XX
La calle era ligeramente empinada, de modo que Maestre podía ver claramente la entrada del bloque de viviendas y la camioneta de telefónica aparcada un poco más lejos. Para estacionar su propio coche había elegido un lugar diferente al de la operación con Gorka, algo más lejos de la entrada. Se había puesto un jersey gris y unos vaqueros vulgares, como cualquier obrero de la zona y fingía dormitar sentado tras el volante. Al caer el sol, la calle, en la zona norte de Mondragón, apenas si tenía movimiento, alguna ama de casa rezagada que bajaba a la tienda antes de que cerraran y un par de ruidosas cuadrillas que se dirigían a Erdiko. Una hora antes, en el cuartel de la Guardia Civil de Oñate se había informado del dispositivo preparado para evitar la huida de Iñaki; todos los pasos fronterizos estaban ya estrechamente vigilados y la fotografía, la última tomada en el hospital de Pamplona, presidía los paneles de vehículos y despachos de la Benemérita desde Colera, en Cataluña, hasta Irún, incluida Mondragón. Maestre recordaba una película vista cuando era un crío. El feroz revolucionario, el guerrero, volvía a sus orígenes cuando se sentía perdido y buscaba la cercanía de la mujer amada y olvidada hacía años. Y ésa era su muerte, pero estaba seguro que Iñaki, a pesar de todo, no sería tan ingenuo.
El balcón de Izaskun Arriola seguía con las persianas echadas y sin luz, pero estaba absolutamente seguro de que ella estaba allí, o cerca, y que de alguna manera ella le había dado refugio, había acogido al hombre que la dejó viuda de por vida, que la había traicionado y sin embargo aún le protegía y le cuidaba. Se lo imaginaba sentado en aquella salita, bajo la foto de Domingo, trazando algún plan de huida, de huida imposible que jamás lo alejaría de la muerte. En realidad, Maestre sabía que lo que estaba haciendo no tenía utilidad alguna. ¿Para qué orquestar una salida de España?, ¿para qué jugarse su carrera y un consejo de guerra por un asesino? Y sobre todo, ¿para qué por alguien condenado a muerte por el cáncer?
Con los ojos fijos en la puerta luchó contra el cansancio y trató de imaginar qué clase de relación tendrían aquellos dos, si es que estaban juntos. Una relación tan jodidamente difícil como la suya propia con Luisa, o tal vez más. Se dio cuenta entonces que hacía días, probablemente semanas que no hablaba con ella y de inmediato hizo el esfuerzo de quitarse de la cabeza su imagen. Tal vez cuando esto acabe. El reloj marcaba más de las doce cuando Maestre salió del coche y se acercó despacio hacia el bloque de viviendas. La entrada formaba un ángulo algo escondido, con una tapia de algo más de un metro de alto pegada a la pared y un jardincillo para niños al otro lado. Toda el área quedaba en la sombra, una sombra espesa, apta para agazaparse en ella. Se quedó allí, apoyado en la pared mirando hacia el fondo de la calle. La furgoneta de la telefónica seguía allí, como si la avería que los había llevado hasta la calle Guerra fuera eterna.
Izaskun Arriola apareció al filo de las dos de la madrugada. Llegó en un coche con un muchacho joven y se despidieron con risas y dos besos en la cara. Cuando el coche que la había traído desapareció tras una esquina, Izaskun hizo algo extraño. Dio unos pasos hacia atrás y elevó la mirada hacia su propio balcón oscuro. Luego sacó las llaves del bolso y entró en el portal. No tuvo tiempo de cerrar la puerta antes de que Maestre se colara tras ella y se quedaran frente a frente.
Maestre lo había previsto todo, incluso la opción de gritar pidiendo auxilio o el intento de escapar de él, pero nada de eso sucedió. Izaskun Arriola se le quedó mirando, primero sorprendida, luego algo asustada y finalmente la sintió relajarse, como si aceptara la nueva situación o la estuviera esperando. Sin decir una palabra se dirigieron al ascensor, ella delante, él detrás con la seguridad que le daba la Glock en su funda bajo la americana.
