequeño Consejo que os absuelva o que transfiera la decisión al Consejo Mayor. Confiad en Dios.
—Nunca he dejado de hacerlo, aunque no me ha dado demasiadas muestras para seguir en ello.
—Certificaré que no estáis circuncidado y que, por tanto, no sois judío. Tal vez eso os ayude en vuestro proceso. Los judíos no son perseguidos en Ginebra, pero no le gustan a ningún cristiano.
—Os lo agradezco.
—Quedad con Dios, don Miguel.
—Id con él, don Juan.
Ginebra, 17 de agosto de 1553
La mañana anterior Miguel Servet había respondido a una nueva sesión de interrogatorio en el Pequeño Consejo, a la que asistió el juez Berthelier, a quien los libertinos habían encomendado que mediara en lo posible en favor del reo.
En el banco de la acusación se sentaba Nicolás de la Fontaine, a quien acompañaban Germán Colladon, que actuaba como abogado de Nicolás, aunque bajo las instrucciones directas de Calvino.
Pero la sesión duró muy poco, pues los jueces decidieron suspenderla al presentar De la Fontaine varios libros de Melanchthon y de Ecolampadio en los que se refutaban las tesis de Servet. El tribunal accedió a que el acusado los consultara antes de responder a nuevas preguntas y aplazaron la sesión hasta el mediodía siguiente.
El carcelero abrió la puerta de la celda. Servet estaba sentado en el camastro de paja. Entre sus pies había un plato de barro en el que le habían servido un paupérrimo potaje de verduras como desayuno.
—Tienes visita, hereje —dijo el carcelero.
Servet alzó los ojos, se levantó despacio y lo vio, perfilado bajo el umbral.
Calvino tenía el semblante serio. Con un gesto le indicó al carcelero que los dejara solos. Tras cerrarse la puerta se oyó el paso del cerrojo.
—Ayer, mi colaborador Germán Colladon se presentó ante el tribunal para ratificar la acusación que os hizo De la Fontaine. Once de los cargos presentados contra vos han sido ratificados —habló Calvino sin siquiera saludar antes a Servet.
—¿Once cargos, decís? ¿Qué ha sido del resto? Creí que el tribunal había admitido hasta treinta y ocho.
—Al parecer gozáis de un importante apoyo entre los jueces. Contáis con la ayuda de Filiberto Berthelier, uno de los cabecillas del partido de mis enemigos en Ginebra. Es un hombre que goza de bastante predicamento entre ciertos grupos de ciudadanos que no creen en la moral y en la ética de la Reforma. Ese individuo se ha autoproclamado como defensor de las libertades públicas y se presenta como un magistrado íntegro y de severo carácter, pero es un libertino carente de moral que pretende que esta ciudad regrese a los tiempos del caos y el desgobierno. Ayer, tras vuestro interrogatorio, se enfrentó a Colladon en un áspero debate, y no pasaron de la undécima acusación. Pero os aseguro que el tribunal acabará aceptando todas.
—Espero que los argumentos de ese tal Colladon tengan una mayor consistencia teológica que la que demostró vuestro cocinero.
—Yo mismo los he instruido.
—Imagino que lo habréis hecho mejor con Colladon que con el cocinero.
—No ha sido necesario insistir demasiado; vuestro libro Restitución del cristianismo supone una autoinculpación más que suficiente.
—¿Sabéis que le envié el manuscrito original al impresor Marrinus y que no quiso editarlo si vos no le otorgabais vuestra conformidad al texto? —le preguntó Servet.
—No, nunca me dijo nada de eso.
—Pues así fue.
—Y claro, vos os negasteis.
—Por supuesto. Sabía que nunca aprobaríais la edición de mi libro.
—Y por eso me enviasteis un ejemplar.
—Me interesaba vuestra opinión, que no vuestro consejo.
—A mediodía nos veremos en el tribunal; pienso asistir a la sesión de hoy.
—Acudid preparado. —Servet hablaba con absoluta mesura y con total seguridad.
Calvino golpeó dos veces la puerta, que se abrió de inmediato.
—¡Ah!, una última cuestión. —Calvino se giró hacia Servet, que se había sentado de nuevo—. ¿Por qué habiendo podido escapar, habéis venido a Ginebra?
—¿No lo recordáis? Todavía tenemos un debate pendiente.
—Todavía me pregunto por qué no acudisteis a aquella cita en París.
Servet no contestó, y se limitó a encogerse de hombros.
Calvino salió de la celda. Como esperaba, su plan para atraer a Servet a sus dominios había tenido éxito.
El presidente del tribunal declaró abierta la sesión del juicio de la ciudad de Ginebra contra Miguel Servet, alias Miguel de Villanueva, por herejía y blasfemia. Por primera vez, reunidos en una sala junto al claustro de la catedral de San Pedro, estaban presentes los veinte miembros que integraban el Pequeño Consejo.
