Capítulo II

Lyon, principios de marzo de 1553

Mateo Ory, fraile dominico e inquisidor general de Francia, escuchaba con atención los argumentos de la denuncia presentada por Antonio Arney. El primo de Guillermo de Trie se había personado en el tribunal de la Inquisición en Lyon nada más recibir la carta de su pariente desde Ginebra, en la que le adjuntaba el primer pliego de la obra Restitución del cristianismo, sobre cuya autoría los inquisidores de la región del Ródano, que habían detectado algunos ejemplares, no habían logrado obtener hasta entonces la menor pista. No habían podido siquiera imaginar que el autor de aquella obra tan crítica con la Iglesia y sus dogmas pudiera haber salido de la pluma del médico personal del arzobispo de Vienne.

Arney había elegido bien a quién dirigir su denuncia. El inquisidor Ory había realizado toda su carrera política a la sombra del rey Enrique II de Francia. Hombre de pocos escrúpulos, había hecho de la persecución contra los herejes y los brujos el principal incentivo de su vida. En sus discursos y alegatos solía decirles a los inquisidores bajo sus órdenes que en el Nuevo Testamento se aconsejaba quemar los libros de magia junto a sus autores. Aseguraba que los herejes eran brujos espirituales y, a pesar de que el manual de inquisidores escrito dos siglos atrás por el fraile Nicolás Eimeric recomendaba que los que ejercieran ese puesto, además de tener más de cuarenta años cumplidos, debían ser honestos en su vida privada, prudentes en sus manifestaciones públicas, firmes en la defensa de la fe, virtuosos en su comportamiento y eruditos en el conocimiento de la doctrina católica, Ory creía que para medrar en su oficio era mucho mejor adular al poder secular y ponerse siempre al servicio del rey y del papa que imitar el ejemplo de Cristo.

El inquisidor sostenía con su mano izquierda la carta firmada por Trie pero dictada por Calvino mientras repiqueteaba sobre la mesa con los dedos de la derecha como si se trataran de unos palillos redoblando sobre la piel de un timbal.

—Puede ser una trampa, una denuncia falsa. No me fío de nada ni de nadie que proceda de ese nido de protestantes en que se ha convertido Ginebra. Miguel de Villanueva es el médico personal del arzobispo de Vienne, y me consta que también es su amigo íntimo. No deseo enemistarme con este prelado; algún día podría convertirse en el papa de Roma —se previno el inquisidor.

—Mi pariente Guillermo de Trie es un descarriado que ha adoptado las ideas perversas del malvado Calvino, pero es un hombre honrado que jamás me engañaría en un asunto tan grave como éste —se explicó Arney.

—¿Honrado? Si no recuerdo mal, tuvo que huir de esta ciudad por graves problemas con sus negocios de telas, y no parece que dejara precisamente aquí fama de honradez. ¿Qué puede inducirme a pensar que esta carta no es un engaño de los protestantes para dejarnos en ridículo?

—Sus enemigos lo difamaron con tal de acabar con él; si mi primo escapó de Lyon fue para salvar su vida. Y además, ¿qué interés podría moverlo para hacer una denuncia falsa? Ni tan siquiera habrá supuesto que yo pudiera presentarme ante este tribunal. En su carta, simplemente se limita a recriminarnos a los católicos que no hagamos nada por detener al hereje anónimo autor de esa obra que ensucia la fe en Cristo y en la Trinidad con su diabólico libelo.

—Humm…, puede que tengáis razón, don Antonio —reflexionó el inquisidor—. De acuerdo, interrogaremos a ese tal Miguel de Villanueva y veremos si es verdad que tras su nombre se oculta ese otro Miguel Servet, a quien reclaman la Inquisición de Toulouse y el Parlamento de París.

—¿Y si el médico del señor arzobispo de Vienne fuera el autor de ese libro herético y blasfemo al que hace referencia mi pariente?

—En ese caso deberá comparecer ante este tribunal. Ningún protestante ha de darnos lecciones de rectitud contra la herejía. Y que sea o no amigo personal de monseñor Palmier es lo de menos —zanjó el inquisidor, que sonrió al pensar que de ser cierta la acusación el arzobispo de Vienne sería un rival menos hacia la consecución de un capelo cardenalicio.

—¿Existe alguna recompensa por el desenmascaramiento y la captura de ese hereje?, porque de ser así… —preguntó Arney.

—El deber cumplido como buen cristiano debería ser la mejor recompensa; pero sí, vuestro celo en defensa de la verdadera fe bien merece una generosa compensación. Aprovechando la ausencia de Vienne de su protector, el arzobispo Palmier, cursaré una acusación por herejía contra Miguel de Villanueva ante la curia de su eminencia el cardenal Francisco de Tournon, el antiguo arzobispo de Bourges, quien estos días reside precisamente en su villa de Roussillon, muy cerca de Vienne. Le recomendaré que encomiende la instrucción de este caso al señor Villars como fiscal, es el más implacable perseguidor de herejes de esta región. Pero antes de todo ello necesitaremos pruebas indiciarias de que Miguel de Villanueva es la misma persona que el hereje llamado Miguel Servet y que se trata del autor de ese libro. Para que la acusación de la Inquisición se ponga en marcha basta con una denuncia ante el tribunal, pero en este caso estamos hablando de un personaje importante que disfruta de la amistad de un arzobispo; deberemos tener algo más que indicios o meras suposiciones.

—¿No basta con la denuncia de mi pariente, y con los datos concretos que ofrece en esta carta? —preguntó Arney.

—Vuestro primo es protestante y confeso seguidor de Calvino. Si se tratara de un engaño para ridiculizarnos, cometeríamos un estúpido error del que se beneficiarían los protestantes. Debemos asegurarnos sobre quién es el verdadero autor de ese libelo. Le escribiréis una carta a vuestro pariente de Ginebra en respuesta a su misiva; en ningún caso deberéis rebelarle que os habéis presentado ante este tribunal, y le demandaréis pruebas más concretas de la acusación que ha realizado.

En los días siguientes los dos primos se cruzaron varios mensajes; el católico Arney pidió pruebas desde Lyon y el protestante Trie se reafirmó desde Ginebra en acusar a Servet como autor de aquel libro en el que se demolían los cimientos doctrinales del catolicismo e incluso de todo el cristianismo, pero no remitió ningún otro testimonio concluyente.

Nervioso ante la ausencia de pruebas pero ansioso por desenmascarar al autor de Restitución del cristianismo (el libro del que ya se comenzaba a hablar y cuyo contenido estaba levantando un gran escándalo), pues con ello ganaría prestigio ante el rey de Francia y ante el papa, el inquisidor general hizo correr por toda la región el rumor de que el médico Miguel de Villanueva era en realidad un hereje que ejercía su profesión en la ciudad de Vienne oculto bajo un nombre falso, e instó a varios inquisidores de aquella diócesis para que se dirigieran a su arzobispo para transmitirle la denuncia de que su médico personal ocultaba en realidad la personalidad de un peligroso hereje llamado Miguel Servet, reclamado por el tribunal de la Inquisición en Toulouse y por el Parlamento de París. Hombre peligroso cuyas perniciosas doctrinas podrían socavar los cimientos de la propia Iglesia, acabar con Servet se había convertido en un objetivo primordial.

Vienne, 16 de marzo de 1553

Apenas había amanecido, pero Miguel Servet ya había salido del palacio arzobispal de Vienne cuando se presentaron unos hombres armados ante la puerta de su estancia.

—¡Abrid a la justicia del rey! —gritó alguien desde fuera.

El joven criado de Servet se colocó una capa de paño por encima de los hombros y acudió a la puerta. Seis guardias escoltaban al secretario del inquisidor y al vicebaile real de Vienne, con quien el médico aragonés tenía una excelente relación pues unos pocos meses atrás había tratado y curado a su hija de una extraña enfermedad que el resto de físicos de Vienne había desahuciado por incurable. Servet había sanado a la niña y el vicebaile Antonio de la Court le había prometido por ello amistad eterna.

—¿Qué ocurre, caballeros? —preguntó el criado sobresaltado y todavía medio adormilado ante la presencia de hombres armados.

—¿Se encuentra aquí el médico que se hace llamar Miguel de Villanueva?

—No. Ha salido muy temprano, todavía de madrugada, a visitar a un paciente.

—Ha sido acusado de herejía, y de ser el autor de un libro blasfemo y contrario al dogma romano. Tenemos orden de registrar esta casa —le respondió el secretario.

—Es propiedad del señor arzobispo. No tenéis derecho…

—Somos agentes de la Inquisición, nosotros dictamos el derecho. ¿Acaso se oculta algo aquí?

—No hay nada que ocultar, señores.

El secretario empujó a un lado al criado y, seguido del vicebaile y de los guardias, entró en las habitaciones que ocupaba Servet.

Tras un pormenorizado registro no encontraron otra cosa que libros permitidos (ninguno de los títulos que cotejaron estaba incluido en el Índice) y una caja con dos docenas de ejemplares de una obra que Miguel Servet había escrito contra los médicos parisinos, además de una notable cantidad de dinero oculta en el fondo de un arcón.

—¿Dónde está? —preguntó el secretario.

—Ya os he dicho que mi señor se marchó temprano a atender a un enfermo, mucho antes de la salida del sol —respondió el criado.

—No me refería a tu amo, sino al libro que ha escrito contra la Trinidad. Dinos dónde lo oculta y no irás a prisión con él.

—No sé de qué libro estáis hablando, señor; sólo soy un servidor de don Miguel. Además, yo no sé leer.