Ante la puerta de ella Maestre colocó ostensiblemente la mano sobre la culata y se retiró a un lado, dejando que ella abriera y entrara. Izaskun es una gran mujer, pensó; nada de histerias, nada de nervios, seguridad en todos sus movimientos, en el modo de meter la llave en la cerradura, sin vacilaciones, a la primera, en el gesto seco de girar la llave y el acto, seguramente mecánico, de empujar la puerta con el hombro para entrar.
Izaskun encendió las luces, lanzó sobre el taquillón las llaves y el bolso y entró con decisión hasta el salón. Maestre lo hizo detrás, despacio, esperando en vano ver de un momento a otro a Iñaki. Pero en el apartamento no había nadie.
—Voy a hacer café —dijo Izaskun y se dirigió a la cocina. Maestre la siguió todavía con prevención, pero el rápido vistazo al dormitorio, al cuarto de baño y a la habitación convertida en trastero le convenció de que allí no había nadie.
—¿Dónde está? —dijo.
—Escondido —respondió ella— tiene mucha experiencia en eso.
—Por qué mirabas entonces hacia el balcón. ¿A quién esperabas ver?
—Muy policial —dijo ella mientras ponía la cafetera en el fuego.
—¿Esperabas a alguien más? —insistió él—. ¿A alguien que tiene llaves?
—¿Por qué tengo que responder a tus preguntas? —le interrogó ella, tensa.
—Él me está buscando —dijo Maestre—. Estoy seguro que me necesita.
—¿Quién eres? —dijo ella con un acento agresivo. Era una guapa mujer, guapa en su madurez, pero en aquel momento tenía un brillo peligroso en los ojos, los labios apretados y casi blancos, la expresión helada como la hoja de un cuchillo, de quien no quiere hacer concesiones—. ¿Quién cojones eres?
—Ahora mismo soy la persona que quiere salvarle la vida. Y él lo sabe. Ha venido a buscarme, no me ha encontrado y por eso ha recurrido a ti.
—¿Cómo sé que no me engañas?
—Tan sencillo como preguntárselo a él. Es más. Creo que ya se lo has preguntado.
Izaskun no respondió. Sirvió dos tazas de café y se sentó a la mesa, la mesa cubierta con el mantel de cuadros rojos y blancos. La mesa de sus confidencias. Aquel hombre le repugnaba, le hacía recordar los peores momentos de su vida, pero al mismo tiempo sentía que su seguridad y su poder, obvio, eran la única cosa que les podía salvar.
—¿Esperabas a Navarro? —preguntó Maestre.
—¿También él está en esto?
—Sólo tratamos de ayudarle. Ha ido toda la vida con una gente a la que no se la abandona así como así. Ya lo sabes. Todo el mundo sabe lo que le pasó a Yoyes, a Pertur y a… Domingo.
—¡Y tú qué sabes de Domingo! —gritó ella rabiosa. Por un momento Maestre pensó que había cometido un error y que no debía haberlo nombrado. Izaskun sorbió la taza de café y luego encendió un cigarrillo.
—No está aquí. No es idiota. No se acercará a Mondragón, sabe que es aquí donde le estarán esperando. Quiere aguardar a que pase lo peor para cruzar la frontera, como en los buenos tiempos.
—Ahora hay patrullas con infrarrojos, satélites y agendas electrónicas, joder. No se cruza la frontera así. Está impermeabilizada. No daríais un paso y él lo sabe. Por eso me buscaba. Soy el único que os puede sacar.
—A cambio de qué.
—A cambio de nada.
—No puedo creerme que seas tan generoso. Los polis no sois tan generosos.
—Aún no te has enterado de que no soy un poli. Tengo un trato con él y mi parte del trato es sacarle de aquí con vida. Mira —Maestre apretó los dientes con furia—, no me gustas tú, no me gusta él, ni tu amigo Navarro, ni la purria con la que os relacionáis, ¿entiendes? No valéis lo que estoy haciendo por vosotros, pero lo único que tiene alguien como yo es su palabra. Y le di mi palabra.