El primero en ser llamado a declarar, a petición propia, fue Germán Colladon, que actuaba en nombre y como letrado del acusador Nicolás de la Fontaine.
—Señores magistrados —Colladon empleó su tono de voz más solemne, señalando a Servet—, este hombre ha sido acusado de la más grave de las herejías y de la más horrenda de las blasfemias. Se trata de un hereje contumaz e irreducible en sus gravísimos errores. Hace ya varios años que vive sumido en la herejía, como puedo demostrar con estos documentos. —El abogado mostró ante el tribunal sendos escritos—. Se trata de una misiva del ilustre reformador Juan Häusgen, a quien todos conocisteis en vida como Ecolampadio, quien acogió en su casa a este hombre y al que trató como un hijo para luego ser traicionado y despreciado; en esta misiva denuncia las desviaciones doctrinales del acusado. Y en estos dos pasajes del libro Lugares comunes de Melanchthon, otro de los grandes impulsores de la Reforma, también se condenan sus teorías diabólicas.
—¿Qué tenéis que decir ante esas pruebas? —demandó el fiscal encargado de la acusación, cargo que había recaído en Claudio Rigot, también procurador de la ciudad.
—Comparezco ante este tribunal con la petición de ser absuelto de los cargos que se me han imputado. Sé que pende sobre mí una grave acusación que puede llevarme a la muerte, pero apelo a la historia: ni los apóstoles ni los primeros emperadores cristianos solían condenar a muerte a los reos de herejía; a veces, bastaba con el castigo de excomunión o de destierro. Yo no he cometido ningún crimen. Lo único que he hecho ha sido debatir con otros teólogos sobre cuestiones de fe. Soy un extranjero en esta tierra y desconozco las costumbres que aquí se siguen y los procedimientos legales que se aplican, de manera que solicito la asistencia de un abogado que me defienda. Por otra parte, reconozco la valía personal de esos dos teólogos reformadores que el delegado del señor Calvino —así se refirió a Colladon— ha citado, pero la desaprobación que ambos hicieron sobre mis teorías no deja de ser la opinión de dos hombres. Ninguna autoridad de Alemania me ha condenado por ello —respondió Servet con tranquilidad y medidas pausas.
—Pero sí en Vienne. En esa ciudad del Delfinado os condenaron por hereje y os quemaron en efigie hace un par de meses.
—Comprenderéis que no fue por mi gusto el que mi efigie ardiera en esa ciudad.
Ante esas palabras de Servet, estallaron algunas carcajadas en la sala.
Calvino, que estaba sentado entre el escaso público asistente, no cesaba de enviar señales e indicaciones al fiscal Rigot y a Colladon.
El fiscal basó su acusación en que Servet había llevado una vida inmoral y repleta de delitos, y que sus doctrinas y sus escritos eran contrarios al cristianismo, que favorecían la expansión de otras religiones y que tesis como las suyas ya habían sido condenadas en otras ocasiones. Lo acusó además de presentarse en Ginebra con el único propósito de sembrar el desorden en la ciudad.
Servet se defendió con prudencia.
—Jamás hice mal a ser humano alguno, no he cometido un solo acto inmoral en toda mi vida, y en la ciudad de Vienne podréis encontrar decenas de testigos que ratificarán cuanto os digo.
Colladon miró a los jueces y se intranquilizó. Las respuestas de Servet eran contundentes y estaban causando una excelente impresión en ellos. Berthelier sonreía, pues aquel juicio podría constituir un importante revés para Calvino.
Ante una fulminante mirada del enviado del reformador, el fiscal supo que tenía que contrarrestar de inmediato las palabras de Servet.
—Cuanto ha alegado el acusado no se asienta en prueba documental alguna ni puede demostrarse con hechos. Con ello, queda de manifiesto que Miguel Servet es uno de los más astutos y pérfidos herejes, que ha mentido y que pretende confundir a este tribunal con sus patrañas retóricas. Incluso propone que se declaren nulas las leyes que condenan la herejía. Ha llegado a pedir la defensa de un abogado. Bien, ¿desde cuándo un reo con semejante acusación sobre su cabeza ha tenido derecho a un abogado?; ¿desde cuándo quien desautoriza la Biblia, la verdadera palabra de Dios, ha de ser tratado con la condescendencia de los inocentes?
—¿Y qué me decís de estos comentarios? —Colladon se levantó del lugar que ocupaba en el banco de la acusación y esgrimió un ejemplar de la Biblia editada por Pagnini y anotada por Servet. Nadie del tribunal se atrevió a censurar su acción—. En ellos decís que las profecías del profeta Isaías no se refieren a Cristo, sino al rey persa Ciro.
—Esa edición jamás fue condenada por la Inquisición, pese a que sus oficiales la examinaron al detalle. Además, con ello me refería a la historia —dijo Servet.