—Vuestro amo es el autor de una infamia contra la Iglesia de Cristo y contra sus creencias fundamentales. Dinos dónde ha escondido ese libro o tendremos que emplear contigo métodos de interrogatorio más convincentes.

—No sé de qué libro me estáis hablando, señor secretario. —El criado parecía sincero.

Uno de los guardias lo sujetó por los hombros y lo zarandeó con fuerza.

—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó el secretario.

—Benito, Benito Perrin.

—Dile a tu amo que deberá presentarse de inmediato en el convento de dominicos; hoy mismo, a mediodía, y que si no lo hace lo declararemos prófugo de la justicia de la Santa Inquisición.

—Así lo haré, señor. —Benito temblaba de miedo.

Avisado por su criado a su regreso tras visitar al paciente, Servet se lo tomó con calma, pero no pudo evitar que una sensación de miedo le recorriera todo el cuerpo. Mientras ponía sus asuntos en orden, intentaba convencerse de que nada podía ocurrirle, pues contaba con la protección del arzobispo de Vienne, de modo que respiró profundamente, se armó de valor y acudió ante el tribunal dos horas más tarde de lo convenido.

Servet llegó al convento de los dominicos de Vienne seguro de sí. Entró en el edificio y preguntó al guardia de la puerta por la sala del tribunal. Acompañado por un fraile, atravesó un patio construido a modo de claustro de un monasterio, con amplias arcadas de piedra, y avanzó por un amplio pasillo enlosado con baldosas de terracota gris, por el que transitaban varias personas que cuchicheaban entre ellas y comentaban lo sucedido aquel día en el tribunal.

Al llegar ante una puerta de madera labrada con escudos y emblemas de la Orden de Santo Domingo se encontró con el impresor Baltasar Arnoullet. Antes de entrar en la sala de interrogatorios pudieron cruzar unas palabras.

—Alguien nos ha denunciado, don Miguel —le musitó Arnoullet en voz muy baja, junto al oído—. Anoche varios oficiales de la Inquisición registraron la imprenta, pero no encontraron nada punible. Mi cuñado Guillermo Guéroult fue avisado por uno de los trabajadores y sospechó que irían por él; esta madrugada ha huido de la ciudad. Creo que se dirigirá a Ginebra, donde conoce a quien lo puede proteger.

—¿A Ginebra? —se extrañó Servet.

—Sí, Guillermo es un hugonote, y hace ya algunos meses que la Inquisición andaba tras él. ¿No lo sabíais?

—No tenía ni idea. Por las conversaciones que mantuvimos mientras imprimíamos la Restitución deduje que la Iglesia de Roma no le hacía la menor gracia, pero nunca me confesó que fuera un hugonote. Ahora entiendo que se dedicara con tanta atención a la publicación de mi obra.

—Pues así es. Le han advertido a tiempo de que nos iban a interrogar y se ha escapado. Unos guardias nos han traído aquí a mí y a los tres operarios, que, como sabéis, desconocen qué es lo que imprimimos este pasado invierno.

—¿Os han torturado? —le preguntó Servet.

—No…, todavía no. Lo que andan buscando es alguna pista que certifique que vos sois el autor de Restitución del cristianismo y que ese libro se imprimió en mi imprenta. Está claro que alguien nos ha delatado, pero creo que carecen de pruebas para condenarnos. Cuando os pregunten, permaneced firme, mostraos seguro y negadlo todo, todo.

Nada más pudieron hablar. En ese momento dos guardias armados salieron de la sala del tribunal y conminaron a Servet a entrar para proceder al interrogatorio.

Una vez dentro y ante la presencia de los miembros del tribunal, el médico se quitó su gorra de terciopelo negro con la que siempre cubría su cabeza.

La sala era espaciosa, cubierta con una pesada bóveda de piedra, pero oscura, apenas iluminada por un par de aspilleras cerradas con una tela encerada que dejaba pasar muy poca luz, y unos velones sobre sendos candelabros de hierro forjado.

Tras una mesa realzada sobre un estrado de dos palmos de alto, los tres jueces ocupaban sus sillones de asientos de anea y respaldos de tiras de cuero sujetas con remaches de bronce algo oxidados. El fraile dominico que presidía el tribunal era bajito y de aspecto blando, el de su derecha alto, nervudo y ososo y el de la izquierda aún más bajo y muy obeso. A un lado, junto a otra mesa más pequeña, se sentaban un escribiente y un notario dispuestos a dejar testimonio escrito de cuanto allí se declarase.

—Sentaos —le indicó a Servet el presidente del tribunal, un tipo de escasa talla, ojillos pequeños de ademanes falsos, pelo completamente blanco y rostro redondo, de gestos sombríos y actitud irónica; su sonrisa cobarde y falsa era cínica y cuando hablaba torcía el gesto y desviaba su mirada, sin hacerlo nunca de frente, con los ojos huidizos, como hacen los traidores. A pesar de estar ubicado a cinco pasos de distancia, Servet pudo percibir su mal aliento, como el hálito apestoso de alguien podrido en su interior. Quienes lo conocían, sabían bien que aquel tipo era una muy mala persona; había llegado a ocupar ese puesto de juez inquisidor tras adular hasta el vómito a sus superiores, tan incapaces como él, que lo habían aupado hasta ese lugar pese a carecer de mérito alguno.

—Gracias. —Servet se sentó en una incómoda banqueta de madera sin respaldo, frente al tribunal.

—¿Vuestro nombre es Miguel de Villanueva, ciudadano de Vienne? —demandó el inquisidor.

—Así es.

—Llegáis tarde; deberíais haberos presentado ante este tribunal a mediodía.

—Soy médico. He tenido que atender una urgencia; las enfermedades de mis pacientes no pueden esperar.

—Estáis aquí porque habéis sido denunciado como autor de un libro cuyo contenido es herético. Se titula Restitución del cristianismo. ¿Sois vos el autor de esta obra?

El inquisidor mostró un ejemplar del libro que dejó en pie sobre la mesa.

—No.

—Y, en ese caso, ¿conocéis quién es su autor?

—No.

—¿Vuestro nombre anterior era Miguel Servet, nativo del reino de Aragón, en los dominios hispanos del emperador don Carlos?

—No.

—¿Cuál es vuestro verdadero nombre?

—Me llamo Miguel de Villanueva, soy francés de nación, ciudadano de Vienne y médico de su excelencia Pedro Palmier, arzobispo de esta ciudad.

—¿Habéis mantenido en alguna ocasión relaciones profesionales con Baltasar Arnoullet, dueño de una imprenta aquí en Vienne, y con Guillermo Guéroult, su maestro impresor?

—No.

—¿Sabéis cuál es la pena para los condenados por herejía?

—No. Jamás fui condenado por hereje —respondió Servet con seguridad.

—En el mejor de los casos, el castigo es la cárcel, a veces trabajos forzados en galeras y, en los más graves, la muerte en la hoguera.

—Nada tengo que temer. Me limito a curar enfermedades y a sanar a mis pacientes, no creo que exista el menor atisbo de herejía en ello.

—El impresor al que acabamos de interrogar ha negado que sea él quien ha impreso este libro —el juez señaló el ejemplar sobre la mesa—, pero sospechamos que se hizo en su imprenta y que vos sois el culpable de escribir, imprimir y difundir este libro, que contiene afirmaciones heréticas intolerables.

—No tengo nada que ver en este asunto.

—Algunos testigos os han visto alguna vez con Guillermo Guéroult, el maestro impresor que ha huido de la ciudad. Creemos que ha escapado porque fue él quien se encargó de imprimir este libro en la imprenta de Baltasar Arnoullet, su cuñado.

—¿Tenéis pruebas de ello?

—Existe una denuncia contra vos, y sabemos cómo conseguir esas pruebas.

—Mediante la tortura, supongo…

—La Inquisición jamás inicia un procedimiento de acusación con torturas, sino a partir del interrogatorio que genera una denuncia. Vos habéis sido denunciado y existen sobrados indicios de vuestra autoría, de modo que no confiéis en vuestra suerte, pues en unos pocos días dispondremos de esas pruebas. Entre tanto, como persona sobre la que existe una denuncia en firme, permaneceréis recluido en vuestros aposentos del palacio arzobispal, a menos que deseéis confesar la verdad y así ahorrar tiempo. Os prometo que seremos indulgentes si admitís vuestra verdadera identidad y la autoría de este libro. —El pequeño inquisidor de pelo blanco mantenía su mirada aviesa y su rictus cínico. En el contorno de sus ojillos minúsculos, casi desprovistos de pestañas, se podía atisbar la maldad que anidaba en su miserable corazón.

—¿Quién me ha denunciado?

—Un buen cristiano. La orden de que os trajeran ante la Inquisición la ha dictado directamente don Mateo Ory; él ha sido quien ha ordenado que se reuniera este tribunal para iniciar las pesquisas contra vos.

—¡Vaya!, el mismísimo inquisidor general de Francia en persona.

—Así es. El vuestro se ha considerado un caso importante dado el peligroso ataque que el contenido de este libro supone para la Iglesia.

—En ese caso deberíais emplear vuestro tiempo en buscar al verdadero autor de esa obra y no perderlo con inocentes.

—Eso ya lo veremos.

Acabado el interrogatorio, Servet fue puesto en libertad, aunque bajo la sospecha de practicar la herejía. Se libró de ser arrojado a prisión en un calabozo del convento de dominicos gracias a que era el médico personal del arzobispo Pedro Palmier y que incluso vivía en el palacio arzobispal.