Izaskun le miró en silencio y Maestre sintió que había hablado más de la cuenta. Era como quedarse al descubierto frente a un enemigo armado, como dejar que el psicópata descubra uno de tus puntos débiles. Un hombre de honor. El respeto a la palabra dada. ¿Era eso? Tal vez, Miguel, se dijo, no sirves para esto. No eres el espía perfecto.
A través del humo del cigarrillo, Izaskun le miró con algo parecido al odio. Maestre vio sus labios apretados, sus mandíbulas encajadas con fuerza, sus ojos verdes brillando como si dieran más luz que las halógenas de la cocina. Y entonces Maestre lo vio claro. Era ella. Ella había orquestado aquel drama que había atravesado el tiempo y el espacio. Era ella, era aquella mujer excepcional la que había desatado todos los demonios del infierno, la que había encendido a Domingo y le había llevado a la muerte, la que había empujado a Iñaki al asesinato y a la traición, la que había removido a Eduardo Navarro y le había obligado a implicarse, la razón de todo. Y paradójicamente, Maestre se sintió seguro. Ya lo sabía todo. Ya sabía los motivos de Iñaki Sagarzazu, alias Iñaki de Mondragón, ya sabía por qué Navarro se había metido en aquello. Ya sabía por qué había muerto Domingo.
—¿Le querías mucho? —preguntó.
—A quién.
—A Domingo.
—Jódete.
—¿Y a Navarro? ¿estás liada con él?
—No es cosa tuya.
—Sí. Lo sé. Supongo que ahora ya no importa —Maestre sorbió el café lentamente antes de seguir hablando—. Tenéis pasajes en el ferry de Santander a Plymouth y en el de Liverpool a Dublín. Desde Playmouth es fácil llegar a Liverpool en tren. Es todo lo que puedo hacer. En Dublín es seguro que Iñaki aún tiene algún contacto. Tal vez podáis iros a Estados Unidos. También tendréis dinero…
—Sabes que él no durará mucho, ¿verdad? —dijo ella—, por eso estás seguro de que le acompañaré.
—Lo que tú hagas es cosa tuya. No me importa, sólo me importa sacarle de aquí.
—Lo tienes todo planeado. Yo acompaño a Iñaki para que se vaya. No durará mucho, ¿no? Y cuando muera vuelvo y me quedo con Navarro. Así él también colabora. Yo soy algo así como ¿el comodín?, ¿el premio? ¿qué se supone que soy?
—No soy psicólogo. No me interesan vuestras cosas. Tengo un trabajo que hacer y lo hago. ¿No lo entiendes? Es un trato. Él ha cumplido y ahora me toca cumplir a mí.
—Les ha entregado, ¿no? Os los ha puesto en bandeja y el premio era irse lejos con su chica.
—¿Dónde está? —insistió Maestre.
—En Aránzazu —dijo ella.
—Joder. En los morros de la benemérita. ¿No tenías otro sitio?
—Mi casa. ¿Te gustaba más?
—Bien —dijo Maestre sin hacer caso de su agresividad—. Te diré lo que vamos a hacer.