—¿A la historia? Entonces, ¿cómo explicáis estas palabras vuestras, si se trata de Ciro y no de Cristo?: «Él soportó nuestro dolor y se afligió por nuestros pecados.» ¿Un pagano haría eso por todos los hombres?
—La Biblia es la única guía del buen creyente.
—¡Vaya! Ahora sí recurrís a la autoridad de las Sagradas Escrituras. ¿Supongo que también habéis olvidado vuestra manifiesta afición por las ciencias ocultas? ¿Negáis que en París impartisteis clases de astrología, una disciplina demoníaca condenada por todas las iglesias?
—Es cierto que me interesaron los astros. ¿Acaso habéis olvidado que fue una estrella la que guió a los magos hasta el lugar del nacimiento de Cristo? Y para ello leí libros de la ciencia hermética, libros que fueron editados con el patrocinio de nobles familias, como la de los Médici, que propiciaron la publicación del Corpus hermeticum, o libros como los del filósofo Plotino, que recoge la tradición científica de la gran biblioteca de Alejandría, u obras como las del afamado Miguel Pselo, el más notable de los sabios bizantinos; y también conozco las profecías de las sibilas, los himnos pitagóricos, los oráculos caldeos y los salmos órficos. Y confieso que todas esas lecturas me acercaron a Platón, pero no olvidé el método lógico que aprendí en los textos de Aristóteles reunidos en el Órgano. Así fue como logré establecer el necesario equilibrio entre la razón y la fe.
—¿Llamáis razón a practicar la adivinación, una más de las supersticiones paganas?
—Me interesó la adivinación, sí, lo confieso, y leí El libro de las suertes, que se editó hace más de veinte años en Venecia y que condenó la Inquisición romana. ¿Acaso pretendéis condenarme por eso? Vos, un esbirro de Juan Calvino. Él es uno de los más destacados reformadores. Al igual que sus colegas Lutero, Zwinglio, Ecolampadio, Melanchthon o Bucer, Calvino ha criticado a la Iglesia de Roma, ha rechazado algunos sacramentos, ha denunciado la exageración de sus manifestaciones artísticas y rituales, ha cuestionado la jerarquía sacerdotal de los católicos, ha negado la existencia del purgatorio y la transustanciación en la eucaristía, se ha opuesto a la infalibilidad del papa, ha olvidado el celibato de los sacerdotes y ha despreciado el culto popular a la Virgen y a los santos. Y ha hecho todo esto alegando que esas prácticas constituían la antítesis de la verdadera y original fe en Cristo. ¿También es un hereje por ello? Yo estoy dispuesto a debatir de teología con Juan Calvino, no con uno de sus perros.
—No sigáis por ese camino. Aquí no se juzga la Reforma, sino vuestra herejía —precisó Colladon.
—El acusado tiene pleno derecho a defenderse haciendo uso de cuantos argumentos estime oportunos para ello; es la ley de Ginebra —intervino el juez Filiberto Berthelier, que llevaba un puñal al cinto, signo de su autoridad.
—Demando a todos los miembros de este tribunal que se comporten con la ecuanimidad exigida a su cargo —replicó Colladon, manifiestamente molesto con Berthelier—. Y pido a los jueces de este caso que añadan a los documentos del proceso este ejemplar del libro de Juan Calvino Instituciones del cristianismo. En él se podrá comprobar la culpabilidad del acusado, quien anotó con su propia mano una serie de comentarios inspirados por el demonio. El mismo Juan Calvino le envió este libro para que en él aprendiera la verdadera fe y corrigiera sus errores, pero se lo devolvió con sus anotaciones heréticas. He aquí la irrefutable prueba de su contumacia. Y además, en virtud de la autoridad que le ha concedido la Iglesia reformada de Ginebra, Juan Calvino me ha manifestado que él proclama la excomunión del llamado Miguel Servet.
El interrogatorio continuó durante un par de horas más con diversas intervenciones sobre la Santísima Trinidad, la naturaleza de Jesucristo, los errores que se contenían en los libros de Servet, sobre detalles de su fuga de la cárcel de Vienne, sobre el número de ejemplares impresos de Restitución del cristianismo (Servet declaró que fueron impresas mil copias cuando en realidad se imprimieron ochocientas), la distribución en librerías y su viaje desde Vienne hasta Ginebra.
Los jueces deliberaron un buen rato, y su presidente concluyó:
—Este tribunal, con el voto disidente del juez Filiberto Berthelier, cuyas alegaciones se añaden al proceso, concluye que existen pruebas suficientes para estimar que el procesado Miguel Servet puede incurrir en la culpabilidad de herejía y blasfemia. En consecuencia, levantamos la fianza de las sesenta monedas de plata que Antonio Calvino depositó en nombre de su acusador, Nicolás de la Fontaine, como garantía, ratificamos la puesta en libertad del tal De la Fontaine y encargamos la continuación de la acusación en este juicio al procurador general, el ilustre Claudio Rigot, que actuará como fiscal de la ciudad de Ginebra a lo largo del juicio.