Pedro Palmier, arzobispo de Vienne, conde del Delfinado y primado de la Galia, había sido alumno de Servet en el curso de astrología que éste impartió en París en 1537, y conocía por tanto la verdadera personalidad de su protegido. El arzobispo había estado fuera de Vienne en las últimas semanas y, cuando regresó a la ciudad a finales de marzo, se encontró con que el tribunal ya había comenzado el proceso contra Miguel Servet, de manera que no pudo intervenir para detenerlo pues, una vez iniciado, había que resolverlo.

A pesar de que era amigo personal de Servet, el arzobispo no tuvo más remedio que ordenar a Luis Arzellier, su vicario en la diócesis de Vienne, que escribiera una carta al lugarteniente real en el Delfinado demandando que, si los rumores que estaban corriendo sobre las prácticas heréticas de su médico eran ciertos, se impartiera justicia de manera rápida y eficaz, a la vez que manifestaba que las acusaciones contra su amigo no estaban fundamentadas en pruebas sólidas, sino en una denuncia anónima, y manifestaba su confianza en Miguel de Villanueva, su médico personal y a quien había acogido en los últimos años en su palacio.

Vienne, 4 de abril de 1553

Miguel Servet se mostraba tranquilo; hacía ya varios días que había estado preparando su defensa en el juicio que contra él se iba a celebrar en el convento de los dominicos. Contaba a su favor con la fragilidad de la acusación, con la incompetencia de los tres jueces designados al caso, con la ausencia de pruebas concretas y con la confianza que le confería ser amigo personal del poderoso arzobispo Pedro Palmier.

Mientras desayunaba una rebanada de pan tostado y queso fundido con hierbas en la habitación que ocupaba desde hacía más de cuatro años en el palacio arzobispal, un elegante edificio de piedra blanquecina ubicado junto a la catedral de San Mauricio, repasaba las respuestas que iba a dar esa misma mañana, a mediodía, a las preguntas que suponía que le iban a plantear en el tribunal de la Inquisición.

Le habían comunicado que en la cárcel había varios presos que estaban enfermos de viruela y de sarna y le habían pedido que se acercara hasta allí para visitarlos. Los jueces habían planeado aquella excusa para atraerlo y evitar su posible fuga, como había ocurrido con el impresor Guéroult, pero el médico aragonés no tenía ninguna intención de escapar, al menos por el momento. De modo que salió de palacio, atravesó la plazuela de la catedral frente a la fachada con sus dos torres mochas, y se dirigió al convento de dominicos, confiado en que no le sucedería nada y que solventaría el nuevo interrogatorio con éxito.

Los tres jueces lucían un talante serio y pretendían parecer solemnes aunque en realidad eran patéticos. Acomodados en sus sillones sobre el estrado, un destello en sus miradas le decía a Miguel que algo había cambiado desde el primer y único interrogatorio a que había sido sometido.

Y así era. Ante la ausencia de pruebas determinantes para resolver el proceso contra Servet, el inquisidor Ory había ordenado a Arney que escribiera de nuevo a su primo Trie para que éste le remitiera desde Ginebra un ejemplar de Restitución del cristianismo acompañado de copias de declaraciones y testimonios que dejaran patente que Miguel Servet y Miguel de Villanueva eran la misma persona y, además, el autor que firmaba con las iniciales MSV esa obra tan abominable a los ojos de la Iglesia.

La respuesta de Trie, dictada como todas las demás por Calvino, rezumaba hipocresía en cada línea. En primer lugar se lamentaba de que su revelación hubiera provocado semejante revuelo, para pasar enseguida a acusar a Servet de ser un hereje inmundo y maléfico, una especie de peste de la que la humanidad debía librarse cuanto antes. Luego decía que no podía enviarle el libro en cuestión, pero le adjuntaba copia de dos docenas de cartas escritas años atrás por Miguel Servet y dirigidas a Juan Calvino, en las cuales el aragonés mostraba los mismos errores heréticos que los contenidos en el libro, e incluso con palabras y expresiones tan similares que parecían haber salido de la misma mente. Esas cartas se presentaban como la prueba concluyente de que Servet, Villanueva y el autor de Restitución del cristianismo eran la misma persona. Ofrecía además datos muy precisos de la estancia de Servet en París y de su verdadera personalidad.

El presidente del tribunal ordenó al secretario que leyera un párrafo de la carta remitida desde Ginebra por Guillermo de Trie, en la que acusaba a Miguel Servet, alias Miguel de Villanueva, de ser el autor de Restitución del cristianismo:

—«Disponemos en Ginebra de algunos de los abominables tratados escritos por Miguel Servet. Y yo os aseguro que es el autor de ese libro despreciable que supone el más terrible ataque contra Dios y contra nuestra fe en Cristo. He tenido que convencer a Juan Calvino para que me prestara las cartas a que me refiero, tras mucho insistir, pues él no deseaba participar en este asunto, y si al fin ha accedido ha sido porque el reformador quiere que todos los herejes sean perseguidos por la justicia, en el lugar que sea, ya que es imposible convencerlos y corregirlos de su error. En esas cartas, cuya copia os adjunto convenientemente certificada por un notario de Ginebra y que Servet dirigió a Juan Calvino hace unos años, podréis comprobar que son las mismas que aparecen al final del libro en cuestión. Con ellas ya tenéis pruebas suficientes para condenar a ese hereje llamado Miguel Servet que ahora se oculta entre vosotros bajo el nombre de Miguel de Villanueva, y que es el autor de esa obra satánica impresa en Vienne. Y quiero manifestar que mi único interés en este caso es que Dios abra los ojos de quienes atentan con tanta perfidia en contra de la obra de su creación. En Ginebra, a veintiséis de marzo de 1553.»

—Y bien, Miguel de Villanueva, o Servet, o como quiera que deseéis ser llamado, ¿qué tenéis que alegar ante este contundente testimonio? —le preguntó el dominico.

—Esas cartas no prueban nada. Sí, ahí se dice que figura en ellas la firma de Miguel Servet y que hace unos años las envió a Juan Calvino, un fiero detractor de la Iglesia romana, por cierto, pero nada presupone deducir de ellas que yo sea el autor de ese libro ni que haya sido impreso aquí en Vienne.

—Hay más. —El juez principal del tribunal indicó al secretario que leyera otra de las cartas dirigidas por Trie a su primo Arney, también dictada por el propio Calvino.

El secretario cogió esa otra carta y volvió a leer con voz impostada:

—«En una de las cartas cuyas copias os he enviado, querido primo, el propio Miguel declara su verdadero nombre, Miguel Servet, alias Revés, y pide excusas por haber tomado el apodo de Villanueva, del que dice que es el nombre de su lugar de nacimiento. Os envío también ahora el ejemplar de Restitución del cristianismo que he cotejado con las cartas que me ha dejado copiar Juan Calvino. Comprobaréis que Miguel Servet, alias Miguel de Villanueva, y el MSV que firma el libro son la misma persona. Y todavía hay más. Ese hereje llamado Servet se ha empeñado en alterar la paz de la Iglesia y de todos los cristianos. Hace más de veinte años ya fue expulsado de varias iglesias de Alemania y de Francia, en las que pretendía introducir sus perversas ideas, y también escribió cartas en las que arremetía contra grandes hombres e ilustres sabios como Ecolampadio, en las que escupía su rencor y vomitaba su ira. He conseguido copia de una de ellas, que encabeza así: “Serveto Hispano niega que Cristo sea hijo de Dios y consustancial con el Padre.” Y por lo que respecta al impresor del libro, he podido saber que se trata de Baltasar Arnoullet. Estoy seguro de que todavía mantienen ocultos ejemplares de esa edición en algún lugar de Vienne. En Ginebra, a treinta y uno de marzo de 1553.»

—Y ahora la prueba definitiva —intervino el juez principal—: Juan Calvino ha revelado bajo juramento ante un amigo que hace siete años vos le enviasteis un borrador de una obra que estabais escribiendo y a la que pensabais titular como… ¡Restitución del cristianismo! Y lo hicisteis por arrogancia y como respuesta a un libro que el propio Calvino os remitió llamado Instituciones.

—¿Admitís como prueba la palabra de un protestante? —demandó Servet.

—Vuestra soberbia os perdió —el inquisidor ignoró la pregunta—, pues llegasteis a escribir que «Ahí aprenderás cosas estupendas e inauditas; si quieres, yo mismo iré a Ginebra a explicártelas». A lo que Calvino os respondió que si hubierais tenido el valor de presentaros en Ginebra «no hubierais escapado con vida». Guillermo Farel, pastor en la iglesia de Neufchâtel, el amigo a quien Calvino le manifestó todo esto, lo ha testificado ante notario, y nos ha remitido esa declaración.

—Farel también es un pastor protestante —reiteró Servet.

—Ahora, este tribunal ya no alberga dudas —asentó el juez dominico canoso que parecía mascar su halitosis—: vos, Miguel de Villanueva, ciudadano de Vienne, sois en realidad Miguel Servet, natural de Villanueva en el reino de Aragón, y también sois el mismo que firma como MSV el detestable libelo titulado Restitución del cristianismo, obra diabólica que ha de ser perseguida por la Inquisición, condenada por herética y reducida a cenizas. Además de otras muchas blasfemias y pecados, en esas cartas negáis la inmortalidad del hombre tras la resurrección del cuerpo, asegurando que sólo vivirá en la idea de Dios, la misma doctrina herética que expresáis en vuestros escritos. Sin duda, vos sois el hereje que buscamos.

—Siempre habéis necesitado de un chivo expiatorio en el que descargar vuestras miserias: los judíos, los gitanos, los forasteros, los pelirrojos, las brujas, los zurdos, los utópicos, los pobres, los zambos, los librepensadores… Siempre estáis buscando a alguien que acarree con vuestros miedos. Yo soy un hombre inocente.