Realmente a Ángel Valdés, coronel jefe de Operaciones en el CNI, no le gustaba salir de su despacho. Habían pasado ya los tiempos de patearse ciudades lejanas, de saltar de trenes en marcha o de lanchas neumáticas en playas solitarias. Le gustaba su trabajo, mucho, pero un trabajo que a aquellas alturas requería más conocer a la gente que tener buena forma física. Y Valdés era un maestro en conocer a las personas, por eso estaba absolutamente convencido de que su subordinado y amigo, el capitán Miguel Maestre Marín se traía algo entre manos y algo por lo menos ilegal, si es que no era francamente delictivo. Los agentes que había puesto para vigilarle le habían confirmado que Maestre hacía lo que tenía que hacer, es decir, mover sus contactos para tratar de localizar a Iñaki, alias Germán. Los hombres de Valdés vigilaban a Blanca en Pamplona y a Eduardo Navarro en Madrid, pero ninguno de los dos hacía movimiento alguno. Y los que vigilaban la casa de Izaskun Arriola en Mondragón tampoco habían detectado nada extraño. Maestre se había intentado poner en contacto con Navarro, al parecer sin conseguirlo, y había hablado con Gloria para escuchar, ¡cielos! que se le había escapado un pájaro. ¿Qué pájaro, Gloria?, ¿el que vigilabas para él? Y finalmente había ido a Mondragón a ver a la amiga de Iñaki, pero dando un curioso rodeo. ¿Por qué no has ido directamente, Miguel? ¿Intentabas despistar a los que te seguían? Maestre había estado en el cuartel de la Guardia Civil de Oñate pero a pesar de estar a un paso de Mondragón, sus hombres le habían dicho que había tomado la dirección contraria, hacia Zumárraga, por una horrible carretera comarcal. O sea que, había vuelto hacia Mondragón por Bergara sin que sus chicos le perdieran, por suerte. Lo único cierto era que la última comunicación de Maestre decía que tenían que verse aquella misma noche. Pero del pájaro, ni rastro. ¿Me crees idiota Miguel?, ¿por dónde le vas a sacar?, ¿dónde le tienes escondido?, en Mondragón probablemente, por eso has ido allí. ¿Y si se te ha fugado de verdad y has tenido que ir a buscarle? Entonces has ido al puñetero pueblo y estás tan vendido como yo.
Valdés llegó a Sondica a primera hora de la mañana. La primera llamada en espera, nada más encender el móvil, era la de su oficina para comunicarle que Gloria volaba ya en un avión militar con destino a Ávila, a un nuevo nido íntimo preparado después de desmantelar el del Guadarrama. Y en el hall del aeropuerto, elegante como siempre, relajado y con semblante serio le esperaba Miguel Maestre acompañado de un par de jóvenes de paisano que disimulaban tanto su pertenencia a la Guardia Civil como un obispo con sus mejores galas disimularía su pertenencia a la Iglesia.
Se metieron en el coche oficial sin decir una palabra, tras un apretón de manos. Lo peor para Valdés era la duda. No saber exactamente a qué estaba jugando su subordinado; le ponía de mal humor, aunque era obvio que jugaba a algo. No obstante, por alguna razón era su mejor hombre, porque era capaz de estar haciendo algo tan ilegal como vender el Valle de los Caídos por parcelas y hacerlo sin inmutarse.
—¿Le has localizado? —preguntó Valdés nada más arrancar.
—No. Arriola no colabora.
—No has sido muy hábil.
—Iñaki no puede ir a ninguna parte. Él confía en mí. Es ella la que no confía. No ha habido manera de que me dejara acompañarla y me ha advertido que si la seguía no había trato. Además —añadió mirándole de reojo—, es de suponer que el equipo que pusiste detrás de mí está ahora tras ella.
—Eres muy gracioso. ¿Y el pasaporte?
—Aquí —se lo mostró Maestre—. No irá a ninguna parte sin él. Y el nombre de Oswaldo Granado, ciudadano panameño, está ya en todos los controles y fronteras. Sólo podrá salir contratado por el buque Izmir. Punto de embarque, puerto de Bilbao. Allí le daremos el pasaporte y el dinero. No puede hacer nada más, está atrapado.
—Bien.
Cuando llegaron al canal de Deusto era poco menos de la medianoche. Aparcaron en la esquina de uno de los hangares, en completa oscuridad, pero Maestre no dejó de percatarse del fuerte dispositivo policial. Había agentes emboscados por todas partes, un muestrario completo de los cuerpos policiales operativos en el País Vasco, públicos y privados. Un capitán de los GAR de la guardia civil se acercó hasta Valdés, se cuadró y le habló al oído.
—Ahora sólo queda esperar —dijo Valdés. Maestre consultó su reloj y echó un vistazo al viejo carguero con bandera de Liberia.