—¡Callad! —tronó el pequeño dominico de pelo blanco, faz aviesa y aliento fétido—. Rumiad vuestra herejía en vuestra celda. Y recordad que la Inquisición aplica la pena de muerte a quienes se resisten a la conciliación con la Iglesia, a los reincidentes en el error, a los que niegan la divinidad de Cristo y a los que no admiten la Trinidad.

Los inanes jueces del tribunal quedaron impresionados con el contenido de las cartas remitidas por Guillermo de Trie desde Ginebra. En su inutilidad, ni siquiera sospechaban que era Juan Calvino quien había instigado toda aquella trama y quien había dictado en persona cada una de las frases de las cartas que firmaba Guillermo de Trie.

—Esas cartas sólo dicen mentiras, y no aportan una sola prueba de cuantas falacias denuncian —adujo Servet.

El juez de pelo blanco no lo escuchó y se limitó a leer un papel que llevaba escrito; era incapaz de pronunciar un discurso coherente si no leía.

—«Este tribunal, tras consultar con el inquisidor general de Francia don Mateo Ory, con el cardenal y obispo de Sabina-Poggio Mirtito monseñor Tournon, y con el arzobispo de Vienne monseñor Pedro Palmier, y previo informe de los vicarios de los arzobispados de Lyon y de Vienne y de varios reputados teólogos, ordena el inmediato encierro en prisión de Miguel Servet, alias Miguel de Villanueva, físico de profesión y ciudadano de Vienne, y de Baltasar Arnoullet, impresor y ciudadano de Vienne, acusados de ser, respectivamente, el autor y el editor del libelo Restitución del cristianismo, libro herético cuyo contenido atenta contra las sagradas enseñanzas de nuestra Santa Madre Iglesia y niega las verdades supremas reveladas por Nuestro Señor Jesucristo. Asimismo, ordena la búsqueda y captura del maestro impresor Guillermo Guéroult, a quien se cree huido a Ginebra.

»”El vicebaile procederá de inmediato al traslado a la cárcel de ambos individuos y a su custodia en calabozos separados en el convento de dominicos.»

La sonrisa con la que el juez acabó la lectura de la resolución del tribunal era la de un miserable.

Vienne, 5 de abril de 1553

La puerta de gruesos tablones de madera chirrió al abrirse; instantes después la celda se iluminó con la tenue luz amarillenta de un farol.

—Levantad, don Miguel. Debéis comparecer de nuevo ante el tribunal. —El vicebaile de Vienne mantuvo el farol elevado mientras revisaba la celda donde Miguel Servet había pasado su primera noche en prisión.

—¿Qué hora es? —preguntó el aragonés un tanto confuso.

—Está amaneciendo. Vamos, señor, salid; ahí afuera tenéis una palangana con agua para asearos. Debéis presentaros en buen estado ante el tribunal. Os he traído un poco de pan, queso y un buen pedazo asado de lomo de carnero, todavía está caliente.

—Gracias, don Antonio, pero no suelo comer carne, no es buena para la salud, perjudica a la sangre.

—Nunca os agradeceré cuanto hicisteis por mi hija, señor —dijo el vicebaile De la Court.

—No tenéis nada que agradecerme. El juramento que profesé como médico me obliga a curar a los enfermos.

—Pero todos la dieron por desahuciada, y sólo vos la salvasteis. Os debo su vida.

Servet tuvo que esperar un buen rato al tribunal. Los tres jueces se habían reunido durante buena parte de la mañana con el inquisidor general de Francia y con el arzobispo de Vienne. El dominico Ory consideraba probadas las acusaciones con las declaraciones de los testigos y era partidario de un juicio rápido que desembocara en una sentencia de muerte, en tanto Palmier sostenía que las pruebas presentadas no eran suficientes como para condenar a muerte a su amigo y médico personal. Los dos dignatarios intentaron persuadir al tribunal con argumentos y presiones.

El menudo dominico de pelo blanco que presidía el tribunal, un italiano llamado Angélico, fue el primero en sentarse, y luego lo hicieron los otros dos jueces a sus flancos.

El alto y nervudo debió de haber tenido de joven el cabello casi pelirrojo, pero ya había encanecido, estaba ligeramente rizado y presentaba unas notables entradas en las sienes; su nariz era larga y aguda, los ojillos pequeños de mirada fría, cobarde y esquiva, y el mentón prominente bajo una boca pequeña de labios lascivos; sus manos afiladas y largas eran las de un traidor; era bien conocido por su actitud sumisa y en extremo servil ante los poderosos, y su talante soberbio y cruel hacia los débiles. Se jactaba de ser un experto en teología, pero sus conocimientos eran tan escasos como inconsistentes.

El tercero de los jueces era muy bajito y obeso, de pelo tan ralo que dejaba entrever la cerosa piel del cráneo, con ojos saltones como de sapo, amplia papada grasienta y mirada acuosa y falsa; sus manos eran pequeñas y sebosas y los dedos regordetes y cortos, como salchichitas; se movía con la lentitud y el aspecto de una babosa y, a veces, sus ademanes resultaban afeminados, aunque toscos y desaliñados; quienes lo conocían resaltaban su egoísmo y su capacidad para la autoadulación, a pesar de ser un consumado inútil. Vago e indolente, solía aducir a menudo diversas enfermedades para no cumplir con sus obligaciones. El propio Servet lo había atendido en una ocasión y le había extirpado un bultito inofensivo de grasa junto a una costilla, que el dominico utilizó como excusa para permanecer varios meses sumido en la indolencia.

Ambos resultaban inanes e irrelevantes y se limitaban a escoltar al presidente como tiralevitas y lacayos, a acatar sus dictados y a lisonjearlo hasta la zalamería más servil y rastrera. Ninguno de los tres destacaba por su inteligencia o por su grandeza de espíritu, y no debían sus puestos a sus méritos y a su preparación, sino a su trágala, a su servilismo y a su codicia.

—Comienza una nueva sesión del interrogatorio a Miguel Servet, alias Miguel de Villanueva —anunció el presidente del tribunal. El canoso dominico se dirigió a su ayudante alto y delgado situado a su derecha—: Fray Carlos, podéis interrogar al reo.

Aquel tipo era un perfecto imbécil, incapaz de expresar oralmente una sola idea si no la había escrito previamente. Desplegó un folio de papel en el que había anotado las preguntas y leyó la primera:

—En vuestro libro hacéis una fervorosa loa a Cristo y le pedís que dirija vuestra mente y vuestra pluma para que os otorgue la capacidad de contar su gloria. Pero a la vez negáis la divinidad de Jesucristo. ¿No es eso herético?

—Yo no soy el autor de ese libro —Servet insistió en negar esa acusación—, pero he de deciros que creo que Cristo es el Hijo de Dios eterno, y que contiene en sí la potencia, la sustancia y la virtud de Dios.

—¿También negáis ser Miguel Servet, el hereje a quien reclaman los tribunales de Toulouse y de París como prófugo de la justicia? —insistió el juez otrora pelirrojo.

—Mi nombre es Miguel de Villanueva, ciudadano de Vienne y médico personal de su excelencia el arzobispo Pedro Palmier.

—Mentís. Sois un hereje, un maldito servidor del Maligno, un enemigo de Cristo. —El juez más alto olvidó sus papeles y comenzó a proferir insultos contra Servet. Sin un guión que leer, farfullaba como un idiota, incapaz de enlazar dos frases coherentes seguidas.

—Cristo es la representación ideal de la palabra del Padre, que se manifestó en su forma humana. Cristo es el Verbo y la idea, y gracias a Él vemos a Dios —explicó Servet.

Aquellos tres jueces no entendían nada. Su incompetencia era patente pues los tres debían sus puestos a su sometimiento y adulación para con las jerarquías eclesiásticas, y no a su competencia y preparación, que eran muy escasas.

—¿Acaso sois teólogo? —le preguntó con cierta inseguridad, aspecto asustadizo y voz aflautada el juez obeso y bajito, con cara de pez y afeminados ademanes nerviosos, que había permanecido callado hasta entonces.

—Como buen cristiano, me interesa la teología. Dios es inabarcable e inimaginable para la mente humana, pero podemos comprender su grandeza gracias a la sustancia y a la esencia universal que lo impregna todo. Dios es la luz que alumbra el mundo y su hálito vital está en el aire que penetra por los pulmones hasta el alma y el espíritu, como la del sol calienta y fertiliza la tierra.

Los tres jueces se miraron sorprendidos y ninguno supo reaccionar. Dada su incapacidad y su incompetencia, si no leían lo que decían, estaban perdidos, y carecían de respuesta escrita alguna para contrarrestar aquella reacción de Servet.

—Esto es todo por hoy. Mañana continuará el interrogatorio a la misma hora.

El presidente del tribunal dio por concluida la sesión.

El notario y el escribano que actuaba como secretario del tribunal se cruzaron una mirada cómplice; aquellos tres jueces no eran rivales para Servet.

Vienne, 6 de abril de 1553

—Miguel de Villanueva es un hombre honrado y muy querido en esta ciudad. Durante dos años ha ejercido el cargo de prior de la cofradía de San Lucas, a la que están asociados los médicos de Vienne. Sus colegas lo admiran y todos aseguran que ha realizado un buen trabajo. Su dedicación a los pobres está conforme a la doctrina y las enseñanzas de Cristo. Este hombre es inocente de cuanto se le acusa. —El arzobispo Pedro Palmier intentaba influir en los jueces del tribunal a los que había invitado a desayunar en su palacio, recién remodelado, junto a la catedral.