—¿A qué viene este despliegue? —preguntó Maestre—. Se supone que sólo venimos a despedirle.
—Me gusta hacer las cosas bien —respondió Valdés sin mirarle.
La religiosidad de Izaskun Arriola era algo muy relativo. Solía ir a las bodas, los bautizos y los funerales e incluso alguna vez a algún oficio religioso destacado, como una misa del gallo o la celebración de San Juan, pero ahí quedaba todo. Hacía años que había dejado la misa de los domingos y desde luego también la confesión. Así que se sintió un poco extraña cuando entró en la parroquia aquella tarde y se arrodilló frente al confesionario. Conocía, desde luego, al padre Urrutia, viejo como casi todos, franciscano y oriundo de Leza. Naturalmente se sorprendió al verla y mucho más se sorprendió cuando Izaskun le encomendó una misión que no tenía nada de divina. ¿Y pues?, dijo él. Es una misión terrenal, padre, pero que estoy segura que Dios se lo agradecerá porque es por una buena causa.
Cuando salió de la iglesia, el joven con cazadora que la había seguido desde su casa volvió tras ella manteniendo la distancia, así que el chico no pudo ver cómo, minutos después, el padre Urrutia salía por la puerta lateral y se encaminaba a su viejo Dyan, el carromato, como él mismo le llamaba. No oyó quejarse y toser al motor hasta que se puso en marcha, ni vio al decrépito vehículo salir en dirección a la carretera de Oñate.
La congoja apretaba el pecho de Izaskun. Una opresión difícil de definir entre el odio, un odio irracional hacia todo y hacia todos y la inercia ineludible que la llevaba hacia algo que jamás hubiera creído que podía hacer. En el salón de su casa estaba preparada la pequeña maleta; las persianas cerradas, el agua cortada para que no goteara la cisterna, los muebles cubiertos para que no se llenaran de polvo. Me habéis organizado la vida, se decía, desde que era una cría he seguido el camino que me habíais marcado, unos y otros. Tenía ganas de llorar. Iñaki le había dicho, no me quiero ir, no me iré, pero ella le había convencido. Dicen que corro peligro, que me presionarán para llegar hasta ti, que tenemos que irnos una temporada hasta que todo esto cambie. Y ninguno de los dos decía la verdad: es sólo cuestión de unos meses, tal vez de semanas. El cáncer hará su trabajo y todo habrá terminado.
* * *
Desde el balcón observó que la furgoneta de la telefónica había desaparecido y que el joven que la seguía hablaba con su compañero en el coche aparcado frente a su casa. Miraron hacia arriba, habló uno de ellos por el móvil y se quedaron allí, como si en sus vidas no hubiera nada mejor que hacer. El guapo amigo de Eduardo le había asegurado que no pasaría nada. Que los chicos se limitarían a dar fe de que ella se iba de casa. Así que no tenía más que esperar a la hora convenida, coger su coche y salir en dirección a Bergara, como si fuera a Bilbao. Al llegar a la autopista, en Placencia, tomas la dirección a Santander, le había dicho él. No te seguirá nadie, no lo necesitan. Estación marítima, muelle de Plymouth. ¿Por qué lo estoy haciendo? ¿por qué me tengo que ir con él a Dios sabe dónde? Ellos le mataron. Mi amigo Iñaki. Y él y Eduardo forman parte de una sucia trama.
El callejón donde estaban aparcados era como un pozo negro. Santi sentía que le ardían los ojos, tal vez por la falta de sueño, pero le había sido imposible dormir en las últimas veinticuatro horas. Un poco más lejos chapoteaba el agua contra el muelle con un sonido rítmico y sucio. Ante ellos, al otro lado de la ría, Santi veía las luces de la ciudad, como si colgaran encima de un manto negro. El coche era un todo terreno de altas ruedas, negro y poderoso y el asiento amplio y cómodo y su altura sobre el asfalto le permitía dominar toda la longitud del estrecho pasadizo entre los dos tinglados. El brazo apoyado en la puerta le temblaba ligeramente pero trató de achacarlo a la postura un poco forzada. Instintivamente se rascó la muñeca izquierda, allí donde debía estar el reloj y preguntó al chico sentado junto a él, al volante: Zer ordu da?