—No lo estimamos así, eminencia —se limitó a comentar el presidente del tribunal—. Las pruebas y las informaciones que nos han remitido desde Ginebra son contundentes; ese hombre nos ha engañado a todos, a vos incluido, pero gracias a Dios hemos logrado desenmascararlo.

El pequeño dominico de pelo blanco comía con fruición y avaricia unas costillas de cordero al estragón, unas patatas asadas (ese tubérculo traído del Nuevo Mundo y que comenzaba a cultivarse en algunas zonas de Europa) y un pan blanco recién horneado. Los otros dos jueces ni siquiera procuraban ocultar su gula; el más alto se relamía de gusto ante una suculenta comida gratis, con sus ojillos lascivos entrecerrados cuando mordisqueaba con sus dientes afilados como de rata un pedazo de carne, mientras el bajito y obeso engullía un bocado tras otro sin apenas masticarlos con sus dientes pequeños y sucios, entornando sus ojos saltones, en tanto un hilillo de aceite le recorría la abundante papada.

—Si condenáis a don Miguel, cometeréis un terrible error. Por el bien de todos nosotros, os propongo que lo absolváis. Me he molestado en preparar este escrito en el que el acusado queda libre. Leedlo.

El arzobispo le entregó un pliego de papel al dominico canoso que, tras ojearlo, lo ofreció al gordito de cara de pez y ojos de rana, indicándole que lo leyera en voz alta.

—«Nosotros, fray Angélico de Siena, fray Carlos de la Línea y fray Carmelo de Gracia, de la Orden de Predicadores, jueces del tribunal de la Santa Inquisición en Vienne, con autorización de la Santa Iglesia de Roma, declaramos que tú, Miguel de Villanueva, vecino de Vienne, médico de la cofradía de San Lucas de dicha ciudad, has sido acusado de prácticas heréticas y de ser autor del libro Restitución del cristianismo; nosotros, los jueces de este tribunal, hemos indagado acerca de estas acusaciones de las que has sido objeto, y hemos escuchado tus alegaciones, te hemos concedido un defensor y hemos realizado cuanto conviene con arreglo a las disposiciones canónicas para estos casos. Visto y examinado todo esto, y solicitada la opinión de teólogos y jurisconsultos, y asentados en nuestro tribunal conforme a la función de jueces que nos ha sido encomendada por la Santa Madre Iglesia, con nuestra mirada puesta en Dios y sólo en el interés de obtener la verdad, y sobre los santos Evangelios que tenemos delante para que nuestro juicio emane del rostro de Dios y que nuestros ojos vean la verdad, pronunciamos sentencia y establecemos que no hemos hallado en cuanto hemos visto y oído en esta causa nada que se haya probado legítimamente sobre dichas acusaciones de herejía de las que había sido acusado el dicho Miguel de Villanueva, por lo cual, invocando el nombre de Cristo, pronunciamos, declaramos y resolutoriamente definimos que no hay y que no ha habido nada contra ti que pueda dar pie a tenerte por hereje ni por sospechoso de herejía, y por tal motivo te liberamos mediante esta sentencia del juicio inquisitorial.»

Una vez leído el escrito redactado por el arzobispo, el inquisidor gordito, un tonto de remate y redomado egoísta, dejó el pliego encima de la mesa y continuó comiendo con fruición.

—Sólo tenéis que firmar la sentencia tal cual ahí está redactada y todos nos libraremos de problemas —dijo el arzobispo intentando disimular el desagrado que le provocaba el olor a orines que emanaba el cuerpo del dominico gordito.

—Siento contravenir vuestra opinión, eminencia, pero la Inquisición no puede permitir que este tipo de libros circulen por la cristiandad, pues minan nuestra fe y son alimento espiritual para herejes y protestantes. La llamada Reforma se extiende por media Europa y amenaza con manchar a la otra media. Nosotros somos los garantes de la fe, del dogma, de la verdad evangélica y de la interpretación correcta de la palabra de Dios y de sus Sagradas Escrituras. Creemos que el acusado Miguel de Villanueva es culpable de herejía y que debe caer sobre él un castigo ejemplarizante —asentó el dominico canoso sin perder bocado.

—Nadie duda de vuestra lealtad a la Iglesia, pero en este caso debéis tener en cuenta la ausencia de pruebas contundentes para condenar a mi médico. Toda la acusación contra él se basa en meras suposiciones y en unas cartas enviadas desde Ginebra por un individuo que huyó a esa ciudad al ser acusado de fraude y engaño por las autoridades, y que, además, se manifiesta afecto a los protestantes, tal cual puede colegirse de otras cartas enviadas a su primo en Lyon —insistió el arzobispo.

Monseñor Palmier era un hombre alto y robusto, de voz rotunda y verbo convincente. Se expresaba con serenidad y manifestaba una enorme seguridad en sí mismo. Amigo de la buena vida, le gustaba comer y beber bien; era conocido en toda la ciudad que en su mesa se servían los más sabrosos manjares de la región del Delfinado, regados con los más refinados caldos del valle del Rin, de Borgoña y de Champaña.

—En el libro Restitución del cristianismo, el acusado se pone del lado de los anabaptistas cuando acusa de los peores delitos posibles al papa y a la Iglesia. Afirma que el reino de Dios que los católicos defendemos es en realidad el dominio del Anticristo, llama al papa «bestia de las bestias», «diablo» y «Satanás», a la Iglesia la califica como «meretriz imprudente», «dragón gigante» y «serpiente antigua». Dice que ya se han cumplido más de mil doscientos años desde que triunfó la soberanía de la bestia babilónica sobre el mundo, en referencia al decreto del emperador Constantino por el que la Iglesia comenzó su reinado en la tierra, y tilda de apóstatas a los verdaderos cristianos —dijo el dominico, a quien el inquisidor general Mateo Ory había instruido convenientemente, mientras los dos inanes acólitos asentían cabeceando como cabestros.

—Pero no olvidéis que ese tal Servet, sea quien sea, ha criticado a los protestantes y ha acusado de fanatismo a los principales autores de la Reforma, como Lutero o Calvino.

—Obraremos en conciencia, monseñor, pero recordad que si la Iglesia no es infalible, nadie es infalible; salvo el papa cuando habla en nombre de Dios, claro —se limitó a replicar el dominico canoso mientras los otros dos jueces comían con avaricia y se limitaban a ratificar con gestos sumisos lo que mascullaba el del cabello albo con su torpe verbo y su endeble bagaje intelectual.

Acabado el desayuno, los tres jueces inquisidores se dirigieron de nuevo al convento de dominicos, donde esa misma mañana celebrarían un nuevo interrogatorio a Servet. El arzobispo se adelantó, se presentó en la celda que ocupaba el aragonés y ordenó a los carceleros que lo dejaran pasar. Ante la figura imponente de Palmier ninguno de ellos se atrevió a plantear la menor objeción.

La celda era oscura y carente de ventilación; olía a podredumbre y a rancio. Palmier atravesó la puerta empuñando una linterna y, en cuanto reconoció a Servet, le indicó al guardia que lo acompañaba que los dejara solos.

—Monseñor, es grato ver un rostro agradable en esta prisión.

—¿Cómo os encontráis?

—Confuso —respondió Servet.

—Iré directo al asunto; disponemos de poco tiempo. Cuando os acogí en Vienne supuse que jamás os descubrirían.

—Eminencia, yo…

—Yo os aprecio, Miguel, y deseo que recuperéis pronto la libertad, pero debéis comprender que vuestra situación es muy complicada.

Servet inspiró el aire viciado de la celda e hinchó sus pulmones.

—Sí, así es, pero…

—He intentado abogar en vuestro favor, pero esos tres jueces ya han decidido condenaros, sin atender a pruebas ni a razones. Son tres incapaces que sin duda cumplen órdenes del cardenal Tournon y del inquisidor Ory; imagino que ese ambicioso prelado les ha prometido un ascenso si logran vuestra condena, quizá una cátedra de teología o una canonjía donde seguir demostrando su incompetencia. En sus aspiraciones a ocupar el trono papal, el cardenal Tournon pretende acumular méritos condenando a cuantos acusados queden a su alcance, sean culpables o no. En eso compite con el cardenal Caraffa, el otro gran aspirante al papado. Pese a vuestra manifiesta probidad, sería capaz de acusaros de proxeneta, adúltero, violador o sodomita si ello contribuyera a alcanzar sus propósitos. Además, alguien os ha delatado y ha entregado datos precisos y algunas pruebas al tribunal; quien os ha traicionado desea para vos todo el mal.

—Creo que ha sido Juan Calvino, que ha sabido manipular a esos tres zoquetes desde la distancia —asentó Servet, que vio claro lo que había sucedido.

—¿Estáis seguro?

—Completamente. Calvino y yo nos enfrentamos hace tiempo en París; ocurrió un par de años antes de que vos os encontrarais allí como estudiante. Años después nos cruzamos varias cartas; sé que le sentaron muy mal mis comentarios sobre una de sus obras y que su enfado fue tal que amenazó con ejecutarme si alguna vez yo caía en sus manos.

—Calvino es un protestante, ¿por qué tendría que enemistarse de esa manera con vos?

—Por despecho. El reformador de Ginebra es un hombre altanero que no admite réplica alguna a sus ideas. Se cree iluminado por Dios y no soporta que nadie lo contraríe.

—En estos tiempos hay mucha gente así, creedme, Miguel.

—Pero Calvino se considera portador de una especie de gracia divina, de un poder emanado directamente de Dios, como si el Creador lo hubiera designado para llevar adelante Su nuevo plan para cambiar el mundo.

—Dejemos eso ahora. Os conozco bien, e imagino que, en efecto, vos sois el autor de ese libro… Restitución del cristianismo.

—Sí, lo soy —aceptó Servet.

—No lo he leído, pero, a lo que parece, se trata de una obra que contiene graves desvíos doctrinales y que, entre otras cosas, comenta las setenta señales que aparecerán cuando se anuncie el reino del Anticristo, a quien identificáis con el papa.

—También incluí una apología contra el reformador Melanchthon y las razones para denunciar los errores de los seguidores de Lutero y del propio Calvino.

—¿Y qué decís de ellos en esa obra?

—Los trato de agnósticos por negar el poder de las buenas obras y resalto la contradicción en la que incurren cuando amenazan con la muerte en este mundo y la condena eterna en el otro a los que no sigan sus doctrinas. Ellos, que han acusado al papa de ser el Anticristo, a Roma de la nueva Babilonia y a la Iglesia católica de estar corrompida, actúan de la misma manera.

—Lutero era un piadoso monje agustino, pero se ganó la excomunión de la Iglesia porque sólo admitía el bautismo y la eucaristía como sacramentos, y rechazaba todos los demás. Y fue condenado como hereje por aseverar que en la eucaristía hay consustanciación, y no transustanciación.

—Lutero era un pobre iluso, aunque creía en el valor de la rebeldía y de la libertad del individuo frente a la autoridad monolítica de la Iglesia; pero Calvino es un ignorante engolado.

—Vaya, con semejante opinión no me extraña que Calvino desee vuestra condena. Y este tribunal de incompetentes también la busca; en eso sí están de acuerdo.

—No pueden condenarme por la inconcreta denuncia de un protestante.

—Claro que pueden, y lo harán sin dudarlo. Lo que no admiten es que un protestante como Calvino les imparta lecciones de ortodoxia. El cristianismo se ha dividido, y Roma no puede consentir que se sigan produciendo nuevas fracturas. Primero fue Lutero con sus noventa y cinco tesis de Wittenberg, luego Calvino y su obsesión anticatólica, hace dos años el inglés Thomas Cranmer y sus cuarenta y dos artículos de religión, la base doctrinal de la nueva Iglesia anglicana que fundó el lascivo Enrique VIII, y ahora vos negando la Trinidad y la eternidad divina de Cristo. El papa quiere impedir que el poder de la Iglesia de Roma se siga desmoronando. Estáis irremediablemente condenado, Miguel.

—No quiero morir. —Servet comenzó a preocuparse, ahora sí, por su destino. Por primera vez desde que fuera reclamado por el tribunal empezó a sentirse inseguro y temeroso.

—Eso no ocurrirá de momento, al menos si yo lo puedo impedir. Claro que también podríais haber sido más cauto y no haber escrito ese libro, y mucho menos incluir en él los comentarios a las cartas que cruzasteis con Calvino. Aquí erais un hombre reconocido y admirado como médico. Si no hubierais escrito ese libro… ¿Acaso os aburría el ejercicio de la medicina?

—No, monseñor. La medicina sigue siendo la gran pasión de mi vida. Cuando era más joven me atrajeron la filosofía, la teología y la astronomía, pero desde que estudié medicina en París con Sinforiano Champier y Hans Günther, y luego en Montpelier, donde me doctoré, no he dejado de ejercer este oficio. Esos maestros me enseñaron que además de curar el cuerpo y sanar las enfermedades hay que ser médico de almas. Champier me animó a completar los estudios de medicina y a su lado aprendí los secretos de la ciencia hermética. Lo sabéis bien, pues vos fuisteis mi alumno en las clases de astronomía judiciaria y astrología hermética en París. También me enseñó los libros de Galeno; y yo los ayudé a ambos en la edición de sus propias obras. Gracias a su magisterio y a sus ideas sobre los tres espíritus pude descubrir la circulación de la sangre, tal cual describo en mi obra Restitución del cristianismo. ¿Sabíais que siendo todavía muy joven Champier estudió filosofía con Savonarola?

—¿El clérigo demente que fue quemado en la plaza de Florencia por hereje? —preguntó el arzobispo.

—El mismo.

—Creo que Savonarola era un hombre virulento y ardiente, además de un loco de remate.

—En efecto, pero, según me comentó Champier, también destacó como defensor del ser humano.

—Su bonhomía no lo libró de la hoguera.

—Para convertirme en un buen médico —continuó Servet dejando de lado el tema de Savonarola—, yo necesitaba conocer por completo al hombre, tanto su cuerpo como su alma. Por eso seguí las lecciones de los más afamados maestros en medicina y practiqué disecciones de cadáveres como ayudante de Hans Günther, a cuyas clases en París asistí con mi amigo Andrés Vesalio. Dirigidos por Günther, en París examinamos decenas de cuerpos de criminales ejecutados, que nos entregaban las autoridades, en los que aprendimos cómo son las entrañas de los hombres.

—¿Diseccionasteis cadáveres de humanos? —preguntó el arzobispo.

—En más de una ocasión abrí un corazón para ver su interior, y estudié su forma, sus cavidades, las venas y músculos que lo forman; y así pude entender cómo funciona ese órgano. ¡Músculos, venas, arterias, órganos, nervios, huesos!, toda la obra de Dios al crear al hombre se mostraba ante nuestros ojos. Cada día aprendíamos algo nuevo y comprendíamos mejor al hombre y por ello a su Creador.

»Nos hicimos médicos, defensores del hombre, porque eso somos los médicos: defensores del ser humano.

—Pues en próximas ocasiones procurad defenderos a vos mismo también. Y escuchadme ahora con toda vuestra atención. Alegando a los servicios que habéis prestado como médico y físico en Vienne, he logrado que no os torturen. En otras circunstancias el tribunal os hubiera interpelado con vuestro cuerpo colgado de una polea y los brazos atados a la espalda; os hubieran mantenido en esa posición durante una hora, antes de que os desmayarais, para volver a colgaros una y otra vez hasta que confesarais lo que el tribunal quisiera que declaraseis. He podido libraros del suplicio, pero no puedo evitar vuestra condena.

—¿Habéis hablado con los miembros del tribunal?

—Los he invitado a mi mesa, a los tres, a ese trío de imbéciles tragones y egoístas. Incluso he procurado convencerlos de vuestra inocencia y los he conminado a que firmaran una resolución dictando vuestra libre absolución, pero el inquisidor Ory y el cardenal Tournon los han presionado para que dicten sentencia de culpabilidad.

—Esos tres son lacayos rastreros y han acatado las órdenes de sus superiores sin rechistar.

—Y probablemente les hayan prometido un ascenso si os condenan a muerte, quién sabe si una canonjía o incluso un obispado. Francisco de Tournon es cardenal, ha sido arzobispo y aspira a ser papa algún día; y sabe bien que para ganarse el puesto como sucesor de Julio III debe condenar a la hoguera al mayor número posible de herejes. En la Iglesia actual, el que más hombres y mujeres envía al fuego es el que tiene mayores posibilidades de ser elegido papa.

—¿Y en cuanto a Ory?

—El inquisidor general de Francia ha hecho toda su carrera pisoteando a los más débiles, aprovechándose de sus artimañas y trampas y adulando a los más fuertes. Quiere agradar al rey de Francia y al papa a la vez, y en su ambicioso camino hacia lo más alto contempla vuestra condena como un peldaño más. —El arzobispo se limpió los labios con un delicado pañuelo de seda y aspiró el perfume del que estaba impregnado para olvidar el mal olor de la celda—. No he podido conseguir la resolución de inocencia para vos y dudo que cuando os condenen pudiera lograr un indulto, pero sí estoy en condiciones de organizar vuestra evasión de esta cárcel, para que evitéis así la muerte.

—Los carceleros son perros fieles de los dominicos y sólo responden a su órdenes.

—Pero yo soy el arzobispo de esta jurisdicción eclesiástica. Dentro de un rato os volverán a interrogar. Mostraos sumiso, suplicad, llorad si es preciso, alegad cuanto estiméis oportuno, que os crean derrotado y entregado, responded con humildad y arrepentimiento. Si obráis de ese modo es probable que se compadezcan de vos y que bajen la guardia. En cuanto acabe la sesión os devolverán a esta celda, pero la vigilancia a que quedaréis sometido será muy relajada. El vicebaile De la Court está con nosotros, ya sabéis cuánto os aprecia don Antonio; él se encargará de facilitar vuestra huida.

—Pero ¿adónde iré?

—¿Disponéis de dinero?

—Sí; el suficiente como para vivir de él diez años, o incluso más.

—En ese caso decidle a vuestro criado que lo recoja y que os lo traiga esta misma noche, y que os espere junto al puente sobre el Ródano, al lado de la cruz de piedra; ordenadle que os aguarde allí con una montura.

—¿Y después?

—Eso es cosa vuestra. Yo no puedo hacer nada más.

—Puedo dirigirme a…

—No; no me confiéis nada sobre vuestro destino; prefiero ignorarlo.

—Gracias monseñor, gracias. —Servet inclinó la cabeza ante el arzobispo.

—Entre tanto, mi querido amigo, espero que reflexionéis y retornéis al camino de la verdadera fe, o, en caso contrario, que Dios se apiade de vuestra alma, Miguel.

—¿Por qué hacéis esto, monseñor?

—Podría deciros que por amistad hacia vos, por el ameno recuerdo de vuestras clases en París, o por haber sido mi médico personal estos años, pero tal vez en el fondo lo que me guíe sea el despecho hacia el cardenal Tournon. De ninguna manera soportaría que ese engreído fuera elegido papa alguna vez; no aguanto su altivez y su impostura. Si algún día, Dios no lo permita, alcanzara la cátedra de San Pedro, la Iglesia tendría a su frente al más perverso de sus prelados.