—La una menos diez —respondió el joven.
A Santi ir en aquel vehículo le daba una cierta sensación de seguridad útil para contrarrestar la escasa confianza en Aitor, el joven inexperto que lo conducía, extraído de la kale borroka. No lo conocía demasiado, sólo de algunos encuentros en las calles del barrio viejo. En realidad era en Gorka en quien siempre había confiado y al que hubiera querido tener como apoyo, pero así eran las cosas. Sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca cuando recordó a Gorka y la mancha oscura que se había formado en la arena, bajo su cabeza. Todavía le costaba dormir por las noches con aquella imagen, por mucho que bebiera o por mucho que Ubiña se empeñara en decirle que era una guerra y que eran soldados. Euskal Herriaren soldaduak gara.
—¿Qué? —preguntó Aitor.
—Nada. Pensaba en voz alta. ¿Estás nervioso?
—No, nada. Bueno… un poco.
Santi miró por el retrovisor. El callejón estaba más oscuro si cabe detrás de ellos. En aquel momento se sentía vulnerable, sin la más remota idea de por dónde o cuándo iba a aparecer su objetivo.
—Acuérdate —dijo, aparentando más aplomo del que tenía—. El motor apagado, ¿entendido? Cuando me veas venir, arrancas. No pongas el seguro a las puertas. Salimos por el hangar grande, el que hemos visto al entrar y cambiamos el coche en el paseo.
—No te preocupes.
En realidad lo que preocupaba a Santi era otra cosa. Lo tengo que hacer, nos ha traicionado, eso está claro. Pero… ¿por qué yo? Se lo había preguntado a Ubiña. Porque confiamos en ti. Santi pensaba que tal vez Iñaki todavía tenía muchos amigos en la organización y que no todos estarían de acuerdo en que él era el traidor. Intentó relajar los nervios y se recostó notando la presión del arma en la cintura. Era una nueva P245 que sólo había disparado él, un arma virgen, le habían dicho, lo último de Sig Sauer. Una nueve milímetros, semiautomática, precisa y compacta, de seis tiros y de una belleza estremecedora.
—¿Qué hora es? —preguntó de nuevo. Antes de que Aitor pudiera responder, el móvil de Santi zumbó en su bolsillo, como un agresivo insecto.
—Bai —dijo Santi. Al otro lado, una voz de hombre, suave y grave dijo: le acaban de dejar en el aparcamiento.
—Graziak —murmuró Santi, tenso. Después de colgar el teléfono, con cuidado, sacó la pistola del cinturón, se aseguró de que había una bala en la recámara y que el seguro estaba puesto. Intentó sonreír al recordar las enseñanzas de Iñaki: el seguro puesto hasta el último momento, no serías el primer imbécil que se dispara en un pie.
—Bien. Adia. Deséame suerte —dijo mientras salía del vehículo.
—Zortea —murmuró Aitor.
Iñaki se fue directo al gran aparcamiento, deslizándose por las paredes oscuras. Sintió frió al salir al espacio abierto del aparcamiento. No había demasiados coches, tal vez una docena, silenciosos y quietos, como si no quisieran interponerse. El cielo estaba despejado y en lo alto, si no fuera por el halo de luz de la ciudad, hubieran brillado las estrellas, frías y lejanas. Todo estaba en silencio, hasta la respiración de Santi era silenciosa.