El carcelero regresó a la celda.

—Lamento interrumpiros, monseñor, pero los jueces reclaman la inmediata presencia del reo ante el tribunal —anunció el guardia.

—No olvidéis cuanto os he dicho, y quedad con Dios.

—Que Él os guíe, eminencia.

Los dos amigos se miraron por un instante y se mantuvieron alejados un par de pasos, pero al fin Palmier dio dos pasos hacia delante y le ofreció un abrazo a su amigo. Los dos se estrecharon con fuerza antes de que, al separarse, el arzobispo le diera su bendición a Servet.

Los jueces inquisidores formaban un trío detestable. El viejo canoso perfilaba en sus labios una media sonrisa falsa y cínica, como de chacal; el alto y otrora pelirrojo, la edad le había tornado el color del ya escaso cabello a un gris ceniza, miraba desde sus ojillos a Servet con la envidia del mediocre; y el orondo bajito respiraba con dificultad mientras sus ojos de sapo no dejaban de parpadear y su boca de pez se abría a bocanadas una y otra vez para tomar un poco de aire.

—Miguel Servet, alias Miguel de Villanueva, comparecéis de nuevo ante este tribunal acusado de practicar la herejía de manera contumaz. Tenéis algo nuevo que alegar antes de que se dicte sentencia.

—Sí. Mi nombre es Miguel de Villanueva, y reconozco ser autor de un tratado de medicina y de una edición comentada de la obra del sabio griego Ptolomeo. Pero niego ser Miguel Servet; sólo utilicé ese nombre.

—¿Qué queréis decir?

Miguel Servet se mostró abatido y forzó sus ojos para que brotaran algunas lágrimas, como le había recomendado el arzobispo.

—Jamás pretendí hacer nada contrario a la Iglesia de Cristo ni a la religión cristiana. Admito ser el autor de esas cartas a Calvino, pero lo hice como un mero ejercicio retórico. Quise demostrar los errores de ese protestante, enemigo de la verdadera Iglesia de Dios, y utilicé el nombre de Miguel Servet, un escritor al que conocía por alguno de sus libros. Sí, tomé su nombre pero lo hice para defender a la Iglesia ante uno de sus mayores enemigos: el protestante Juan Calvino —mintió Servet.

—¿Sois oriundo del reino de Aragón, en los dominios del emperador don Carlos?

—No. Soy parisino. Mi nombre es Miguel de Villanueva. El hereje es ese tal Servet del que tomé el nombre, aunque ignoro de qué reino procedía. Tal vez ya esté muerto.

—Vuestras respuestas son tan inconsistentes como vuestra fe. Ya hemos escuchado bastante. Dice el Manual de inquisidores —el juez señaló un libro que había sobre su mesa, obra del dominico catalán Nicolás Eimeric, escrito en el siglo XIV e impreso por primera vez hacía cincuenta años; era el que todos los inquisidores utilizaban como guía en los interrogatorios— que el acusado debe ser interrogado por el tribunal en presencia de dos testigos; el notario y el escribano lo son. Y también indica que los reos de la Inquisición deben vestir un hábito marcado con una cruz, como símbolo de su infamia. Guardias, hacedle llegar al acusado la ropa propia de los presos.

Uno de los dos guardias que custodiaban a Servet cogió un hábito gris de encima de una silla y se lo entregó al aragonés.

—Éste es el hábito de los culpables, y yo no he sido condenado —alegó Servet.

—Os habéis opuesto al dogma de la Trinidad, a las enseñanzas de las Sagradas Escrituras, a la palabra de Cristo y a las resoluciones de los santos concilios; habéis creado una doctrina falsa y demoníaca, no aceptáis los sacramentos y renegáis de la verdadera fe. ¡Qué otra locura necesitáis perpetrar para ser declarado culpable! —alegó el presidente del tribunal.

En ese momento, Servet se dio cuenta al fin de que la decisión de culpabilidad ya estaba tomada y que le esperaba la muerte en la hoguera. Y entonces cambió de actitud.

—Me arrepiento de cuantos pecados haya podido cometer y os pido clemencia, señores, clemencia para este pobre cristiano —suplicó Servet entre fingidos sollozos tal cual le había aconsejado su amigo el arzobispo.

—Entendemos que ésa es una declaración de autoinculpación. Dado el caso y vuestra voluntad de arrepentimiento, evitaremos que seáis sometido a torturas. Durante los siguientes seis meses vuestro nombre será leído los domingos y fiestas de guardar en una ceremonia pública en la escalera de la catedral de esta ciudad, para vuestro escarnio y para que sirva como ejemplo de la justicia divina ante los herejes.

»Poneos esa ropa y retiraos a vuestra celda. Mañana este tribunal dictará sentencia, que resultará de inmediata ejecución.

A primera hora de la tarde don Antonio de la Court se presentó en la cárcel acompañado por el criado de Servet y por unos guardias. Con la excusa de que eran necesarias algunas reparaciones en los cerrojos hizo salir al médico a un pequeño jardín. El vicebaile lo cogió por el brazo y los dos hombres se alejaron de los guardias.

—Escuchadme bien. Hemos preparado vuestra huida para esta misma noche. El arzobispo me ha comunicado que mañana os declararán culpable de herejía, y eso significa la condena a muerte en la hoguera. No tenemos tiempo que perder. Vuestro criado os ha traído todo vuestro dinero; lo necesitaréis. Quedad con él y que os aguarde, mediada la madrugada, junto al puente al lado de la cruz de piedra, como ya os indicó el señor arzobispo.

—Pero ¿cómo saldré de aquí?

—Recordad cada una de mis palabras y seguidlas sin vacilar: esta madrugada llamaréis al carcelero; él os abrirá la puerta de la celda; entregadle por ello unas monedas. Después salid a este jardín y dirigíos a aquella baranda. —El vicebaile señaló una barandilla de piedra al fondo, junto a un árbol—. Al otro lado encontraréis una terraza y una escalera; bajad por ella hasta un patio. Sólo tiene una puerta, que esta noche permanecerá abierta. Salid por ella a la calle y acudid presto al encuentro con vuestro criado junto al puente.

—¿Y los guardias?

—No os preocupéis por ellos; esta noche no habrá guardias en vuestra prisión. Y si vierais a alguno en el transcurso de vuestra fuga, sabed que será para velar por vuestra seguridad.

—Os jugáis mucho por mí.

—Ya os dije que mi hija, a la que vos salvasteis de la muerte, es lo más valioso de cuanto tengo; y os debo que siga con vida.

—¿Qué les ocurrirá a don Baltasar Arnoullet y al resto de los impresores?

—Contra ellos no existen pruebas de que supieran lo que estaban haciendo. La imprenta clandestina no ha aparecido y nadie puede demostrar que ellos estuvieran al tanto de lo que se estaba imprimiendo, pues ninguno de los cuatro sabe latín. El arzobispo se encargará de que nada grave les suceda. Toda la culpa recaerá sobre Guillermo Guéroult, pero ya ha huido y se dice que se encuentra refugiado en Ginebra, de modo que nada pueden hacer contra él.

El vicebaile hizo una señal al criado de Servet para que se acercara.

—Sois un buen hombre.

—Sólo pretendo devolveros una parte de lo mucho que os debo.

El vicebaile estrechó con fuerza la mano de Servet.

—Nunca olvidaré vuestra generosidad, don Antonio.

—Os deseo mucha suerte, don Miguel; y, por vuestro bien, espero no volver a veros nunca más.

El vicebaile se alejó unos pasos y el médico quedó a solas con su criado, el joven Benito Perrin.

—Os he traído todo el dinero que había en casa, señor, esta cadena de oro y estos seis anillos —le dijo Benito a la vez que le entregaba una bolsa con monedas.

—Necesitamos mucho más. Acude de inmediato al monasterio de San Pablo y pregunta por el prior de mi parte; cuando te reciba, muéstrale este anillo que ahora te entrego. Dile que necesito las trescientas coronas de oro que allí tengo depositadas y cita el nombre de San Andrés. Entrégale veinte de ellas para el culto del monasterio y guarda el resto. Coge dos mulas, una bolsa con algo de comida y el dinero, y acude esta noche, mediada la madrugada, al puente sobre el Ródano, junto a la cruz de piedra; y espérame allí. Nos vamos lejos.

—Así lo haré, señor.

—Mi vida está en tus manos, y en ellas deposito toda mi confianza.

—No os fallaré —asentó Benito.

Vienne, 7 de abril de 1553

A pesar del cansancio acumulado por los días de intensos interrogatorios, Servet se mantuvo despierto toda la noche. Tras la oración de maitines, antes de amanecer, aguardó paciente a que el silencio fuera total en el convento de dominicos y llamó con voz apagada al carcelero. Transcurridos unos instantes, que le parecieron eternos, oyó cómo se desplazaba el cerrojo de la puerta de su celda y el chirrido de las bisagras al abrirse.

Cogió su gorra de terciopelo negro y salió de la celda. Aquella estancia estaba tenuemente iluminada por un candil alimentado con sebo y grasa de vaca.

—Tomad. Estas ropas son para vos; no podéis salir a la calle vestido de penitencial.

Servet se despojó del hábito gris marcado con una cruz que le había impuesto vestir el juez inquisidor y se ajustó un traje propio de un burgués acomodado que le había ofrecido el carcelero; se quitó la gorra de terciopelo negro y, tras atusarse los cabellos, se caló un sombrero de fieltro de ala ancha.

—Espero que sea suficiente. —Servet le ofreció a su custodio un puñado de monedas de plata de la bolsa que la tarde anterior le había entregado su criado Benito.

El carcelero las sopesó en su mano y las guardó en un bolsillo de su chaqueta.

—Sois un hombre generoso; os deseo suerte, señor.

—Un momento: ¿qué vas a alegar para justificar mi huida? Te preguntarán por ello.

—Que me pedisteis permiso para ir al retrete y, tal cual me habían ordenado que hiciera, yo os lo concedí. Me golpeasteis en un descuido y me inmovilizasteis. —El carcelero salió a guardar a buen recaudo las monedas y regresó con una cuerda que le entregó a Servet, y se puso las manos a la espalda para que se las atara, y una tira de trapo para taparle la boca y que no pudiera gritar.

Una vez atado y silenciado el carcelero, Servet salió al jardín y lo cruzó en dirección hacia la barandilla que le había indicado el vicebaile. Cuando se disponía a saltarla se percibió de que en su mano todavía llevaba la túnica gris que vestían los reos de la Inquisición y su gorra de terciopelo. Sonrió y las depositó con cuidado al pie de un gran árbol. Luego saltó la barandilla de piedra y cayó a una pequeña terraza. Entre la oscuridad pudo percibir el arranque de una empinada escalera y bajó los escalones con todo cuidado hasta llegar al fondo de un angosto patio en una de cuyas paredes una mancha rectangular más oscura que el resto daba a entender que se trataba de la puerta. Palpó la madera hasta encontrar la cerraja y dar con el pasador de hierro que levantó con cuidado. Tiró de él hacia dentro y la puerta se abrió sin un solo chirrido. Imaginó que alguien la había engrasado a conciencia.

Al instante se encontró en la calle. A pesar de la noche cerrada logró orientarse en medio de la oscuridad y se dirigió presuroso hacia el puente del Ródano. Las calles de Vienne estaban vacías y sólo en un par de esquinas le pareció vislumbrar sendas sombras, una de las cuales le hizo un gesto con la mano señalando que continuara adelante. Supuso que aquéllos serían los hombres del arzobispo Palmier y del vicebaile De la Court que protegían su fuga.

Una grisácea neblina, que de vez en cuando los rayos de luna que aparecían por unos instantes entre las nubes teñían de reflejos plateados, le indicó que el río se encontraba cerca.

Aceleró el paso y atravesó el puente en dirección hacia la cruz de piedra. Entre la bruma apareció su criado Benito Perrin con las dos mulas.

—Señor, me alegro mucho de veros. ¿No habéis encontrado ningún contratiempo?

—Ni el más mínimo. El arzobispo y el vicebaile han preparado mi fuga con gran cuidado. Y tú, ¿tienes el dinero?

—Aquí está, señor, doscientas ochenta coronas de oro. Le entregué veinte al prior de San Pablo, tal cual me ordenasteis. —El criado le alargó una bolsa de cuero que pesaba como un buen queso.

—Guárdala tú.

—Tomad, señor, cubríos. La noche está fría y mucho más lo estará cuando comience a amanecer. —El criado le entregó una capa de viaje fabricada con un tupido tejido de fieltro encerado.

Servet se la colocó sobre los hombros, se volvió a calar el sombrero que le habían entregado en la prisión y subió a la mula. Al hacerlo contempló a un hombre que presenciaba la escena sobre los lomos de un caballo. Enseguida supo que aquella figura recortada en la niebla era el vicebaile Antonio de la Court, quien le hizo una señal de saludo alzando el brazo antes de desaparecer entre la neblina.

—Vámonos.

—¿Adónde, señor?

—De momento lejos de Vienne, a salvo de la Inquisición, luego ya veremos.

Y los dos hombres se perdieron en la oscuridad de la noche, como dos espectros.

El inquisidor general de Francia iba y venía de lado a lado de la sala de audiencias del palacio arzobispal de Vienne hecho una furia. Lo habían despertado poco después de amanecer con la noticia de que el médico hereje, reo de la Inquisición en el convento de los dominicos, había desaparecido la noche anterior. Se había vestido a toda prisa y se había dirigido al palacio arzobispal, donde esperaba ser recibido por monseñor Palmier.

Antes de salir hacia palacio, Mateo Ory había ordenado a la guardia de Vienne que hiciera sonar las trompetas y que revisaran las calles y las casas, e incluso los edificios ubicados en las afueras de la ciudad. El vicebaile se encargó de que los guardias a sus órdenes lo hicieran en primer lugar en la dirección contraria a la que había visto que habían tomado Servet y su criado.

—Don Mateo, ¿a qué viene este alboroto? —El arzobispo fingió con estudiada maestría su sorpresa, como si nada supiera de todo cuanto había sucedido aquella noche en la prisión del convento de los dominicos.

—Malas noticias, monseñor, el hereje Servet se ha escapado esta noche de la celda que ocupaba en el convento de dominicos —le dijo al arzobispo antes siquiera de saludarlo cuando éste apareció en la sala.

—¿Queréis desayunar conmigo? Mi cocinero ha preparado un exquisito pastel de verduras acompañado de carne estofada de ciervo con ciruelas e higos y confitura de manzana.

—Gracias monseñor, pero no tengo apetito. Ese maldito hereje se ha fugado y nos ha dejado en ridículo.

—¡Qué contratiempo! ¿Cómo ha podido ocurrir? —El arzobispo miraba a su interlocutor con un rictus entre burlón y divertido.

—Esta mañana no se encontraba en su celda. Golpeó al carcelero, lo ató con unas cuerdas, lo amordazó y luego se marchó por la puerta. Lo han buscado por todas las dependencias del convento pero sólo han encontrado su hábito gris de penitente y su gorra negra al pie de un árbol del jardín. No debimos confiarnos; debimos extremar la vigilancia y no dejarlo al cuidado de un solo carcelero.

—Según vuestra denuncia, ese hombre estaba poseído por el diablo, y como bien sabéis hay demonios súcubos que son capaces de surcar los aires. Tal vez haya escapado volando desde el jardín y ahora se encuentre a muchas millas de distancia —ironizó el arzobispo Palmier.

—No os burléis vos también de mí, monseñor. Todo el mundo en esta ciudad conoce el aprecio que vuestra eminencia sentía hacia ese médico. Vos lo trajisteis a esta ciudad y lo empleasteis a vuestro servicio. Incluso os dedicó una extensa loa en una edición del tratado de Geografía de Ptolomeo.

—Sí, lo recuerdo bien. Una excelente edición, por cierto.

—¿Sabéis algo de su huida que yo ignore?

—Mentir es un pecado, señor inquisidor, y un arzobispo de la Iglesia católica no debe incurrir en ello. Además, deberíais saber que la obligación de todo preso es intentar la fuga; no es la primera vez que ocurre. Al parecer no extremasteis la vigilancia lo necesario.

—Ese hombre iba a ser condenado a la hoguera hoy mismo y vos lo sabíais.

—No; en eso os equivocáis, don Mateo. No lo sabía, aunque lo imaginaba.

—¿Conocéis dónde se esconde?

—Os juro por lo más sagrado que no tengo la menor idea de su paradero: palabra de un siervo de Dios.

—Daremos con él, lo encontraremos, con vuestra ayuda o sin ella.

—¿Pretendéis insinuar que tengo algo que ver en todo esto, señor inquisidor? Que Miguel de Villanueva, o quien quiera que fuese, hubiera sido mi médico y me hubiera atendido en algunas ocasiones no significa que yo apruebe su conducta ni que comparta o siquiera justifique sus ideas. Ha habido papas que han dispuesto de médicos judíos para su servicio personal; ¿acaso los acusaríais por ello de congeniar con los hebreos y con su religión?

—No, monseñor, yo no he pretendido en ningún momento…

—En ese caso, señor inquisidor general de Francia, dejadme desayunar tranquilo y ocupaos de vuestros asuntos, que, a lo que parece, los tenéis últimamente un tanto descuidados. Y no me extraña, pues los dejáis en manos de ese trío de incompetentes cretinos a los que encargasteis este caso.

—Esto no quedará así. Buscaremos a ese hereje hasta debajo de las piedras, lo apresaremos y lo arrastraremos a la hoguera, que es donde merece acabar. Daremos con él aunque se haya refugiado entre los protestantes o entre los turcos.

—Tened cuidado con eso que decís. Hace unos años, cuando el sultán otomano Soleimán el Magnífico asedió la ciudad de Viena del Danubio, don Fernando, regente del emperador don Carlos, ofreció un pacto a los luteranos, e incluso pensó en cierto reconocimiento de su posición a cambio de ayuda militar contra los turcos. El propio Soleimán ha atacado de nuevo a la cristiandad, ahora en las tierras de Hungría que ambiciona anexionar a su imperio. Ochenta mil hombres amenazan el flanco oriental de la cristiandad; los otomanos han cruzado el Danubio y han ocupado varias ciudades; sólo ha resistido la ciudadela de Erlan. Ante semejante peligro, el emperador busca de nuevo firmar la paz e incluso alcanzar una alianza con los protestantes para reconciliar a la cristiandad y repeler juntos el avance turco. Los que ahora son enemigos de la Iglesia y del imperio, quizá se conviertan en futuros amigos. ¡Ah!, y no olvidéis que nuestro rey Francisco I fue aliado de los turcos hace algún tiempo.

El inquisidor dio media vuelta y se marchó contrariado, rumiando su desventura. La fuga de Servet significaba un grave contratiempo para sus intereses y para las aspiraciones del cardenal Tournon.

Las leyes de la Inquisición permitían despojar de todos sus bienes al reo evadido, pero cuando intentaron incautar las propiedades de Servet se encontraron con la sorpresa de que carecía de inmuebles. Todo cuanto poseía lo había convertido en monedas de oro, que se había llevado consigo.