La cabeza le bullía como una olla sobre el fuego. Trató de concentrarse en las enseñanzas de Iñaki, de su objetivo. Todo ha de ser mecánico, sin pensar nunca en él como en una persona. Pero, ¿cómo puedo hacer eso si el hombre que me ha instruido es el que tengo que matar? Y no es que dudara, Santi sabía cuál era su obligación. La cuestión era que no podía casar las instrucciones con el objetivo y en su cabeza desfilaban una y otra vez las largas charlas en los cafés, las sesiones de tiro en Hasparren, las cuatro veces que le había acompañado en otras tantas acciones, hasta aquel día en Barcelona. Santi sabía que había sido aquel día cuando percibió que Iñaki ya no era el de siempre. Le había visto vomitar cuando salía del aparcamiento. Un aparcamiento como aquel. No. No era como aquel, ni mucho menos. Éste era un espacio abierto, una explanada negra en la noche santanderina.
Es una explanada amplia y desnuda, con unas cuantas farolas que iluminan sobre todo las esquinas. Y un hombre apoyado en una de las farolas. Es de estatura media, aunque está delgado, mucho más delgado que la última vez que le vio. Está fumando, pero Iñaki no fumaba, ¿no? Tal vez ha adelgazado y ha vuelto al tabaco. Santi se acerca despacio aunque con decisión. Echa la mano atrás para rozar la culata del arma. Ha andado una veintena de pasos desde que dejó el callejón y le quedan al menos otros cuarenta. Sí, es Iñaki aunque ha perdido pelo también. Visto así parece un viejo, un pobre hombre consumido, con un cigarrillo en la mano. ¿Qué has hecho Iñaki?, ¿nos has traicionado?, ¿es por eso?, ¿qué me estoy cuestionando?
Es él. Claro. El maestro, el compañero, el hombre al que ha cubierto las espaldas tantas veces, el que se lo ha enseñado todo. Santi le ve brillar los ojos, cada vez más cerca. Ha lanzado el cigarrillo al suelo y pisa la colilla con fuerza, retorciendo el pie sobre ella sin quitar la vista de él. Santi lleva una sudadera con la capucha colocada sobre la cabeza, ni se acuerda cuándo se la ha colocado. Como un jovenzuelo cualquiera a la moda, pero sabe que Iñaki le ha reconocido. Ya está muy cerca y Santi toma con fuerza la culata de la pistola. Es una magnífica arma, piensa. Ha llegado frente a él, pero no hay posibilidad de sorprenderle. ¿Y si va armado?, claro que va armado. Soy imbécil, piensa, me he acercado de frente, ¡me va a matar! Es mucho más hábil que yo. Santi siente el miedo nacerle en el vientre y subirle como una bilis esófago arriba hasta estallarle en la boca, como un vómito amargo. Es incapaz de decir nada y la mano le tiembla cuando extiende el brazo ante él apuntando a la cabeza.
—Hola, Santi —dice Iñaki con una voz extraña. Demasiado ronca, demasiado tensa. Alguien va a morir. Santi se ve incapaz de apuntar, no sabe si es sudor o si son lágrimas lo que le nubla la vista.
—Tú, nos has traicionado —balbucea. E Iñaki se ríe, una carcajada seca y corta.
—¿No vas a disparar? —pregunta—. Con las dos manos. No puedes fallar…
Santi eleva el arma, tiembla, suda y dispara… el estampido no es tan fuerte como esperaba. Es una magnífica arma y un agujero negro y humeante se abre en el poste de la farola. Iñaki ha desviado la cabeza instintivamente, al oír el disparo, pero no ha sido eso lo que le ha salvado, sino el temblor de la mano de Santi. La Sig Sauer sigue temblando, como si estuviera viva y entonces en un rápido movimiento, Iñaki saca su propia pistola. Es como un duelo en un OK Corral oscuro y silencioso, a pocos metros del mar, con la muerte planeando bajo un cielo posiblemente estrellado. Iñaki no dispara, nunca ha pensado en disparar y recibe en el estómago los dos tiros nerviosos de Santi. Ha sido un acto reflejo, todo lo contrario del buen activista, del buen asesino, dos balas de 9 milímetros Parabellum directas y mortales.
Cuando cae al suelo, lentamente, resbalando por el poste, Iñaki sonríe. Santi no lo oye porque ya corre hacia el todo terreno, pero de labios de Iñaki sale una frase mezclada con sangre: jadanik sendatu.